sábado, 30 de julio de 2016

EPÍLOGO: ALMENDRICOS-GUADIX, ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!
 AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   
Reponiendo fuerzas muchos años después de la marcha. Aquí estamos los tres con las sendas respectivas. De izqu. a dech: Mª José, Gádor, Pedro, Amalia, Lorenzo y el servidor.

EPÍLOGO

            Aquel 1 de enero de 1985 fue un día fúnebre para el ferrocarril. No solamente se clausuró el “Ferrocarril del Almanzora” sino también, en años sucesivos, la “Ruta de la Plata”, el tramo de “Caminreal-Ciudad Dosante”, el tramo de “Valladolid- Ariza”, y tantos y tantos otros. En total se cerraron 1.916 Kms. de vías, que se dice pronto. Estas líneas fueron declaradas por el primer Gabinete Socialista de la España democrática como “altamente deficitarias”, y a nadie le tembló el pulso para firmar su cierre.

            Elegir entre autovías y líneas férreas no dejaba de ser una falacia que algunos enterados trataron de argumentar, pues bien se podían haber hecho las dos cosas: hacer las autovías y modernizar el ferrocarril sin perjuicio alguno para nadie. El ferrocarril lo era, y lo sigue siendo, un medio de transporte más seguro que la carretera, con más confort, con menos coste y, en lo que atañe al respeto ecológico, con más limpieza; unas líneas electrificadas, por ejemplo, hubieran reducido el impacto ecológico a mínimos. El cierre de las líneas ferroviarias perjudicó a las poblaciones afectadas, incidió de manera negativa en las comunicaciones de ciertas zonas y validó las sucesivas Taifa que por aquel entonces se configuraban: diecisiete gobiernos locales y débiles, en pugna unos con otros y en rebeldía con el gobierno central, son más fáciles de manejar por el gran capital que un solo gobierno; el paso de los años así lo ha confirmado. Se puede mostrar la corrupción y el despilfarro para quien lo niegue o dude, porque lo que nunca se pueden negar son los hechos; las intenciones son más discutibles. Se trataba de aplicarse a la tarea; ciertamente ésta no era poca —mientras que en Francia los trenes de la época alcanzaban velocidades de 240 Kms. la hora y cubrían la distancia entre París y Lyon en dos horas, en España el máximo de velocidad permitido era de 120 Kms., y no en todos los tramos, por lo que para cubrir las mismas distancias que en Francia se duplicaba el tiempo—, pero no deja de ser verdad que no hubo voluntad para acometerla. A algunos de aquellos enterados, hoy cabría preguntarles:
—¿Cuál?
Los enterados responderían:
—¿Cómo que cuál?
—Sí —insistiríamos—, ¿cuál de los dos?
—¿Cuál de los dos...? —repetirían estos enterados al tiempo que nos mirarían estupefactos.
—¿Qué cuál de los dos me chupo? ¿El pulgar o el índice? —terminaríamos por precisar.
Con tan breve cruce de palabras los enterados comprenderían. Porque no se puede tomar una medida de tal envergadura como el cierre de 1.916 Kms. de línea férrea si ésta no sirve a unos intereses; intereses disfrazados con parabienes y palabrerío, pero intereses al servicio, una vez más, de los que sacan beneficio del control de la economía.
 
Kilométrico del año 1962. El de la foto es el hermano del servidor, bastante irreconocible hoy día.
            Sí, sí, sí... después apareció el Ave, pero dejo los comentarios sobre el mismo para mejor ocasión. ¿No hubiera sido mejor, pregunto, modernizar el “Ferrocarril de la Plata” que realizar un Ave manchego en el que nadie se monta? ¿No hubiera sido mejor comunicar el puerto de Santander con el de Valencia por una línea férrea rápida de la que ya se tenía realizada, a falta de muy pocos kilómetros, toda su infraestructura? Dejo estas preguntas en el aire, aunque podría abundar en unas cuantas más.

No resultaba de ser chocante para mí, cuando de niño hacía un viaje a Barcelona, tener la impresión de entrar en otro mundo. Entrar en Cataluña por ferrocarril era impresionante, una maravilla: de repente se dejaba la vía única y surgía la doble vía, y ésta, electrificada. Atrás quedaban las máquinas de vapor y los traqueteos de los trenes, y aparecían, junto al raíl continuo, las máquinas eléctricas o de tracción Diésel. ¿Por qué aquel contraste? ¿Por qué aquella disimilitud entre regiones? El porqué de aquella diferencia nunca he llegado a comprenderlo, y a estas alturas de la película es mejor que no se me toquen los pies demasiado.

En 1968 en la 4ª Zona ferroviaria se sustituyó definitivamente el Vapor por la tracción Diésel. Aparecieron nuevas máquinas que tiraban de los convoyes ferroviarios como las tremendas 3.000 y 4.000; apareció el TER que competía en velocidad y comodidad con el Talgo. Mi padre tuvo que adaptarse a estos nuevos cambios, y de conducir las máquinas de vapor, pasó a conducir las Diésel —sabía conducirlas todas, qué tío— y el TER. Estos nuevos cambios afectaron a la familia, pues tuvimos que irnos a vivir a Madrid. Allí se encontraba el Depósito de Cerro Negro, el único de trenes TER que había en toda España. Atrás quedaba una pequeña historia y comenzaba otra.

No seguí la tradición de la familia, aunque pude hacerlo; mi hermano, sí. Pero el ferrocarril había sido parte de mi vida y lo sería siempre.
 
El padre del servidor delante de una 4.000. 
Uno de los arquetipos que funcionan por el alma de los españoles y, por extensión, en el alma de todos los hispanos, es el de Don Quijote. Un tal Alonso Quijano se vuelve loco leyendo libros de caballería y se convierte en un caballero anacrónico que reivindica los derechos de huérfanos y viudas en medio de un mundo hostil y pacato; busca una extraña fama y busca un ideal amor. Los batacazos que se dará con la realidad serán terribles y gran parte de sus aventuras las terminará molido a palos. Pero Don Quijote no está solo; lo acompaña Sancho, el práctico, el realista, el legal y honrado Sancho... el pueblo Sancho, que decía el poeta. Sabe, por eso, Don Quijote, al enristrar su lanza y cabalgar hacia los gigantes con ánimo de batalla, que éstos no son gigantes, sino molinos: son molinos disfrazados de gigantes, pero gigantes al cabo que se configuran amenazantes. Sancho se lo advierte —¡No son gigantes!... ¡No son gigantes!...—, y aun así Alonso Quijano El Bueno irá a estrellarse contra sus aspas.

Fuimos los primeros; no digo esto por absurda vanagloria sino como testimonio de un hecho. Mucho más tarde de aquella marcha comenzaron a aparecer en diversas localidades de la cuenca del Almanzora, en Baza, en Guadix, plataformas para reivindicar la apertura de la línea férrea. Se han sucedido protestas, marchas y manifestaciones, pero la línea —un ramal que supone un importantísimo nervio de comunicación— sigue sin abrirse. Se ha despilfarrado el dinero en obras faraónicas y absurdas, pero el Corredor Mediterráneo en su vertiente ferroviaria sigue sin encontrar acomodo, sigue sin plasmarse. Si hoy se nos pidiera, y también hablo por mis compañeros de viaje o poco los conozco, volveríamos a recorrer la línea para reivindicar su apertura. Tendríamos que inventar algo al respecto, pues ya no están los cuerpos para ciertos trotes. Se me ocurre la solución que idearon unas personas mayores que hacían en Camino de Santiago. Iban en automóvil, pero cuatro o cinco Kilómetros antes de llegar a la población que se habían fijado como meta, se bajaban todos menos el conductor, y ese trecho lo hacían andando; los asignados, claro, que iban por turno. Podría servir tal estratagema. Lo interesante siempre será que cuando el sol, poco antes de ponerse, caiga oblicuo, queden proyectadas tres alargadas sombras sobre los raíles infinitos que se adentran hacia el crepúsculo y la noche.

Cuando los tres amigos marchosos nos reunimos —desgraciadamente, con el paso de los años, de manera cada vez más espaciada— entre las otras cosas de que hablamos se encuentra aquella marcha; con una buena cerveza fría en las manos, referimos anécdotas sobre la misma y nos reímos. Lógicamente en un pequeño relato no se puede contar todo; así que, para quien quisiera conocer un poco más sobre la cuestión, no tendríamos ningún inconveniente en invitarlo a departir con nosotros.
 
El padre del servidor en la cabina del TER.
No fue la primera ni sería la última, y en cuanto a dureza se refiere, más lo fue el Camino de Santiago. ¿Por qué hice aquella marcha? La idea no fue mía; salió de Lorenzo, pero la abracé sin ápice de duda y con gran entusiasmo. Necesidad de hacer deporte, de liberar energías, sí; necesidad de protestar ante una flagrante injusticia, sí. La fibra emocional estaba tocada, eso era evidente. Pero había algo más. Cuando acometemos determinadas acciones no somos del todo conscientes de los motivos que nos impelen a realizarlas. Algunos de ellos se muestran claros a nuestra consciencia, pero otros no; quedan ocultos, y, hete, que estos últimos son los definitivamente importantes. Entonces no lo supe; ahora, mientras escribo estas líneas, sí: aquella marcha la hice por mi padre. Se la debía. Era algo que le debía a él y a toda una generación de hombres y mujeres que, tras una guerra civil terrible, con su trabajo, entre la penuria que los circundaba, levantaron este triste y maravilloso país, España, de sus cenizas y escombros.


Aquí finaliza este pequeño y verídico relato que da fe de una aventura, cuyo título bien merece:
ALMENDRICOS-GUADIX. ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

                                                          
Todos los derechos reservados.
                                                          
Jesús Cánovas Martínez©
                                                           Pedro Díaz Martínez©

                                                           Lorenzo López Asensio©

martes, 26 de julio de 2016

TRAMO OCTAVO: ALMENDRICOS-GUADIX, ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

 AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   
Entrada al Museo del Ferrocarril en la estación de Águilas.

TRAMO OCTAVO

            Una vez terminada la redacción del texto que antecede, recibí por parte de Pedro una nota con el fin de que le fuese añadida como conclusión. Decía así:

FINALIZADA CON ÉXITO LA AVENTURA REALIZADA A PIE POR EL FERROCARRIL ALMENDRICOS-GUADIX

            «Como primera conclusión de nuestro viaje, queremos decir que ha sido una experiencia vital de extraordinaria significación el poner a prueba nuestra resistencia física, andando por encima de piedras, traviesas, raíles e innumerables dificultades que no teníamos previstas.
           
En cuanto a los datos recogidos en nuestra marcha sobre el estado de la línea, destacamos:
            —Destrucción de estaciones.
            —Robo del tendido telefónico de la mayor parte de la línea.
            —Desmantelamiento de instalaciones por desaprensivos.
            —Destrozos de la línea por causas naturales, inundaciones, etcétera.

            Asimismo las impresiones recibidas de la población son de protesta unánime por el cierre en su día de esta línea, e imputan a sus propios dirigentes municipales de no defender con la fuerza necesaria tan preciado bien.
            Si en un principio la línea se basó en el transporte de mineral de hierro, siendo la principal razón de su existencia, con los cambios de los tiempos se podría haber mantenido atendiendo a las nuevas fuentes de riqueza de la zona, como son, por ejemplo, el mármol, los productos agropecuarios, manufacturados y otros, así como fundamentalmente viajeros. Con un adecuado servicio, a la línea se le podría haber sacado un buen rendimiento.
            Por último, queremos agradecer a todas las personas e instituciones que nos han apoyado en esta experiencia, y muy especialmente a la vecindad de Almajalejo, pedanía de Huércal, por su hospitalidad y auxilio manifestados particularmente en Dionisio Ramos, Mayordomo de la parroquia. Y en la localidad de Purchena queremos agradecer la amabilidad que tuvo con nosotros a Antonio Cano. También nuestro agradecimiento va para la Asociación de Amigos del Ferrocarril “El Labradorcico” de Águilas, por su asesoramiento e información, y de manera especial a su presidente Miguel Losilla. No olvidamos tampoco a los medios de comunicación por la difusión de esta aventura».

            Esta era la nota que fehacientemente he transcrito, pero para mí que se había quedado algo corta, así que añadí unas cuantas palabras más en forma de epístola. Ahí van:
 
Monumento al Ferrocarril en Águilas.
            «Señores:

            La aventura todavía no ha terminado. La línea no es deficiente, solamente su administración lo ha sido. Es más, aun en el supuesto de que hubiese sido deficitaria —algo que, tras la marcha realizada, nos cuesta trabajo creer—, como bien público que es, debería procurarse su reapertura lo más pronto posible. No se arregla un país condenando a la incomunicación y carestía a las familias más pobres.

            Si ha habido equivocaciones, eso es humano. Nadie, por tanto, debe juzgar las intenciones de lo que unos creyeron como bueno en su día. Pero ha llegado el momento de las rectificaciones y realizaciones, y esta hora llega como llamada inexcusable que debemos asumir. Somos europeos; es más: la gente del sureste español también somos importantes. Por eso queremos una pronta reapertura de esta vía de comunicación, que nos pueda llevar a cualquier punto de Andalucía occidental sin tener que realizar rodeos innecesarios que nos cuestan el tiempo y el dinero. Se hace necesario un enlace de todo Levante no sólo con Andalucía sino también con Cataluña y más allá de los Pirineos, con Europa.
           
Murcia, Almería y Granada son provincias muy semejantes. Es necesario romper con esa incomunicación endémica que las hace distintas, hermanándolas en proyectos y destino común.
           
Las posibilidades turísticas de la zona son muchas, y esta circunstancia habría que considerarla más detenidamente de lo que hasta ahora se ha hecho.
           
Nosotros sentimos con urgencia la necesidad de un Corredor Mediterráneo, una línea de alta velocidad, rápida y eficaz, como los tiempos actuales requieren.
           
Dejemos de lado, por tanto, las discusiones y polémicas innecesarias que sólo generan malestar.
           
¡Ojalá que en un futuro no muy lejano tengamos un ferrocarril próspero para un pueblo próspero!»

A continuación iba el saludo de los tres integrantes de la marcha.

Si alguien me pidiera que eligiera dos libros de Rafael Alberti, el primero de ellos sería Marinero en tierra; el segundo, Sobre los ángeles. De éste último entresaco un poema, El ángel del carbón, que no sé por qué, mientras reelaborada el precedente escrito, me venía a las mientes una y otra vez con insistencia machacona. Aquí lo reproduzco a falta todavía del conveniente epílogo de esta aventura:


Convoy en la estación de Fines-Olula. Foto de Gustavo Guillman.


EL ÁNGEL DEL CARBÓN 

Feo, de hollín y fango. 
¡No verte! 

Antes, de nieve, áureo, 
en trineo por mi alma. 
Cuajados pinos. Pendientes. 

Y ahora por las cocheras, 
de carbón, sucio. 
¡Te lleven! 

Por los desvanes de los sueños rotos. 
Telarañas. Polillas. Polvo. 
¡Te condenen! 

Tiznados por tus manos, 
mis muebles, mis paredes. 

En todo, 
tu estampado recuerdo 
de tinta negra y barro. 
¡Te quemen! 

Amor, pulpo de sombra, 
malo. 


                                                           (continuará...)

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Jesús Cánovas Martínez©
                                                           Pedro Díaz Martínez©

                                                           Lorenzo López Asensio©

martes, 19 de julio de 2016

SOBRE EL ÁNGEL DE LA GUARDA

SOBRE EL ÁNGEL DE LA GUARDA



No me cabe la menor duda de que tenemos un ángel de la guarda que vela por nosotros. En varias ocasiones he podido experimentar su presencia, si no en el sentido estricto del término, sí, por lo menos, en sus efectos derivados, que viene a ser igual. Cuento una anécdota al respecto y que el amable lector juzgue por sí mismo.
En dos ocasiones que yo sepa la de la guadaña ha estado a punto de llevarme al otro lado utilizando las artes del ahogamiento. Una, de la que ahora no voy hablar, fue en El Golgo, un remanso paradisíaco del Segura ya desaparecido, al que instancias mías me llevó mi padre, cuando, tras las arduas clases recibidas por parte de mi progenitor en Las Balsas del tío Carrilero, creía que ya sabía nadar. A la sazón tenía ocho años, y, tras la experiencia, tomé nota del peligro que suponen los ríos, aun los de tercera, sea el caso del Segura. Pero tendría que aprender más acerca de los ríos. Muchos años después volví a sentir a la de la guadaña —y esta vez un poco más cerca— en Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del Guadalquivir.
Tenía treinta años —siempre pensaré que el tiempo es falaz y es un enigma—, me había casado hacía poco y estaba a punto de concluir mi primer año de trabajo en Ronda. En espera de cantar las notas finales había unos días por delante, así que junto con Pedro Alonso, mi compañero de Filosofía, planeamos una excursión de varios días por la costa atlántica de Cádiz. En principio íbamos a ir los dos jóvenes matrimonios, Pedro y Carmen, y Mª José y yo, pero como en el automóvil quedaba una plaza libre se nos adosó Manolo Moratinos, un solterón oriundo de Aguilar de Campoo que se había dejado caer por aquellas latitudes del sur. Fue una maravilla recorrer aquellos pueblecitos en los que todavía no había hecho estragos la locura del turismo: Bolonia, Trafalgar, Los Caños de Meca, Conil… El último día de la excursión decidimos acercarnos a Sanlúcar de Barrameda, con la intención de, antes de subir a Ronda, tirar para Trebujena, donde Spielberg estaba rodando El imperio del sol.
Aquel día fue caluroso en extremo, tanto que el termómetro llegó a marcar los 40º —cuento esta circunstancia para enmarcar debidamente los hechos que sucedieron—. Hacia mediodía, nos acercamos a las bodegas de Barbadillo. Recuerdo la amabilidad con que nos enseñaron aquellas vetustas bodegas, las filas de barriles donde se amontonaba el precioso néctar que hacía las delicias de los paladares. Llegó el momento de la degustación y el amable empleado que tan agradablemente nos había explicado los pormenores de la elaboración de aquella ambrosía, descorchó tres botellas: una de Manzanilla, otra de Oloroso y otra de Brandy. Escanció el precioso líquido en unas copichuelas y nos las fue pasando al hilo que elogiaba los méritos de cada caldo. Al quite, cuando me daba la espalda el buen hombre, enganchaba al azar alguna botella por el gollete y, entre risas absurdas, vertía, rápido y con temblorosas manos su inestimable líquido en mi copita; así, mientras los demás tenían sus copichuelas quietas casi todo el tiempo, la mía, con el ajetreo, tanto se llenaba como se vaciaba con celeridad. Acabada la degustación, las tres botellas que el buen hombre había sacado, ni qué decir tiene, quedaron temblando.

Ya fuera de las bodegas, los cinco excursionistas discutimos qué hacer, si ir a comer o a darnos un baño. El sol caía vertical e inmisericorde y se me cogió cierta debilidad en la sesera casi sin darme cuenta, por lo que no participé mucho en la conversación y me dejé llevar por los otros. Decidieron finalmente que era preferible darse un baño antes de comer pues el calor era insufrible.
Y allí que nos vimos, en la desembocadura del Guadalquivir, teniendo enfrente el coto de Doñana. Rápidamente ideé un plan para deslumbrar a mis acompañantes. Era bastante simple, y así se los hice saber: iría a nado al coto de Doñana, descansaría un breve rato tomando el sol y luego regresaría listo para comer; total la distancia era bien corta.
—Voy y vengo en un santiamén —eso les dije.
Quería impresionarlos, causarles un impacto tal con mis artes natatorias del que difícilmente se repondrían. Y de verdad que los impresioné, pero no en el sentido que yo quería.
Me quité las gafas, razón por la cual lo único que comencé a ver fueron bultos, unos móviles y otros inmóviles, borrosos todos, y me tiré al agua. Había una bajada de marea fortísima, de la que no fui consciente; por eso, el primero en sorprenderse de la velocidad que tomaba al nadar quizá fui yo mismo. Y cierto que iba rápido. Pasé como el rayo por el lado de dos barcazas que venían a toda velocidad en mi dirección, y cuando me vine a dar cuenta vi la playa como un hilo lejano, la de Doñana también.
 Mi sesera comenzó a reponerse de la debilidad pasajera sufrida hacía tan poco, y con la rapidez del vértigo comencé a sopesar posibilidades. Conocía algunas leyendas urbanas sobre surfistas que, arrastrados por la corriente, desde Tarifa habían aparecido por alguna isla de las Antillas… Tomaba tintes oscuros la aventura... ¿Podría volver?... ¿Caería presa de algún tiburón del Estrecho?... ¡En cuántas cosas que se agitan debajo de las aguas y no podemos ver pude pensar! Una extraña lucidez sustituyó mi atolondramiento anterior.
Decidí serenarme, ¡qué fuera lo que Dios quisiera!, pero el pánico no podía hacer presa en mí. Recordé una frase de mi padre que repetía a menudo cuando me enseñó a nadar: “Nunca luches contra la corriente, te agotarías; déjate llevar y ya saldrás por algún lado”. Eso hice y, por si sí o por si no, recé alguna oración furtiva. Y mientras la costa se alejaba pensé en lo corta que había sido mi vida si moría. Pensé en tantos proyectos que quedarían trucados, en Mª José, en mi posible descendencia que ya no tendría la oportunidad de existir, y sentí pena de mí mismo. Pensé, sí, y recé. Sin embargo, aquel no era mi día; la parca podía esperar.
De repente, sumido entre estas cavilaciones, vi que se acercaba una pequeña embarcación a motor —pof… pof… pof… pof…— y se ponía junto a uno de mis flancos, a barlovento diría, aunque podría haber sido a sotavento. Miré hacia arriba y, junto al hombre que manejaba el motor, se encontraban Pedro y Manolo. “¡Salvado”, pensé, ¡puff! ¡Gracias, Dios mío!”. Pero lejos de mostrar la menor muestra de agradecimiento, increpé a los de arriba, a los de la barca me refiero:
—¡Ah, sois vosotros! ¿Qué hacéis por aquí?
Y al decir  aquella estupidez, y para que apreciaran mis destrezas natatorias cambié de estilo, de braza a espalda. Fue entonces cuando oí una expresión admonitoria, de esas liquidadoras de autoestima:
—¡Vamos, sube, que no puedes con tus huevos!
La soltó Manolo Moratinos, el solterón loco que se había adosado a los dos matrimonios con la finalidad de darnos el viaje.


            Seguramente pensando en lo macho que era su marido, Mª José, desde la linde de la playa, vio cómo me alejaba a toda velocidad hacia el coto de Doñana. Se sorprendería, digo yo, de que en vez de avanzar hacia el coto, me viera ir a toda leche hacia mar abierta, pero no le daría mayor importancia dada la idiosincrasia de su cónyuge y de las ganas de agradar que siempre tuvo el mismo. 
       En éstas salieron del agua dos mozos como varales, con unas aletas bajo el brazo de las que miden casi dos metros de largo, y se situaron a su lado mirando hacia aquel punto que se perdía en lontananza. Por proximidad, Mª José oyó lo que decían:
—¡Er tío eze no zale! —expresó uno de los mozos.
—No, no zale… —vino a convenir el otro en suave aquiescencia.
Mª José, al oír aquel inquietante cruce de palabras, se acercó a los chavales y les preguntó:
—¿Cómo que no zale er tío eze?
—No zale —le dijo el primero de los gañanes—. La corriente ez muy fuerte y lo arraztra hacia dentro. Hay que eztá loco para meterze con una bajada de marea como ézta.
—¡Maere mía! —exclamó Mª José.
—¿Por qué dice maere mía, zeñora? —preguntó el que parecía más avispado de los dos mozos.
—¡Porque er tío eze ez mi marío! ¡Ez mi marío!
—¡Zeñora, no diga ezo!
—¡Zí, ez mi marío! ¡Mi marío! ¡Mi maríoooo…! —expresó Mª José al borde del síncope.
Más o menos la conversación fue en esos términos. Para darle dramatismo he puesto en boca de Mª José la pronunciación de la zona, aunque en realidad ella  no habla ni hablado nunca así, porque es castellano hablante que a lo sumo deja traslucir en su dicción ciertos modismos de la murcianía.
Pedro, mi compañero de filosofía, al quite, y al percibir el medio síncope de Mª José, se acercó presuroso:
—¿Qué pasa?
—¡Que no sale! ¡Que no sale!...
Sin dilación, comprendiendo en el acto lo que ocurría, Pedro echó a correr hacia unas barcas cercanas que dormitaban en la playa. Afortunadamente el dueño de una de ellas se encontraba en las proximidades. No fueron precisas excesivas explicaciones; pronto, el buen barquero, junto con Pedro y Manolo, se pusieron en marcha para rescatarme.
El regreso de aquella excursión fue terrible, casi que nadie me habló en el trayecto de vuelta, por lo menos de motu proprio. Ni siquiera Mª José que a mis solicitaciones respondía con monosílabos. Comimos un pescado soso en uno de los restaurantes que había junto al mar, y después por unanimidad, salvo mi voto, se decidió regresar a Ronda sin pasar previamente por Trebujena, tal como lo teníamos planteado y tanta ilusión nos hacía unas pocas horas antes. Intenté varias veces hacerme el gracioso, contar alguna anécdota pilla, soltar algún chascarrillo… y ¡mierda, qué caras de palo, pijo! Todos los regresos de alguna manera u otra son tristes y melancólicos, pero aquél lo fue de una forma especial.
Sin embargo, la juventud no es rencorosa, y a los pocos días ya estábamos preparando otra excursión antes de que acabara el curso. El affaire quedó archivado y no sé tocó más. ¿No se tocó más? Yo sí, le di muchas vueltas en mi torturada cabeza. ¿Qué tontuna me llevó a actuar como lo había hecho? Podía haberme ahogado sin ningún tipo de dudas; fue una suerte que vinieran a rescatarme. No obstante, la cosa se las traía. Ni Mª José ni mis compañeros fueron conscientes del peligro que yo corría hasta que les alertó la conversación de los chavales. Éstos, al salir del agua, podían haber cogido para sus  casas y comentar el tema de camino; pero no, se quedaron en la playa —tal vez deseosos de carnaza, no sé—, y vinieron a conversar cerca de Mª José. Podría, por otro lado, haber sucedido que Mª José no hubiera estado junto a ellos y, por consiguiente, tampoco los hubiera oído. Una vez alertados del peligro, podría ser que ninguno de mis acompañantes hubiera sido capaz de tomar una resolución, dado el azoramiento del momento. Pero Pedro era hombre de acción y de decisiones rápidas, y tiró para las barcas sin pensarlo dos veces. Sin embargo, ¿y si sólo hubieran estado las barcas, tendidas al sol? De poco hubiera valido su resuelta carrera. No obstante, allí se encontraba el dueño de una de ellas, cosa curiosa dada la hora. Y la barca estaba lista para salir… En fin, se ensamblaron las circunstancias de manera oportuna, aunque cualquier fallo en aquella cadena podría haber dado al traste con el feliz desenlace. No fue así.

¿Quién era el barquero? Lo recuerdo como un hombre de aspecto anodino y, la verdad, no tuve tiempo de darle las gracias. Al llegar a tierra, enseguida se despidió,  desapareció rápidamente. ¿No me pareció en algún momento mientras regresábamos y el motor fatigado de la barcaza luchaba contra la onerosa corriente que sus ojos desprendían cierta guasa? Tal vez sí, tal vez no…
—¡Vaya, si resulta que no son barcos! —exclamé cuando rebasamos las dos grandes boyas del estuario que señalaban la mar abierta y a la ida de mi viaje había confundido con pequeños y rápidos barcos.
Ni puto caso, no me devolvieron palabra alguna. Seguramente ya se habían puesto de acuerdo para ningunearme. El barquero también callaba y me miraba con zumba… Me da qué pensar, se me adosa una mosca a la oreja y se me dispara una pregunta: ¿podría mi ángel de la guarda haberse encarnado durante unos momentos en el amable barquero con el fin de salvarme de una muerte casi segura? Puede que sí. Sabedor de mi metedura de gamba hasta el corvejón, estimó encarnarse y tener preparada una barca para cuando fuese requerido; antes orquestó las circunstancias de tal modo que resultaran felices y llevaran a mi rescate.
Que cada cual piense lo que quiera; yo sé lo que tengo que pensar. Quede aquí referida esta anécdota para aviso de nadadores.

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                                               Jesús Cánovas Martínez© 

sábado, 16 de julio de 2016

TRAMO SÉPTIMO: ALMENDRICOS-GUADIX, ¡UNIDOS POR FERROCARRIL!

ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!
 AVISO IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix, clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que fue escrito, las que ni acepto ni comparto.   
 
Subidos en el tren del oeste


TRAMO SÉPTIMO


            ¿Ha sido un quede del taxista? No lo sabemos. El caso es que tenemos un buen trecho por delante en medio de la soledad y el sol está ya muy bajo…

            El Baúl parece cortijada, pero no podemos detenernos y cambiar apreciaciones al respecto. Siguiendo los interminables renglones de las vías nos cierra la noche en el apeadero de Gorafe. En esa difusa línea que hay entre el día y la noche, una perra de color negro, lanuda, grande, nos sale al encuentro, y nos echamos hacia atrás. Pero el animal viene en son amistoso y, a modo de saludo, nos mueve el rabo; contrasta la simpatía de la perra con lo huraño de la familia que vive en el Apeadero; son okupas por necesidad, no por capricho, y rehúyen nuestro contacto. Al vernos, un hombre con gorra y pantalón negro de pana se mete en el interior del edificio. Sobran palabras cuando hablan los gestos. También es una señal para la perra: nos deja y  se va detrás de su amo. Entre unas cuerdas tendidas se cimbrea la ropa, suponemos que de la familia, levemente agitada por una ligera brisa.

            Desde el apeadero de Gorafe, con el fin de hacer noche en sitio civilizado, nos desviamos hacia la nacional 342. Cerrada ya la noche y el cielo cuajado de estrellas llegamos a un bar de carretera; preguntamos si tienen habitaciones, pero nos dicen que allí no hay donde dormir. Pasada la quebrada de Gor, al otro lado, nos explican, hay un hostal donde podremos pernoctar. Dista unos dos kilómetros, pero no en recto; primero hay que bajar, y después, ¡ay!, subir un buen trecho. Los pies nos chillan, porque hemos sido tan listos que durante los días anteriores anduvimos por encima de las traviesas, pisando piedras... Se impone utilizar el ingenio en la medida de lo posible. Preguntamos a unos hombres que conversan en la barra si alguno de ellos va en dirección Guadix. Son jornaleros que regresan a casa después de una dura jornada de trabajo, y el conductor del furgón en el que viajan nos dice que sólo puede llevar a uno de nosotros. Le cedemos el puesto a Pedro, el más castigado de los tres, y monta con alegría en aquel atalaje. Lorenzo y el servidor —no nos queda otra— enfilamos la carretera; a estas alturas de la película qué más da kilometro más o menos.
           
En otras ocasiones, el servidor había pasado por allí; Gor es un nombre que posee resonancias bíblicas, no sé por qué, a mí me lo parece. Y si tal nombre tiene magia, la inmensa hondonada a la que da nombre también. Una pena que sea de noche… Aun así, apreciamos la herida inmensa de tan portentoso cañón, sus efluvios magnéticos.
 
Foto de 1906 tomada por el ingeniero Gustavo Gillman. Se están llevando a cabo trabajos de reconstrucción del puente de Gor, también conocido como Puente Grande.
            A la mañana siguiente, con la fresca, antes de la salida del sol, después de haber dormido de un tirón y repuestos, enfilamos hacia la estación de Gor, desde donde nos disponemos a darle un digno remate a nuestra aventura. Hemos hecho cuatro noches en el camino y, éste que corre, pensamos, será nuestro quinto día de marcha, y último, si todo va bien; con las “trampas” realizadas hemos acortado una jornada. Nos apena sobremanera no haber cruzado el inmenso puente ferroviario, obra maestra de la ingeniería de principios del siglo XX, sobre el cañón de Gor. Pero no queremos volver hacia atrás, sino ir hacia adelante. Tal pesar quedará añadido a la frustración de no haber atravesado el túnel de El Baúl. Quizá en otra ocasión...

            A media mañana llegamos a Hernán-Valle, pero... ¿dónde está la estación? Sencillamente no existe. Un montón de piedras y escombros sustituye lo que otrora era una estructura arquitectónica habitable. En toda la línea férrea ésta es la única estación que ha sido totalmente demolida, un aplauso por tanto: ya se insinúa el progreso. Pedimos explicaciones a un lugareño, y nos remite a una que muy poco nos convence. “Se había convertido en un foco de infección”, eso nos dice el buen hombre.

            Sí, reflexionamos, debemos hacer algo antes de que el resto de las estaciones siga el ejemplo de esta primicia, lo cual quizá pudiera ocurrir y no en un tiempo demasiado lejano… pero, aparte de la marcha, ¿qué más? Lo ocurrido con las instalaciones de Hernán-Valle, nos parece un auténtico adelanto del futuro, y al avanzar un poco esa sensación queda confirmada: de repente desaparecen los raíles que marcan nuestra ruta sepultados por las obras de lo que será una futura autovía.

            Pero seguimos adelante. A mediodía tomamos un bocado a resguardo de una ponteta. Y, después de comer, a la vías de nuevo, ya en presentimiento de Guadix de forma inminente... Cruzamos un enorme puente de hierro y los paralelos raíles se doblan en una curva que busca la depresión accitana.

            Nos sorprenden formaciones imposibles de una tierra roja y arcillosa, parecen esculturas realizadas en remotos tiempos quizá por una raza de hombres que ya ha sido olvidada. Han perdurado durante siglos, pero lo que fueron formas nítidas, ahora se desmoronan por la acción corrosiva del viento y del agua.
 
Con un arcón de Vía y Obras
            Descubrimos un viejo arcón de Vía y Obras al borde de la línea, y para dar una nota de tipismo, nos hallamos de bruces con una comuna de hippies o medio hippies o algo parecido que viven en las cuevas aledañas. Por supuesto, nos detenemos a charlar con ellos; han abandonado el mundo y buscan el contacto con la naturaleza primigenia. Son jóvenes como nosotros, hombres y mujeres que irradian alegría de vivir; unos niños corretean por allí.

            Luego del encuentro con la feliz comuna, cuando comenzamos a sentirnos veteranos de marcha y reivindicación, finiquita de pronto nuestro viaje. Al cabo de una curva, aparece la estación de Guadix.

No, no tenemos un recibimiento a bombo y platillo... Enfilamos, abierta la pancarta, la recta hacia la estación y en un silencio solemne nos adentramos hasta las dependencias. El factor, el jefe de estación, los cuatro viejos ferroviarios que a última hora de la tarde componen la tertulia en el viejo andén, nos miran estupefactos. ¿Sabían que llegábamos? ¿Esperaban un grupo más numeroso y, al encontrarse con tres desgraciados con pinta de derrotados, se sorprenden? El que escribe esto no quiere pensar en las ideas que seguramente cundían por sus cabezas, e intuye que sus otros dos compañeros tampoco lo deseaban. No meneallo, es mejor. Sin embargo nos reciben con afecto, y aún nos hacemos unas fotos con ellos. Como especie de agasajo o premio por la hazaña, pasan, amables, a mostrarnos el viejo tren del oeste, el de los spaghetti westerns, situado en una vía muerta tal un viejo barco varado en un antiguo muelle. Y allí que nos vemos, subiendo y bajando a la vieja máquina de vapor. Pienso con orgullo que esa misma máquina mi padre la condujo como un extra necesario en más de una ocasión por Huaneja-Dólar antes de que los pistoleros asaltaran el tren. Con la nevada cumbre del Veleta al fondo, nuevos pistoleros nosotros, pisamos las viejas tablas del vagón que tantas veces habían pisado el Clint Eastwood, el Lee Van Cleef, el Charles Bronson, el Henry Fonda, el Yul Bryner...
 
En el tren de los pistoleros
            Después de innumerables días de marcha —pocos, en el calendario; muchos, en la dimensión interior del tiempo—, lo que apetece es una ducha caliente.

                                                                                  (continuará...)

                                                          
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