sábado, 30 de enero de 2016

APUNTES EN SUCIO

APUNTES EN SUCIO
SALVADOR MORENO PÉREZ
(XX Premio Internacional de Poesía
Luys Santamarina —Ciudad de Cieza— 2015)



Tras una cita de María Zambrano (La poesía es encuentro, don, hallazgo…), comienza el poema programático de estos Apuntes en sucio, la nueva entrega de Salvador Moreno Pérez —poeta jumillano y hombre de bien—, con el siguiente pistoletazo de salida:

La poesía es lo que quieras tú.

Muchas son las definiciones de poesía que se han dado. ¿Qué es poesía?, preguntaba Bécquer, y respondía: Poesía eres tú. Para él, la poesía era el objeto al que se dirigía el poema; en este caso, la bella dama. La poesía no se deslinda de su referencia, pues todo el contenido del poema queda referido a algo que lo concreta, lo define y lo posibilita. La poesía, por consiguiente, no es el poema. Pero si ahondamos, para Bécquer, esa referencia es tal referencia porque en ella resuena el himno de lo sublime y grandioso, un himno externo, etéreo y anterior a la misma palabra y a la misma referencia a que se dirige la palabra: Yo sé de un himno gigante y extraño/ que anuncia en la noche del alma una aurora,/ y estas páginas son de ese himno/ cadencias que el aire dilata en las sombras. Algo contrario pensaba Jorge Guillén, para quien la poesía no estaba fuera del poema: la poesía era el poema, las emociones y las ideas contenidas y expresadas en el texto: su carga conceptual y emotiva. ¿La poesía es anterior a la palabra o algo que no es sino en la palabra, por la palabra? Platón versus Aristóteles; dos poéticas enfrentadas: ambivalencia que se ha debatido a lo largo de los siglos. ¿Qué es poesía, pues? Para los poetas, los amantes o lectores de poesía, o para aquellos apasionados de la literatura en general, esta pregunta no es superflua ¿Hay extraños duendes o musas que la inspiran? ¿Sí? ¿No? Si no es así, ¿se puede escribir poesía cuando se quiere? Estamos ante un género literario que no se deja encasillar fácilmente por unos cuantos parámetros externos, sobre todo después de la intelectualización que de él hicieron las vanguardias, máxime desde que Juan Ramón Jiménez rompió con sus límites formales. En alguna ocasión le he oído decir a José Luis Martínez Valero que la poesía es el reino de la libertad; indudablemente lo es. La poesía puede ser esto o lo otro, admite la prosa, el verso, el versículo, la expresión con figuras o sin figuras, la medida, la no medida, la rima, la no rima, las asonancias, las disonancias, el caligrama, la imagen, la adivinanza, el silencio, el espacio…: La poesía es el campo de la posibilidad literaria. Aun así debe tener algún componente básico que la defina como tal. María Zambrano —en la cita de Salvador Moreno— brevemente los precisa: encuentro, porque es lugar de reunión y diálogo de poeta y lector o del poeta con el propio poeta; don, porque adviene como dádiva encontrada, perla secreta, carisma; hallazgo, porque supone un descubrimiento, un nuevo orden de relaciones con que se estructura el mundo. Wittgenstein, probablemente sin conocer las disquisiciones de María Zambrano, la situaba en el límite del mundo —que es el mismo límite del decir o de la lógica—, en la línea paradójica que supone lo místico, discurso que como tal no expresa ni describe hechos, sino que simplemente los muestra en sus más puras resonancias al inferirles sentido. Y a estas consideraciones añadiría, como ya he expuesto en un cercano post (Fragmentos para una poética: A propósito del entusiasmo http://elarcodeltriunfocanovas.blogspot.com.es/2016/01/fragmentos-para-una-poetica-proposito.html), una característica fundamental: la emoción. Porque la poesía no es sin emoción, y al igual que no se podría pretender poema la lista de la compra puesta en versos, lo poético excluye lo insulso, lo no intenso, aquello que de alguna manera no toca el corazón o carece de la chispa. La emoción es el suelo básico de lo poético: la emoción que suscita; aquella que embarga al poeta y éste transmite en el poema.
Ahora bien, puesto que Salvador Moreno es quien invita en el primer poema de estos Apuntes en sucio —el que quizá por una suerte de lógica interna lleva por título Pasar a limpio, a este tipo de reflexiones metapoéticas—, no quiero hablar tanto sobre lo que sea la poesía en general como lo que es para Salvador Moreno en particular, y, más concretamente, cómo viene vehiculada en su poemario. Si Bécquer decía: poesía eres tú, Salvador Moreno corrige, y dice: poesía es lo que quieras tú; aunque, también es verdad, no nos dice qué es lo que quiere ese . Habrá que indagarlo. Por eso nos invita a participar como contertulios en un diálogo abierto, franco, de un tú hacia un tú; el poemario, en este sentido, será el pretexto que el poeta articula para tender las manos y la palabra, para tender los puentes de la comunicación. Ese diálogo va de poesía, trata de su definición, o mejor, más que de su definición, trata de suministrar ejemplos maleables, no definitivos, esbozos dúctiles a la interpretación de lo que ésta pudiera ser. Cualquiera, pues, puede pensar y repensar el hecho de lo poético; cualquier lector, por consiguiente, interviene en el poemario para darle sentido o modificarlo según la perspectiva desde la cual parte o se sitúa. El autor le ha ofrecido la palabra, y con ella, la posibilidad de participar él también en la concreción de este libro, sonoro y vital. Será, por consiguiente, el lector quien le dé forma y fondo, quien intervenga para cerrar cada uno de estos poemas —y el mismo poemario—, que, como apuntes en sucio, están abiertos y pendientes de ser pasados a apuntes en limpio, por lo menos provisoriamente.

Sin perder de vista estas reflexiones realizadas, vengamos a insistir en este al que Salvador Moreno invoca. Es curioso contemplar como lo hipostasia, pues si al principio de Pasar a limpio aparece con minúscula, el con el cual termina tal poema sin embargo queda escrito con mayúscula —delimitado, por tanto, identificado como tal—, en una construcción paralela a la de su inicio:

La poesía es lo que quieras
Tú.

La poesía es algo así que hay que pasar a limpio para que trascienda al poeta y encuentre a ese en el que encuentra su sentido, hasta el punto que ese Tú otro, finalmente, será más importante que el yo del poeta, porque será al mismo tiempo el poeta trascendido en el diálogo, reconocido, y el lector, hermanado con el poeta por el diálogo. Cierto que el poeta habla muchas veces de sí mismo en segunda persona, pero esa segunda persona ya supone una objetivación de su yo, y en cuanto tal, un puente hacia los otros . La poesía es un puente del yo hacia el tú, un paso de la soledad del yo individual a la generalidad de un que bien se podría convertir en un Nosotros. La poesía, pues, para Salvador Moreno, tal y como muestra en estos Apuntes en sucio, es Todo aquello que pueda servir a esa misión pontifical que en última instancia tiene por tarea la reificación del Tú. Claramente lo expresa, entre otros lugares, en el poema XXI donde la imagen del viento le sirve de metáfora de ese tránsito:

Bebo mi vino y como mi pan.
Y pienso, beso, rezo. Y canto, leo, escribo.
Y escucho, huelo, miro. Y duermo. Y respiro,
y sueño que es con vino y pan que vivo.

El viento hecho ceniza tibia y reconfortante
viene y me lo recuerda…

El viento… el viento… el viento como viático, como puente, como vida que circula… Salvador Moreno, al final del poema, invita a un tú, al con mayúscula, a comer el mismo pan y beber el mismo vino:

Come mi pan y bebe mi vino.

Asistiremos, por tanto, a lo largo de las páginas del poemario al paso del con minúscula al con mayúscula. La impronta la dará el primer verso del primer poema, y el resto de los poemas que componen Apuntes en sucio se engarzarán, a modo de los eslabones de una cadena, con este primer poema —único que lleva título—, constituyendo todos ellos una totalidad de sentido, una hilazón consciente de emociones, de ideas, de propuestas o sugerencias, de denuncia también, de protesta a menudo, de indagación de sentido, de preguntas a Dios, de cantos —a la vida, a la mujer, a la dicha—; un cañamazo proteico de fragmentos de suave o bronco palpar, escuchar, resonar, recrear. La emoción, ganada desde el principio, se mantendrá hasta el final, pero este final será como un inicio, ya que el poeta invita a seguir dialogando en otro momento, en otro agosto quizá:

Quede para otro Agosto la tarea
de pasar a limpio estos apuntes.

Apuntes en sucio es un poemario vital, exuberante, que escapa de las manos y de los ojos. Invita a dejar de lado las definiciones de las cosas, los muros preceptúales o conceptuales, y atender a la vida. Bajo el presupuesto de esta intencionalidad, la vida particular del poeta queda ofrecida como paradigma, con sus minucias; nos muestra Salvador Moreno sus intereses y deseos, pensamientos, inquietudes, sus cotidianidades, en definitiva, las que transmite en palabra quebrada y densa, directa o metafórica. Porque el campo de la libertad lo ha dejado abierto, que es lo mismo que decir que ha dejado abierto el campo de la posibilidad. Y es en esta —y con esta— libertad, donde sucederá el diálogo y el encuentro. Y el don, y el hallazgo transidos de emoción. El mundo pequeño del poeta, por la pulsión inferida, saltará de sí, desde sí, sobre sí, y a grandes zancadas comenzará a reflejar —y a abarcar— el gran mundo; esto sucede, sin ningún tipo de dudas, porque la pulsión que anima a Salvador es una pulsión traspasada por el amor. De modo rotundo el poeta canta a la alegría, al optimismo, a la vida que se quiere a sí misma, a la felicidad cotidiana y menuda, registrada por las percepciones más ínfimas, que nos acercan los días. No por ínfimas estas percepciones carecen de importancia: son ellas las que nos hacen sentirnos vivos. Salvador Moreno, apoyándose en sí mismo, las muestra desde sí mismo, con la intención de elevarlas, trascenderlas, cargarlas de las significaciones posibles que cada lector debe indagar. 

Apuntes en sucio, apuntes de vida… El segundo poema del libro —a mi modo de ver, tan axial como el primero— nos enfrenta a una pregunta: ¿Es delito ser feliz?

Ave María Purísima, padre yo me confieso de que en este momento estoy inmensamente relajado y contento, calzado con sandalias, bebiendo zumo fresco en una jarra helada, volado en la terraza —a veintitantos metros— de una playa y con el mar al fondo… la brisa por mis brazos desnudos y mis piernas maltrechas y dolientes… padre yo me confieso… —¿cuántas veces?, parece ser que oigo— que me siento feliz, que leo lo que me place, que escribo lo que quiero, y que me siento vivo…
            ¿acaso es un pecado ser feliz y estar vivo?,
            ¿o acaso es un delito?...

                                               Mañana se lo pregunto a un juez.

¿Hay más dicha que saberse feliz y expresarlo? Apuntes en sucio transmite una sensación de libertad y de vida, pues su autor intenta atrapar la vida en sus menudencias, sin alharacas, sin imposturas, sin rizados ni postizos. Cómo llega en una ligera brisa su verdad; sea ésta quizá un río que discurre, lento o rápido, por valles amenos o por territorios abruptos, se encajona o se ensancha según la diversidad del paisaje por donde pasa. Lo componen poemas que no llevan título porque son ellos el río que discurre, dispuestos en largos versículos, entrecortados por frecuentes paréntesis, donde abundan las descripciones caóticas, las preguntas, los paralelismos, los puntos suspensivos, las irrupciones frecuentes de imágenes y metáforas que cogerán por sorpresa al lector.


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                                   Jesús Cánovas Martínez©

                                   Filósofo y poeta.

viernes, 22 de enero de 2016

MESARIO

MESARIO
ROSA CAMPOS



De día, diario; de semana, semanario; de año, anuario… Parece que falta un elemento en la serie; sería éste: de mes, mesario, la colección de los doce meses del año, de enero a diciembre, el neologismo que Rosa Campos inventa para darle título a un relato que trata del amor; un amor que nacerá en enero de un año cualquiera, tras las doce campanadas que lo inauguran, e irá tomando cuerpo, forma, densidad, durante los sucesivos meses de ese año.

Caía el frío sobre su viejo gorro que un día fue azul y sin agujeros mientras, tras un pulcro silencio, las doce campanadas sonaban limpias y poderosas en el ambiente, animando a mostrarse efusivos, mediante besos, abrazos y felicitaciones, a todos los congregados en la plaza.

Con esta frase que ya nos da la pista del vigor expresivo de la prosa de Rosa Campos, tan cerca de lo pictórico, comienza Mesario. Ernesto, un indigente que se sabe excluido de toda fiesta o calor humano, desde la atalaya de su soledad —la esquina de una calle que desemboca en el lugar festivo— contempla lo que, a pesar de parecerle una parodia, le hubiera gustado vivir: la bulliciosa recepción del nuevo año. Pero el nómada está condenado a la soledad. Ernesto, aunque lleva bajo su deslucida zamarra una serie de provisiones recogidas en un contenedor, no tiene hambre; así que, dominado por una tristeza extrema, da la espalda a la plaza y comienza un caminar mecánico. De esta forma Rosa Campos nos presenta a uno de los protagonistas de la narración; no tardará en presentarnos al otro: Mila. Sus pasos sin rumbo llevan a Ernesto a una plaza desangelada, tan perdida como él mismo, cuando su pie derecho tropieza con algo pesado. Bajó la vista y se encontró con un cuerpo tendido del que salió una balbuceante voz de mujer.
—¿Es que no me ves, pedazo de bruto? —una ingesta mayúscula de drogas o de alcohol, o de ambas cosas, se deducía del sonido de sus palabras.
Ernesto la aparta del charco de vomitona sobre el que se encuentra, la cubre con periódicos y con harapos que lleva en su mochila, y le da su propio calor tendiéndose junto a ella. A la tímida luz del nuevo día, mientras el hombre piensa que ambos tenían un pasado y no un futuro, descubre que el abrigo que cubre a la mujer es de buen paño y sus manos denotaban un aspecto pulido, adornadas con un anillo y dos sortijas.
Dos soledades juntas, como diría el poeta. Producido el encuentro, comienzan los tanteos del amor, de un amor que nacerá poco a poco entre los protagonistas traspasado siempre por el acicate tremendo de la supervivencia. A Mila la han dejado el marido y los hijos; tras un intento de suicidio fallido la encuentra Ernesto. El hombre y la mujer hablan poco entre sí porque tienen miedo de cansar al otro, de que éste le abandone. Pero en Ernesto se revitalizan los deseos de seguir viviendo porque tiene a alguien, pasados quizá demasiados años, a quien cuidar, y Mila se siente querida por primera vez. Oscurece y cae el frío, desde el portalón donde están refugiados, ven pasar gentes con todo tipo de disfraces. Mila, ante la gravedad con que su compañero observa las máscaras, se atreve a preguntar:

—¿Cuál es nuestro disfraz, el de antes o el de ahora?

Y se suceden los meses. Marzo, en el que las palabras gustan de la diafanidad en crecida de los días, conduce a la extraña pareja a la introspección y la sinceridad. ¿En qué han fracasado sus vidas? Mila se da cuenta de que no ha sabido entregarse a los suyos; dinero no le faltaba en su vida anterior, pero tristemente reconoce que el dinero no puede comprar el amor de las personas. Ernesto, por su parte, fue un ingeniero, casado y con tres hijos, pero siempre antepuso la idealidad a la realidad, así que la realidad terminó por pasarle factura.

El lector atento, conforme avance por las páginas de la novela, se dará cuenta de que estos peculiares seres, aun en su condición miserable, encarnan perfectamente los arquetipos de la masculinidad y la feminidad, el cielo y la tierra. No son personas bellas ni atractivas, y si alguna vez lo fueron, ahora han perdido todo encanto; están desnudos ante sí, y los personajes que una vez representaron ya no tienen lugar. Sólo se tienen ellos, y si viven, si todavía siguen vivos, es porque se cuidan mutuamente. La paulatina luz solar en aumento, la claridad que van ganando los días, le sirve a la autora como metáfora del mutuo desvelamiento de sus intimidades que, tal vez, por pura inercia hace la pareja, del uno para el otro.
Dice la autora de Abril, en preciosa pincelada: Abril, con su jovial candela solar, con su afluencia de hojas puestas en las arboledas y en las plantas de los parques, con su fluir de gente en las calles, dignificaba aún más la vida en su conjunto y la expandía. Y de Mayo: Mayo se abría en canal ante sus ojos. Y de Junio: La luz de los días se iba extendiendo a pasos agigantados, pintando amaneceres de horizonte visible, y trasnochando al extinguirse. Y de Julio: La gente llenaba las calles de hermosura con sus ropas ligeras, ya ajustadas ya amplias, vaporosas… El brío o la parsimonia de la juventud, la mesura en los maduros… Fiesta de la luz, por tanto; la luz sin máculas en la que se transparencian los indigentes, desnudos de falsas identidades; sólo ellos dos frente a un mundo, sino hostil, refractario a la verdad de la vida y del amor. Desde esa condición hasta cierto punto privilegiada de la marginalidad, la pareja contempla, aunque no juzga, ese mundo de las gentes que pasan ignorantes del propio sentido que pueden adquirir sus vidas, de su verdad profunda.
Mila tiene un constante miedo a ser reconocida; Ernesto no, porque él venía de lejos y nadie sabía qué paradero tenía, o al menos eso quería pensar. Sin embargo, la causalidad —así cabría pensar cuando se desconocen la multiplicidad de circunstancias que condicionan una vida— elige a Ernesto. Mientras Mila atiende a su aseo en la estación de autobuses que les sirve de refugio, no sin un vuelco del corazón, Ernesto ve que su mujer, Celia, y sus dos hijas, Isa y Marta, están a la espera de un autobús. Ernesto se esconde y las acecha; los recuerdos de su vida pasada pronto lo herirán, y las viejas heridas se abrirán para supurar de nuevo. No obstante ambos fueron niños, y a los dos, a Mila y a Ernesto, les llegaran retazos de la niñez perdida durante una calurosa tarde del mes de agosto, pero saben ellos que esos recuerdos aluden a un mundo desaparecido y las personas que los pueblan hace tiempo que yacen para no despertar.
No seré yo el que desvele tanto los entresijos de la trama como el final de la narración. Baste decir que Mila, quien pedirá a Ernesto que la llame Milagros —¡ah, los nombres, cuánto significan!—, tomará protagonismo, iniciativa; si hasta un determinado momento vivía su relación con Ernesto de forma pasiva, aceptando la protección del hombre sin más, dejará de lado este papel pasivo y será ella la que de forma activa comience a protegerlo a él. Juntos los dos, sintiendo el mutuo apoyo, se lanzan a reencontrar la dignidad, la que nunca habían perdido. De sus miradas ya ha desaparecido cualquier tipo de espejismo, el paso por la miseria más descarnada, les ha servido de acicate y ha sido para ellos terapia capaz de cauterizar sus heridas.

Como última consideración quiero resaltar algo importante; el lector de la reseña se habrá percatado de que no me he referido a los protagonistas como amantes. No lo son si la condición de amantes implica la vivencia de la sexualidad; ésta no existe entre ellos. Llega un momento en que Ernesto estruja a Mila entre sus brazos, pero ella lo rechaza; aunque sí, es cierto, después se arrepiente. Esta circunstancia llevaría a profundizar en la psicología de los personajes, sin embargo yo quiero limitarme únicamente a apuntarla. Quede para el lector, junto a la consideración de otros planteamientos, dicha reflexión.  
Mesario supone una metáfora o alegoría sobre el amor humano, transida de extrema ternura. Expone el estado de derrota de dos seres que, tras el mutuo reconocimiento por el amor, son capaces de remontarse desde el suelo de la abyección y elevar un vuelo hacia la verdadera vida.


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                                   Jesús Cánovas Martínez©


                                   Filósofo y poeta

lunes, 18 de enero de 2016

EL SEÑOR DE LOS ANILLOS (LA COMUNIDAD DEL ANILLO)

En mi época universitaria, como a tantos otros, me fascinó la lectura de El Señor de los anillos de J.R.R. Tolkien —esa creación de un mundo, con sus montañas, ríos, bosques, cuevas, dragones, mares, islas, y con sus variopintas razas y personajes que hablaban lenguas tan diversas como enigmáticas y, por consiguiente, vivían ese mismo mundo de diferente modo—, pero fue con motivo de la película de Peter Jackson que me animé a escribir algo al respecto.
Retazos más que escritura, tiras de palabras más que párrafos con sentido fueron el resultado del intento; y apuntes farragosos, esbozos, bosquejos que pretendían síntesis y sentido. Logré dar por concluido algo acerca del primer libro: La Comunidad del anillo; lo escrito sobre los otros dos —Las dos torres y El Retorno del rey— todavía espera que el tiempo venza mi indolencia para hacerlo legible.
Ricardo Cáceres me dio la oportunidad para que el siguiente artículo, dividido en cuatro golpes, viera la luz pública. Lo hizo hace algunos años en la Revista de Policía que él coordinaba, a la que en alguna ocasión ya me he referido. No cayó mal entonces, como espero, apelando a la amabilidad de sus posibles lectores, que ahora tampoco lo haga.



EL SEÑOR DE LOS ANILLOS (LA COMUNIDAD DEL ANILLO)

                                              




                                                  1


Las palabras se mueven en el plano de la abstracción, las imágenes concretan lo que las palabras aluden; las palabras trascienden el espacio-tiempo, las imágenes encarnan, toman figura, cuerpo, se convierten en historia. Si, por un lado, la palabra es superior a la imagen en cuanto mantiene abierto un ámbito de sugerencias que ésta última clausura por su propia condición, por otro, al conformar la imagen a la palabra (pues visualizamos aquello que pensamos), la tiñe de esplendor, la dota de volumen, la catapulta hacia la belleza.
Ciertamente, una traducción de las palabras en imágenes conlleva sus riesgos; no siempre el producto se consigue y, a veces, el resultado dista mucho del esperado, o del deseado… Por fortuna, el sello de calidad no le falta a la adaptación realizada por Peter Jackson de la obra más emblemática de J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos. Los lectores de la obra (entre los que me incluyo) no quedarán defraudados ante esta nueva puesta en escena (la primera fue llevada al cine de animación por Ralph Bakshi en 1978). Con un presupuesto de 300 millones de dólares y quince meses de filmación, Peter Jackson ha tensado los recursos expresivos del cine; con un guion sobrio y bastante ceñido al texto original; una música perfectamente armonizada con las sucesivas escenas; una distribución equilibrada de tempos, en los que se alterna la paz con la violencia; unos planos generales en los que nos damos un baño de naturaleza en su estado más puro; unos efectos especiales y una digitalización de imágenes que en el contexto mágico-mítico de la película resultan poderosamente reales, amén de unos actores que interpretan creíblemente a sus personajes, el film no desmerece su original literario.
El eje argumental de la trama gira en torno al poder y las relaciones que se pueden establecer desde el mismo. El poder se ha concentrado en un pequeño anillo, forjado en secreto por Sauron, el Señor Oscuro, en los fuegos del Orodruin, la Montaña del Destino, también denominada Montaña de Hierro. Ahora bien, este poder del anillo es coactivo ya que condensa la voluntad de dominio de su dueño, tal como refieren las marcas grabadas tanto en su cara interna como en su dorso, visibles únicamente mediante el fuego:

Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las sombras.

Fueron los herreros Elfos de la antigua Eregion los que, ayudados por Sauron, forjaron una serie de Anillos de Poder en la Segunda Edad del Mundo: tres para los altos Elfos, siete para los Enanos y nueve para los Hombres condenados a morir. En aquella época nadie había sido testigo de maldad alguna y por eso pudieron ser engañados con facilidad; así, mientras Sauron aprendía de los Elfos todos los secretos de la herrería, fabricaba clandestinamente el Anillo Único, capaz de dominarlos a todos. Ahora bien, Celebrimbor, el herrero Elfo, entró en sospechas y escondió los Tres que había forjado; por esta razón, al no haber sido mancillados por el Señor Oscuro, el Único no tiene poder sobre ellos. Los Tres han sido utilizados para hacer el bien, ganar conocimiento y sabiduría y realizar cosas bellas. De los Siete Anillos dados a los Enanos, cuatro fueron devorados por los dragones, por lo que Sauron, en el momento en que se desarrolla la trama, solamente ha podido recuperar tres de los mismos. Los que restan, los Nueve dados a los Reyes de los Hombres, hace tiempo que les hicieron sucumbir por su codicia, y, por esta codicia, fueron esclavizados al Único, dominados y convertidos así en sus servidores, sombras  bajo la gran Sombra, espectros terribles, los pavorosos Nazgûl.



2

Cuando el Señor Oscuro con el Anillo Único quiso someter a las razas libres (Enanos, Elfos y Hombres), se extendió por la Tierra Media una primera oscuridad; pero en aquellos días la sangre de los Reyes de los Hombres, los Numenóridas (los hombres que vinieron del oeste allende el mar desde la antigua Isla-Continente, Númenor), corría más pura, y los Elfos, los primeros nacidos, todavía no habían tomado el camino de los Puertos Grises y tenían un poder y un conocimiento superior al actual; este poder y conocimiento, en la época en la que se desarrollan los acontecimientos narrados en la historia, ya se ha perdido. Se produjo la última alianza entre Elfos y Hombres para derrotar a Sauron y sus hordas de criaturas innominables. Tal circunstancia la refiere Elrond, el Semielfo, en el Concilio de Rivendel. Y es terminante en este punto: Ya no habrá más alianzas entre las dos razas, pues, aunque se multiplican los Hombres, la pureza de Númenor declina y el número de los Elfos disminuye.
Hubo una batalla en las laderas del Orodruin, en la cual perecieron tanto Gil-Galad, rey Elfo, como Elendil, Rey de los hombres de Oesternesse (otra manera de llamar Númenor en la antigua lengua Quenya de Valinor), y su hijo Anárion. Pero cuando todo parecía perdido, Isildur, el otro hijo de Elendil, con la espada rota de su padre, Narsil, cortó la mano de Sauron, en la cual portaba el anillo. Aquel gesto decidió la suerte del combate, de modo que el Señor Oscuro y sus huestes fueron derrotados. Ahora bien, Isildur tuvo la oportunidad de destruir el Anillo, pero cedió a la tentación del poder de éste y se lo guardó para sí. La flaqueza de la voluntad humana impidió que no fueran aniquilados definitivamente Sauron y su poder, pues las cosas edificadas con el Anillo no pueden ser desbaratadas si él previamente no ha sido destruido. El mismo Isildur, cuando poco después de la batalla regresaba a su reino del norte, fue traicionado por el Anillo, y en una emboscada de orcos en los Campos Gladios encontró la muerte. Por esta razón, en el reino que fundaron los hombres en el norte, Arnor, desaparecido poco después de estos acontecimientos y del que Aragorn, el Montaraz, es su heredero directo, al Anillo se le llama el Daño de Isildur.
Rodó, pues, el Anillo desde el dedo de Isildur y fue a caer al fondo del Río Grande, el Anduin. Pasando el tiempo, mesnadas de orcos, hombres malvados de Harad y otras criaturas aborrecibles empezaron a pulular por Mordor; se reagruparon y conquistaron Minas Ithil, la Torre de la Luna Naciente, en el lado este del Anduin, baluarte de Gondor, el reino de los hombres del sur, y la transformaron en un sitio de terror que pasó a llamarse Minas Morgul, la Torre de la Hechicería. Más tarde los orcos destruyeron Osgiliath, Ciudadela de las Estrellas, antigua capital del Reino, situada en una isla en el centro del estuario del río, y arrebataron a los hombres todos los territorios de la orilla este del Anduin.
En el momento de la acción, los hombres de Gondor resisten en la ribera oeste del Anduin, en Minas Tirith, la Torre de la Guardia, nombre con que fue rebautizada la antigua Minas Anor, la Torre del Sol Poniente; la fuerza declinante de Gondor constituye el único obstáculo que se interpone entre Sauron y el dominio de la Tierra Media. El Señor Oscuro tiene cada vez más poder, y aunque todavía no ha tomado un cuerpo físico, al tiempo que reclama el Anillo su presencia se hace más de notar. El Anillo, que tiene voluntad propia, desea ser encontrado por su Señor; por eso inició un curioso periplo. Para salir del fondo del Río Grande se dejó encontrar por un hobbit, Déagol, quien fue asesinado por su amigo Sméagol, ya que el Anillo suscitó la disputa entre ellos. Sméagol, pasando el tiempo, dotado de la inmortalidad conferida por el Anillo a quien lo posee, se convirtió en una triste y esquiva criatura, temerosa de la luz y de la oscuridad, pues enloquecida, se odia y se ama a sí misma, Gollum, llamada de esta manera por sus gorgeos ininterrumpidos. Vino a morar Gollum entre las cuevas y recovecos sombríos de las Montañas Nubladas. Allí lo encontró Bilbo de La Comarca, y le robó el Anillo. Ahora bien, no fue Gollum quien perdió el Anillo ni Bilbo quien se lo sustrajo, sino que fue el Anillo el que decidió dejar a Gollum e irse con Bilbo; necesitaba salir a la luz para poder ser recuperado por su dueño.
Y es justamente en este punto donde comienza la historia de la Guerra del Anillo… Frodo, sobrino de Bilbo, a instancias de Gandalf, el Mago Gris, recibe como legado de su tío el Anillo de Poder. La aventura está servida; no seré yo quien desvele los entresijos de su trama.



3

Sin entrar en los entresijos de El Señor de los Anillos, cabe una reflexión sobre el poder.
¿En qué consiste el poder? ¿Quién lo ostenta verdaderamente? ¿Para qué sirve? ¿Por qué se le desea? Todas estas preguntas y algunas más suscita El Señor de los anillos, y todas ellas se agolpan pretendiendo una respuesta. Ésta no parece ser otra sino la siguiente: el verdadero poder, tal y como lo entiende Tolkien, es de índole moral. El poder no consiste propiamente en saber más; tener tal o cual conocimiento, dominar las artes mágicas o estar cualificado para escudriñar hondos secretos o leer en las mentes. No, no es nada de esto; el poder no alude a la sola inteligencia. Alude a la voluntad, y a ella queda referido. Básicamente, el poder es voluntad que quiere; ahora bien, no basta con esto sólo, pues si lo fuera, sería ceguedad que quiere, lo cual, si lo consideramos debidamente, no puede ser más que una contradicción, pura y simple; por tanto, es necesario matizar. El poder es voluntad que quiere, de acuerdo, pero voluntad que quiere correctamente, según el sentido etimológico de lo bueno. Por eso, en un segundo momento, al acto de poder cabría añadirle la potencia intelectual y una regla (dos aspectos inherentes e indivisos al mismo): la inteligencia, porque es la facultad que propone objetos para el querer; la regla, que no es otra sino la bondad, porque es la medida que constituye al querer como correcto, por tanto, como verdadero.
Pongamos un caso: Tanto Gandalf como Saruman son grandes magos, y esto los iguala; pero la manera de proceder y de utilizar los conocimientos que poseen es distinta, y esto otro los diferencia. A Gandalf lo mueve el respeto por la vida y el amor por lo pequeño: el altruismo, en definitiva. La minúscula brizna de hierba no le es indiferente y su estar en el mundo consiste en una permanente disposición para la ayuda. Gandalf sabe muy bien que no puede crecer en su ser sin que el otro, con quien se relaciona, no lo haga por su parte; por esto, su compañía es grata y benévola, emana gracia. Estas cualidades suyas llevan a los integrantes de La Comunidad formada en Rivendel a reconocerlo sin ningún tipo de reparos como guía de la misión encomendada, la destrucción del Anillo. Y lo siguen libre y confiadamente; ejerce el mago, de esta manera, un liderazgo moral. ¿Qué es lo que percibimos en él? Integridad: lo que piensa, siente y afirma va unido a su forma de actuar; él mismo, de esta forma, aparece como verdadero, se vuelve creíble. Gandalf encarna la autoridad en sí; el poder, por consiguiente, le es algo propio, o, lo que es igual, le pertenece por derecho. En el extremo, frente a la amenaza del Balrog en el puente de Kazadz-Dhûm (que dicho sea de paso, constituye uno de los momentos más emocionantes del film), es capaz de sacrificarse por la defensa del resto de la Comunidad. Encarnado por Saruman, al contrario de lo que ocurría con Gandalf, el poder es relegado a mera sombra del poder, caricatura, o, de igual modo, en voluntad de dominio y afán de riquezas: codicia. Quiere convertirse Saruman en centro del mundo, en su amo, y exige que éste gire en derredor suyo. Tal actitud deriva hacia el no respeto y a la utilización del otro, y, en última instancia, a la alineación y esclavitud de todo lo que no sea su ego inflado. Ahora bien, Saruman enajenando al otro, robándole el ser por cuanto lo cosifica según la medida de la utilidad que le confiere, también se aliena y esclaviza. Doblemente traidor, por un lado, al Concilio de los Sabios que agrupa a las Razas libres, por otro, al mismo Sauron, se vale de la astucia, la mentira, el engaño (algo que, por otra parte, no deja de ser un insulto a la inteligencia), para sus fines, orgullo, envidia y miedo constituyen su paz interior de este elemento. Jefe de la Orden de los Magos, los Istari, custodio de la llama de Anor, Saruman el Blanco se convierte en Saruman Multicolor. Puesto que aquel que conoce, en cierta forma se identifica con lo conocido, podemos concluir que en el fondo ha sido un exceso de conocimiento (Saruman era el mago más versado en la ciencia de los Anillos) en conjunción con una codicia y orgullo desmedido, lo que le ha llevado a tan profunda transformación.
¿Quién ostenta el verdadero poder? Resulta curioso comprobar cómo a lo largo de la historia el Anillo tienta a sus diversos protagonistas. Aquellos que ya poseen el poder (personal, no podría ser de otro modo) son los que con más fuerza rechazan la tentación del falso poder, el caso de Gandalf, Elrond o Tom Bombadil (curioso personaje, que aparece en el libro pero no en la película, encarnación de la bondad absoluta, y para quien el Anillo es tan sólo un objeto de risión). De todos ellos, Boromir, el heraldo e hijo del Senescal de Gondor, es un caso especial, pues expresa tanto la debilidad humana como la capacidad de arrepentimiento y superación. Aragorn, atento a la expiación del Karma heredado de Isildur, tiene tan asumida la destrucción del Anillo, que es este mismo propósito o finalidad aquello mismo que le protege. Al caso de Frodo habrá que dedicarle algunas reflexiones en otro momento.



4

PRIMERA CONCLUSIÓN: LO PEQUEÑO ES HERMOSO

Frente a una organización social cuyo valor se cifra en la adquisición de poder y riqueza, como la de Mordor, que no tendríamos dificultad en identificar con los totalitarismos campantes a lo largo del siglo XX, o, incluso, con esta sociedad tardocapitalista en la que estamos inmersos, con sus crisis endémicas y traspasada, a modo de factores de coherencia, por el miedo y la coacción de la fuerza sutil de la propaganda, Tolkien nos propone, en un horizonte arcaico-mítico, la sociedad de los hobbits en La Comarca, y nos recuerda, como en aquel título de E. F. Schumacher, que lo pequeño es hermoso.
Frente a las falsas promesas de esa razón tecnocientífica imperante en el mundo globalizado, como la ilusión del progreso ilimitado en cuanto a un dominio también ilimitado sobre la naturaleza, que nos proveería de parcelas más amplias de bienestar, cabe recordar que sus beneficios se limitan a una quinta parte de la población mundial, y aun dentro de esta quinta parte, se podrían establecer diferencias notables en lo que atañe al reparto de los mismos; por otro lado, nuestro actual sistema de producción y consumo somete a la naturaleza a un expolio cada vez más intenso, lo cual hace difícil pensar que se pueda mantener por mucho tiempo; las fuentes actuales de recursos energéticos (me refiero al carbón y al petróleo) de que dispone la humanidad no son renovables, y la explotación de la energía nuclear conlleva gravísimos peligros. La consecuencia de este expolio es el aumento del deterioro ecológico, lo que también nos debería poner sobre aviso, pues llegado a un punto (y hay que advertir que ciertos cambios ya están en acción), quizá sea imposible contrarrestar dicho desarreglo. Por estas razones, y algunas otras que se podrían añadir, habría que cuestionar nuestro actual modo de vida, heredero del racionalismo y la ilustración, ya que si alguna vez ganamos la extraña y absurda batalla emprendida una vez contra la naturaleza, comprobaremos con sorpresa que los únicos perdedores somos nosotros mismos. Tolkien, en su obra, de manera explícita nos recuerda este drama, y a la par que resalta la amenaza de esa sociedad oscura de Mordor que quiere extender su sombra por los territorios del oeste de la Tierra Media, esto es, por todo el ámbito del planeta, indica la única solución posible para impedirlo: un estilo de vida diseñado para la paz y la permanencia, y, en este sentido, un estilo de vida ideal: el de los hobbits.

Tanto los espectadores de la película como los lectores del libro observarán que en la sociedad de los hobbits se encarna una acracia muy significativa. Esta sociedad únicamente basa su cohesión en las relaciones de amistad y parentesco, que se constituyen en vínculos poderosos de su entramado; la fiesta suple al gobierno, y los cumpleaños, a modo de asambleas, poseen un poder de convocatoria que neutraliza las fuerzas sociales centrífugas, a la vez que congregan y catalizan las centrípetas por cuanto infieren un sentido para la vida: el gozo mismo que supone vivir. Gozo de vivir, de acuerdo, pero gozo incardinado en un sistema de producción no violento y respetuoso con el entorno; los hobbits no cifran su ambición en la riqueza, sino en el disfrute de las cosas pequeñas; la belleza que les suponen los ríos de aguas claras, los árboles y las flores, nunca la sustituirían por las fábricas, los yermos y las escombreras. A la postre, los hobbits son los que ganan, cuyas vidas tranquilas y saludables se alargan hasta la centena de años en una sociedad donde no existe delincuencia, ni desequilibrio, ni protesta —¿de qué, o por qué, se protestaría? o ¿de qué, o por qué razón, se delinquiría?



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                        Filósofo y poeta. 

viernes, 8 de enero de 2016

FRAGMENTOS PARA UNA POÉTICA: A PROPÓSITO DEL ENTUSIASMO

Reconozco que es un tema que me interesa: indagar acerca de lo que sea eso de la poesía o lo poético. Alguna vez me he puesto a pensar sobre el particular y, tras rellenar cuartillas de apuntes, de letras y borrones, de fragmentos, puedo decir que no he llegado a conclusión que pueda dar por definitiva. Sin embargo, ahí quedan esos fragmentos escritos.
La amabilidad de Fulgencio Martínez muchas veces ha sido la causante de que haya podido publicar una serie de paridicas sobre temas que interesan a pocos. Estos Fragmentos para una poética: A propósito del entusiasmo, aparecieron en el nº 9 de la Revista Ágora. Papeles de Arte Gramático.



FRAGMENTOS PARA UNA POÉTICA: A PROPÓSITO DEL ENTUSIASMO


1

¿Se debe sacrificar la emoción y el entusiasmo de un poema porque un verso queda cojo o porque aparece una sinalefa con violencia? Evidentemente, hoy en día no hay necesidad de escribir con medida o bajo el troquel de una forma impuesta desde fuera. Ya los simbolistas y expresionistas ensayaron con el verso libre y el poema en prosa, y en España fue Juan Ramón Jiménez quien acuñó el concepto de poesía pura. La belleza, la armonía, la carga emocional del poema incluso, no dependen ni dimanan  de cualquier “metro” externo al mismo, sino que están en estrecha relación con su esencialidad, es decir, radican en la coincidencia entre las palabras que lo componen y el sentido al que aluden o indican esas mismas palabras. El verso libre, por tanto, se impone, como se impone la libertad del poeta. En el mejor de los casos, la poesía se intelectualiza, busca su propio ritmo interior —la ordenación propia de las palabras transidas de emoción— y no el de las “sílabas contadas”; pero así como no se puede ser libre si no se asume la responsabilidad ante la propia acción, como reverso de este posicionamiento se corre el peligro de caer por una pendiente en la que “todo vale”, incluso la mamarrachada; la ausencia de técnica puede verse entonces como una excelencia, cuando lo único que la sustenta es la ignorancia. Es el peligro que entraña en materia de arte cualquier subjetivismo extremo. Sin embargo, no es este el tema que quiero tratar (lo dejo para mejor ocasión), sino que vuelvo a la pregunta del principio. Una vez asumida la intención de plegarse a una determinada forma o metro, ¿desvirtuaría la composición poética cualquier violencia que se le infligiera a esa forma? En este tipo de cuestiones podemos, claro, ser más papistas que el Papa y responder con un rotundo “no”, pues podríamos pensar que la falta de equilibrio al equivocar, por ejemplo, un acento desestabiliza de tal manera el edificio todo que huye de él la armonía, la belleza, la perfección, etc, etc... Estamos, así, rozando el otro extremo de los posicionamientos referentes a la cuestión planteada, y creo que este es el caso que ocurre en ciertos concursos literarios en donde el jurado de expertos dirime sobre la perfección o no de las composiciones poéticas mirando con lupa la medida de sus versos..., aunque, a lo que parece, en alguno de ellos ni siquiera este particular constituye criterio, adoleciendo sus “fallos” también de cierto tipo de arbitrariedad subjetiva. Tampoco puedo compartir esta posición. No creo que sea óbice de perfección o cualidad delictiva el utilizar las técnicas como técnicas, las medidas como medidas y el ritmo como ritmo; las técnicas compositivas no pueden ser en ningún momento corsés inmóviles e indúctiles, ya que ahogarían la posibilidad del poema; dejarían de ser vías por las que fluye la expresión para convertirse en poderosos diques de contención de la creatividad. Encuentro muy a menudo que poemas de factura impecable —no viene al caso poner ejemplos pues, como no hacen beneficio a nadie, serían de mal gusto— son, sin embargo, de una mediocridad pasmosa. Son poemas perfectos y mediocres; perfectos en cuanto al ritmo, su forma; mediocres en cuanto a tópicos, ya que nada aportan ni se reconoce en ellos ningún tipo de “chispa”. Esta circunstancia no deja de ser una contradicción.


2

La reflexión anterior me lleva a pensar que en la elaboración de un poema quizá no sea tan importante el “rigor” con que se aplica la métrica como la transmisión del “entusiasmo”, ya que la misma técnica con la que se elabora un poema está al servicio de esa transmisión y no al revés. Y utilizo la palabra “entusiasmo” a conciencia. Como es sabido dos son las raíces de las estéticas literarias en Occidente; me refiero a Platón y Aristóteles. Aristóteles carga la mano en la consideración del poema como artefacto, como el producto de una aplicación técnica (una póiesis). Pero Platón —que, por cierto, era poeta, mientras que Aristóteles no— en el Ion (Diálogo de juventud que pocos leen y todavía menos los que lo citan), aparte de proporcionar una serie de sugerencias que serían muy interesantes de considerar, verbigracia, la relación entre poesía y medicina, habla de una cosa a la que llama “inspiración” y la compara con el magnetismo. El entusiasmo precede y a la vez se sigue como una consecuencia de la inspiración y es, a modo de suelo o materia prima posibilitante, una causa del poema. El entusiasmo (en-theos, estar poseído por un dios) supone un estado de euforia por el que cualquier cosa es posible; la consciencia queda alterada y derriba límites, pues con irreverencia se desborda desde sí misma: el futuro lo ve realizado, el pasado lo consuma y plenifica lo presente; hay una desmesura, un exceso de energía que dimana y se derrama y se vuelve contagiosa, como el imán. La consciencia entusiasmada, por tanto, es aquella lista para la creación; el estado tensional que produce, necesario para la misma. Si este estado no acontece, el poeta deja de ser poeta y se convierte en “componedor”, en un simple hacedor de versos, en un “versiculero” de tantos. Carles Riba lo decía, aquél que no sienta como un temblor, expresado quizá como dolor o dicha —eso no importa—; aquél a quien no se le encoja el corazón o se le expanda; aquél que no se conmueva profundamente en sus raíces; aquél que, en definitiva, no sienta “una chispa en el pecho”, no es poeta (1). Quiere con ello decir que hay algo primario que define lo poético: la emoción.
 El entusiasmo, pues, tiene más de emoción que de razón; es algo así, si es que de definirlo se trata, como una emoción desbordada que supedita el discurso racional a una inteligencia profunda, a una comprensión atávica del ser; por eso lo dice con metáforas, analogías, metonimias. Tiene que ver con un estado de consciencia que de alguna manera recuerda lo místico, lo numinoso, según la expresión acuñada por R. Otto. No se trata, por supuesto, de traer ahora a colación algún tipo de análisis fenomenológico o cualquier tipo de discurso que recuerde la jerga heideggeriana. Más interesante sería adentrarse por esa selva de las alusiones de lo simbólico por cuanto velan y desvelan, dicen y no dicen. Me quedo con el simbolismo astrológico, mucho más sugerente y sintético. Y diré únicamente “Neptuno”, o “consciencia neptuniana”, para que se me entienda. O “grandes aguas”, “carros de emoción”. Aún si esto no se me entiende, profanaré lo sagrado y lo traduciré por “pasión”, “”sorpresa”, “frescura”. En el buen poema, la forma en ningún momento puede “traicionar” al fondo, ni la “cuenta de las sílabas” debe conducir a la mediocridad. Pero cito literalmente a Platón, por la belleza de su texto:

En igual forma, la musa inspira a los poetas, éstos comunican a otros su entusiasmo y se forma una cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio.(2)



3

Puedo entender, leyendo el texto anterior, por qué, muchos años más tarde a la composición del mismo, en el libro X de La República, Platón echó a los poetas de la Ciudad Ideal, y no me extraña. Estos expulsados eran los que hacían copias de copias; propiciaban una suerte de hybris o mixtura difícil de digerir y, por supuesto, de muy mal gusto; su entusiasmo podría ser definido como un “contraentusiasmo”. El viejo Sócrates, antes que Platón, ya se olió algo concerniente a las pamplinas de los poetastros y con penetrante mirada indagó tras sus requiebros.

Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad —en la “Apología” de Platón dice aquel que portaba un demonio—; pero no hay remedio, es preciso decirla... Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos de la Naturaleza y un entusiasmo semejante al de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y, al mismo tiempo, me convencí que, a título de poetas, se creían los más sabios en todas las materias si bien nada entendían. Los dejé, pues, persuadido de que era yo superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los políticos. (3)

No nos engañemos, los poetas a los que se refiere Sócrates en el texto citado son los mejores, y aun así los califica de ignorantes por cuanto no saben nada de lo que dicen, ya que, como los adivinos, reciben una inspiración de la que tan sólo son sus meros canalizadores. Pero lo grave no es esto, sino que por esta facultad creen que saben sobre lo que no saben, por lo que su ignorancia es doble, así que, ¡horror!, son semejantes a los políticos. No puede haber parangón más detestable. Nos encontramos, pues, ante una nesciencia productiva: el panorama no puede ser más desolador, repito. Sabiamente Sócrates se aleja de allí. Ahora bien, cabría preguntar, ¿y si ni siquiera reciben la inspiración? ¿Y si los poetas se dedican a copiarse mutuamente y encima pretenden elevar su copia al estatuto de “originalidad”? Esta coyuntura adquiriría un tinte excesivamente dramático y, por lo mismo, insoportable: aquellos que copian las “originalidades” de su tiempo, por definición, dejan de ser originales, y más se parecen a los políticos que, una vez sabido por dónde anda la manifestación, se ponen delante de la misma con la pancarta. Platón los echa sin contemplaciones de su Ciudad, los arroja “extramuros” de la misma. ¿Qué persona en su sano juicio daría credibilidad a estos locos? En su juventud, sin embargo, aún no se le había agriado el carácter ni cargado en exceso la paciencia, al parecer, y así propone la humorada de aquel Tínnicos de Cálcide, que siendo poeta mediocre, logró componer un solo peán que circulaba por toda la Hélade y lo hizo famoso. Como el borriquillo de la fábula, tocó la flauta por casualidad y por una vez siquiera le sonaron las musas.


4

Dejemos la morralla, hablemos de la excelencia. Arrobamiento y éxtasis, salida del mundo y experiencia de lo árreton e indescifrable, de la alteridad, en cuanto que desde allí se da sentido al mundo como un todo, son las características de la experiencia extática o enstática, de la mística. Desde este punto de vista, no sólo las “noches” de San Juan de la Cruz o los raptos de Santa Teresa son mística, sino también las experiencias con tetracloruro de carbono llevadas a cabo por René Daumal. Y podríamos extender la gama de ejemplos. Si hablamos, pues, de este tema, creo que entraríamos en una discusión muy amplia. Pero lo que pretendo no es describir o clasificar este tipo de experiencia, sino solamente señalar un aspecto acerca del tema que nos ocupa. La experiencia poética, por esa emoción de la que es portadora, alude a capas muy profundas de nuestro ser; las semejanzas, por tanto, con los estados de consciencia que podríamos denominar místicos, saltan a la vista. Platón es consciente de este particular cuando compara a los poetas con los adivinos. En lo poético se experimenta un nuevo orden de interrelaciones, y, por lo mismo, de igual forma se experimenta un nuevo orden del mundo, una estructuración diferente de lo cotidiano, una re-creación, un sentido otro. ¿No tiene acaso esto nada que ver con eso que se denomina mística?
Por la razón aludida, al igual que Sócrates, el poeta auténtico sabe que no sabe. Pero esto no importa, pues donde la razón cesa, comienza la Emoción Superior; hay allí algo que aletea y remonta el vuelo: los pájaros del espíritu. Ocurre entonces que el poeta se encuentra en un estado felicitario, y no sabe cómo. Pero eso no importa, repito: se sabe nesciente y se siente abrir a lo inefable —o, lo inefable se abre a él—, y sabe que ese territorio nuevo por el que se adentra pertenece a un orden indescriptible, soberanamente indescriptible, que apunta al Silencio:

                                                   Entreme donde no supe
                                                   y quedeme no sabiendo
                                                   toda ciencia trascendiendo,

en los versos de San Juan de la Cruz. Porque con el impulso poético se alcanza a rasgar el ámbito del Misterio. No existe aquí lenguaje enunciativo posible, pues no es el reino de la determinación lo que le traspasa y él mismo traspasa en ese estado, sino una extraña libertad antes no experimentada, ignota pero cierta, en la cual se desvanece todo peso y gravedad. Le invade cierta especie de flotabilidad que planea sobre las cosas, balbucir de niño e ignorancia soberana, como de élite. Y un estallido interior de plenitud. Así lo expresa Jorge Guillén:

                                                              Ser, nada más. Y basta.
                                                              Es la absoluta dicha.
                                                              ¡Con la esencia en silencio
                                                              tanto se identifica!



5

Todo lenguaje es simbólico, por su propia esencia. Pero en los lenguajes unilaterales que utilizamos, vulgares, cotidianos, que obedecen sólo a funciones de utilidad o economía, hay una especie de autolimitación de este carácter, de castración del mismo. En el lenguaje ordinario predomina lo analítico-discursivo, lo conceptual; ahora bien, y más aún: ese tono conceptual obedece sólo al uso del concepto, a la función que se le asigna según esa especie de preacuerdos que flotan entre las diversas atmósferas del habla, entre los diversos momentos o circunstancias donde se produce. El símbolo, de esta manera, se convierte en signo: cae desde lo esencial de su decir hacia el juego de las arbitrariedades, de los convencionalismos. Por su propia dinámica, el lenguaje unilateral enmarca al mundo, pero en exceso —olvida la cualidad; operan en él las solas relaciones de cantidad—: lo estrecha, lo reduce, lo convierte en máquina, lo devalúa.
Sin embargo, como la verdadera originalidad, por definición, consiste en restituir la acepción original a las palabras, cabe preguntarse por “el otro lenguaje” capaz de interpelar al mundo y al Ser, el prístino y esencial. Es el lenguaje que carga el cosmos (o lo descubre) con su antigua resonancia, con su ensidad profunda; no es útil, sino inútil; no lo mediatizan conceptos, sino símbolos; no es analítico-discursivo, sino sintético-intuitivo; no lo presiden las leyes lógicas de la causalidad o el principio de identidad y no contradicción, sino que en él opera una suerte de sincronicidad y viene dado por juegos analógicos; no intenta tanto nombrar o describir, como aludir, inferir sentido, cargar de intenciones; la metáfora, la metonimia, la imagen, son sus figuras preeminentes; cada palabra de este lenguaje —llamaré así a sus signos, aun sabiendo que es impropio—  posee el don de la cualidad; no son permutables unas por otras. Al hilo de estas reflexiones, el poeta “original” sólo puede ser aquél que cumple con la función de “intérprete de los dioses”; es el “interpelador” de lo divino y como tal transmite la inspiración y el entusiasmo previamente recibidos. Esto mismo es lo que pensaba Platón y este es el sentido etimológico de la palabra “vate”, “augur” o, incluso, “profeta”. Y tal es así, porque la expresión poética es muy antigua. René Guenón, por traer un autor no sospechoso de ortodoxia, recuerda en uno de sus libros (4) que, según la tradición islámica, Adán hablaba en verso: su lenguaje era solar y angélico y expresaba la verdadera esencia de los seres. La palabra “carmina”, sigo apoyándome en la autoridad de Guenón, remite a la raíz sánscrita “Kr”, de donde proviene Karma, que se encuentra en el verbo latino “creare” entendido en su acepción primitiva. Como resumen, diré que este otro lenguaje es el simbólico, en el sentido etimológico del término. La poesía que se quiera tal, en su expresión, debe de acercarse al mismo, pues sólo en él acontece esa suerte de comprensión radical del Ser de la que he hablado. Esta comprensión —integral, orgánica, total— es posible, por lo que también habría que corregir a Platón, porque el símbolo no es arbitrario; descansa en la analogía, en una suerte de armonía entre la fisicidad de lo que representa y aquel significado al que alude, interpela; así se pueden subsumir uno en otro símbolo, según síntesis sucesivas. Y, por esto mismo, tal lenguaje manifiesta lo que encubre tan sólo para aquél que puede verlo. Como consecuencia de estas ideas, por último, me gustaría insistir, aunque con los debidos matices, en el hecho de que el poeta lo es tal, no tanto porque sabe “hacer” el poema —acepción aristotélica de la estética—, sino porque es un intérprete de los dioses al llevar a cabo “una determinada acción ritual”, a la que le corresponde un lenguaje también ritual, el poético.
  Dicho todo lo anterior, a lo que vamos: ¿Cómo descubrir la poesía en el poema? Porque hace temblar los cimientos del mundo. La expresión poética debe ser salvaje; hasta cierto punto, ruda —ahí revela su carácter original—; capaz de golpear el corazón, capaz de sorprender, de zarandear. Cuando hallamos ese tipo de expresión, hemos hallado la autenticidad poética.


6

Así las cosas, y viniendo a nuestra actualidad, soy muy precavido a la hora de enjuiciar la poesía contemporánea, pues así como no encuentro razones suficientes para preferir una determinada estética a otra, tampoco decidiría sobre la “bondad” de un poemario en orden a los cánones estéticos predominantes de una época. En los poetas contemporáneos que leo son muchas las veces que no encuentro ni siquiera un “remoto recuerdo” de ese entusiasmo del que he hablado, siendo, no obstante, excelentes “versificadores”, impolutos y muy modernos (o, quizá, cabría mejor decir, “posmodernos”), si entendemos por ello que rozan con sus temas el mundo de la cotidianidad, a la misma vez que le dan a su expresión un cierto “toque existencial” (por cierto, hoy en día, el existencialismo está bastante desfasado). Pienso yo que quizá podría ser bueno lo uno, pero sin perder lo otro. Queden de momento aquí estas reflexiones.


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Jesús Cánovas Martínez©
Filósofo y poeta.
                                                                      


NOTAS:

            (1)  Carles Riba, “Antología”, Plaza y Janés, 1983. Léase el excelente prólogo de Rafael Santos Torroella.
            (2)  Para las citas de Platón, a pesar de utilizar la edición canónica en español coordinada por Emilio Lledó, Gredos, 1981, opto, sin embargo, por transcribir el texto de Francisco Larroyo, en “Diálogos de Platón”,  Porrúa, 1973. Esta cita es del “Ion”  (533b-534a), pág. 98.
            (3) “Apología” (22b-c), pág 4, en “Diálogos de Platón”, Porrúa, 1973
            (4) René Guenón, “Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada”, Eudeba, 1988. Véase sobre todo el capítulo “El lenguaje de los pájaros”, págs. 45-48.