sábado, 22 de junio de 2019

1314. LA VENGANZA DEL TEMPLARIO


1314. LA VENGANZA DEL TEMPLARIO.
FRANCISCO JAVIER ILLÁN VIVAS
M.A.R. EDITOR, 2019


Un conocimiento histórico riguroso y una prosa ágil y plástica, confieren a 1314. La venganza del templario, última novela dada a la luz por Francisco Javier Illán Vivas, la amenidad y la verosimilitud necesarias para que el lector disfrute de la lectura a la par que pueda entrar con segura mano en un tema tan escabroso y lleno de enigmas como la condena y consiguiente desaparición de la orden del Temple.
Estamos a inicios del siglo XIV, una época especialmente convulsa por la que pasa la cristiandad. La orden del Temple ya había perdido la custodia de los lugares santos (pérdida de Acre, último baluarte Templario, en 1291, donde murió en heroica defensa el Gran Maestre Guillaume de Beaujeau) y en 1302 se retira definitivamente a sus cuarteles de París. Son muchos los que la cuestionan y traman leyendas sobre la misma, y no pocos los que piensan que tal vez haya sido dejada de la mano de Dios; a esta sensación hay que añadir la cantidad de tesoros y posesiones de los que es poseedora. Estas circunstancias constituyen un campo abonado para que ciertos personajes con poder y sin escrúpulos entren en acción, la gran mayoría títeres del rey Capeto, monarca de Francia en aquel momento, que pasará a la historia como Felipe IV El Bello, y al que se le imputa la dudosa gloria de dar el golpe mortal a los Templarios.
La intriga se urde en las sombras. Felipe IV ha dado órdenes precisas para que durante la noche del 12 al 13 de octubre de 1307, viernes para más señas, sean capturados los caballeros del temple y requisados sus bienes en toda Francia (Parece que esa fatídica noche fueron apresados, junto con Jacobo de Molay, casi 3.000 caballeros sin resistencia alguna, de los cuales solo doce lograron escapar a la redada.) Comienza, de este modo, un largo calvario para los componentes de la Orden, que terminará siete años más tarde cuando su vigésimo tercero y último gran Maestre, Jacobo de Molay, junto con Godofredo de Charnay, maestre de Normandía, sean quemados vivos el 19 de marzo de 1314 en la isla de los judíos frente a la catedral de Nôtre Dame.

Hay que retrotraerse en el tiempo para intentar comprender la génesis de tan magno acontecimiento. A casi un siglo después del papado de Inocencio III, momento en que culmina el teocratismo medieval, en el seno del catolicismo se producen fuertes disensiones; la razón es porque, quebrado el sistema feudal, los reyes reclaman no solo una autonomía con respecto al poder papal, sino una efectiva toma de decisiones en lo que se refiere a los asuntos eclesiales. En lo que se refiere a Francia, Felipe IV El Bello es el rey que consolida definitivamente la monarquía en este país; pero se enfrentará para ello a un papa temible, de los que precisamente no han dejado alto el solio de Pedro, Bonifacio VIII, y, tras la muerte de este, en 1303, será quien nombre a unos papas satélites del trono de Francia, Bonifacio IX, y para lo que a nuestra historia concierne, Clemente V (1305-1314), auténtica marioneta en manos del rey Capeto. Este papa será quien traslade la sede papal de Roma a Avignon en 1307, propiciando así el futuro cisma, y quien, con sus sucesivas bulas (entre las que cobran especial importancia la Pastoralis praeminentiae, de 1307, como la Vox in excelso de 1312 —ambas reproducidas en la novela—), ayude al monarca a suprimir y confiscar los bienes de la Orden del Temple, bajo las graves acusaciones de “herejía, idolatría, brujería, sodomía y toda clase de blasfemias contra la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.”
Los templarios eran incómodos para el rey francés. Para empezar, constituían un reino dentro de su reino ya que en sus ordenanzas se estipulaba que solo debían obediencia al Papa; a esta merma considerable del poder real sobre la Orden, se añadía la cantidad de préstamos monetarios que el monarca había solicitado a la misma y era renuente a devolver. Endeudado hasta las cejas, el colmo fue cuando, con motivo de las nupcias de su hija con el futuro rey de Inglaterra, Eduardo II, el monarca francés solicitó un nuevo préstamo a la Orden y este le fue denegado. Quizá fue ese el detonante por el cual los Templarios pasaron a ser sus acérrimos enemigos: si Felipe IV elimina a la Orden, deja de pagar las deudas; más aún, puede echar mano a los ingentes tesoros y posesiones que posee la misma. Personajes moralmente lisiados como Guillermo Imbert, hermano dominico confesor del rey y Gran Inquisidor del Reino, el jurisconsulto Guillermo de Plaisians, el canciller del reino Guillermo de Nogaret (un personaje más que inquietante por varias razones), amén de Beltrán de Got, el nombrado Clemente V, le ayudarán en tales propósitos.

 Delimitado el marco histórico de la trama, la novela se centra en un personaje: un templario, cuyo nombre solo se nos revelará al final, ajeno a lo que está ocurriendo en Francia. El autor deja traslucir que es de origen aragonés y que debemos suponer que ostenta un alto rango en la Orden, pues el mismísimo Jacobo de Molay le ha encomendado una misión especial antes de sufrir la celada que le llevará a la hoguera. Apoyado en el conocimiento secreto que posee, el Gran Maestre ha descifrado en los textos sagrados, en especial en el Génesis y el Apocalipsis, que es llegado el tiempo de la recolección de determinado fruto. Parte el templario a tierras lejanas con tal misión, la recolección de dicho fruto, grabada entre ceja y ceja, y pasará por aventuras que no a todo mortal le están reservadas, ni todo mortal las coronaría con éxito. Pero el templario es alguien, valga la redundancia, con temple: un freile guerrero, diestro con la espada y cuya fe es inquebrantable. No en vano es denominado como sha nagba imuro, aquel que vio el abismo.
Regresa el templario a Francia tras siete fatigosos años de pericias con el objeto de su búsqueda a buen seguro dentro de su crumena. Sin embargo, se encuentra con un escenario que es de todo menos idílico para la Orden del Temple, cuyos caballeros o han huido de Francia, o han muerto, o se hallan prisioneros y sometidos a torturas. El Gran Maestre, Jacobo de Molay, a quien debe entregar el fruto recolectado para coronar con éxito su misión, al igual que otros grandes dignatarios de la Orden, se encuentra prisionero y sometido casi a diario a torturas insufribles. Ha confesado los cargos que se le imputan, pero también se ha retractado de ellos; la fortaleza del anciano está continuamente puesta a prueba por el odioso Guillermo de Imbert, el Inquisidor General del Reino. Felipe IV no se conforma con finiquitar la orden, quiere algo más; sabe de la misión de ese anónimo templario y a toda costa quiere sonsacar al Gran Maestre su paradero. Necesita ese fruto traído de lejanas tierras para afianzar algo más que su poder.

El templario decide rescatar a Jacobo de Molay y tomar venganza de los agravios inferidos a la Orden. En esta nueva misión se encontrará con dos benefactores inesperados, sin la ayuda de los cuales le sería imposible llevarla a feliz término. Aparecen así en escena la condesa D´Artois y Francisco de Beaujeau. La imponente condesa D´Artois, tanto por su belleza como por la fortaleza de su temperamento, representa a una auténtica Mata Hari de la época que jugará un papel fundamental en la trama de la novela, e introducirá al lector en un erotismo medieval no apto para almas cándidas. Francisco de Beaujeau, heredero de un antiguo linaje, pues es sobrino del que fuera Gran Maestre Guillermo de Beaujeau, se constituye, por expresa voluntad de Jacobo de Molay, en el depositario de las reliquias y tesoros del Temple, y cuya misión, casi imposible, será la de reconstruir la Orden en el exilio.
Fracasa el templario en el intento de rescatar a Jacobo de Molay, pero no en la venganza. Antes de la incineración del Gran Maestre, ya ha dado buena cuenta tanto de Guillermo de Nogaret, como de Guillermo de Plaisians; tras la muerte del Gran Maestre, llevará a cumplimiento la maldición que desde las llamas de la hoguera este ha lanzado contra los dos grandes artífices de la destrucción de la Orden: el papa Clemente V y el rey Felipe IV.
El autor, Francisco Javier Illán Vivas, hábilmente enhebra las peripecias del templario con los hechos históricos, en un oportuno ensamble entre lo que Unamuno distinguía como historia e intrahistoria. Nada, pues, rechina en la trama, a pesar incluso de los elementos fantásticos que en ella acontecen, pues el lector los percibe como naturales, acordes con los mitos medievales o con las leyendas que desde antiguo envolvieron a la Orden. A esto hay que añadir una forma de composición, a mí manera de ver, bastante afortunada. El autor va ofreciendo los sucesivos episodios por los que discurre la trama a modo de las teselas de un mosaico; le corresponde al lector ir encajándolas para que al final revelen su sentido de conjunto.

Añado, como coda, que 1314. La venganza del templario, obtuvo el Accésit del VI Premio Alexandre Dumas de Novela Histórica.

                                   Jesús Cánovas Martínez©
                                   Ad astra per aspera

viernes, 5 de abril de 2019

LA CARA OCULTA DE LA LUNA



LA CARA OCULTA DE LA LUNA

Ana María Alcaraz Roca
Editorial Pluma Verde, 2019



El mundo de la infancia es lunar y, como tal, está construido por la magia, esto es, por unos esquemas de pensamiento que son alógicos, tremendamente simbólicos y que significan el mundo como una totalidad donde cualquier cosa es posible, pues en él se hace efectiva la interrelación entre lo imaginario y lo real; la voluntad del niño se evade de la causalidad de hierro que concatena los acontecimientos y crea posibilidades de sentido, propugna hechos, conexiones y convicciones, que, si inverosímiles para el adulto, no se evaden a las íntimas convicciones del infante. Hay en esta actitud una desmedida integridad: el niño es inocente, y, por inocente, es puro. Sin embargo, tal inocencia pronto se verá defraudada por el engaño.

La luna efunde una luz prestada, por eso, tal luz es fantasmagórica y equívoca; ilumina el mundo, pero en ese mundo se agazapan no pocas añagazas entre las difusas sombras. La inocencia del niño le protege de determinados males, le amortigua la crudeza con que tantas veces se muestra la vida, pero tal protección, conforme deambula por paisajes muchas veces inhóspitos paulatinamente va desmoronándose. El niño comienza a exigir respuestas claras a sus demandas, quiere aventar las sombras y las dudas que poco a poco le van habitando y terminan por confundirle. Las cosas no eran como él pensaba, máxime si el adulto las disfraza con una verdad impostada. La luna muestra una faz, pero tal faz es engañosa; posee otra cara, y en el niño crece tal certeza: posee la luna una cara oculta que no muestra nunca. El niño entonces, al percibir tal impostura, siente perplejidad.

Una niña, Ana María Alcaraz Roca, nos abre su alma y nos cuenta sus vivencias, que no por suyas dejan de ser paradigmáticas. Nos habla del paso de ese mundo lunar de resonancias mágicas, a otro mundo, el solar, donde los objetos o vivencias vienen definidos por contornos precisos, rotundos. En los poemas que componen La cara oculta de la luna aparecerá esa tensión entre lo engañoso y lo real, entre la magia que cubre y encubre la infancia y la objetividad del mundo del adulto, entre lo imaginario o alógico y lo causal, entre lo simbólico y lo conceptual. Por eso muchos poemas parten de la vivencia de un hecho por parte de Ana María niña y se deslizan hasta alcanzar la forma conclusiva de una desvelación, cuando el engaño haya sido puesto de manifiesto ante la nueva mirada de Ana María adulta.

No se hurta la ternura en tal proceso, ni la mirada condescendiente, ni a veces la sutil ironía. Ana María gasta amabilidad ante los adultos engañosos, nunca reproche; al fin y al cabo los adultos también tienen sus prisiones y no pocas veces estas prisiones aluden a una precariedad material. En este sentido, me gusta especialmente el poema que lleva por título La Muñeca, en cuyo inicio ya se nos advierte: Eran aquellos años pródigos/en penurias e infortunios. Tal muñeca, que encanta a la niña, aparece una mañana de Reyes, pero, dotada de la magia de los objetos, entrado el verano va desaparece… Tal vez el “Tío del Saco”/se la hubiese llevado a su guarida… Lo curioso resulta cuando un nuevo seis de enero vuelve a aparecer, aunque con un vestido diferente.

Temerosa, la niña se entera de que los tres enemigos del hombre son el demonio, el mundo y la carne, por tal razón, y para no pecar, se negará a comer carne en lo sucesivo. El aljibe que diligentemente limpia el abuelo, esconderá un extraño y blanquinoso monstruo; a un viejo molino destartalado, al contemplar sus rotas alas desflecadas,/desterradas de los besos insomnes de la luna, le insuflará el alma en su día deshabitada. Un cofre, cargado de años y recuerdos, con los tesoros que transitan de generación en generación, donde la abuela guarda las sábanas bordadas con esmero/a punto de festón o con vainicas/que consumieron muchas de sus horas/ante la luz caduca de un quinqué, le hace evocar  esa antiguas manos como ramas de un almendro, la presencia adherida a los enigmas que custodia. Un cofre, unas fotografías, unas conchas, misterios que evocan la persistencia de los objetos frente al paso efímero de la existencia humana. Ellos, los objetos, quedan; los ancestros, lo que fue, permanecen en cuanto huellas de la dulce nostalgia del recuerdo que los evoca desde el tiempo de la niñez tan definitivamente ido.


Muchos son los poemas que pivotan entre un determinado engaño que albergaba la infancia y, tras la anécdota relatada, concluyen con un rapto de racionalidad y una moraleja que supone casi una advertencia para futuros navegantes; porque los espejismos de la luna, en última instancia, pese a lo que un observador poco avisado pudiera pensar, terminan por fraguar en Ana María un carácter rebelde y tremendamente asertivo. Es la sana reacción ante tantas absurdas líneas Maginot, ineficientes en sí mismas, tal y como lo fue la original, que intentan delimitar lo posible de lo imposible, el espejismo dado como veraz de la realidad entendida como ilusoria, y en el fondo no suponen sino un límite a la propia libertad y al ser. Muy ilustrativo me parece el poema que lleva por título La Raya Azul. La autora concluye de este modo dicho poema:

Por eso ahora,
con la irreverencia que me han prestado
los muchos años consumidos,
no hay rayas azules que no traspase
y, ay, del que ose siquiera dibujarlas.

Dentro de la complejidad del poemario, el cual me llevaría tiempo deslindarlo, quiero subrayar tan solo, como bien corresponde a una reseña, otra línea de sentido que me parece importantísima. No es sino el enfrentamiento de la autora con la muerte (tema este, por otra parte, que traspasa la totalidad de su obra escrita); muerte que, desde el mismo inicio de La cara oculta de la luna está agazapada entre sus páginas y se mostrará de manera más o menos patente, algo que no resulta extraño si pensamos que la evocación forma parte de la sustancia del poemario. La luna es la pálida del cielo, y su luz fría es trasunto de la muerte y de los muertos. El poemario se enmarca entre dos citas significativas: en su inicio, la de García Lorca, que nos muestra el rapto que hace la luna de un niño, al que lleva de la mano por los cielos, y, antes del magnífico poema Velas con que termina, otra de Kavafis; en medio, una sucesión de motivos a modo de tablillas que evocan el remoto pasado desaparecido en los esteros del tiempo, polvo apenas del recuerdo en los ojos de una niña.

Son tremendos los poemas Misina, La muerte de mi abuela, Dudas (por este orden). En ellos la certeza de la muerte avanza, desde su primer e inopinado contacto con la niña, al llevarse desesperanzadamente a su primera amiga de pelaje blanco y negro, hasta el duelo y dolor que le producirá la extinción de los abuelos: en primer lugar, la de la abuela, acuciada por el dolor insoportable de una terrible enfermedad; en segundo, la del abuelo, querido y casi idolatrado por la niña, cuyo presagio tomará la forma, silenciosa y dramática, de una personificación. Cito el final de Misina:

Recuerdo con dolor
el amado tacto de mi amiga
que adquiría la yerta textura de las aguas.
Velé, entre caricias, su agonía,
arena y lágrimas.
El cielo de febrero, bondadoso,
colocó todo su azul
en la vidriosa geografía
de sus pupilas asombradas
y en las mías todo el espanto
de la contemplación primera
de la terrible cara de la muerte.

La luna tiene una faz oculta, y esta no siempre es amable… Aun así, la única patria que tenemos es la infancia, pues para responder a lo que ahora somos irremediablemente debemos preguntarle y encarar un diálogo con ella. Esto lo sabe muy bien Ana María Alcaraz Roca. Quizá sea esta la razón por la cual el poemario, al contemplar o vivenciar los de la autora, no solo remueve en el lector adulto emotivos recuerdos, sino que adquiere un trasfondo metafísico de inquisición y búsqueda del sentido de la propia vida. Impresiona de estas evocaciones que todas ellas, por su carga de significado, son dignas de una segunda memoria, de tal forma que suponen puentes tendidos entre cualquier lector-contemplador y Ana María. Y aquí lo dejo.


Resalto, por último, la dedicatoria de La cara oculta de la luna. Ana María dedica el poemario a un ser muy querido y muy pequeño todavía, a un ser con una gran promesa de futuro: me refiero a Ariadne, su primera y, hasta la fecha, única nieta.  Veo en este gesto un evidente guiño. Otra infancia, nueva y por consumir, recibirá un precioso legado como un ariete contra el olvido y contra la muerte, cargado de la experiencia, y de la consiguiente sabiduría, de una abuela que ha vivido.

                                   Jesús Cánovas Martínez©
                                   Filósofo y poeta.
                                   Ad astra per aspera.



domingo, 24 de marzo de 2019

FUERA DEL CALDERO DEL DIABLO


FUERA DEL CALDERO DEL DIABLO
(UN VIAJE DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ)
JOHN RAMÍREZ
HEAVEN AND EARTH



     Cuando una familia emigra de Puerto Rico a Estados Unidos quizá no encuentre la prosperidad y el bienestar que buscaba. Puede ser que su destino sea un barrio marginal de una gran ciudad donde la vida de sus miembros se convertirá literalmente en un infierno. Y esto mismo es lo que nos relata John Ramírez en Fuera del Caldero del Diablo, obra escrita en un estilo directo pero altamente sugestivo. Porque John Ramírez, hijo de emigrantes puertorriqueños, no solo nos contará la dureza de la vida en el Bronx, sino que añadirá algo inquietante: su trato con la Santería, el Espiritismo, y, finalmente, con el Palo Mayombe, la práctica más perniciosa de una mal llamada religión.
     Un padre adorador del diablo que se desentiende de su mujer y sus cuatro hijos; al poco dinero que aporta a la familia suma sus grandes ausencias, ya que está ocupado en cortejar mujeres y beber de bar en bar. La familia apenas subsiste con ayudas sociales, pero pasan hambre y frío, puesto que carecen de lo más elemental para sobrevivir, y cuando el padre aparece hay tunda para la mujer y los hijos. John es el mayor de los cuatro hermanos y pronto desarrollará un odio cerval contra el padre, por eso se alegrará cuando a este le vuelen la cabeza de un disparo a la salida de un bar.
       Es lo que hay en el Bronx: dureza, drogas, impiedad. Y tanto es así que una diversión de los vecinos consiste en contemplar desde las ventanas de sus pisos como las bandas rivales pelean entre sí y se ajustan las cuentas; después de estas peleas algunos no se levantarán del suelo. Los asesinatos están a la orden del día y suceden en plena calle; la policía apenas interviene, y cuando lo hace, es de manera meramente protocolaria.
        Una tía de John, hermana de su padre, lo inicia en la Santería a la edad de diez años. Descubre John un submundo en el que están implicados individuos de la más diversa índole y extracción social: abogados, jueces, policías, comerciantes, periodistas, políticos… Aun con miedo, John queda fascinado por las posibilidades que le ofrece la Santería. Con los años irá ganando poder y estatus; el precio, vender su alma a Satanás (a quién llamará papá) y convertirse en su servidor.
      Guiado por brujos de alto rango, comienza a conocer John ese mundo de los espíritus malignos, sus nombres y las funciones que cumplen. Conoce los principados que gobiernan las diversas regiones de la tierra y los diversos espíritus que causan daño de múltiples maneras. Por medio de la intermediación de determinados rituales de magia roja y negra, fundamentalmente, aprende a operar en el mundo intermedio para causar daño en el mundo material. Trabaja por encargo y por dinero, y no rehúye realizar maleficios de muerte. Conforme crece su prestigio y su poder, crece su odio; odio que dirige fundamentalmente contra los cristianos. En este sentido, cuenta cómo llega a realizar gratis maleficios de muerte contra estos, aunque, paradójicamente y para sorpresa de él, algunos no dan el resultado previsto.
         Es de agradecer que John Ramírez no se detenga en los ritos de la magia (la utilización de ese temible caldero, instrumento por antonomasia, en cuyo interior hay huesos humanos y sangre sacrificial), aunque de refilón cuenta cómo los santeros saltan las tapias de los cementerios para captar las almas de los recién fallecidos o cómo merodean por los tanatorios con el mismo fin. Ciertamente son prácticas macabras, pero atienden al propósito de ganar almas para el diablo. Otro modo como lo consiguen es fascinando a la gente con determinadas mancias, ocasión para revelarles el estado de sus vidas y mostrarles un previsible futuro. Todo vale si se trata de apartar a las gentes de Dios y ganarlas para el diablo.
      Conseguido por méritos propios un puesto elevado en la Santería (la cual tiene un orden jerárquico y una organización parecida a la de un ejército), ahíto de prestigio y poder, en una situación en la que no le escasea el dinero ni las mujeres, ni los bares ni los coches lujosos (le tienen miedo y respeto, su presencia impone), a John Ramírez todavía le falta algo, y quizá sea lo más importante. John no es feliz, su vida personal es un fracaso. Ha perdido a su mujer y a su hija, y siente un gran vacío interior. Se da cuenta de que hace lo mismo que su padre hacía, a quien tanto odiaba. Quizá con un resto de lucidez, indudablemente tocado por la gracia, intenta dejar ese mundo y comprueba que no puede. Será castigado incluso con un año de ceguera. Consciencia que no es libre y su interior se escinde. No puede escapar pero lo desea. La sensación que experimenta es la de estar atrapado por barrotes invisibles. Se angustia.
       No voy a entrar a deslindar el arduo proceso que lleva a John a caminar desde las tinieblas hacia la luz. Sí diré que es dramático y pasa por una visión del infierno. John no escapa tampoco a los ataques de los demonios y de sus antiguos correligionarios, pues cualquier deserción o desvío de la Santería o el Palo Mayombe se paga con la muerte.
      Por una serie de circunstancias John visita una iglesia evangélica; allí es poseído por los demonios y se produce una escena dantesca. Pero John insiste en las visitas a la iglesia porque resulta un reto para él echar un pulso a los cristianos y a ese tal Jesús. Tal pulso termina con su bautismo y conversión. A partir de ese momento John Ramírez se convierte en un servidor de Jesucristo y en un predicador del Evangelio.


          Hay personas que habitan en un sueño extraño. O no se enteran o no quieren enterarse, mientras sufren los embates del mal y caminan hacia la muerte, de que el mundo sensible tiene algo de espejismo y es otra realidad la que acecha tras la trastienda de las apariencias. Ponderar testimonios como el de John Ramírez a estas personas les puede llevar a cierto despertar. A mí me resulta muy chocante que personas con formación intelectual y con criterio todavía sigan enclaustradas en las concepciones de un burdo materialismo. Hace cuarenta o cincuenta años la “solidificación” del mundo todavía podía hacer comprensibles este tipo de posturas; pero hoy en día intelectualmente resulta imposible mantenerlas porque el mundo en que vivimos se ha “licuado”, siguiendo la metáfora de Zygmunt Bauman, y no solo en cuanto a instituciones y estructuras sociales o, si a cambios psicológicos se refiere, en cuanto a la asunción sin mayores complicaciones por grandes masas de población de la posverdad, sino, lo que resulta aún más grave, por la pérdida de todo asidero o protección con respecto a las fuerzas disolutorias.
        Que el ciego siga en su ceguera, pero recuerdo que hace años René Guenón advertía de las fisuras en La Gran Muralla; si en los albores del Kali Yuga eran reparables con cierta facilidad, no sucede así en esta época de fin de ciclo que nos ha tocado vivir, ya que el materialismo ha creado una capa que impide el influjo de las influencias benéficas, mientras que, como contrapartida, se abren las brechas por donde penetran las influencias demoníacas. Es así que “la licuación” del mundo únicamente atañe a las protecciones contra la influencia de lo bajo, y tal circunstancia se agrava porque las organizaciones de orden espiritual cuyo cometido, por lo menos en parte, era la defensa, se repliegan sobre sí mismas. El viaje de John Ramírez desde las tinieblas a la luz, me lleva a considerar que La Gran Muralla tiene lienzos derruidos y parte de sus bastiones han sido tomados, pero, aun así, cabe la esperanza, porque sigue resistiendo los embates del mal.

     Si quieres ver un documental en el que John Ramírez habla de sus experiencias, pincha aquí: Documental sobre John Ramírez

                          Jesús Cánovas Martínez©
                          Ad astra per aspera.