jueves, 25 de noviembre de 2021

LA CATEDRAL DE ÉBANO

LA CÁTEDRAL DE ÉBANO

PEDRO GONZÁLEZ NUÑEZ

M.A.R. EDICIONES

 


Pedro González Núñez nos relatará en La catedral de ébano una sorprendente historia en la que se entrelazan dos líneas narrativas. Por un lado, la doble vida del doctor Jacinto Masegosa quien, por el día, atiende a una rica clientela en su consultorio y, por la noche, se dedica a insospechados experimentos en el laboratorio que tiene en el sótano de su mansión, y, por otro, el misterio que esconde la catedral de ébano. Ambas líneas confluyen en una novela que se inclina hacia lo gótico al tiempo que numerosas gotas de humor la aderezan con una ironía macabra.

Estamos en los años finales del siglo XIX, en abril de 1888 para ser precisos, cuando el doctor Masegosa recibe una inquietante carta que incluye una curiosa paradoja temporal. Enseguida su cerebro de científico comienza a elucubrar sobre el verdadero significado de la misiva, qué misterio esconde y por qué le señala la catedral de ébano (antigua catedral dedicada a la Virgen María, llamada de esta forma porque, tras un incendio, sus muros adquirieron la negrura del ébano) como final de sus pesquisas. La catedral está desacralizada y sobre ella gravitan numerosas leyendas hasta el punto de que es evitada, ya que el solo andar por sus aledaños produce escalofríos. Se dice que un obispo negro hace siglos se dedicó a extraños experimentos de magia oscura hasta que las gentes del lugar, imponiéndose al miedo, se sublevaron e incendiaron la catedral con el mismísimo obispo dentro; los gritos del obispo, aguzando el oído, aun se oyen durante las noches. También se dice que entre sus oscuros muros habita el diablo.

Masegosa recibirá la visita de Elsa, una joven dama que está enamorada del todavía joven doctor, pero a quien él, absorbido por sus inquietantes pero trascendentes experimentos, no corresponde. Elsa, conocedora de que le han enviado la carta, le advierte que debe destruirla, porque los que hasta ahora la han recibido han muerto en el plazo inexcusable de cuatro días. Como Masegosa no cede ante sus ruegos, le invita a visitar al abad Simón de la Abadía del Norte, persona versada que ha investigado sobre el particular y podrá aclararle algunos puntos que desconoce. En efecto, el abad Simón le refiere la historia y leyendas que gravitan sobre la catedral de ébano, y es muy explícito cuando le advierte que, si quiere sobrevivir, debe destruir la carta antes de que esta haga sentir la maldición que porta y le conduzca hacia la ineludible muerte.

La mente científica del doctor Masegosa no es proclive a aceptar misterios donde planean las supercherías, así que reta al abad y con contundencia le dice que descubrirá el secreto que guardan los muros de la catedral a la par que le asegura que no morirá en ese intento.

La carta obsesiona a Jacinto Masegosa, pero no le impide concentrarse en el gran descubrimiento que pretende llevar a cabo; un descubrimiento de tal envergadura que conlleva una auténtica revolución al cambiar los modos de ver el hombre y la sociedad. Así, pues, sigue adelante con sus experimentos secretos ayudado por su particular Igor, el joven Ricardo Márquez, prometido de su silenciosa ama de llaves, a quien no le asiste más que el único escrúpulo de las ganancias materiales.





¿Continúo y desvelo un poco la trama de la novela…? ¿Sigo a pesar de que tal osadía no sé si molestaría al autor…? ¡Pues lo voy a hacer!

Queda claro que Jacinto Masegosa es un científico de primer orden y está al tanto de los últimos descubrimientos de la ciencia. Cuando estudiaba en La Sorbona se codeó con las mentes científicas más avanzadas de su época, entre las que se encontraba la de Nikola Tesla, de quien recoge no pocas de sus brillantes ideas para aplicarlas a las investigaciones que lleva a cabo. Masegosa está deslumbrado por el poder de la ciencia y sus posibilidades inmensas, por eso, al igual que Víctor Frankenstein, está empeñado en descubrir los secretos de la vida; en su caso, en la posibilidad de separar el alma de un cuerpo y hacerla transmigrar a un nuevo cuerpo. Platón y otros filósofos de la antigüedad ya hablaban de la trasmigración y sostenían que cuando el cuerpo muere, el alma pervive y busca un nuevo cuerpo donde alojarse; digamos que este es un proceso natural. Lo que intenta el doctor Masegosa es realizar tal proceso saltándose los pasos naturales que seguirían a la muerte, provocando de modo artificial la transmigración del alma a otro cuerpo elegido de antemano. Ayudado por el señor Márquez, quien le suministra cadáveres o rapta mendigos, gente de los bajos fondos para que le sirvan de cobayas, ya ha avanzado en ese sentido. Cuando recibe la carta maldita está a punto de concluir su experimentación: hacer transmigrar el alma de un cuerpo, al cual se le ha extraído de modo artificial, a otro, previamente muerto, sin perder la identidad o consciencia que tenía antes de ser trasvasada.

Exitoso el experimento, no relataré más que la euforia del doctor cuando comprueba que también puede revertir el proceso. Estas son sus palabras:

 

Todavía tienen que pasar varios intensos minutos hasta que el cuerpo de la víctima da señales de vida. Toco su cuello y tiene pulso. Es muy débil, pero está ahí, regresando de entre los muertos, si es que esa definición es aplicable a esta situación única sobre la que todavía tengo mucho que estudiar y aprender. Lo he logrado, soy capaz de revertir el proceso. El poder que tengo en mis manos en este momento es inmenso. Me siento como un demiurgo con capacidad para decidir quién vive y quién muere, y me encanta.

 

 El doctor Masegosa, finalmente, intenta descubrir el secreto de la catedral de ébano yendo él mismo pero en otro cuerpo diferente. Fracasa. Aun así, tiene una última carta que sacará para terminar el juego: un androide. Sí, una máquina perfecta de metal, compuesta de complejos engranajes donde podría habitar el alma eternamente sin sufrir por el deterioro de esas carcasas de huesos, músculos y órganos. (No sé por qué al llegar aquí recuerdo algunas escenas culminantes de Metrópolis, la película de Friz Lang). Nuevos experimentos…, nuevas transmigraciones, idas y venidas de las almas, que conducirán a un final sorprendente, inesperado, al desvelarse el misterio que guardan los muros de la catedral de ébano.

Con un pulso narrativo trepidante, la novela no deja dormir al lector; por el contrario, azuza su atención para que pueda leerla de un tirón, tal y como le ha ocurrido al que esto escribe.

La catedral de ébano entretiene, es dramática a la par que divertida, de tal modo que, tan solo por eso, ya ha cumplido objetivos; pero también interesa por los problemas científicos y filosóficos que plantea y la consiguiente reflexión a que incita. Vamos con la bioética: ¿tiene la ciencia un límite moral o ético? Hoy en día no existe la figura del científico solitario que de manera heroica investiga sobre un determinado campo, sino que la investigación científica es multidisciplinar y cooperativa; pero en la época en que se circunscribe la trama de la novela todavía estamos en el siglo XIX y ese científico que investiga en solitario, quizá algo chiflado, es la norma. Sin embargo, los problemas éticos siguen siendo los mismos, tanto hoy como ayer. ¿Se puede investigar sobre cualquier tema y utilizar cualquier método, máxime si el objeto de esa investigación es el propio ser humano? El problema está abierto y es candente, pero parece más de filósofos que de científicos. Los médicos nazis, como si fueran doctores Masegosa o Frankenstein, pasaron olímpicamente de la cuestión ética y, a pesar del horror que nos produce echar una mirada sobre los experimentos que realizaron, parece que las investigaciones génicas actuales siguen por el mismo camino, saltándose a la torera cualquier freno ético. Dicho lo cual, la novela dibuja como trasfondo una cuestión interesante: el transhumanismo. Pedro González la apunta con gracia, con ironía, con cierto desenfado, pero es cuestión que está en el palmarés de las problemáticas científicas actuales. ¿Podríamos trasladar nuestra esencia, o alma, aquello que nos define como lo que verdaderamente somos, a una máquina hasta el punto de que, en principio, pudiéramos vivir eternamente? A quien no esté versado en estos temas podría extrañar si le digo que hay en marcha investigaciones en dicho sentido (la robótica, la inteligencia artificial), remota aspiración a la que la mitología griega ya dio una respuesta: Talos.



La verdad es que no me extraña que Pedro González sea el autor de novela tan calenturienta como La catedral de ébano, porque echando un somero vistazo a su biografía literaria encuentro que ha producido numerosas novelas firmadas con diversos nombres: Joe Lem, Perry Green, PG Sharpe. Parece como si su alma se difractara o él mismo, Pedro, tuviera varias almas que intentan manifestarse en sus diferentes escritos. Me pregunto si estos nombres son realmente heterónimos, ¿o son más bien ortónimos? Así me surge una pregunta inquietante que invade mi cerebro: ¿es el verdadero Pedro González quien escribe La catedral de ébano o es otro diferente que ha usurpado su nombre y habita su cuerpo? Hago notar que es la única novela que este individuo firma como Pedro González, por lo que albergo mis sospechas. Quizá no exista el tal Pedro González y sea otro quien lo sueña o habita; no sé. Dejo tal cuestión a la sagacidad del lector para que sea él quien la resuelva.

 

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                                               Jesús Cánovas Martínez©

                                               Filósofo y poeta.

                                               Ad astra per aspera. 

domingo, 10 de octubre de 2021

HISTORIAS DEL ROMÁNICO

 

ANTOLOGÍA. HISTORIAS DEL ROMÁNICO.

VARIOS AUTORES

M.A.R. EDITOR

 


Los libros en que participan varios autores casi siempre tienen el problema de ser disímiles, esto es, que, según la sensibilidad del lector, no estén todas las aportaciones a la igual altura; sin embargo, no es menos cierto que este inconveniente puede revertirse en virtud, tal y como entendían los griegos el término, ya que al aumentar las perspectivas sobre un mismo asunto, aumenta también la mirada global que sobre el mismo puede tener el lector. Tal sucede con Historias del Románico, publicado bajo el sello de M.A.R Editor. Un grupo de diecisiete autores con una larga trayectoria literaria (si contamos al autor del excelente prólogo, dieciocho) se dan cita en estas páginas para, a partir de sus propias vivencias, recuerdos o lecturas (y, puesto que estamos ponderando textos literarios, echando mano de la imaginación y la creatividad), reconstruyen una edad pretérita en la cual la visión que tenían los hombres del mundo era muy diferente a la nuestra.

Un mundo diferente que para signarlo se utilizaba un lenguaje diferente. Así lo primero que encontrará el lector será una catarata de palabras no al uso en nuestra cotidianeidad; un vocabulario común en el pasado, reconocible por los medievales, pero hoy en día olvidado. Y lo curioso es que estas palabras que eran moneda de cambio entre las gentes llanas y analfabetas, al caer en desuso, no solamente se convierten en arcaísmos sino, las más de las veces, en cultismos. Será para el lector una orgía descubrirlas, señalarlas, y alguna que otra vez buscar su significado.

Se nos invita a viajar a la vieja Castilla, a su historia, a su arte, a sus pueblos otrora llenos de vida, poblados por las gentes que les daban su peculiar sentir, en contraste con una actualidad de desolación y yermo. Lo que antes fue movimiento y vida, hoy es reseco erial, cardo, paramera infinita. Es por eso que en estos relatos (o a mí me lo ha parecido) resuenan los autores de la generación del 98. Los actuales y los del 98 se detienen en el viejo adobe de las casas de las poblaciones tendidas entre pequeños cerros sin árboles, con apenas unos cientos de habitantes, mal surtidas en cuanto a servicios, pero que albergan una riqueza patrimonial de primerísima importancia. Y no solo eso; lo triste, y que hay que sumar al descuido, es la espoliación a que se ha sometido tal patrimonio desde la desamortización de Mendizábal para acá (el hombre globo, como lo llamó Larra), con la connivencia de autoridades civiles y eclesiásticas. No es de extrañar que a uno de los autores del libro le dé por pegar un par de tiros a quienes se les debe en honor de la justicia literaria, aun con el silencio que impone la discreción.

Y sí, el Cid cabalga por la inmensa estepa castellana tras la jura de Santa Gadea, perseguido por un rey vengativo, al destierro. Refulge el sol en las cotas y las mallas… La Castilla guerrera se intuye en castillos que fueron moros, después cristianos, nuevamente moros y nuevamente cristianos. La reconquista se extiende del Duero hacia abajo; los reyes guerreros no dan tregua a las pequeñas Taifas en las que se ha descompuesto el califato de Córdoba. Pero resuena también la Castilla mística, la poblada de monasterios, después de conventos, de iglesias, de colegiatas, de catedrales…, y la menos mística cuando se toca las condiciones de vida de los canteros, los abusos a que eran sometidos. Porque estamos en una sociedad donde la ley no es la misma para el noble que para el plebeyo; el plebeyo siempre pierde y el noble, aunque no las lleve, posee la razón y la verdad. Dada esta situación, ¿qué puede hacer el plebeyo? O someterse y acatar el yugo, o rebelarse y asesinar. Después huir.



Me ha llamado la atención la insistencia con que los autores citan a Frómista y la pequeña joya del románico que se erige allí: San Martín. Y la verdad es que tal insistencia me ha producido un ligero escalofrío, pues me ha llevado a echar los ojos hacia el pasado, a mi pasado, cuando hace años, con mochila y bastón, hice el Camino de Santiago, arteria de la antigua Castilla y vía de repoblación de los territorios conquistados al moro. Sentí la sequedad castellana de un mes de julio, la desolación de los pueblos en los que había proyectado descansar un poco, tomar un café y, después, seguir andando recuperadas las fuerzas, porque no había cafeterías, ni tiendas y, en la mayoría de los casos, ni fuentes de agua. Eran pueblos semivacíos adosados al Camino. Llegué a Frómista al caer la tarde desde Castrojeriz, y al día siguiente, antes de que saliera el sol, ya estaba en camino. Me esperaba una etapa salvaje, pues de un tirón me planté en Sahagún. Era joven entonces, pero los veinte kilómetros de calzada romana me destrozaron los pies; desde ese momento hasta Santiago, y aún más, hasta Fisterra, el dolor lo tuve por compañero.

Frómista fue un pequeño y breve remanso en mi deambular. Por aquella época yo era lector de Juan García Atienza y de otros autores dados a lo mágico y esotérico y me interesaba todo lo concerniente a la España mágica, en aquella ocasión, al simbolismo del románico y del Camino, porque románico y Camino vienen a ser casi sinónimos. Bañado en San Juan de Ortega por la luz simbólica de sus capiteles, me esperaba la de San Martín de Frómista, inerme, alta, desafiando el tiempo y los siglos. Una gozada.

Conscientemente omito entrar en cada uno de los relatos, en citar nombres o reproducir algún párrafo o frase interesante. Ya lo hace el prologuista de modo magistral. Sí invito a la lectura de esta antología de Historias del Románico, liviana y enormemente atractiva, porque remueve nuestro interior y algo nos recuerda de lo que fuimos.

 

                                   Todos los derechos reservados.

                                   Jesús Cánovas Martínez@

                                   Filósofo y poeta.

                                   Ad astra per aspera.

lunes, 6 de septiembre de 2021

EL ÚLTIMO PAPA

 

EL ÚLTIMO PAPA

MALACHI MARTIN

HOMO LEGENS

 

 


Quizá deba comenzar por hablar de lo que no me gusta de esta novela, El Último Papa, de Malachi Martin, publicada por primera vez en Nueva York en 1996. No me gusta que en la edición que manejo le hayan cambiado el título. Cierto que la novela gira en torno al “papa eslavo”, su atardecer, su crepúsculo y, por último, su noche, según las tres partes en que se estructura, pero el título original me parece mucho más sugestivo en cuanto metáfora de la propia Iglesia: Windswept House: A Vatican Novel, La Casa azotada por el viento: Una novela del Vaticano. Tampoco me gusta su extensión, 695 densas páginas que en algún momento se hacen pesadas, a mi modo de ver, por la falta de pericia literaria del autor; así el lector se encontrará con estructuras narrativas repetitivas e ideas o argumentaciones que se quieren atornillar tanto que terminan por aburrir; por otro lado, hay historias paralelas hasta cierto punto prescindibles ya que si se suprimieran o se les dedicaran menos páginas dejarían intacto el corazón de la novela y la aligerarían. Con menos páginas de la mitad hubiera quedado una novela redonda. Dicho esto, entiendo que hablo desde mi subjetividad, por lo que no tendría inconveniente admitir como válidas las opiniones de alguien que pensara de forma diferente a la mía.

A pesar de las objeciones antedichas, recomiendo la lectura de la novela. ¿Por qué? Por su fondo inquietante; fondo inquietante que debería conocer todo aquel que quiera hacerse una idea lo más fidedigna posible de la coyuntura por la que está pasando, no solo la Iglesia, sino nuestra civilización occidental. Y es que en esta su última novela dada a la imprenta, el mismo autor advierte que en un 85% está basada en hechos reales y muchos de los personajes que aparecen en ella, aunque con nombres ficticios, son reales. La novela trata de la Iglesia y de las fisuras que hay en su interior; a su vez indica el papel que juega la Iglesia en el ámbito de la geopolítica. El tema, desde luego, es controvertido.

Pero es que el mismo Malachi Martin fue un hombre controvertido. Un irlandés, nacido en 1921, en una familia burguesa de profundas raíces católicas (los padres tuvieron cinco hijas y cinco hijos, cuatro de estos últimos abrazaron el sacerdocio). Ingresó en la orden de los jesuitas y, debido a su sólida formación intelectual, fue reclamado en Roma para trabajar como secretario privado del cardenal Agustín Bea S.J. durante la preparación y posterior decurso del Concilio Vaticano II. En principio, sacerdote liberal, ¿qué vería o percibiría para desilusionarse rápidamente del giro que daba la Iglesia? Su potente mente, ¿qué consecuencias no adelantaría de tal hecho? El caso es que en 1965 pidió la dispensa de sus votos jesuitas y se mudó a la ciudad de Nueva York, donde, después de nacionalizarse americano, vivió en lo sucesivo. Pronto el cardenal Terence Cooke le dio permiso por escrito para ejercer sus facultades sacerdotales seculares, las que compaginó con una incansable labor de exorcista; a la par se centró en una labor editorial y televisiva al tiempo que publicaba novelas y ensayos. Su muerte ocurrió en 1999, cuatro días después de haber cumplido 78 años, al precipitarse al vacío desde su apartamento de Manhattam. Se dijo en el posterior documental Hostage to the Devil (El rehén del diablo, título de una de sus novelas) que fue empujado por una niña de cuatro años que estaba poseída.



Añado a esta sucinta biografía dos notas que me parecen interesantes. La primera me lleva a ponderar hasta qué punto William Peter Blatty, autor de El exorcista (novela de 1971 llevada al cine en 1973) no se inspiró en nuestro autor para fraguar la figura del padre Lankester Merrin; las similitudes saltan a la vista por cuanto Malachi Martin conocía las lenguas semíticas y poseía el doctorado en arqueología; por otra parte, había participado en la investigación sobre los Rollos del Mar Muerto y publicado 24 artículos sobre paleografía semítica, y trabajó como arqueólogo de campo en Biblos, Tiro y la península del Sinaí, lugar este último donde ayudó en su primer exorcismo. Las relaciones entre W. Peter Blatty y nuestro autor no fueron las deseables y hubo entre ellos acusaciones cruzadas.

 Lo segundo que quiero resaltar es que Malachi Martin fue un acérrimo defensor de las apariciones de Fátima. Por su posición privilegiada de secretario del cardenal Bea conoció el Tercer Secreto y no se cansó de acusar a la jerarquía eclesiástica  de no haber seguido el dictado de la Virgen: la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón. Juan XXIII el “papa bueno”, lo desestimó porque quería asegurarse la cooperación rusa y acercar la Iglesia oriental al concilio Vaticano II, y los siguientes papas, Pablo VI, el “viejo papa”, Juan Pablo I, el “papa de septiembre”, y Juan Pablo II, el “papa eslavo”, tampoco lo hicieron en la forma debida por diversas razones. De haberse producido esa consagración, piensa nuestro autor, se hubieran evitado numerosos males, y quizá no poco de la misma corrupción interna de la Iglesia, la instalación de la “abominación de la desolación" en el Lugar Santo.

La tradición satánica había pronosticado desde hacía mucho tiempo que la Hora del Príncipe llegaría en el momento en que un papa tomara el nombre del apóstol Pablo. Esto había sucedido ocho días antes del 29 de junio de 1963, fiesta de los apóstoles san Pablo y san Pedro para la iglesia católica, con la elección del último sucesor de Pedro, que había tomado el nombre de Pablo VI. Era “el tiempo propicio” para la entronización de Lucifer, el ángel caído, en la ciudadela romana. Y el lugar idóneo no podía ser otro que la misma capilla de San Pablo, situada cerca del palacio apostólico.



Conocedor del tema que trata, Malachi Martin describe las características de esta ceremonia que no pueden ser otras sino la inversión suprema del gran sacrificio de Cristo en la cruz. El diablo, el mono de Dios, no puede ni sabe actuar de otro modo:

 

Lo sagrado debería ser profano. Lo profano, adorado. A la representación no sangrienta del sacrificio del débil innominado en la cruz, debería sustituirla la violación suprema y sangrienta del propio innominado. La culpa debería aceptarse como inocencia. El dolor debería producir goce. La gracia, el arrepentimiento y el perdón debían ahogarse en la orgía de sus contrarios. Y todo debía hacerse sin cometer errores. La secuencia de acontecimientos, el significado de las palabras y las acciones, debían constituir en su conjunto la perfecta representación del sacrilegio, el máximo rito de la traición.

 

Como hubiera sido excesivamente llamativo transportar a la capilla de San Pablo una serie de utensilios necesarios para el ritual (la vasija de huesos y el estrépito ritual, o la víctima y los animales del sacrificio), se hizo necesario una entronización paralela: una concelebración en la cual, desde una capilla madre, que oficiaría de transmisora, se dirigiera todo elemento de la ceremonia hacia la capilla romana, la receptora. Para ello, lo únicamente necesario era la sincronización de voluntades y mentes, de actos y palabras de los participantes en ambas capillas.

El guardián de Roma estimó que la capilla madre podría ser la regentada por el obispo Leo, en Carolina del Sur (Estados Unidos). Los asistentes en la capilla romana serían clérigos de alto rango e importantes seglares, verdaderos servidores del príncipe en el interior de la ciudadela, algunos de ellos formados en la falange romana; por otra parte, los asistentes en la capilla de Carolina del Sur serían hombres y mujeres distinguidos en la vida social, los negocios y el gobierno. En el centro de las intenciones de ambos grupos de participantes estaría un objetivo unánime: la suplantación de la adoración perpetua del innominado por la del macho cabrío.

La infiltración de los satanistas en la ciudadela, al igual que en las principales órdenes (jesuitas, franciscanos, benedictinos, dominicos…), era evidente, y se manifestaba en síntomas como el cinismo y la indiferencia, fechorías e infidelidades en cargos de responsabilidad, despreocupación por la doctrina correcta, negligencia en juicios morales, desidia respecto a principios sagrados y ofuscación de recuerdos esenciales, etcétera; pero ahora se trataba de dar el golpe final a la Iglesia como institución supraterrena. El objetivo no era eliminarla propiamente, sino convertirla en una asociación con propósitos humanistas desprovista de toda misión de trascendencia; por tal razón, el centro de su ataque era el papa, a quien, de sucesor de Pedro había que rebajarlo a un obispo más, al tiempo que colegiar sus decisiones. Cuando se acabara con la Iglesia católica romana como institución pontificia, el reinado del príncipe sería un hecho.

Justo a la medianoche en Roma del día de la fiesta de san Pablo comenzó el ritual de entronización, en el que no se escatimó la muerte dolorosa del perrito Flinnie y la violación sistemática de su dueña, Agnes, una niña hija de un médico participante en la capilla emisora. Blasfemias, invocaciones a Lucifer, inversión del ritual de la santa Misa, plegarías al príncipe de las tinieblas y, por último, un juramento solemne de traición, en virtud del cual los clérigos presentes en la capilla de San Pablo, tanto el cardenal y los obispos como los canónigos, profanaban intencionada y deliberadamente el orden sagrado mediante el cual se les había concedido la gracia y el poder de santificar a los demás.

Satanás había sido entronizado en la ciudadela.



Agotado por el dolor y la degradación física de una prolongada enfermedad, el 6 de agosto de 1978 murió Pablo VI, quien en 1972 había dicho que por alguna fisura había entrado el humo de Satanás en el Templo de Dios. El secretario de Estado del Vaticano, su eminencia el cardenal Jean Claude de Vincennes, que según las malas lenguas del Vaticano ya prácticamente dirigía la Iglesia, asumió la responsabilidad de camarlengo, pero, ocupado en la preparación del cónclave que elegiría al nuevo sucesor de Pedro, de cuyo talante dependía el futuro de los planes elaborados a lo largo de los últimos años, pospuso la revisión de los documentos del papa fallecido.

Del cónclave salió un nuevo papa que no simpatizaba con los planes elaborados por el camarlengo y sus colaboradores. El cardenal De Vincennes había fracasado en sus tejemanejes. Debido a su frustración y a sus discusiones constantes con Juan Pablo I, quedó casi olvidado el examen de los documentos del papa anterior. Pero aconteció lo totalmente inesperado. A los treinta y tres días de su elección, falleció el nuevo papa… ¿Muerte natural o asesinato? La versión oficial fue la primera; los rumores, cada vez más fuertes, apuntaban a la segunda.

La documentación del recién fallecido papa se adjuntó en sobre sellado al del anterior. No obstante, el camarlengo se concentró en el nuevo cónclave con el fin de que se eligiera a un papa debidamente complaciente con sus planes. Pero el nuevo papa era un hombre que no se caracterizaba en absoluto por su complacencia. Nuevo fracaso del cardenal De Vincennes.

Un día de octubre, a pocos metros del estudio del papa eslavo, el cardenal De Vincennes junto con dos testigos y ayudantes, el arzobispo Silvio Aureatini y el padre Aldo Carnesseca, pasó a revisar la documentación tanto tiempo postergada con la finalidad de seleccionar documentos de los dos papas fallecidos…

 

Por fin quedaban solo cinco documentos del viejo papa para concluir la inspección, antes de concentrarse en el segundo sobre. Cada uno estaba sellado y lacrado en su propio sobre y todos ellos contenían la inscripción Personalissimo e Confidenzialissimo  

 

Cuatro estaban dirigidos a parientes de sangre del papa fallecido, pero en el quinto estaba escrito de puño y letra de Pablo VI: Para nuestro sucesor en el trono de San Pedro; la fecha de la inscripción: 3 de julio de 1975. La sorpresa para De Vincennes fue que el sello original del sumo pontífice había sido violado, por lo que era evidente que alguien había leído su contenido. Con una gruesa cinta, así como con el sello pontificio y la rúbrica del papa de septiembre, se había cerrado de nuevo. Sin embargo, lo que le hizo palidecer fue la segunda inscripción del sobre, esta con la letra de Juan Pablo I: Concerniente al estado de la Santa Madre Iglesia, después del 29 de junio de 1963. Con la finalidad de que su contenido no fuera nunca conocido por el papa eslavo, De Vincennes arrumbó estos dos sobres a un rincón del Archivo Vaticano para que criaran polvo y telarañas. Pero el destino del cardenal ya estaba rubricado por quienes no perdonan los errores: a los pocos meses de estos hechos, De Vincennes murió en accidente de tráfico.




Comienza de este modo un thriller Vaticano. La novela se centrará en el hermano mayor de los Gladstone, Christian, perteneciente a una pudiente familia tejana de origen irlandés, quien abraza el sacerdocio. Joven brillante de fe pétrea será reclamado como ayudante de Cosimo Maestroianni, sucesor del cardenal De Vincennes como secretario de Estado del Vaticano. Al principio, brazo ejecutor del Maestroianni, alertado por dos antiguos amigos y aliados, Aldo Carnesseca y Damien Slattery, asesor del sumo pontífice (quien será relevado como maestro general de la orden dominica por su fidelidad al papa), pronto comenzará a darse cuenta de los tejemanejes Vaticanos y de que está siendo utilizado como un mero peón. Desea regresar a su patria y olvidarse de cualquier ambición vaticana, pero el papa eslavo le encarga  un informe sobre la corrupción del clero en EEUU, por lo que, de este modo, se convertirá en un espía doble. El informe es demoledor: no son pocos los sacerdotes que no tienen escrúpulos a la hora de mostrar su homosexualidad activa, vinculada, por lo general, a prácticas satanistas en las que no faltan los rituales de sangre. La sorpresa para Chris llegará cuando el papa eslavo, preocupado por cuestiones geopolíticas, relegue dicho informe y posponga las medidas a tomar.

Pero, retrocedamos en el tiempo para hacernos unas preguntas: ¿cuál era el contenido de los sobres? Quizá podamos suponer la respuesta. Aun así, nos surge una nueva pregunta bastante inquietante: ¿cómo es que el viejo papa llegó a conocer el horripilante acontecimiento de la entronización? Si respondiera a dichas preguntas, le quitaría parte de la sal a la lectura de El Último Papa; no lo voy a hacer, por tanto. Si diré que tras el asesinato de Aldo Carnesseca se precipitará el final de la novela. El papa eslavo, atento a algún signo de la Virgen, envejecido, acosado y cercado por la cábala de Maestroianni, donde hay cardenales satanistas que participaron en la entronización, caracterizados todos ellos porque han perdido la fe y solo les mueve el poder, y aun así al servicio de la masonería que urde un cambio radical de la sociedad, prepara un viaje de peregrinación a Rusia. Sus enemigos, sin embargo, han preparado un plan para quitarlo de la escena pública, hacerlo renunciar o incluso eliminarlo físicamente si fuera necesario (en toda las guerras hay víctimas).



            Y, bien, quien quiera saber más, ahí tiene la novela El último Papa a su disposición. Quizá Malachi Martín reveló más de lo que debía.

 

 

                                          Todos los derechos reservados.

                                           Jesús Cánovas Martínez @

                                               Filósofo y poeta.

                                Ad astra per aspera.

miércoles, 7 de julio de 2021

EL TAXISTA ASESINO

 

EL TAXITA ASESINO

MIGUEL ÁNGEL DE RUS

M.A.R. EDITOR

 


Quien sea un recalcitrante roussoniano y crea que el hombre es bueno por naturaleza o, simplemente, apueste por la condición humana, debería de llevar mucho cuidado con leer esta colección de cuentos que toma nombre del primero de ellos, El taxista asesino, de Miguel Ángel de Rus, no fueran a tambaleársele los palos del sombrajo y después vinieran las madres mías. Porque lo que en estos relatos está en entredicho es eso mismo: la bondad, el sentido de lo justo, el valor de lo que estimamos bello, el amor, la verdad, la misma existencia… Quizá el hombre, y más aún, un hombre en sociedad o junto a otros hombres, no sea una bestia pacífica y benévola al estilo de los rumiantes, sino que, por el contrario, esté bendecido por las características de la alimaña. Miguel Ángel de Rus pone nuestros valores patas arriba y escudriña debajo de las alfombras para airear un poco de polvo y nada. Entre lo cotidiano se cuelan los espejismos; las cosas, los objetos, los seres humanos, las situaciones, son y no son, porque las apariencias toman cartas de verosimilitud en el mundo demasiado agónico que vivencian los personajes. Las situaciones absurdas se entrelazan con la linealidad de vidas previsibles para formar un entramado de crueldad y desconcierto. De esta forma el autor interroga a la existencia y le pide su sentido.

Podríamos pensar que El taxista asesino es un libro de corte existencialista, y no nos equivocaríamos. Pero esta primera impronta enseguida se colorea cuando ponderamos el uso de una figura que el autor adjunta con maestría y los existencialistas no estilan: la ironía. Si Miguel Ángel de Rus refiere una serie de casos de corte trágico que, por lo general, acaban en nihilidad; el recurso a la ironía los hace aceptables de alguna manera y los convierte, al despertar en el lector una sorpresiva sonrisa o, en el extremo, la carcajada, en una broma macabra: en un caso para reír que hace admisible el desenlace. Plantea el autor situaciones que, ¿por qué no?, pueden afectar al común, ya que en ellas cualquiera se podría ver involucrado por una suerte de lógica de la fatalidad y, al igual que los protagonistas de los relatos, caer en una espiral sin salida que en última instancia desemboca en la vivencia del infierno. Pero la ironía pone el dique de la distancia; son otros los que viven estos casos y no el simple, curioso y simpático lector, arrumbado como mero espectador de ese absurdo que convierte la sorpresa en necesidad.

La sociedad está corrompida y corrompe al individuo, de forma machacona se resalta esta tesis en el libro. La sociedad es dura, cruel en sí misma, porque no hay valor alguno que la sostenga, hasta el punto de que los personajes de los cuentos experimentarán una suerte de fatum o destino que les llevará hasta el crimen o el suicidio. No hay escapatoria ni redención posible a ese teatro de crueldad que vivencian, donde se erige como verdad casi absoluta la pirámide de la depredación; la locura acecha, el desconcierto, el desorden. Para el autor, la sociedad está compuesta por individuos solitarios donde uno más uno no son dos, sino que siguen siendo uno más uno; reivindica de este modo el valor del individuo y, consecuentemente, de forma indirecta hace una apología del mismo frente a la sociedad desalmada.

No sé si Miguel Ángel de Rus, haciendo alusión al primer relato de la serie (el cual da el tono de los demás) tenía en mente la película Taxi driver de Scorsese cuando lo escribió; pero sí es cierto que la portada del libro recuerda el film: ese taxi de color amarillo, salpicado de sangre, sobre el que emerge la cabeza de un individuo enfrentando los rascacielos de una ciudad anónima, y los cuentos, no sólo el primero, proponen diversas figuras de Travis Bickle, perdidas todas ellas en un embrollo donde el mal adquiere carta de presentación. Porque el mal está ahí, presente y patente; hecho que llevará al lector, casi sin darse cuenta a una serie de reflexiones inquietantes.



Propongo una de ellas: un presupuesto axial del estado moderno es que debe garantizar el orden social y, en consecuencia, solo a él compete el patrimonio del ejercicio de la violencia. Pero ¿qué ocurre si no es así?, ¿qué ocurre si el estado es incapaz de garantizar el orden porque es incapaz de dar una oportuna respuesta a ciertos desmadres? Pues que tal aserto queda como una buena intención si acaso, o ni eso; constituye, quizá, algo interesante pero no efectivo al no impregnar la dimensión de la praxis. En los relatos que componen El taxista asesino tal presupuesto queda en entredicho con demasiada frecuencia. El buenismo excesivo o la cobardía encubierta, o la mirada que se pone de canto ante la injusticia, o la frivolidad o la hipocresía, o, peor aún, la acomodación conductual al discurso de lo políticamente correcto o socialmente aceptable, en sí conllevan el fracaso de una concepción de la sociedad y pueden desembocar en el drama; sin ir más lejos, a que a algún solitario le dé por dar la nota. De este modo ocurre con el taxista, un buen hombre de Albacete que ha estudiado Filosofía en la Universidad de Murcia, y el destino coloca, tras unos avatares no demasiado complejos, frente a un taxi; un hombre que podría haber sido aún más bueno y convertirse en un probo pater familias, pero la vida le da un extraño, sorprendente e irónico revés que deja su psique tambaleando. El deterioro de su personalidad será implacable y terminará produciendo un desenlace de cine negro a la española.

Recordando al mejor Camus, el hombre solitario de estos relatos se rebela y enfrenta contra la sociedad, cruel y absurda, pero no se queda reflexionando y lamentando su suerte, sino que pasa a solventar las injusticias o desajustes sociales con cuatro tiros que acierten en la cabeza o el pecho, o a navajazos en la tripa, o, incluso, a hachazos bien propinados en el costillar, o con el gollete roto de una botella de vino encajado en la nuca del oponente. O eso, o el suicidio.

Soy un hombre tranquilo —dice el protagonista de un relato—. De esos de los que la vida abusa a diario. Pero me habían puesto en el límite y nada de lo que pudiera pasar sería mi culpa. Hasta un punto llega el buen ciudadano y a partir de ahí solo pueden ser culpables los que abusan de él.

Y es que parece como si el mal estuviera incrustado no solo en la sociedad sino en nuestras células; como si portáramos una especie de gen que nos predispone hacia lo infame, tantas veces grotesco, y que el autor de forma despiadada convierte en motivo de risa al señalarlo con descaro. Parece como si Miguel Ángel de Rus con cada uno de sus cuentos nos susurrara al oído: “Si no podemos arreglar ni el mundo ni el hombre, riamos; algo se consigue. Por lo menos dulcificar la crueldad de la existencia”. Sabemos que la risa objetiva, nos aleja de la situación, difracta el sentido de los acontecimientos. Quien ríe no llora; se alegra aun en lo triste y absurdo, pero a la vez comprende la inanidad del vivir, la tontuna que supone involucrarse demasiado en las situaciones que le rebasan y que, si de alguna forma se podrían haber evitado, devienen con una necesidad propia.

En El taxita asesino el lector encontrará relatos crueles, escritos con un estilo directo y pocas concesiones a lo retórico, muchas veces violentos, puesta la carne en la viveza de la expresión y el impacto que pudieran producir en el lector, transidos por la ironía, por un humor negro que no los dulcifica sino que agrava su carga de desencanto. En ellos la sociedad queda cuestionada y el individuo queda cuestionado, hasta el punto de que el lector obtiene la impresión de un desmoronamiento o colapso total. Los personajes solitarios que bien a su pesar se erigen en protagonistas del absurdo de la crueldad, exceptuando dos de ellos que salvo por su bonhomía e ingenuidad (el del relato Ficticio y el de Júpiter muerto entre las olas), tampoco son ejemplos a seguir ni constituyen paradigma alguno de conducta. Y esos mismos personajes que he salvado terminarán presos de un desencanto letal que les durará el resto de sus vidas. Es la debacle, repito.

Me vienen a la cabeza, no sé por qué, al escribir estas impresiones acerca de los relatos de Miguel Ángel de Rus, esos consabidos versos, tan traídos y llevados, de aquel sabio medieval, hedonista y cínico, el Arcipreste de Hita, cuando aconsejaba:

 

Como dice Aristóteles, cosa es verdadera:
el mundo por dos cosas trabaja: la primera,
por aver mantenençia; la otra cosa era
por aver juntamiento con fembra plasentera.

 

Dos exigencias, a saber, son las que ocupan los afanes de un hombre según el Arcipreste: la mantenençia y la fembra placentera. De esta misma opinión, después de lo dicho, parece que es Miguel Ángel de Rus, y, en este sentido, algún mueble intenta salvar. Así aparece ese toque epicúreo que como perfume salpica el desconcierto de los relatos: el elogio de los placeres del buen yantar o buen beber, pizcas hedonistas que se muestran como reales ante lo falsario o frívolo del vivir. Pero estas pequeñas guindas de refinamiento, con que son salpicadas las páginas de El taxista asesino, no son óbice de lo que sucederá después, y no es de extrañar que a una magistral clase de enología suceda la inevitabilidad del crimen. 


 

¿Y acerca de las fembras plasenteras?, ¿qué nos dice el autor? Miguel Ángel de Rus aborda el tema de la mujer y del amor desde una perspectiva eminentemente masculina, aunque, para variar, desencantada. La idealización de la mujer es lo primero que cae; nos presenta mujeres de carne, por no decir carnales, sacudidas, frente a las máscaras de seducción que utilizan, por los mismos vientos de nihilidad que los hombres. Unas veces son un mero objeto de deseo; otras superan por su frivolidad a los hombres en los ardides de la crueldad. El hombre y la mujer, llamados a entenderse, resulta que no se entienden. Fracasa en el intento de encontrar mujer mediante una página web ese hombre que desde un entorno rural se desplaza a la ciudad, y se hacen trizas las ilusiones del enamorado de una mujer marmórea, una escultura de refinamiento y clase, al descubrir la verdad que planeaba sobre la ficción, el espejismo y la máscara. Podríamos abundar sobre el tema, pero prefiero dejarlo ahí. Remito al lector al último de los cuentos, La belleza interior, donde la ironía se riza con el sarcasmo. Este último relato es apoteósico, digno broche de oro y culmen de El taxista asesino. Ríes porque no puedes llorar, pero la situación con la que nos enfrenta el autor es espantosa. Salvaje. Brutal. ¿Viaje, sin posible vuelta atrás, al origen del mundo?

No quiero terminar esta breve recensión sin resaltar la admiración que el autor siente por Villiers de L'Isle-Adam, a quien a modo de homenaje dedica un microrelato, El último beso, en el cual a la muerte la viste de amada. El lirismo se aúna con la fatalidad y la tristeza, y la brevedad confiere la intensidad necesaria para que no nos perturbe.

            Muchos más recovecos y detalles de los que aquí he sugerido puede encontrar el lector de El taxista asesino. Va de su cuenta. Por mi parte, si antes he citado al Arcipreste de Hita, retrocedo un siglo en el tiempo y voy con Gonzalo de Berceo, y vengo a pedir para nosotros, autor y lectores y todo quisque que se apunte, un vaso de bon vino.

 

Quiero fer una prosa en román paladino,
en cual suele el pueblo fablar con so vezino;
ca non so tan letrado por fer otro latino.
Bien valdrá, como creo, un vaso de bon vino.

 

Este vaso puede ser perfectamente de un generoso y envejecido armagnac.

 

                                               Todos los derechos reservados.

                                               Jesús Cánovas Martínez@

                                               Filósofo y poeta.

                                               Ad astra per aspera.

miércoles, 16 de junio de 2021

EL RETORNO DE LA ESPADA

 

EL RETORNO DE LA ESPADA

FRANCISCO JAVIER ILLÁN VIVAS

M.A.R. EDITOR

II Premio Villers de l’Isle Adam de Novela Fantástica, 2021.






Los autores de fantasía tienen una creatividad especial: no solo forman tramas, sino que conforman mundos, y estos mundos son veraces por cuanto no son contradictorios. Quiero decir que son mundos que atienden a una lógica, pues tienen sus propias leyes. Son mundos posibles. Quizá no hayan existido, pero podrían existir, y aunque no existan en un futuro por lo menos existen o están en la mente de su particular hacedor. Esto ocurre con La Tierra Media de Tolkien, o con Narnia de C.S. Lewis, o con Laugea de Francisco Javier Illán Vivas.

No existen los hechos puros, insisto, porque las ideas ya están configurando los hechos; por lo tanto, cuando hablamos de realidad, deberíamos saber que hablamos de una realidad conformada a nuestras percepciones y preconcepciones, esto es, a nuestros esquemas de conocimiento de los cuales partimos. Ahora bien, añado a esta tesitura demasiado kantiana que no solo los conceptos o ideas de los que partimos configuran nuestra realidad, sino que voy un poco más lejos: también lo hace, y en mayor medida, nuestra imaginación. El mito precede al concepto y subyace al razonamiento, por cuanto no entra en contradicción con este; es más, todo mito es lógico en su estructura (Levi-Strauss ya dedicó incansables páginas para fundamentar dicho aserto). Por tal razón un mundo imaginado se convierte en real si no contradice ninguna ley lógica, ya que lo real precede a lo existente. Si un mundo imaginado no es contradictorio, es posible y, si es posible, existe o podría existir, existió o existirá; es así por chocante que nos pudiera parecer (ahora traigo a Wittgenstein en mi favor). Un mundo conformado según unas leyes, poseedor de su lógica interna, tiene su propia consistencia y aquel que lo formula remeda al Creador. Estos mundos tienen una riqueza implícita; en ellos el enigma está a la vuelta, y la sorpresa, al igual que sucede en el mundo consensuado. Sin embargo, tales mundos poseen una gran ventaja, ya que al no desplazar el consensuado, podemos superponerlos a este como espejos; de tal forma nos permiten ensayar respuestas a interrogantes verdaderamente difíciles.

 “El retorno de la espada” supone la continuación de la saga de “La cólera de Nébulos” (integrada por “La maldición”, “El rey de las esfinges” y “La oscuridad infernal”) y, como tal, muchos de los personajes que aparecen tienen ya una historia a sus espaldas y, los acontecimientos que sucedieron en un pasado, un peso en la trama del presente; dicho esto, el libro constituye una unidad de sentido y se puede leer con independencia de los anteriores sin menoscabo de su inteligibilidad. 

Nos encontramos con una tierra legendaria Laugea, con sus altas montañas, desiertos, mares interiores, reinos y ciudades, pablada por las más variopintas y diversas criaturas dotadas de habla. Entre estos seres, por su relevancia especial, cabe destacar dos tipos: los Eternos y los Hombres. En un principio, Eternos y Hombres, constituían una misma raza, pero se escindieron, y así caminarán, escindidos, a lo largo de las edades hasta que al final de los tiempos vuelvan a unirse. Cualidad propia de los Eternos es la inmortalidad; solo pueden morir o porque otro Eterno los mate o porque ellos mismos decidan traspasar “El Arco del Silencio”. Los Hombres, por el contrario, están afligidos por la muerte y su vivencia del tiempo es diferente a la de los Eternos; mientras que los Eternos viven, por así decir, un tiempo “congelado”, los años humanos pasan veloces y las generaciones de estos se suceden rápidamente.



Francisco Javier Illán Vivas ya desde el inicio de “El retorno de la espada” nos introduce en una narración épica no exenta de lirismo, donde asistiremos a la lucha arcaica y arquetípica del Bien contra el Mal. Si en los albores del tiempo hubo una escisión entre Hombres y Eternos, con el decurso de la temporalidad sucedieron nuevas escisiones: entre los Eternos, según abrazaran el Bien o el Mal, y, concomitantemente, entre los Humanos.

A modo de prólogo de lo que sucederá, el autor nos propone el nacimiento de una criatura del mal: una Venus tenebrosa, Lilith,  que al igual que la del mito griego nacerá de las aguas y del esperma del padre. Ahora bien, las aguas de las que nace Lilith no son las limpias de la mar, ni el padre será Urano, sino que nacerá de las aguas cenagosas y oscuras del Lago Estige en las cuales se han esparcido las cenizas de Gorgerigona la Maldita, quien fue la más aberrante monstruosidad del Orco, y el semen será el de Inferos, hijo y heredero del poder infernal de Satánicus el Maldito. Nace así una criatura de gran belleza y gran poder, y ambas cualidades las utilizará para realizar el mal y cumplir los deseos de venganza del padre. La existencia de este ser malvado en un principio pasará desapercibida a los Eternos, pero no las consecuencias de su actuación; esto es porque Lilith será conocida por los Hombres como Judith, y tal cambio de nombre la hará desaparecer de los Libros del Tiempo.

Queda servida la trama: mientras los Eternos, auspiciados, por Nébulos, el Eterno Supremo hijo de Universos, y Mágios, el Consejero del Eterno Supremo, convocan el Senado Imperial en la Sala del Ojo del Tiempo —Huele a sangre y a muerte en el mundo de los Humanos y temo que la tierra se vuelva resbaladiza cuando el rojo líquido la cubra con su espeluznante manto, solemnemente anuncia Nébulos nada más comenzar la asamblea—; los Hombres, a su vez, representados por los seis Patriarcas, bajo el auspicio del venerado Pontificex Máximus de la eterna Occidenter, conocida ahora como Eretz Makor, se reunirán en un Concilio Universal. Se trata de descubrir a esa criatura malvada que ha agitado las fuerzas del mal, pero, sobre todo, saber cómo vencerla porque no solo está amenazado por la oscuridad el mundo de los Hombres, sino la misma Celestos, la ciudad donde nunca se pone el sol, sede de los Eternos.

Los llamados a tal propósito se embarcarán en una aventura que, a modo de viaje iniciático, finalizará en los bosques de Ismadía donde se producirá una batalla legendaria, aunados Hombres y Eternos en la lucha contra el Mal. Por parte humana, el Príncipe, llamado a ser Rey de Reyes según la profecía, hijo de Aviva, soberana de Eretz Makor, acompañado de Sombra (espada que solo puede ser vencida por otra espada, Dragonia) y de una heterogénea y curiosa compañía emprenderá un camino de dudoso retorno. Los Eternos, comandados por Eleazar, el hijo de Nébulos y aun así condenado a la mortalidad por una desobediencia, y por Eostes Arcofirme, darán el apoyo necesario a los Humanos para vencer el mal. Antes de tal desenlace, Eleazar tendrá que rescatar la espada sin la cual sería imposible la victoria, Dragonia, una espada con voluntad propia a la que es necesario vencer y someter a la voluntad de quien la empuña, forjada por Wasfas el Armero en las fraguas de Celestos la Imperecedera, cuya hoja, fría y de afilados vértices, a la luz del sol es de color azul y roja a la luz de la luna. 

Por supuesto que no voy a entrar en detalles ni desvelar las peripecias de los personajes, algo que dejo al amable lector. Sí señalaré algo interesante de lo que el autor es plenamente consciente, puesto que lo reitera, por lo menos, en tres ocasiones: el mal no solo es destructivo por naturaleza sino que, en última instancia, ese poder de destrucción lo revierte contra sí mismo. El mal es tortuoso, retorcido, de oscuros designios, aunque siempre contempla la destrucción y la muerte como finalidad, por lo que, dejado a sí mismo, cuando no tuviera nada ni nadie a quien destruir, se revolvería contra sí autodestruyéndose. Es una idea fuerza. Francisco Javier Illán Vivas la subraya cunado señala la dualidad de Anteo, más aún cuando lo hace con la ambivalencia de Érebo, puesto que si su oscuridad destructiva fuera escindida, cada mitad lucharía contra la otra mitad hasta autodestruirse y, de esa destrucción, nacería la luz; en último término, como colofón, está presente y explica la lucha de Lilith contra Érebo. Y aquí me detengo en otro carácter de la maldad: su condición vampírica. En el mito hebreo, después de su ruptura con Adán, Lilith se convierte en un vampiro que vaga por las noches chupando la sangre de los bebés; la otra Lilith, la hija de Inferos y de las aguas putrefactas donde se han diseminado las cenizas de Gorgerigona la Maldita, de igual modo adquiere y acrecienta su poder cuando absorbe la energía de su adversario. No escatimará para ello un beso que porta la muerte.



Al reseñar algún libro de Francisco Javier Illán Vivas, he dicho que su prosa es ágil y plástica; es por esta cualidad que la lectura de estos se hace muy amena y una vez que se empiezan se devoran con prontitud. Así ocurre con “El retorno de la espada”. Algunas de sus páginas son extremadamente vigorosas y cargadas de significado, sea cuando señala ese oxímoron andante que supone Lilith, o cuando Odis, traspasando el Arco del Silencio, ingresa en la Etérea Eternidad. Hay más, pues nos encontramos con una narración épica en la que nos esperan bellísimas páginas; las dejo al descubrimiento del lector. En ellas encontrará, a la par que la lucha del Bien contra el Mal, la confrontación entre Libertad y Destino, el enfrentamiento con la Muerte y su misterio, y el canto al Valor, ese Valor que a algún personaje le hará, pertrechado de su espada, tirarse al vacío en cuyo fondo rugen los ríos de fuego y lava.

Francisco Javier Illán Vivas es un hiperbóreo o, por lo menos, yo tengo esa percepción de él. Lo he tratado poco (espero remediarlo en un futuro), aunque he leído parte de sus escritos. Quizá sea osadía mía emitir tal juicio, pero me avalan para  tal parecer los rasgos de su escritura, el espíritu de lucha que trasmite, el gusto por lo mitológico, las espadas, los arcos, las flechas…, el culto al valor y la valentía, el culto a la individualidad. Hombre de un remoto pasado, hurga en la memoria colectiva y entrelaza lo fantástico con lo mítico, lo que fue o pudo ser con lo que será, para crear una realidad, esa compacta realidad que nos entrega en su obra.

 

                                   Jesús Cánovas Martínez©

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                                   Ad astra per aspera.