EL
DÍA QUE NACÍ YO
ANA
MARÍA ALCARAZ ROCA
EDITORIAL
MURCIALIBRO
Ana María Alcaraz Roca
Con la impecable factura de la Editorial MurciaLibro se publica El día que nací yo de Ana María Alcaraz
Roca, una biografía novelada de Enrique Piñana Segado, maestro durante la
República, represaliado después de la Guerra Civil y habilitado en su profesión
pasados muchos años de aquel, tristemente, desastre social.
«La historia vital de cualquier persona
merece ser preservada para que alcance la dimensión más amada por el ser
humano: la inmortalidad», nos dice la autora como primera frase del libro en el
pequeño Introito con que abre los
cortinajes de la narración. El Tiempo es quien habla y Ana María Alcaraz, en
este caso, hace las veces de su paladín. El Tiempo es el río cuyas aguas nunca
son las mismas, él hace y deshace, y en el caso de los seres humanos atiende a
sus nacimientos y sus muertes; es él quien abre los ciclos vitales y quien los
cierra, sabedor de que siempre la Muerte, al final, tendrá su última palabra. Y
es que, acontecido su nacimiento, el ser humano sabe, o debería saber, que el
acto más importante que le quedará por realizar será el de su propia muerte.
Por eso la Muerte se erige como dadora de sentido, tal y como señala Ferrater
Mora, muy en la órbita heideggeriana, en El
Hombre y la Muerte: con su muerte la vida de un hombre se ilumina, pues
todos los actos que este en vida haya realizado remiten y concluyen en ella.
Ante tan drástico hecho, impotente posición es en la que quedamos los seres
humanos, inermes ante nuestro trágico destino. ¿Trágico? No del todo; para un
creyente la muerte es un puente hacia otra dimensión; para un agnóstico, ante
la incertidumbre, o, para un ateo, ante la amenaza de la anhilación, la Muerte puede
ser conjurada (por lo menos, de algún modo) por un libro: un libro que recoja o
refleje su vida, porque lo que resulta cierto, y debido a lo cual se pueden
rebatir los existencialismos demasiado pedestres, es que antes de morir
vivimos. Y esto es lo que hace Ana María Alcaraz, conjurar la Muerte exponiendo
una vida, la de Enrique Piñana.Portada de El día que nací yo
Ya que nos enfrentamos a una biografía
novelada, el tema del libro como remedo de la inmortalidad no solo resulta interesante
sino muy pertinente. Tanto Ana María Alcaraz como José Sánchez Conesa, cronista
de la ciudad de Cartagena, copresentadores junto con Belén Piñana, nieta de Enrique Piñana y profesora
de Literatura, incidieron sobre el particular durante la presentación de la
novela. José Sánchez Conesa, tomando como referencia al recientemente fallecido
Paul Auster, señaló que el género biográfico, en el fondo, significaba la
redención de la vida. La vida de cualquier ser humano, con sus luces y sombras,
su brillo social o su paso anónimo entre las gentes, podrá ser tragada por el
olvido, pero quedará su constancia en un libro, quizá el Libro, y, por tanto,
si no la eternidad ansiada, alcanzará la permanencia procurada. En no pocas
páginas el maestro americano se hace eco de esta idea (véase, por ejemplo, de
forma dramática en El libro de las
ilusiones, o, de manera no exenta de cierta negra comicidad, en Invisible). En sentido propio, ninguna
vida es un camino hacia la disolución y el olvido, pues el sentido de cualquier
vida no se encuentra en ella, sino, por la dimensión histórica y social que
enmarca su devenir, fuera de ella, y se podría decir, por su dimensión
trascendente, fuera del mismo Tiempo que la presidió. Tan interesante tema me
recuerda a Unamuno, a quien no le daba la gana morirse y recomendaba fervientemente
que cada ser humano compusiera con su vida una novela, o nívola, según él entendía.
Y es que, tal y como recomendaba Unamuno,
esto es lo que hacemos con mejor o peor tino, de manera más acertada o menos,
lo queramos o no, lo sepamos o no: novelar nuestra propia vida al construirla
con nuestras decisiones y actos. Ahora bien, para que haya constancia de la
misma, y para que la memoria la fije, se debe poner por escrito. Hay quien, en
un momento dado escribe su autobiografía, y lo hace bellamente, rescatando
recuerdos, reflexionando sobre ellos y contextualizándolos, hasta el punto de
que se convierte en un testimonio de época, tal y como hizo Chateubriand en Las memorias de ultratumba; otros, sin
embargo, tendrán la suerte de contar con un
hagiográfo para tal rescate, como fue el caso de Alejandro con Quinto
Curcio Rufo. Enrique Piñana Segado, casi cincuenta años después de su muerte
física, la ha tenido con Ana María Alcaraz Roca, quien ha contado para esta
labor, a parte de su particular investigación, con los imprescindibles
recuerdos de la hija de Enrique, Manuela, y con los materiales y documentos
custodiados por su nieta, Belén.
¿Cuánto sufrimiento puede soportar un ser
humano sin quebrarse o morir? ¿Cuál es la medida de su resiliencia? Recién concluida
la lectura de El día que nací yo,
removidos los fondos de mis emociones, le puse un wassap a la autora para
decirle que me había dejado un regusto muy amargo. Todo el sufrimiento de una
generación clamaba desde sus páginas, porque independientemente del lado o la
zona a que el destino o las circunstancias les hicieran pertenecer durante la
Guerra Civil Española, la inmensa mayoría de sus componentes fueron inocentes
y, en parecida medida les acometieron el sufrimiento, el miedo, el hambre y la
absoluta precariedad. A esta generación rota que vivió el horror de la guerra y
la consiguiente posguerra perteneció Enrique Piñana, a quien las circunstancias
hostiles marcaron de forma onerosa por su gravedad. Debió de nacer un fatal día
en que los astros estaban nublados y por el firmamento se deslizaba una mala
luna. Así lo cantaba Imperio Argentina:
El día
que nací yo
Qué
planeta reinaría.
Por
donde quiera que voy
Qué
mala estrella me guía.
Nacido en el barrio de la Concepción de
Cartagena, huérfano de un Capitán de Infantería de Marina y el mayor de cuatro
hermanos, Enrique pronto ingresó en el Colegio de Huérfanos de Guerra de
Guadalajara donde recibió una sólida formación que en el futuro le capacitaría
para desempeñar la profesión de maestro, y donde poco a poco fue desarrollando
una vocación paralela convertida pronto en pasión: la de poeta.
Enrique Piñana fue un maestro-poeta como sus propios correligionarios lo llamarían a sus
espaldas. Hombre de principios, de trato respetuoso, católico practicante, de
gran moralidad, su bonhomía pronto le llevó a remediar, en la medida de sus
posibilidades, las carencias que tenían sus alumnos. Ahora bien, ser maestro y
ser poeta, en los tiempos que corrían era un binomio explosivo.
Después de unos años de interinaje, obtuvo
plaza en Vertientes, pedanía de Cúllar, en el altiplano granadino, en el fatal
año de 1936, durante el cual la guerra mostraría su faz de despropósitos. Enrique,
para conjurar sospechas y mantenerse al margen de las embestidas de la
maquinaria asesina que operaba detrás de las trincheras, se afilió al Partido
Socialista y a su sindicato afín, la U.G.T., en su sección de Trabajadores de
la Enseñanza, y como especial salvoconducto se valió de la poesía. Sin embargo,
ocurría que en Vertientes el Frente Popular solo había conseguido cuatro votos,
mientras que en Cúllar había ganado por holgada mayoría; tal circunstancia
provocó el recelo de los socialistas de Cúllar quienes veían en Vertientes un
nido de fachas. Este recelo cuajó en problemas de abastecimiento de víveres
para los habitantes de la pedanía y en molestas incursiones de milicianos a la
caza de gentes de derecha. Bien titula Ana María Alcaraz el capítulo donde
habla de estas tropelías Caminando al
borde del precipicio, pues Enrique Piñana fue puesto a prueba por el
destino y como un funámbulo tuvo que caminar por encima de un abismo. Para
salir al paso a los problemas de abastecimiento se fundó en Vertientes la
Sociedad de los Trabajadores de la Tierra y Enrique ocupó el cargo de secretario-contador
(no podía ser de otro modo debido al analfabetismo reinante), Asociación que
fue un refugio para muchos ya que sus integrantes se juramentaron para no
divulgar la ideología política de ninguno de ellos. Aun así como la Delegación
Municipal de Abastos de Cúllar les negaba reiteradamente la cuota de alimentos
preceptiva, los de Vertientes tuvieron que constituir una Cooperativa para el
Consumo, con la que aliviar su precaria situación. Por otro lado, con estas
iniciativas, en Vertientes no hubo saqueos de haciendas (salvo la del Cortijo
Vigueras por parte de los de Cúllar que Enrique no logró evitar y en el cual no
se involucró) y se consiguió algo todavía más importante: evitar los terribles paseos que los milicianos llevaban por
su cuenta burlando el poder central. En Vertientes no hubo muertos en las
cunetas, e incluso Enrique Piñana, jugándose el tipo, escondió en su casa al
sacerdote y al jefe de Falange al abrigo de los que venían a matarlos.
Tiempos duros los de la guerra en que Enrique
no fue al frente debido a su miopía; aunque, después de guerra, le acechaba un largo periplo de miseria y desdichas,
de una dureza aún mayor que la anterior. Maestro, poeta (publicados algunos
poemas comprometedores) y perteneciente al bando perdedor: no pintaban buenas
cartas para nuestro protagonista. Como medida cautelar se le suspendió de
empleo y sueldo y enseguida se le montó un doble proceso: un Sumarísimo Consejo
de Guerra en Cartagena por “auxilio a la rebelión” y, de forma paralela a este,
fue enjuiciado por la Comisión Depuradora del Magisterio Primario de Granada
por “dejación de funciones”, a los que tuvo que hacer frente con no poco valor,
sacando agallas y fuerzas casi de la nada, porque las calumnias y las
difamaciones, las acusaciones en falso, las distorsiones de su actuación
llegaron hasta de aquellos que Enrique consideraba seguros avales (“delatar a
un rojo suponía ponerse a resguardo de posibles represalias”, señala la autora).
Leída la novela El día que nací yo, la idea que me hago de Enrique Piñana Segado es
la de un hombre bueno a quien el destino dio muy malas cartas para jugar la
partida de la vida. Durante la guerra toreó el toro del horror y, terminada
esta, toreó el toro de la ciega represión. Con una inquebrantable voluntad, una
esperanza puesta en la verdad y la justicia, arropado tan solo con su
honorabilidad se defendió de las falsas acusaciones. Pasados los años se le
reconoció su inocencia y se le restituyó en el puesto de maestro (aunque con la
cláusula de que no poder ostentar cargos directivos). No le hacía falta si de
dinero hablamos, en Cartagena había abierto la Academia Piñana que le reportaba muchos más beneficios que el
precario sueldo de maestro; por el contrario, sí resultó importante en cuanto
restitución de su honor. Por el camino había dejado a su primera mujer, Rosario
(muerta de tisis en 1942), y muchas ilusiones.
Ana María Alcaraz con el autor de la reseña
Para terminar esta reseña diré que Ana María
Alcaraz ha tenido muy buen criterio al salpicar las páginas de El día que nací yo con poemas de Enrique
Piñana (de hecho, tal recopilación supone una extensa antología de sus poemas y
nos da la medida del hombre con más profundidad). Por otro lado, ha reproducido
los documentos con los cargos que se le imputaron en los dos procesos que tuvo
que afrontar y la consiguiente defensa que hizo de sí mismo.
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Jesús
Cánovas Martínez©
Filósofo
y poeta
Ad
astra per aspera