domingo, 29 de marzo de 2015

EMILIO SAURA, CUMPLEAÑOS

EMILIO SAURA, CUMPLEAÑOS

Emilio Saura sabe de los números y los astros, del significado de las sílabas y las palabras, de las estructuras y de las arcanas proporciones que conforman la medida del Amor. Propongo este antiguo poema como homenaje en el día de su cumpleaños.






EMILIO SAURA, ASTRÓLOGO



Asiste al convite de las rosas
del viejo zoco el sabio presintiendo
un presto y tácito orden de los tiempos,
del mundo las fragancias silenciosas.

Su mano y su ojo fruncen simetrías
en la memoria ubicua donde sellan
estremecidas álgebras de estrellas
el ritmo de las noches y los días.

El gravitar insomne de las horas
del orbe especular de los reflejos
alza en su aroma,
                                  gusta en su copa

el vacilante y trágico secreto
de innumerables sílabas que cifran
la hondura del Amor y su misterio.



Del libro “La luz herida”.
Todos los derechos reservados.

Jesús Cánovas Martínez©

martes, 24 de marzo de 2015

VISITA AL CEMENTERIO DE ORIHUELA

VISITA AL CEMENTERIO DE ORIHUELA





Cuando yo tenía diecisiete o dieciocho años era muchísimo más tímido y solitario que ahora. Vivía por aquel entonces en Madrid, bueno, en una barriada periférica de Madrid, llamada Entrevías, limítrofe, casa con casa, con el tristemente famoso Pozo del tío Raimundo. Aquella barriada era deprimente. Por la ventana de mi habitación, un tercer piso de un pequeño bloque, veía un panorama desolador: unas vías de tren, y más allá de ellas, pasados unos montículos grises, un bosque de chabolas con tejados de uralita. Hasta que no hicieron la avenida, en los días de lluvia se formaban unos barrizales terribles, y aquella circunstancia aumentaba todavía más la sensación de desolación.
Me sentía exiliado de una infancia por decreto, por un destino extraño, caprichoso y fatal que no controlaba y se oponía fuertemente a mi voluntad. Aquel lugar triste donde vivía, la soledad que se le adosaba, no era mi lugar, simplemente porque no lo había elegido; así que añoraba las frondas de una huerta cada vez más idealizada, lejana e imposible.
Pero yo me refugiaba en los libros —los que solía robar con sagaz tino en la Cuesta de Moyano o en cualquier librería que se me pusiera a tiro; poseo libros con sellos de una serie bibliotecas que me llenan de orgullo—, en la literatura, en la poesía. La poesía me gustaba a rabiar, y escribía. Escribía y leía, y no fui ajeno al influjo que sobre las gentes de mi generación tuvo la figura de Miguel Hernández, un poeta prohibido en la España de aquella época. Me hice con la edición que realizó Losada de sus obras completas, y puedo decir que la leía con auténtica fruición. Todavía hoy me sé casi de memoria El rayo que no cesa —poemario con el que aprendí a hacer sonetos— y gran parte de los últimos poemas de la producción hernandiana. Con aquellos poemas daba la paliza a mis compañeros de instituto; almas benévolas, terminaron por considerarme un individuo, sino loco del todo, por lo menos, medio loco. Cuando me decidí por estudiar filosofía pura, aquella sensación de extrañeza mutua, habida entre las gentes de mi pobre y limitado entorno y el menda, se agrandó un tanto más, hasta la desmesura.
Ser hijo de ferroviario en aquella época tenía sus ventajas. Por de pronto, disponía de un kilométrico con cinco mil kilómetros a mi disposición durante un año. Solía quemarlos, y como resultaban pocos, echaba mano del de mi abuela, cuyos kilómetros también quemaba; después cogía los kilómetros sobrantes del de mi madre. Algunos años, quemados kilométricos y kilómetros, mi padre tenía que pedir pases para que yo pudiera seguir viajando gratis encima de la rueda de cualquier tren. Aquellos viajes quizá fueran escapadas de la triste realidad, no sé; lo cierto es que casi siempre me dirigía al sur, a una tierra añorada y perdida, como un paraíso.
Un verano, a mediados del mes de julio, ideé una peregrinación a Orihuela, a su cementerio, con el fin de visitar la tumba de Miguel Hernández.
En el TER bajé hasta Murcia, en donde hice transbordo a un Cercanías. Sobre las tres de la tarde, en pleno rigor de la canícula, me apeé en la estación de Orihuela. El bofetón de calor fue inmediato. Creo que para proteger la cabeza llevaba un sombrero de paja —no puedo afirmarlo con seguridad, aunque creo que sí—, así que me lo encasqueté. El sol caía a plomo; y esta expresión: el sol cae a plomo, como bien saben algunos, no es un tópico en las tierras del sur.
—¿Por dónde se tira para el cementerio? —pregunté al jefe de estación.
—Queda lejos —dijo el hombre, y, mirándome de arriba abajo, hizo un gesto algo rebuscado que no me gustó—. Puedes seguir por aquí —me indicó con las manos—, y después doblas hacia la derecha, pasas el río, y sigues hasta que te encuentres con la carretera de Murcia. Vas todo recto, ya verás el cementerio.
Y allá que me fui. Para orientarme tuve que volver a preguntar unas cuantas veces a los escasos viandantes con que me topé. Llegado a la carretera de Murcia, fue muy fácil. A la derecha, un caminillo subía hacia un altozano en donde tras unas tapias blancas se erguían, altos, los cipreses. Entonces Orihuela era una ciudad no tan extensa como ahora, por lo que en gran parte del trayecto, me vi flanqueado por huertos de limoneros. Yo me encontraba feliz, sentía casi una felicidad estúpida.
Busqué y busqué la tumba de Miguel Hernández, y al no encontrarla pregunté por fin al hortelano. Me dijo que allí no se encontraba el poeta; estaba enterrado en el cementerio de Alicante. Sin embargo, podría visitar otra tumba: la de Ramón Sijé. Aquel hombre me indicó una lápida sobre la tierra, gris y en forma de libro abierto. Allí yacían los restos del amigo a quien Miguel Hernández había compuesto una tremenda elegía. Durante unos momentos me quedé como un tonto mirando aquella lápida; no sé en lo que pensé, supongo que en pocas cosas o en muchas; tal vez rebotó de un lado hacia otro de mis mientes la famosa elegía. Después de tan exigua ofrenda regresé a la estación para coger el primer tren que me llevara a Murcia.
Aquella excursión no fue en vano. De regreso, en el tren, mientras por la ventanilla se deslizaban los huertos y las palmeras, compuse una elegía en forma de soneto, un pequeño homenaje a mi poeta admirado y de quien no había encontrado su tumba. Muchos años más tarde aquel poema apareció en un libro cuyo título lo tomaba de uno de los versos del poeta: A la Desnuda Vida Creciente de la Nada. Y aquí está:

Poblado de limón el cementerio,
de aulagas que se nutren por costados
abiertos a los cielos, al silencio,
la tierra ya te habita irremediable.

Por el azul limpísimo, una nube;
diadema de esperanzas y preguntas,
que tú podrías sólo con quererlo
hacer llorar en precio del instante.

Esta postrer corona, con el vuelo
de un suspiro de tarde de campanas
—que por ti, son por ti, que doblan tristes—,

sin prisa ahora coge, de su aroma,
con los ojos abiertos a la nada
una vez más. Sí, tú: Miguel Hernández.

                       
Todos los derechos reservados

                        Jesús Cánovas Martínez©

domingo, 15 de marzo de 2015

JUAN DE ARGUIJO, HOMENAJE

Fue un perfecto inútil. Hombre contemplativo y poco dado a la acción, en los negocios poco hizo a derechas, por lo que terminó dilapidando la inmensa fortuna que de su padre había heredado. Los acreedores lo persiguieron con insania, los amigos lo dejaron, y, con el fin de que no le metieran en prisión,  tuvo que refugiarse, casi al final de su vida, en una casa de jesuitas. Si alguien me preguntara por un prototipo de poeta, sin lugar a dudas lo elegiría a él. Porque se entregó a la poesía en cuerpo y alma: Fue poeta y mecenas de poetas, y aunque los críticos lo han tildado de poeta menor, compuso un manojo de sonetos bellísimos que a mi entender se encuentran entre los mejores de la producción del barroco.  La escuela herreriana en él llega a su apogeo. Yo lo imagino como un hombre fundamentalmente bueno. Aquí dejo un modesto homenaje a su figura:



JUAN DE ARGUIJO, HOMENAJE


I

La fortuna con esmero amasada por el padre
útil sólo es de trabajo,
pues gallarda la figura, sutil el ingenio,
el tráfago mercantil elude, las gradas de Sevilla.
Los complicados asuntos financieros
no son para el que suspende sus labios de las musas
y opone al mercar ladino
el afortunado don de la palabra, su tersa indiferencia,
y más le tienta el certamen de las rosas, el lance literario.

Como Llavero Mayor de la Alhóndiga
–por ganancia evento en suma que le vale
para el futuro copiosos enemigos–,
con estrépito fracasa.
Que la versátil fortuna rueda y es mudable
común es de acuerdo, tópico y harto evidente:
no son eternos los hombres ni los cargos,
la fama y el dinero al punto allegado
se desploman la ladera abajo.
Pero aún el padre vive,
las tierras de ultramar siguen siendo ricas,
luctuosos dividendos se ingresan y el oro llueve a latigazos.

Ni le importa ni le tienta la política
–que distiende la sonrisa solapada
en el discreto adosado como amigo–,
tampoco el poder, la vana sombra efímera que el aire avienta,
y del amor los senderos
custodia la amable doña Sebastiana
dulces en su corazón:
son mitológicas damas las que Don Juan corteja,
el tierno verso cargado
de equilibrio excelso y bello, de armonía.
Otra fortuna él persigue, que decanta sin reservas:
“la de poetas y músicos y decidores”.

Para la fiesta ataviado y la galanura,
muerto el padre, en la casa recibe la tertulia;
se le antoja poco el gasto excesivo
y gasta de lo que tiene aún más,
los sancionadores ojos que pondrían freno a tal dislate
ya no existen, leve tierra los acoge.
Cómicos Don Juan contrata, festejos organiza
–Sevilla de gala ciertamente se ha vestido–,
y en los poéticos certámenes miembro indispensable
se lanza a una carrera donde el peculio recibido
peligrosamente merma y decrece: dilapida y gasta,
y aun socorre jesuíticas empresas
a la caridad en orden para con el débil, el enfermo, el desvalido.

A este despilfarro vano coto con el consejo
intentan poner algunos, que la bondad a veces
tiene premio; vano asunto:
vacilante en un mar duro, embravecido,
abatido cae al fin por hambrientos lobos.




II

Le vemos en la Profesa Casa
como huésped no molesto de la Compañía,
donde medita y pasea por el patio ameno.
Opaco estorbo del mundo no suponen los bienes,
ni el tumulto arrebatado le molesta
al son bueno de las aguas que cantan dulcemente,
entre setos de verdura, a la sombra del magnolio;
la codicia le es aún más ajena,
ajeno él al ordinario enredo de los apuntes y las cuentas,
a ceniza reducida tal espina,
la lujuria y el oro, el miedo y el odio mismo.
Los caros amigos le han dejado solo
en esta hora al parecer donde el silencio pesa
y se agradece el amigo brazo, una charla amiga,
un gesto circunstancial o siquiera
el tan preciado moral apoyo; no importa.
Ante la paz en el claustro que se respira,
de los antiguos al lado tan sonoros vates,
no hay precio alguno ni quita al sesgo de la balanza
unos gramos que enriquezcan o lastimen tal dispendio.
Su alma sosiega y enaltece
de su corazón adentro el templo ardido,
y son Ícaros o Dafnes, Apolos,
Orfeos, Didos o Venus,
los que transitan en suave calma
por la hoja en blanco, que en breve apunte anota
con su grave mano, templa y cumple poema.

Interior de su morada
ilumina llama viva:
de sí mismo adentro busca para hallar afuera
lo que en gracia y don convierte.
Don Juan, señor Veinticuatro de Sevilla,
pule el soneto, tañe la vihuela.


Del libro Transluminaciones y presencias.

Jesús Cánovas Martínez©

miércoles, 4 de marzo de 2015

CUANDO OIGO A ALGÚN POLÍTICO UTILIZAR LA PALABRA "PUEBLO", ME ENTRAN SUDORES FRÍOS.

CUANDO OIGO A ALGÚN POLÍTICO UTILIZAR LA PALABRA “PUEBLO”, ME ENTRAN SUDORES FRÍOS.




Cuando oigo a algún político utilizar la palabra “pueblo”, me entran sudores fríos, y si encima dice que lo representa, sudo más, porque ¿qué es el pueblo? No hace falta adentrarse en profundidades metafísicas para poner de relieve el mal uso que suele hacerse de esta palabra, porque el pueblo es el gallináceo, el terruño en el cual hemos nacido y con el que mantenemos lazos afectivos, darle otro contenido semántico es un exceso.
Demos un paseo por la historia reciente para intentar aclarar esta cuestión. Vengamos al caso del nazismo. ¿Qué significación tenía el “pueblo” para los nazis? Indudablemente era el pueblo alemán, ¿pero quién pertenecía al pueblo alemán? No todas las personas que hubieran nacido en Alemania y tuvieran dicha nacionalidad. Los judíos, de entrada, no.
—Pero, oiga, yo soy alemán. Mis raíces alemanas se pierden en la noche de la Edad Media, he luchado por Alemania en la Primera Guerra Mundial, he sido condecorado con la Cruz de Hierro y con mi trabajo he levantado al país de la miseria.
—De eso nada. No eres de los nuestros. Hemos descubierto que tienes dos abuelos judíos, luego no perteneces al pueblo alemán. Eres un mal híbrido.
Ya sabemos lo que ocurrió después: pérdida de la ciudadanía, vejaciones, enajenación de bienes y solución final. Eso para los judíos, pero para los discapacitados psíquicos, gitanos, homosexuales (curioso que en un régimen donde había tantos, se les persiguiera), y disidentes políticos, fueran socialdemócratas o comunistas, o simplemente mostraran desacuerdo con el partido nazi, más de lo mismo. En fin, al Volk había que preservarle la pureza.
Vayamos ahora a la Rusia soviética. Parece que aquí la semántica de la palabra “pueblo” no gira entorno a una raza, sino a una idea política, a un partido; más aún, a determinada línea de un partido. Cuando Stalin toma el poder queda claro: o con “papaíto” o contra “papaíto”. Así son barridos los trotskistas por los estalinistas, como antes lo habían sido los mencheviques por los bolcheviques. Y en la Gran Purga de los años 30 se elimina de forma sistemática como “enemigo del pueblo”, ya deportándolos a los gulag, ya fusilándolos directamente, cualquier tipo de disidente (imaginario o real) con el comunismo ortodoxo: socialistas, anarquistas, pequeños propietarios (kulaks) y minorías étnicas, entre las que se encuentran, cómo no, los judíos. Total, la represión estalinista se llevó por delante a 20 millones de rusos, y aunque éstos se decían rusos, por lo visto no lo eran. ¿Y los que no eran rusos de verdad, puesto que pertenecían a otras nacionalidades, pero el imperialismo soviético había puesto la bota sobre sus naciones?, ¿qué ocurrió con ellos? Que se lo pregunten, por ejemplo, a los ucranianos. Sí, y que les recuerden el holodomor, aquel tipo de genocidio que consistía en matarlos de hambre.
Ha habido una tendencia sistemática, por parte de los líderes de los totalitarismos, de utilizar la palabra “pueblo” con la boca llena. Todo lo que han hecho (incluso cualquier tropelía que podamos imaginar), lo han hecho a favor del pueblo, porque ellos han sido los representantes legítimos del pueblo. Sin embargo, para ellos, el tan traído y llevado “pueblo” siempre ha tenido un sentido excluyente, y, en consecuencia, la palabra con la que lo han designado se ha vuelto abusiva en sus bocas; tanto así que, sin que tal vez hayan tomado conciencia, la han vaciado de contenido.
Hoy día, cuando la utilizan ciertos políticos, la palabra “pueblo” parece más vacía y retórica que nunca. Habrá que recordar, por tanto, sin otro ánimo que restablecer el recto sentido de las significaciones, que ese mesianismo trasnochado en el que se impostan algunos, es propio de las repúblicas bananeras, de esas que conculcan los derechos humanos y restringen las libertades. Por suerte tenemos otra palabra, “ciudadanía”, que todavía no ha sido corrompida. ¿Quién es un ciudadano? Quien está sometido ha determinado ordenamiento político-jurídico, esto es, aquél que se constituye en sujeto de obligaciones y derechos en igualdad con otros sujetos que pertenecen a una misma sociedad. De esta manera, el concepto de “ciudadanía”, en contraste con el de “pueblo”, es inclusivo, acoge la variedad, la diferencia, pues ciudadano lo puede ser cualquiera, independientemente de su etnia, ideas políticas o religiosas, género, condición social, cosmovisión del mundo, o de cualquier otra diferencia que podamos pensar.

Algunos políticos, a los que se les supone instruidos (no hablo de aquellos a los que no se les supone, porque necesitarían cierto reciclaje) ya que tienen tratos con el mundillo académico, parece que olvidan, no sé si a conciencia, cosas que para ellos deberían estar muy claras. Habrá que recordarles que deberían dejar de utilizar la palabra “pueblo” y sustituirla por la de “ciudadanía”. Cuestión de elegancia, por no mentar otras cuestiones.


Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez© 

domingo, 1 de marzo de 2015

DAEMONIACUM (TRATADO DE DEMONOLOGÍA)

DAEMONIACUM (TRATADO DE DEMONOLOGÍA)
JOSÉ A. FORTEA
EDITORIAL BELACQUA.




Cuando se muestran verdades como templos, esto es, evidencias que importan a la vida, se suelen producir diversos tipos de reacción que, según las personas, se pueden estandarizar en tres. Hay personas que se admiran y pasan a interesarse por lo que les ha captado la atención tan vívidamente; otras, por el contrario, muestran interés, pero pronto se desaniman, y sucede que, según los aldabonazos o golpes a los que las somete la vida, tan pronto se interesan como desinteresan; por último, están las que ríen, las que ríen a carcajadas, pues de entrada desestiman sin mejor criterio tales temáticas. Estos tres tipos de personas, y, en consecuencia, estas tres actitudes que en ellas toman plaza, son tan viejas como el mundo. Ya Lao Tsé decía lo siguiente acerca del modo de recibir el Tao:

Un hombre superior oye hablar del Tao
y puede practicarlo con dedicación.
Un hombre normal oye hablar del Tao,
y tan pronto lo conserva como lo abandona.
Un hombre inferior oye hablar del Tao,
y estalla en risotadas.
Si no se riera del Tao, el Tao no podría ser considerado
como el verdadero Tao.

Mucho me temo que traer aquí y hablar sobre una obra tan interesante como Daemoniacum (Tratado de demonología) del padre Fortea, dado los tiempos agónicos que últimamente discurren, sean los más los que adopten la tercera actitud. Aun así, y puesto que no gano otra cosa que la tranquilidad de mi conciencia, debo hablar; quizá algún lector desconocido lo agradezca. Sorteando, pues, las risitas de los sabelotodo, o, lo que es mucho peor, el silencio torpe, pertinaz y vengativo, del hombre subinferior, esto es, del zombie, del cuasimáquina, pues nos encontramos en el centro del esplendor de su reinado, allá voy.
Que el mundo donde vivimos no es puramente material (eludiendo lo que podría considerarse definición de materia), es algo que sabe tanto el niño como el hombre primitivo, o como el físico termonuclear. En los primeros hay una evidencia de experiencia directa; en el físico, la misma ciencia le lleva a postular un orden diferente al de la mera materialidad que impacta a nuestros sentidos. 
Es tan sólo a partir del siglo XVIII cuando empiezan a convertirse grandes masas de población a cierta iluminación que niega cualquier tipo de otredad diferente a la sometida a las coordenadas cartesianas; el mundo en su conjunto se solidifica y pierde el sentido de lo espiritual. Para muchos, este hecho supone la conquista del paraíso terreno; para pocos, el empobrecimiento radical de la vida y la pérdida de su sentido. Si hoy en día echamos una mirada retrospectiva parece que habría que darles la razón a los segundos. La denuncia de la alienación y la exposición del orden injusto instaurado por el capitalismo realizadas por el joven Marx, son de una lucidez meridiana; ahora bien, Marx, al tomar por enemigo lo que debería de ser el verdadero aliado, se equivoca en la solución; las consecuencias de hipostasiar la materia, bruta, opaca, como divina, no tardarán en dejarse notar. Al negar de un modo tan tajante la dimensión espiritual, la gran inversión queda servida. Llegarán los totalitarismos del siglo XX y el horror que conllevan. Las purgas sistemáticas de judíos o disidentes realizadas por Hitler o Stalin ganan a cualquier atrocidad que podamos pensar ocurrida en el pasado. Si hubo pueblos terribles como, por ejemplo, los asirios, su crueldad en caliente palidece ante la frialdad con que en el siglo XX se otorga la muerte en razón de una etnia o de una ideología. Empeñarse en llamar a todo esto progreso o conquistas de la humanidad creo que es abusivo, máxime cuando tras las dos guerras mundiales, la pobreza se exporta en masa hacia otros países que no son los de la órbita occidental. Se habla, no obstante, de globalización, pero la globalización, aparte de lo que supone de uniformización (lo que ya nos debería poner sobre aviso), opera en aras del Dinero… ¡Y aquí estamos! Lo que era sólido, hace algunos años ha comenzado a licuarse y descomponerse; es la última fase del nihilismo, diría Nietzsche, cuando no hay ni arriba ni abajo y el último hombre se pavonea y salta sobre la tierra como un pulgón, o, como, en la metáfora de Zigmunt Bauman, habría que pensar nos hallamos en el epicentro del mundo líquido. Se han instaurado mecanismos sutiles (y no tan sutiles) de manipulación y control; se ha dado luz verde a instituciones o leyes deshumanizadas y deshumanizadoras (incluidas las educativas, por supuesto) que se acomodan, plasman o moldean, según los intereses del Dinero; con fines de convencimiento, se ha asociado la mentira, argumentada como buena y deseable, al ejercicio del gobierno; se ha asumido de manera tácita el único criterio de la eficiencia como válido, el de la máquina, conviviendo sin ningún tipo de escrúpulos con la depravación moral, la que alegremente se fomenta desde las instancias del poder. Lo importante es la máscara, la apariencia, la continua adaptación, el cambio de rumbo, la divergencia de líneas, el transformismo, la metamorfosis, y, consecuentemente, la suplantación y falseamiento de cualquier identidad. El gran enemigo en este estado de cosas: la verdad. 
Señalado, pues, este orden de cosas, la aceleración con que se suceden los acontecimientos, apuntando todos ellos hacia una caída libre, no está demás hablar del diablo y su poder en el intento de adquirir una comprensión amplia de lo que ocurre (de esta forma, cuando antes he mencionado el Dinero con mayúscula, léase Mammón). Por esta razón vengo a traer la obra, producto de una tesis doctoral, del mediático padre José A. Fortea, Daemoniacum (Tratado de demonología), editada por Belacqua, 2002, la que invito a leer puesto que suministra un clarificador aporte al respecto.

Llegado a cierta edad, cualquier hombre debería haber salido de los estrechos límites de su cuarto, dice el padre Fortea, nada más comenzar su obra; el escepticismo ante la cuestión de la existencia del mal, remitiéndolo a un mal en abstracto o sólo imputable a los designios humanos, es un lujo que ninguna persona cabal se debería permitir, porque lo desmiente una fenomenología extensa y comprobada. Invita, por tanto, a la búsqueda de la verdad fuera de cualquier esquema o postulado preconcebido, y, en consecuencia, adopta una actitud científica que incide en la descripción fenomenológica de toda la casuística referente a la posesión. Personas equilibradas psicológicamente y de alto nivel cultural se han visto envueltas en este tipo de casos, ya como sujetos directamente implicados o como testigos; por otro lado, los fenómenos de este orden siguen una serie de pautas que se repiten en cualquier lugar de la tierra sin que los protagonistas de un caso tengan conocimiento de lo ocurrido en otras circunstancias semejantes. De este modo, el autor busca en todo momento un contraste con la experiencia directa, no manipulada (la que le ofrece su práctica como exorcista), antes de llegar a establecer conclusiones. Daemoniacum, de cara a lo dicho, lejos de ser un mero tratado de demonología como reza su subtítulo (que lo es), se convierte en un registro y sistematización de los fenómenos referentes a la posesión. La existencia de la posesión es para el padre Fortea, en definitiva, la prueba empírica de la existencia del diablo.
¿Cuántos casos reales hay de posesión? Hecha la distinción entre la acción ordinaria del diablo, referida a la tentación, y la extraordinaria, referida a los fenómenos preternaturales, no parece que sean muy abundantes. Pero para nuestro propósito bastaría con que sólo certificáramos un caso. Ese caso, existe; es más, se constatan múltiples casos, y van en aumento. Si nos remitiéramos a la opinión de Sante Badolin, sacerdote jesuita y exorcista de Padua, entre las personas que piden un ritual de liberación sólo el 2,5 % son verdaderos casos de posesión diabólica, el 97,5 % restante son casos psiquiátricos. Por su parte, el doctor Valter Cascoli, médico psiquiatra, y portavoz y asesor científico de la Asociación Internacional de Exorcistas, piensa que habría que rebajar dicho porcentaje. Sea como sea, al incrementarse el número de personas que se dirigen a los exorcistas, aumenta asimismo el número de aquellas cuya etiología del mal que padecen hay que remitirla al ámbito preternatural.
Se trata, pues, de establecer los criterios que precisen la diferencia entre los casos de patología psíquica y los de posesión. No pocas veces el exorcista se encuentra ante una complejidad difícil de resolver, pero ya lo determinaba el padre Gabriele Amorth: “un exorcismo jamás ha hecho mal a nadie”, por lo que practicarlo de forma discreta sobre la persona implicada para discriminar si está posesa o no, resulta recomendable. Proponía el padre Amorth una estratagema: presentar dos vasos de agua a la persona presuntamente posesa, de tal forma que uno de ellos y sin que esa persona lo sepa contenga agua bendecida. Si esa persona bebe el agua bendecida y no sucede ninguna reacción por su parte, lo más probable es que sufra una patología de tipo psíquico. Pero si reacciona de forma violenta, incontrolada, blasfema o intenta atacar al sacerdote, lo más seguro es que esté aquejada por el demonio. Y es que una señal de posesión es la aversión hacia todo lo sagrado. A este síntoma habría que añadir otros, como la manifestación de una fuerza que excede a su complexión física, el conocimiento de cosas ocultas, hablar lenguas desconocidas o muertas, la convulsión del cuerpo en posturas inverosímiles o la entrada en trance con los ojos en blanco; lo más destacado es que cuando el sujeto pierde la conciencia suele emerger una segunda personalidad de tipo maligno. Cuando la persona regresa del trance, no suele recordar nada y no es consciente de esta segunda personalidad. Señala el padre Fortea que fuera de las crisis en que emerge esta segunda personalidad “en todo momento el sujeto distingue entre la realidad y el mundo intrapsíquico, no observa una conducta delirante ni alucinatoria”.
Son tres los capítulos de Daemoniacum en los cuales el autor dirime acerca de las cuestiones concernientes al buen diagnóstico sobre la posesión: Posesión y patología psíquica, Descripción de la posesión y Diagnosis de la posesión. Concluye que la sintomatología del poseso no se deja encuadrar en las actuales clasificaciones existentes acerca de las enfermedades mentales (sean las que incluye el DSM, Diagnostic and Statiscal Manual of Mental Disorders, de la Asociación Americana de Psiquiatría en su edición de 1994), y acuña un término propio para este tipo de trastornos: Síndrome demonopático de disociación de la personalidad.
 La disociación de la personalidad es el síntoma más específico de la posesión, y el autor dirime al respecto. No estamos ante un mero caso de esquizofrenia paranoide, o de fobia hacia lo sagrado, o de trastorno obsesivo-compulsivo, o de un desorden disociativo de la personalidad, o de epilepsia, o de histeria. Y esto por una serie de razones. En primer lugar, porque ningún morbo engendra conocimientos teológicos. Las respuestas que da esa segunda personalidad a las preguntas que se le hacen son siempre coherentes con la teología, algunas veces de gran profundidad, de tal modo que no están acordes ni con la ciencia ni con la inteligencia del sujeto. Por otro lado, en referencia a la confusión que puede darse entre posesión y epilepsia, hay que tener en cuenta que las convulsiones propias de la epilepsia nunca llegan a ser tan prolongadas como las que se dan en los casos de posesión, las que pueden prolongarse por espacio de tres horas, ni tampoco las fases tónicas y clónicas de la epilepsia aparecen en el sujeto poseso; en él se da más bien una evolución lenta, tendente a la contracción de los músculos que culmina no en la pérdida de la conciencia, sino en la emergencia de una conciencia diferente. No se trata propiamente, señala el padre Fortea, de que el sujeto se crea un demonio, o que oye voces de demonios, o que la persona con la que convive se ha transformado en un demonio, etc., sino que ambas identidades, la antigua y la nueva, subsisten en el sujeto alternándose según pautas fijas. Cosa curiosa es también, en los casos de verdadera posesión, que el sujeto pueda situar en un momento concreto el comienzo de los hechos que a él mismo le resultan inverosímiles; no sucede así en el caso de un enfermo psíquico, quien puede dar respuestas sobre el inicio de su mal, pero que resultan poco razonables para establecer una relación causa-efecto. En el enfermo psíquico “su percepción hace que no sea capaz de distinguir cuándo rompió esa barrera de la racionalidad, precisamente porque cree, sin duda alguna, que es real lo que es imaginario”.

Esto dicho, lanza el autor una pregunta: Si la posesión no es otra cosa que una mera patología psiquiátrica, entonces ¿por qué desaparece con el exorcismo? Es cierto que la sugestión existe, y que ésta influye en no pocas taras psicológicas hasta hacer creer al enfermo cosas inexistentes, pero también hay que concluir que la sugestión es ineficaz para volver a la normalidad el enfermo; el exorcismo sin embargo (o, mejor, una serie continuada de exorcismos, que Sante Balodin cifra en no menos que cincuenta, porque el camino para la liberación es largo y difícil) de repente ponen fin a toda la sintomatología de la posesión hasta el punto de que el sujeto puede reconducir su vida con normalidad.
Señala el padre Fortea que los escépticos, al no haber participado en ningún exorcismo, hablan de él como de algo oído. Este es un lastre que deberían dejar de lado, pues niegan a priori “un fenómeno que, por raro y complejo que sea, no debería dejar de ser objeto de investigación”.
Alguien podría pensar, por otra parte, que toda esta fenomenología concerniente a la posesión forma parte del imaginario del cristianismo. Nada de eso; este tipo de fenómenos se pierden en la noche de los tiempos y están constatados a lo largo de la historia, de tal modo que forman parte del acervo de cualquier cultura. El fenómeno no es sólo referible a una religión, sino que es una realidad antropológica, y, en este sentido, posee un carácter universal.
Un ser humano puede ser poseído, y eso le llevará a sufrir graves trastornos en su vida, pero qué puede ocurrir cuando ese poseso de manera fehaciente a su vez puede influir sobre los demás. Si multiplicamos este tipo de sujetos, ¿no podrían influenciar en grandes masas de población? Quizá la cuestión radique en llegar a una masa crítica, compuesta de los que saben lo que hacen y de los que tontamente se dejan guiar por aquellos que saben lo que hacen (entre las características del mal está su gran poder de seducción; el diablo incluso se disfraza de “espíritu de luz” (2 Cor., 11-14) cuando ello sirve a sus propósitos), para instaurar el mal en una sociedad. ¿Qué puede ocurrir cuando la acción del demonio encuentra un caldo de cultivo entre fáciles servidores que ostentan cargos de poder? Se ha mencionado con frecuencia la conexión del nazismo con determinadas sectas ocultistas. Aquella sociedad que pretendían los nazis, vista desde la actualidad, fue un espejismo, pero un espejismo atroz, causante de dolor y muerte. Ahora bien, si históricamente se dio aquel fenómeno, ¿por qué no podría suceder de nuevo? No sería extraño que pudiera volver a repetirse algo parecido; aunque seguramente mutando de forma, su trasfondo sería el mismo. “Los demonios actúan en la vida personal de los hombres así como en la historia”, señala el padre Francesco Bamonte, exorcista de la diócesis de Roma y presidente de la Asociación Internacional de Exorcistas. Y recalca: “No es suficiente saber que los demonios existen, sino que es preciso conocer cómo actúan para no caer en sus trampas”. ¿Qué podemos pensar de una forma de gobierno instaurada bajo los presupuestos del asesinato y los espejismos de la mentira?

                                                
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                                                 Jesús Cánovas Martínez©