jueves, 28 de noviembre de 2013

POETA EN LA COCINA

POETA EN LA COCINA
PEDRO JAVIER MARTÍNEZ



Hipocampo editorial, para aquellos que les interese este tipo de sucesos, tuvo una trayectoria muy corta; tan corta, tan corta que solo vinieron a salir tres libros de sus primorosos e iluminados fogones. Aconteció tal aventura justo en el vértice del cambio de milenio; con el renuevo de un ciclo, se renovaba también la vieja ilusión de Pedro Javier Martínez de comandar un sello editorial que, desde las costas de Águilas, traspusiera las ficticias fronteras de las demarcaciones administrativas y aun llegara a otras costas allende los océanos, como las del nuevo continente. Fueron momentos cargados de nobles aspiraciones, y yo asistí, como confidente y amigo, a aquel empeño. Las dificultades en la mar embravecida de editoriales y distribuidoras, sin embargo, fueron muchas; a la falta de medios técnicos se sumaba la falta de capital con la que afrontar las más que múltiples exigencias monetarias, y, bien sabido es que el mercado no perdona. Aun así, la luz se hizo, aunque breve, y fue de esta manera: En primer lugar apareció Poeta en la Cocina, bajo la rúbrica del director de la editorial; en segundo, Fanal de la Aventura, del servidor que esto escribe, y, en tercer lugar, Del haiku y sus orillas, de un colectivo de poetas de la Región de Murcia que se adentraba en la experimentación de esta interesante y original estrofa. Los tres libros salieron de los fogones de Hipocampo editorial bien horneados, impecables, crujientes y sabrosos a la boca. Afortunadamente los caminos de internet son ubicuos, y ciertas páginas alojadas en la memoria del hiperespacio pueden avivar los recuerdos; a quien quiera saber acerca de este avatar, le recomiendo el siguiente enlace:http://perso.wanadoo.es/hipocampoed/ 
Vengo ahora a Poeta en la cocina; en otra ocasión lo haré acerca de otro de aquellos libros publicados: Del haiku y sus orillas.
El genio creador de Pedro Javier Martínez, como cualquier modo de pensar que pueda llamarse propiamente creatividad, es fluido y divergente, múltiple y tremendamente centrífugo, por lo que tiene difícil acomodo en un solo registro o temática. Uno de sus libros más curioso, insólito, personal, y, aun diría, hasta genial, es Poeta en la cocina, en el cual, con sorprendente gracia y acendrada maestría se adentra en los entresijos del arte culinario y nos propone una serie de recetarios de cocina en clave poética. Con unas palabras preliminares el poeta nos advierte sobre su gestación. Confiesa que acababa de terminar un poemario, Rastreando tus huellas, donde vertía sus sentires espirituales, cuando se percató, ahíto o inflamado del alimento espiritual, que el cuerpo clamaba por sus fueros y reclamaba un poco de atención. Las necesidades del soma, por esas leyes pendulares que tanto condicionan nuestros estados de ánimo, seguían a las del pneuma. Así fue como vinieron a aparecer los poemas que componen Poeta en la cocina, con el recuerdo de las recetas de los platos confeccionados por su madre (que iluminaron mi niñez y primera juventud), a los que se suman pronto las de su esposa Josefita y las de los amigos. Tiene este libro, pues, un especial calor, y sabor, a infancia, a vida familiar, a calidez de amistad, y a ese tiempo de inocencia y albura que convocaba (como bien señala Manuel Rodríguez de Vera en su excelente prólogo) a los pequeños dioses, lares o penates, entorno a las cocinas, las que, quizá como un arquetipo de nuestros fondos inconscientes, vienen a ser algo así como las cellas de los antiguos templos.
Por lo dicho, no es Poeta en la cocina propiamente, aunque festeja la mesa, un libro de poesía festiva; es un libro que decanta una especial sabiduría de vida. No se internará por inextricables vericuetos donde la razón encomie juicios de valor o imperativos, hipotéticos o categóricos, ni propondrá máximas sentenciosas a lo Confucio para enseñarnos los secretos del buen vivir; hará algo más directo, más simple y, por consiguiente, más sabio: incidirá en uno de los pequeños placeres, componente de la felicidad. Porque la felicidad a la que pueden aspirar la mayoría de los humanos, salvo aquellos tocados por un sello especial de lo alto, es la pequeña, esa tan condicionada por las menudencias de la cotidianeidad, aquella escrita con letras minúsculas pero que, aun así, pueden expandir en más o en menos su punto. Somos nosotros los artífices de nuestro estar en el mundo, y ese estar puede ser hasta cierto grado agradable o placentero si así nos lo proponemos; por eso las personas deben aprender a vivir.
¿Y en qué consiste el buen vivir? La respuesta a tan interesante pregunta se llevaría unas cuantas páginas; en cualquier caso, para vivir bien, no se trata tanto de propiciar grandes alharacas, como de abrazar la sencillez. El sabio, por lo general, recoge esta tarea pedagógica casi como una necesidad, y con el mismo ejemplo de su vivir muestra que esa vida buena es posible. Pedro Javier lleva a cabo tal tarea en Poeta en la cocina. Un sano sentir epicúreo, en la consideración genuina del término, antes de que fuera tergiversado por irreverentes epígonos o contumaces detractores, se desprende de la obra y la traspasa toda. La felicidad somete los pequeños placeres a cálculo; la buena medida de los ingredientes, el buen cocimiento de las mezclas entre los pulcros fogones, lleva al disfrute del yantar, a la fruición del sabor. Y es así; esto es cuestión de arte. La cocina no es un tema tan banal como a primera vista pudiera parecer.

Las delicias de la mesa suelen congregar a los amigos. Pedro Javier tiene el cortés detalle de dedicar cada una de sus hacendosas y pormenorizadas recetas a un determinado amigo. Se convierte así el libro en ameno y familiar, como queda dicho, y en prolegómeno no de francachelas sino de los ágapes que seguidamente convoca, por eso sus secciones ordenan el itinerario del opíparo banquete: Ensaladas, Salsas, Entrantes, Platos Fuertes, Arroces y Postres (Frutas y Repostería); sin olvidar Las Tres Gracias de la mesa (el Aceite, la Sal y el Pan) o Las Tres Glorias de las Ensaladas (El Tomate, la Lechuga y la Cebolla), y las endechas que les son pertinentes, ni, por supuesto, Los Vinos que han de regar tan sublime yantar, o su colofón final, donde la charla amiga se remansa junto al Café, la Copa y el Puro. Para no echar nada en el olvido, al final de la obra aparece un apéndice donde se detallan los ingredientes necesarios para preparar el plato que previamente se ha especificado en clave poética.
La forma que ha elegido Pedro Javier para exponernos su jovial y entretenido recetario es una estrofa clásica de acrisolada raigambre: el soneto. Las recetas vienen encuadradas en sonetos perfectos, o en series de sonetos que se hilan unos con otros, muchas veces con estrambote. No encontraremos faltas a la perfección formal de los mismos; pero si la forma del poemario es perfecta, el fondo al que alude (la receta o la fluvial parénesis del plato e ingredientes) se constituye, sencillamente, en bello y brillante. El resultado, una vez más, como en otras obras del autor, da la sensación de sabia y arquitectural trabazón. Hombre del sur, poeta herido por la luz y el sol, Pedro Javier enjoya sus versos y los dora con la sazón del oxímoron, la fuerza del pleonasmo, la luminosidad de la imagen o el esplendor de la metáfora, restallantes. Vengo a proponer unos ejemplos.
Del soneto dedicado a la sal:

Nívea escarcha por el sol cuajada,
arcoíris del mar, reconvertido
en apretado grano y sometido
a blancuras y luces de alborada.

Acerca del tomate:

Porta vetas de un verde caprichoso
en su bruñida piel. Y la enramada
trasmina su fragancia, abandonada
a un tibio sol de invierno bondadoso.

Veamos qué nos dice de la lechuga:

Destiñe sus enaguas lentamente
hasta lograr un blanco refulgente
en su mórbida carne, el hortelano,
inviolada de luz y sol en fuga.

Y de la cebolla:

Desde su humilde cuna es una estrella
que nació para el gozo y el desmoche.

Ahora, dejemos de lado los ingredientes de las ensaladas, y vengamos a la parte dedicada a Las Frutas, donde Pedro Javier despliega de una manera muy especial sus poemas, engalanados de intensa luz.
En referencia a la naranja y el limón nos dirá:

Los dos, hijos del sol y la ventura:
Grandioso parto de la calentura
que le trasciende al Sur en el costado.

De la sandía:

Verde por fuera, verde y reluciente
como un joyel redondo y bien labrado
en el que guarda, en néctar clausurado,
su roja carne, mórbida y turgente.

Así aborda el melón:

Melón amigo y siempre abandonado
al placer de la boca y su codicia,
acechando cuchillos tu costado
para ofrendar tu carne a la delicia.

Una descripción del plátano:

Asemeja un pene en erección,
una luna amarilla en su menguante,
un bumerang certero y arrogante,
un arco, presto al tiro, en contención.

Y del melocotón:

Dorado cascabel de terciopelo,
corazón luminoso y sonrosado,
venturoso sagrario perfumado
con delicias de aurora y caramelo.

Ahora, de la uva:

Burbujas de oro y sol, encarceladas
en joyeles radiantes, gestaciones
propiciando gozosas libaciones
de las golosas bocas alampadas.


Basten estos pocos ejemplos como muestreo de que nos hallamos ante una obra de luminosa belleza, donde el genio creativo no riñe con la cocina y su arte. Poeta en la cocina es un libro para disfrutar y aprender; para disfrutar con la gracia de una poesía ágil y verbosa, y para aprender no solo los trucos y secretos del arte culinario sino también los secretos de otro arte: el de la vida.
Para terminar esta breve nota sobre Poeta en la cocina traigo a colación una receta de los entrantes que lleva por título Las tostadas maravillosas de mi amigo Jesús. Yo no sé si Pedro Javier al dedicarme este tan humilde poema-receta estaría pensando en mi época de estudiante o en alguna temporada mía pasada de Rodríguez, el caso es que lo introduce a modo de confesión y explica que estos conocimientos son saberes/ de mis años bohemios. ¡Ay, Pedro, qué apresuradas las comidas cuando estamos solos! Luego de unos cuartetos consejeros, viene propiamente, en los tercetos, la concisa y amigable receta:

Corta del noble pan las rebanadas
y déjalas dorarse junto al fuego.
Frótalas con un ajo y ponles, luego,
el aceite y la sal a las torradas.

Si tus hábitos son de sibarita

de pimentón, con tilde, acredita.



Todos los derechos reservados.

Jesús Cánovas Martínez©
 

lunes, 25 de noviembre de 2013

PUBIS PÚBER

PUBIS PÚBER
ANTONIO SOTO



¿Es Antonio Soto un provocador? Sí. Por eso, y porque yo también lo soy, me cae bien. Sin embargo, hay diferencias: un servidor provoca escribiendo poesía religiosa; Antonio Soto lo hace escribiendo poesía erótica. Y de este erotismo es del que vengo a hablar. En una entrega anterior al libro que nos ocupa, Pubis Púber, Antonio ya había abordado esta temática. Se trataba de una obra en cuyo título, Lolitas, con un guiño claro a Nobokov, se insinuaba la frescura o nubilidad del deseo, y sus páginas no desmerecían tal insinuación. Se cantaba en él la plenitud del gozo y, en sí mismo agotado, su posterior desencanto; la consiguiente soledad de la carne le iba a la zaga. No obstante, Lolitas, en la apreciación de su autor, abordaba la temática desde un punto de vista urbano; Pubis Púber lo hace desde la misma esencia del erotismo.
Alguien que hiciera una lectura rápida de Pubis Púber podría llegar a la conclusión de que es un libro sinvergonzón sin más, pícaro, donde el autor da rienda a sus instintos adornándolos de clasicismo romano estilo Lucrecio, Ovidio o Catulo, o de sensualidad árabe, tal vez a lo Al-Mutamid o Ibn Zaydun de la Taifa de Sevilla o a lo Omar Khayyam de Persia; pero, quien pensara así, se engañaría y sería índice de que no ha entendido el libro. No comparto en absoluto tal tipo de lectura, ligera y simplona. Por de pronto, cabe desentrañar en la obra más de un eje de sentido; me concentraré en dos de estos, quizá aquellos resaltados con trazos medianamente gruesos: su incidencia en temas de metapoética, o, si se quiere, colaterales al devenir de lo poético, por un lado, y la belleza con que canta la celebración erótica, por otro.
Antonio Soto no tiene pelos en la lengua para señalar una serie de pestes que asolan, y azotan, la poesía. Primera peste: La venganza del mediocre. Sean los Demetrios, malos poetas y malas personas, que se permiten el juicio pretendidamente gracioso sobre aquello que ni entienden ni, como es de recibo, está a la mano de sus posibilidades; son estos los que, azuzados por la picajosa envidia, proyectan en los demás la propia estulticia de la que son acreedores El autor, consciente de ese tipo de adosados, les adjudica un poema. Más parece una admonición o conjuro:

Que las musas te confundan, Demetrio,
pues eres pésimo poeta
y mala persona.
Me han contado que todos temen
tu lengua envenenada,
cosa que a mí nada me asusta.
Si has de nombrarme
cuida bien tus palabras,
no vaya a ser que te quedes sin boca.

Tras la advertencia a los Demetrios, el autor señala otro lastre de lo poético; se trata de la segunda peste: La maricona loca. Pertenecen a este tipo todo ese atajo de maricones (entiéndase bien lo que digo: hablo de maricones, no de homosexuales, ponderando debidamente la distinción, ya clásica, realizada por J.A. Goytisolo) que se acercan a este mundo, no porque hayan sentido alguna vez la escritura como una necesidad sino para satisfacer sus perversiones. Hacen un daño terrible, pues engañan con su labia, seducen y pervierten la inocencia. Entre las confusiones que pululan por sus locas cabezas, les anida la idea de que los demás poetas son como ellos, cosa que no es así. Podría tener hasta gracejo dicha confusión. El problema es que las buenas gentes pueden ser inducidas a error y llegar, de este modo, a emitir consideraciones equivocadas dignas del correctivo dado a los Demetrios. Para que nadie se lleve a engaño, ni tampoco llegue a opiniones tan injustas como lamentables, resulta interesante señalarlos. Sean los Venusios:

Jovencitos, guardaros de Venusio
y de sus malas artes,
pues, no es la poesía
lo que le atrae y busca con esmero,
sino vuestros hermosos culos
y vuestras pollas duras.

Tercera peste: El plagio sin escrúpulos. Los plagiadores son legión, abundan en cualesquiera círculos y hay tantos que no se pueden dar nombres. El plagiador, por descontado, no es aquel que por sola mímesis (capacidad, por otro lado, propia del buen poeta) llega a escribir al estilo de los poetas que admira, sino aquel otro que cobra piezas cuando es llamado como jurado de premios, o ese que pulula por los ambientillos donde se cuecen las habas y va de taller de poesía en taller de poesía agarrando lo que no es suyo, o el que se erige en autoridad de lo poético por su propia gracia y deliberadamente roba lo que el inocente le lleva creyendo haber reconocido en él a un maestro. Son depredadores de la peor calaña, pues, tras la vampirización, ningunean al copiado. Antonio Soto los increpa:

¿Qué derecho o razón os mueve
a robar la voz que no es vuestra?
Si la historia estuviera
llena de miserables,
vosotros, plagiadores,
seríais los campeones de la mierda.

 Y, por si fuera poco, como coda de estas pestes, los Cornelios, los Glaucos... aquellos que se empeñan en sacar agua de donde no hay, los malos poetas que insisten, insisten y torturan las almas cándidas o débiles incapaces de una huida a tiempo. Cuarta peste: El atascado insistente.
A los Cornelios, aconseja:

Cuando nada hay que decir,
más vale no insistas
en lo dicho, Cornelio;
pues, de qué te sirve
decir siempre las mismas palabras
y los mismos versos.
Así, que guarda silencio
y no nos tortures con más de lo mismo.

Con los Glaucos es más agresivo:

Hoy, he leído tu último libro, Glauco,
y rápido me fui al retrete.

¿Hay más pestes que asolen lo poético? Indudablemente, sí; pero nuestro autor, generoso, no insiste. Ha trenzado en su libro poemas que advierten al lector sobre estas desgracias; certeramente intercalados proponen matiz y procuran deshago. Pero son intenciones más interesantes las que llevan al centro de los motivos del libro: Hablemos ahora de lo erótico tal y como aparece en él.

Pubis Púber canta la belleza de la mujer (que es lo que un hombre tiene que hacer), el milagro de su existencia, la pasión irrefrenable con la que se la desea:

Todo en ti es milagro:
vulva, labios, flor...
Beso negro de mi boca,
por ti se cierran los mares
y se desbordan los ríos,
por ti y solo por ti
vivo y muero.
Rincón oscuro de mi alma,
llaga roja de mi sed.

Sí, hay en el libro un deseo protervo que cabalga al lado de una excesiva genitalidad, pues no aparecen en él cuellos de garza, glaucos ojos, marfileñas manos, pomposos epítetos o pedanterías tramposas que distraigan la atención de lo fundamental: se va derecho al sexo, al pubis, a la carne. Ahora bien, dicho esto, cabe la salvedad de que con ello, junto a ello, en nombre o en razón de ello, se ha producido una toma de consciencia, y esta no es otra que aquella que pondera el sexo como motor de la vida, en sí mismo inocente o grácil, y que por él se transforma la misma carne en materia del vuelo. Aparecerán los pájaros, por tanto: Pájaros que cantáis sobre los árboles/ que mi amor despierte de su sueño/ oyendo vuestra música dulce... Lo básico del deseo se trasciende; no veo yo aquí un amor ciego entre cuerpos que se chocan y satisfacen una necesidad puramente animal. Si es verdad que todo hombre o mujer llegados un momento de sus vidas sienten en ellos una fuerza que viene de lejos y los zarandea, de la que no son dueños y apenas comprenden o controlan, también es verdad que esa fuerza pronto se reviste de una corporeidad concreta, y por tal cuerpo en singular, adquiere nombre. No me sorprende, por tanto, que los poemas de Pubis Púber, incluso los que el autor pretende más procaces, otorguen un nombre a la amada.
Hablaba C.S. Lewis en el capítulo que dedica a Eros de su libro Los cuatro amores de la nudez. La nudez es eso, lo que queda después de desprendido el envoltorio; los cuerpos desnudos se parecen unos a otros, hasta el punto de que pueden ser indistintos si la luz es difusa; esos cuerpos propiamente se individualizan cuando están vestidos. Ahora bien, la primera vestimenta que podemos darle a un cuerpo, y vestimenta esencial por cuanto definitoria, es un nombre; por ese nombre el cuerpo deviene distinto incluso en la oscuridad. Antonio Soto da nombres, y muchos: Laura, Fídula, Lucrecia, Claudia, Lucia, Lumila, Herminia, Clodis... Todos ellos invisten a la hembra, la convierten en mujer, la individualizan; por ellos la mecánica del deseo se convierte propiamente en Eros. El sexo, Venus Afrodita, común a todos los hombres en cuanto deseo animal, ciego y mecánico, por el nombre revierte, repito, en Eros: en deseo concreto, singular, definido; por tanto, ya no es deseo sin más, sino que es deseo humano, preludio del amor.  
 Pero hay más: por esta multiplicación indefinida de nombres, Antonio Soto consigue celebrar a la mujer en sí misma, como pura femeneidad; las mujeres a las que canta son todas las posibles, y siendo todas, lo femenino ancestral se eleva en su canto: todas ellas se individualizan, pero todas ellas son una, vasto el amor y potente.

Mi corazón palidece al verte, Fídula.
¿Qué veneno pusiste en mi copa
que a todas horas te deseo?
Si miro a unos ojos, son tus ojos los que siento;
si me hablan, es tu voz
la que suena en mis oídos;
incluso, cuando miro la Luna,
es tu rostro, Fídula, el que estoy mirando.

La pasión es olvido de sí, y lleva a un hombre y a una mujer a devorarse mutuamente, a trascenderse, trasparenciando sus cuerpos, el uno en el otro. Comunión profunda, profundo amor; profundo deseo que no se satisface sino ardiendo en su propia hoguera. Sí, esto es cuestión de hormonas, pero hay un plus: el plus de la libertad debida, el encuentro en el amor. Entonces, verdaderamente es maravilloso. Sexo con pasión, sexo con amor, sexo en que un hombre reconoce a su mujer y la llama Eva, carne de mi carne y huesos de mis huesos. ¿Habrá algo más maravilloso que esto? El amor con sus penas, con su melancolía, con su plenitud. El sexo-amor de la pareja, el amante penando ante la ausencia de la amada porque todo lo llena ella, porque la amada se convierte en la totalidad del mundo.

Pájaros que atravesáis las distancias,
id a decirle a mi amor
que mi corazón está triste
como aquellos árboles bajo la niebla.

El sexo puede existir sin amor, pero no el amor, si de pareja hablamos, sin sexo (lo que lleva a ponderar como algo implícito el hecho de que, entre los dos seres que se aman, junto a la atracción sexual, tienen que existir más atracciones, sean estas emocionales, intelectuales o espirituales). Si antes he ponderado una reflexión de C. S. Lewis, vengo ahora a traer otra. Señala este autor que frente al deseo de la carne caben tres actitudes. Las dos primeras son antitéticas y se caracterizan porque ambas absolutizan el cuerpo; la tercera, en cuanto equilibra y supera a las dos anteriores, lo relativiza. La primera actitud es la del asceta, y consiste en la negación del cuerpo; muchos abusos se han hecho por quienes la han adoptado. La segunda es la que convierte el cuerpo en religión, religión fálica, orgía de los sentidos, bacanal, desbarajuste, y no menos abusos se han realizado en su nombre. La primera actitud supone la esclavitud del cuerpo ejercida por el espíritu; la segunda, la esclavitud sin más del cuerpo por el instinto, pues se niega el espíritu por el cuerpo. Podíamos seguir reflexionando y llamar a la primera actitud luciferina, propia de ciertas élites; mientras que, a la segunda, la llamaremos satánica, propia de las masas: son insanas las dos, inhumanas, destructivas. Al respecto, podemos traer la conocida reflexión de Pascal: «L’homme n’est ni ange ni bête; et le malheur veut que qui veut faire l’ange faite le bête». (El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien quiere hacer el ángel hace la bestia.) Es una frase tan cierta como lapidaria; por lo tanto, conformémonos con lo que somos: hombres. Por eso vengo a ponderar la tercera actitud de la que habla C.G. Lewis frente al cuerpo. Es aquella que simpáticamente expresa san Francisco de Asís cuando llama al cuerpo hermano Asno.
Están aquellos que piensan que domar el sexo es domar y, en consecuencia, cabalgar el tigre, y cuanto antes se realice, más pronto se escapa de la esclavitud a que nos someten los sentidos; se asciende, de este modo, al reino de la libertad. La emasculación de Orígenes, la soberbia de ciertas sectas, religiosas o gnósticas, son ejemplos claros de aquello a lo que puede llevar tal actitud. Pero el cuerpo dejado a su antojo no es menos peligroso, porque si cierto es que nadie puede hacer el ángel sin hacer la bestia (y no hablemos del efecto de rebote), tampoco se puede hacer la bestia sin que se induzca una degradación, con el permiso de la bestia, de la misma bestia; no es cosa baladí que cualquier perversión que se pueda imaginar en materia sexual, el hombre ya la haya realizado. Un ser de fuertes extremos este que llamamos humano... ¿Entonces? Pues dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; por eso yo me inclino por las opiniones de Lewis o san Francisco: Al enfocar debidamente el sexo, esto es, de manera equilibrada, resulta todo tan sencillo como cabalgar un tranquilo, renuente, patético, sufrido, tozudo, risible asno. Dicho lo precedente, no sé por qué, detrás del ritmo al trotecillo de las páginas de Pubis Púber, la ironía que a veces destilan, y contemplando los delicados, y casi etéreos, dibujos de la propia mano del autor que lo ilustran, veo a un Antonio Soto un tanto juguetón.

Pubis Púber es un libro fuerte, espeso como el vino, donde no se da cabida al remilgo. Un mojigato se puede asustar ante él; un degenerado, lo puede malinterpretar; pero una persona normal lo ve como lo que es: una expresión poética del amor en su acepción básica de genitalidad o Venus Pandemia, y aun así, genitalidad que pugna por trascenderse, alcanzar la ternura, la perfecta emoción y la belleza ardiente del espíritu; y, de este modo, remontando sobre el mismo Eros, llegar a convertirse, en definitiva, en Venus Urania, según la vieja distinción platónica.
Veamos, para terminar, un delicioso poema, donde el suave encabalgamiento de sus versos aproxima de forma exquisita esa tersura entre las flores ceñida, el leve roce del recuerdo de la lluvia y de las manos de Lumila:

Hoy ha llovido, Lumila,
y todo ha recobrado su esplendor.
El alegre canto de un pájaro
sobre las ramas del ciprés,
me ha recordado la belleza
de tus manos, acariciando
la levedad de los jazmines
y de las rosas.



Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©