miércoles, 16 de junio de 2021

EL RETORNO DE LA ESPADA

 

EL RETORNO DE LA ESPADA

FRANCISCO JAVIER ILLÁN VIVAS

M.A.R. EDITOR

II Premio Villers de l’Isle Adam de Novela Fantástica, 2021.






Los autores de fantasía tienen una creatividad especial: no solo forman tramas, sino que conforman mundos, y estos mundos son veraces por cuanto no son contradictorios. Quiero decir que son mundos que atienden a una lógica, pues tienen sus propias leyes. Son mundos posibles. Quizá no hayan existido, pero podrían existir, y aunque no existan en un futuro por lo menos existen o están en la mente de su particular hacedor. Esto ocurre con La Tierra Media de Tolkien, o con Narnia de C.S. Lewis, o con Laugea de Francisco Javier Illán Vivas.

No existen los hechos puros, insisto, porque las ideas ya están configurando los hechos; por lo tanto, cuando hablamos de realidad, deberíamos saber que hablamos de una realidad conformada a nuestras percepciones y preconcepciones, esto es, a nuestros esquemas de conocimiento de los cuales partimos. Ahora bien, añado a esta tesitura demasiado kantiana que no solo los conceptos o ideas de los que partimos configuran nuestra realidad, sino que voy un poco más lejos: también lo hace, y en mayor medida, nuestra imaginación. El mito precede al concepto y subyace al razonamiento, por cuanto no entra en contradicción con este; es más, todo mito es lógico en su estructura (Levi-Strauss ya dedicó incansables páginas para fundamentar dicho aserto). Por tal razón un mundo imaginado se convierte en real si no contradice ninguna ley lógica, ya que lo real precede a lo existente. Si un mundo imaginado no es contradictorio, es posible y, si es posible, existe o podría existir, existió o existirá; es así por chocante que nos pudiera parecer (ahora traigo a Wittgenstein en mi favor). Un mundo conformado según unas leyes, poseedor de su lógica interna, tiene su propia consistencia y aquel que lo formula remeda al Creador. Estos mundos tienen una riqueza implícita; en ellos el enigma está a la vuelta, y la sorpresa, al igual que sucede en el mundo consensuado. Sin embargo, tales mundos poseen una gran ventaja, ya que al no desplazar el consensuado, podemos superponerlos a este como espejos; de tal forma nos permiten ensayar respuestas a interrogantes verdaderamente difíciles.

 “El retorno de la espada” supone la continuación de la saga de “La cólera de Nébulos” (integrada por “La maldición”, “El rey de las esfinges” y “La oscuridad infernal”) y, como tal, muchos de los personajes que aparecen tienen ya una historia a sus espaldas y, los acontecimientos que sucedieron en un pasado, un peso en la trama del presente; dicho esto, el libro constituye una unidad de sentido y se puede leer con independencia de los anteriores sin menoscabo de su inteligibilidad. 

Nos encontramos con una tierra legendaria Laugea, con sus altas montañas, desiertos, mares interiores, reinos y ciudades, pablada por las más variopintas y diversas criaturas dotadas de habla. Entre estos seres, por su relevancia especial, cabe destacar dos tipos: los Eternos y los Hombres. En un principio, Eternos y Hombres, constituían una misma raza, pero se escindieron, y así caminarán, escindidos, a lo largo de las edades hasta que al final de los tiempos vuelvan a unirse. Cualidad propia de los Eternos es la inmortalidad; solo pueden morir o porque otro Eterno los mate o porque ellos mismos decidan traspasar “El Arco del Silencio”. Los Hombres, por el contrario, están afligidos por la muerte y su vivencia del tiempo es diferente a la de los Eternos; mientras que los Eternos viven, por así decir, un tiempo “congelado”, los años humanos pasan veloces y las generaciones de estos se suceden rápidamente.



Francisco Javier Illán Vivas ya desde el inicio de “El retorno de la espada” nos introduce en una narración épica no exenta de lirismo, donde asistiremos a la lucha arcaica y arquetípica del Bien contra el Mal. Si en los albores del tiempo hubo una escisión entre Hombres y Eternos, con el decurso de la temporalidad sucedieron nuevas escisiones: entre los Eternos, según abrazaran el Bien o el Mal, y, concomitantemente, entre los Humanos.

A modo de prólogo de lo que sucederá, el autor nos propone el nacimiento de una criatura del mal: una Venus tenebrosa, Lilith,  que al igual que la del mito griego nacerá de las aguas y del esperma del padre. Ahora bien, las aguas de las que nace Lilith no son las limpias de la mar, ni el padre será Urano, sino que nacerá de las aguas cenagosas y oscuras del Lago Estige en las cuales se han esparcido las cenizas de Gorgerigona la Maldita, quien fue la más aberrante monstruosidad del Orco, y el semen será el de Inferos, hijo y heredero del poder infernal de Satánicus el Maldito. Nace así una criatura de gran belleza y gran poder, y ambas cualidades las utilizará para realizar el mal y cumplir los deseos de venganza del padre. La existencia de este ser malvado en un principio pasará desapercibida a los Eternos, pero no las consecuencias de su actuación; esto es porque Lilith será conocida por los Hombres como Judith, y tal cambio de nombre la hará desaparecer de los Libros del Tiempo.

Queda servida la trama: mientras los Eternos, auspiciados, por Nébulos, el Eterno Supremo hijo de Universos, y Mágios, el Consejero del Eterno Supremo, convocan el Senado Imperial en la Sala del Ojo del Tiempo —Huele a sangre y a muerte en el mundo de los Humanos y temo que la tierra se vuelva resbaladiza cuando el rojo líquido la cubra con su espeluznante manto, solemnemente anuncia Nébulos nada más comenzar la asamblea—; los Hombres, a su vez, representados por los seis Patriarcas, bajo el auspicio del venerado Pontificex Máximus de la eterna Occidenter, conocida ahora como Eretz Makor, se reunirán en un Concilio Universal. Se trata de descubrir a esa criatura malvada que ha agitado las fuerzas del mal, pero, sobre todo, saber cómo vencerla porque no solo está amenazado por la oscuridad el mundo de los Hombres, sino la misma Celestos, la ciudad donde nunca se pone el sol, sede de los Eternos.

Los llamados a tal propósito se embarcarán en una aventura que, a modo de viaje iniciático, finalizará en los bosques de Ismadía donde se producirá una batalla legendaria, aunados Hombres y Eternos en la lucha contra el Mal. Por parte humana, el Príncipe, llamado a ser Rey de Reyes según la profecía, hijo de Aviva, soberana de Eretz Makor, acompañado de Sombra (espada que solo puede ser vencida por otra espada, Dragonia) y de una heterogénea y curiosa compañía emprenderá un camino de dudoso retorno. Los Eternos, comandados por Eleazar, el hijo de Nébulos y aun así condenado a la mortalidad por una desobediencia, y por Eostes Arcofirme, darán el apoyo necesario a los Humanos para vencer el mal. Antes de tal desenlace, Eleazar tendrá que rescatar la espada sin la cual sería imposible la victoria, Dragonia, una espada con voluntad propia a la que es necesario vencer y someter a la voluntad de quien la empuña, forjada por Wasfas el Armero en las fraguas de Celestos la Imperecedera, cuya hoja, fría y de afilados vértices, a la luz del sol es de color azul y roja a la luz de la luna. 

Por supuesto que no voy a entrar en detalles ni desvelar las peripecias de los personajes, algo que dejo al amable lector. Sí señalaré algo interesante de lo que el autor es plenamente consciente, puesto que lo reitera, por lo menos, en tres ocasiones: el mal no solo es destructivo por naturaleza sino que, en última instancia, ese poder de destrucción lo revierte contra sí mismo. El mal es tortuoso, retorcido, de oscuros designios, aunque siempre contempla la destrucción y la muerte como finalidad, por lo que, dejado a sí mismo, cuando no tuviera nada ni nadie a quien destruir, se revolvería contra sí autodestruyéndose. Es una idea fuerza. Francisco Javier Illán Vivas la subraya cunado señala la dualidad de Anteo, más aún cuando lo hace con la ambivalencia de Érebo, puesto que si su oscuridad destructiva fuera escindida, cada mitad lucharía contra la otra mitad hasta autodestruirse y, de esa destrucción, nacería la luz; en último término, como colofón, está presente y explica la lucha de Lilith contra Érebo. Y aquí me detengo en otro carácter de la maldad: su condición vampírica. En el mito hebreo, después de su ruptura con Adán, Lilith se convierte en un vampiro que vaga por las noches chupando la sangre de los bebés; la otra Lilith, la hija de Inferos y de las aguas putrefactas donde se han diseminado las cenizas de Gorgerigona la Maldita, de igual modo adquiere y acrecienta su poder cuando absorbe la energía de su adversario. No escatimará para ello un beso que porta la muerte.



Al reseñar algún libro de Francisco Javier Illán Vivas, he dicho que su prosa es ágil y plástica; es por esta cualidad que la lectura de estos se hace muy amena y una vez que se empiezan se devoran con prontitud. Así ocurre con “El retorno de la espada”. Algunas de sus páginas son extremadamente vigorosas y cargadas de significado, sea cuando señala ese oxímoron andante que supone Lilith, o cuando Odis, traspasando el Arco del Silencio, ingresa en la Etérea Eternidad. Hay más, pues nos encontramos con una narración épica en la que nos esperan bellísimas páginas; las dejo al descubrimiento del lector. En ellas encontrará, a la par que la lucha del Bien contra el Mal, la confrontación entre Libertad y Destino, el enfrentamiento con la Muerte y su misterio, y el canto al Valor, ese Valor que a algún personaje le hará, pertrechado de su espada, tirarse al vacío en cuyo fondo rugen los ríos de fuego y lava.

Francisco Javier Illán Vivas es un hiperbóreo o, por lo menos, yo tengo esa percepción de él. Lo he tratado poco (espero remediarlo en un futuro), aunque he leído parte de sus escritos. Quizá sea osadía mía emitir tal juicio, pero me avalan para  tal parecer los rasgos de su escritura, el espíritu de lucha que trasmite, el gusto por lo mitológico, las espadas, los arcos, las flechas…, el culto al valor y la valentía, el culto a la individualidad. Hombre de un remoto pasado, hurga en la memoria colectiva y entrelaza lo fantástico con lo mítico, lo que fue o pudo ser con lo que será, para crear una realidad, esa compacta realidad que nos entrega en su obra.

 

                                   Jesús Cánovas Martínez©

                                   Todos los derechos reservados.

                                   Ad astra per aspera.

sábado, 5 de junio de 2021

EL FRÍO CORAZÓN DE LAS ESTATUAS

 

EL FRÍO CORAZÓN DE LAS ESTATUAS

PEDRO JAVIER MARTÍNEZ

Prólogo de Manuel Álvarez Torneiro

LOS LIBROS DEL MISSISSIPPI

 


No es la primera vez que Pedro Javier Martínez aborda los temas sociales, ese desajuste endémico en la historia de la humanidad entre ética y política o, mejor, el desajuste entre la buena o mala praxis que aboca al sufrimiento y al dolor del débil frente a aquel que se erige como fuerte, y, en última instancia, al de este que se cree fuerte. Ya desde el lejano poemario Hay una paz que espera surge con vigor en su obra la denuncia de la injusticia y la irremisible apuesta por el desheredado, por el hombre sufriente que necesita una pronta reparación de su mal. Desde entonces para acá estos temas constituyen una transversalidad y afloran con más o menos patencia a lo largo de su producción literaria —señalo por su especial relevancia Jinetes de lo impuro (Premio Torrevieja de Poesía)—. En la dilatada obra de Pedro Javier esta temática daría para un estudio en profundidad; sin embargo, me voy a ceñir al libro que nos ocupa, su última entrega poética: El frío corazón de las estatuas, donde plantea con inusitada insistencia el problema del mal, eje sobre el cual se vertebra el poemario.

Llama la atención el título, El frío corazón de las estatuas, metáfora de su contenido que terminará por helar la sangre del lector. ¿De qué estatuas nos habla Pedro Javier? ¿Cuál es su frío corazón? Las estatuas de frío corazón no son sino los hombres que han perdido el alma y, por perderla, se han convertido en estatuas sin corazón. La argumentación, desde luego, es circular, pero no el frío, puesto que este avanza a lo largo del poemario. Por eso el autor nos propondrá las etapas de tal progresión, que coincidirán con las tres partes en que lo divide: 1) Estatuas de arena, 2) De mármol y 3) De bronce. Esta progresión del enfriamiento correrá paralela a la del endurecimiento del corazón. El alma se volverá fría cuando eluda cualquier sentimiento de bondad y la maldad definitivamente se adueñe de ella hasta el punto de que, tal maldad, termine por convertirse en un modo de ser y estar en el mundo. En el fondo late en el poemario el viejo conflicto ente el bien y el mal, al que asiste impávido, aunque desgarrado en sus entrañas, el poeta, quien con impotencia ve cómo el mal gana la batalla, por lo menos aparentemente. Los hombres cuyos corazones se enfrían y se convierten en estatuas, en última instancia son aquellos que, al igual que el ángel caído, abrazan el mal por el mal y, convertidos en ñiquiñaques (palabra que utiliza el poeta para designarlos),  encaminan sus acciones hacia un mayor horror.

Pedro Javier no postula el mal en abstracto, perspectiva que, más que a la poética, pertenecería a la dimensión filosófica; por el contrario, asumiendo la dimensión teológica, y puesto que del mal no faltan ejemplos que impactan al corazón, mueve el sentimiento y la emoción para expresar poéticamente la hondura de su dolor. Pero su dolor es el dolor de todo hombre de bien, por lo que al nombrar la llaga y meter su dedo ahí, universaliza su dolor y lo convierte en el dolor de todos. Ahora bien, su voz poética no se detiene en nombrar la llaga y poner su dedo, sino que clama, clama por la justicia o por los restos de la bondad, exigiendo desesperadamente una reparación. En realidad, el poeta clama a Dios, al Único que verdaderamente puede clamar. Así, junto al registro y la denuncia, con la concomitante emoción devastadora que le produce el mal, acontece el grito desconsolado, el grito a Dios; a un Dios deseado pero tantas veces elíptico, el cual, sin ser nombrarlo directamente, está presente a lo largo de las páginas de El frío corazón de las estatuas. Solo Dios puede rebasar el mal y convertirlo en aliado, darle la significación que lo haga legible, pero tal designio queda en el ámbito del misterio para el poeta-hombre.



El primer poema del libro, en este sentido del que hablo es, al tiempo que paradigmático, programático:

 

No sé por dónde andas,

pero te estoy llamando

con el ronco alarido

del corazón

desde que el alba

incendió de rubores las espigas.

Traigo una llaga abierta en el costado

por la perversa rosa que ha crecido,

el letal desamor, entre los hombres.

Y he concitado a Munch, porque su grito

sea un reflejo de mi propio grito.

 

Un Dios silente, la inanidad del mal, solo pueden aumentar la zozobra del poeta hasta el paroxismo. El frío corazón de las estatuas, de esta forma, se convierte en un libro agónico, pues la vieja lucha del bien contra el mal, fiel reflejo de la que ocurre en el interior del alma, se desarrolla entre sus páginas, de principio a fin. En un momento dice el poeta:

 

Qué amarga sinrazón la de sentirme

un hombre más en esta disyuntiva

de rematar la tierra a navajazos…

 

Bien sabe Pedro Javier que el origen del mal no es otro sino el ángel caído, Luzbel devenido en Satán, quien disputa a Dios el alma del hombre, y esta se convierte en el auténtico campo de batalla entre ambos. ¿Qué somos —se pregunta el poeta—, hombres o mero barro cocido/ en el alfar de la desconfianza? Y en el primer poema de la segunda parte, De Mármol, precisa:

 

Estaba allí, presente,

a la espera del luctuoso instante

en que se produjese la hecatombe,

para recolectar

los pervertidos frutos del dolor.

 

Y su aura era oscura,

como un río de sangre coagulada.

 

        Insisto en que el poeta, aunque designa con imágenes y metáforas tanto a Dios como a Satán, muy poco los nombra, como si con tal elipsis nos quisiera decir que el combate entre ambos se produce en un territorio invisible para el ojo, pero cuyas consecuencias se palpan en el diario vivir y son aterradoras. Se trata de una lucha secreta, soterrada pero violenta y sin cuartel, entre Dios y el diablo en el mismo territorio que disputan: el alma humana. Ahora bien, si esto es así, y si, por otra parte, el origen del mal, esa opción libre y radical por la maldad, por incomprensible nos queda velada, se hará necesario indagar en la psicología del malvado para arrojar cierta comprensión sobre el horror. De este modo, la reflexión poética de Pedro Javier sobre la maldad pondrá como centro al mismo hombre.




Al desplazar el centro de gravedad hacia una consideración antropológica, la paradoja queda servida: si en el hombre propiamente no cabe radicar la causa del mal; es de notar sin embargo que si no fuera por el concurso del hombre, el mal no adquiriría la forma de la devastación. Es el hombre quien mediatiza el mal porque el mal se concretiza en las acciones malas que efectúa; si así no fuera, el mal carecería de fuerza y difícilmente dejaría su impronta. ¿Qué ocurre, pues, en el interior del hombre? Vuelvo al primer poema donde el autor señala una clave de comprensión: el letal desamor; desamor y, por desamor, letal, convertido en el leitmotiv de El frío corazón de las estatuas. Una herencia, fatal y funesta, arrostramos desde nuestro primer ancestro: la deslealtad, el letal desamor, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con la misma tierra, y nos precipita hacia la degradación.


Poemas dramáticos, sin título, solo numerados, se sucederán unos a otros en esa progresión de la degradación y la atrocidad como eslabones de una cadena de horror; versos doloridos y dolorosos, trascendidos de una humanidad con la que el poeta quiere comprender el dolor, quiere comprender la frialdad de corazón a que pueden llegar los hombres, hombres cuyo corazón de carne ha terminado por convertirse en corazón de piedra y, aún más, de bronce.

Esta terrible consciencia del mal y sus estragos, le lleva al poeta a enfrentar las numerosas formas del desamor e indagar en su por qué. Fanatismo, religioso o de cualquier otro tipo, falta de valores, idolatría de variados matices, especialmente la de aquellos que se inclinan ante el becerro de la especulación, persecución del poder, la mucha vanidad… En fin, la lista es larga. Aun así, Pedro Javier señala con especial énfasis a los tibios, a aquellos que eluden su responsabilidad, a aquellos que callan y, por callar, consienten. Es el triste caso del hombre Pilatos. El hombre Pilatos, el que se lava las manos, el tibio, aquel que soslaya todo tipo de compromiso, atento solo a sus pequeños egoísmos, al aliño de cada día con que endulza su pequeña y miserable vida, por no alzar el grito es el gran responsable de este perpetuo estado de injusticia.

 

Hay veces que la carne

se atrinchera en la umbría

donde urdir sus excesos, y levanta

un escudo de boria y alfileres

con que esquivar del alma sus reproches.

 

A tanto puede llegar la monstruosidad del mal que lo más fácil resulta negar lo evidente: su patencia. Ahora bien, aquel que mira siempre a otro lado y presume de manos limpias se convierte en un humano inhumano, y cuando intenta enmascarar de altruismo los verdaderos intereses de su depredación añade nuevo reglón a la insolidaria historia. Por eso, para contrarrestar el mal y la injusticia que le sigue, lo primero que hay que hacer es luchar contra la traición a uno mismo; luchar contra ese intento continuo de solaparse, sea con la hipocresía o la negación, de la responsabilidad adquirida ante nuestros semejantes, ya que aunque solo hubiera un hombre que sufriese, también sufriría yo. Homo sum, humani nihil a me alienum puto (Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno), el viejo dicho de Terencio resuena con fuerza y el poeta lo hace suyo. Basta ya de mentirnos a nosotros mismos, de justificarnos patéticamente, puesto que lo que hay que hacer es reinvertir lo inverso, decapitar orgullos y vanidades, recuperar valores, dejar el conformismo impávido, desechar el miedo, recuperar la dignidad y enarbolar los estandartes de la lucha. Hay que despertar. No se pueden cerrar los ojos por siempre ni mirar a otro lado continuamente. El centro de la maldad convoca el centro del hombre desde donde brota la sangre, y la sangre se adentra por los laberintos de la memoria oscura, busca razones, clama por la vida e intenta purificar este drama de vivir cegando el hontanar oscuro con la oblación. Dice el poeta:

 

Por si descubre al fin la madriguera

del hontanar del reino de la noche

y consigue cegarlo con los fuegos

de la oblación.

 

Visto lo visto en la clase política, no debemos esperar que nos defienda quien nos debería defender, con ironía afirma Pedro Javier. La lucha  es de cada cual en particular y debe afrontarla en solitario. ¿En solitario…? No. Nos podremos sentir inermes y desolados, mudos o solos en la partida contra el mal, pero siempre nos quedará el as del amor, esto es, Dios, Quien sigue ahí, a nuestro lado: 

 

No hay daño que me apremie

nii dolor que me aflija

si estás a mi derecha

con tu candil ardiente.

 

Un gran impacto emocional me ha producido esta última entrega de Pedro Javier Martínez, El frío corazón de las estatuas. Todo hombre de bien se escandaliza ante la maldad, y si esta es tan desmedida como gratuita, tal y como la experimentamos en los últimos tiempos, el escándalo que nos produce va más allá del sollozo y del grito. Comprenderla no podemos; denunciarla, sí. Pedro Javier va más allá, y acaba el poemario con un alegato a la esperanza:

 

Que sí, que sí, que hay hombres de una pieza

que han prendido en sus propias carnes

la verdadera esencia de la vida

en el rigor que entraña el sufrimiento.

Hombres volcados al amor, enteros,

incapaces de defraudar la expectativa

de Aquél que los creó.

Hombres idóneos

de fundir con su luz

el frío corazón de las estatuas.

 


            Al pasar de las páginas del poemario mucho me ha agradado el poema (un soneto con estrambote) que Pedro Javier, fiel a la generosidad que lo caracteriza, me ha regalado. Sí, querido amigo, coincidimos en muchos gustos e ideas comunes, y coincidimos en el amor al mar que para nosotros se convierte en la mar, femenina madre, y esposa, y hermana, y amante. Vivimos momentos extraños, tantas veces desconsolados, y la mar se inflama con la infinidad de su tristeza y se debate agorera de presagios. Peo esa mar, agónica hoy, rutilará mañana, pronta de luz y azules. La esperanza es fuerza en la espera; el mal no tiene la última palabra. Un agradecido y grande abrazo.

 

                                   Jesús Cánovas Martínez@

                                   Filósofo y poeta

                                   Ad astra per aspera.