sábado, 5 de junio de 2021

EL FRÍO CORAZÓN DE LAS ESTATUAS

 

EL FRÍO CORAZÓN DE LAS ESTATUAS

PEDRO JAVIER MARTÍNEZ

Prólogo de Manuel Álvarez Torneiro

LOS LIBROS DEL MISSISSIPPI

 


No es la primera vez que Pedro Javier Martínez aborda los temas sociales, ese desajuste endémico en la historia de la humanidad entre ética y política o, mejor, el desajuste entre la buena o mala praxis que aboca al sufrimiento y al dolor del débil frente a aquel que se erige como fuerte, y, en última instancia, al de este que se cree fuerte. Ya desde el lejano poemario Hay una paz que espera surge con vigor en su obra la denuncia de la injusticia y la irremisible apuesta por el desheredado, por el hombre sufriente que necesita una pronta reparación de su mal. Desde entonces para acá estos temas constituyen una transversalidad y afloran con más o menos patencia a lo largo de su producción literaria —señalo por su especial relevancia Jinetes de lo impuro (Premio Torrevieja de Poesía)—. En la dilatada obra de Pedro Javier esta temática daría para un estudio en profundidad; sin embargo, me voy a ceñir al libro que nos ocupa, su última entrega poética: El frío corazón de las estatuas, donde plantea con inusitada insistencia el problema del mal, eje sobre el cual se vertebra el poemario.

Llama la atención el título, El frío corazón de las estatuas, metáfora de su contenido que terminará por helar la sangre del lector. ¿De qué estatuas nos habla Pedro Javier? ¿Cuál es su frío corazón? Las estatuas de frío corazón no son sino los hombres que han perdido el alma y, por perderla, se han convertido en estatuas sin corazón. La argumentación, desde luego, es circular, pero no el frío, puesto que este avanza a lo largo del poemario. Por eso el autor nos propondrá las etapas de tal progresión, que coincidirán con las tres partes en que lo divide: 1) Estatuas de arena, 2) De mármol y 3) De bronce. Esta progresión del enfriamiento correrá paralela a la del endurecimiento del corazón. El alma se volverá fría cuando eluda cualquier sentimiento de bondad y la maldad definitivamente se adueñe de ella hasta el punto de que, tal maldad, termine por convertirse en un modo de ser y estar en el mundo. En el fondo late en el poemario el viejo conflicto ente el bien y el mal, al que asiste impávido, aunque desgarrado en sus entrañas, el poeta, quien con impotencia ve cómo el mal gana la batalla, por lo menos aparentemente. Los hombres cuyos corazones se enfrían y se convierten en estatuas, en última instancia son aquellos que, al igual que el ángel caído, abrazan el mal por el mal y, convertidos en ñiquiñaques (palabra que utiliza el poeta para designarlos),  encaminan sus acciones hacia un mayor horror.

Pedro Javier no postula el mal en abstracto, perspectiva que, más que a la poética, pertenecería a la dimensión filosófica; por el contrario, asumiendo la dimensión teológica, y puesto que del mal no faltan ejemplos que impactan al corazón, mueve el sentimiento y la emoción para expresar poéticamente la hondura de su dolor. Pero su dolor es el dolor de todo hombre de bien, por lo que al nombrar la llaga y meter su dedo ahí, universaliza su dolor y lo convierte en el dolor de todos. Ahora bien, su voz poética no se detiene en nombrar la llaga y poner su dedo, sino que clama, clama por la justicia o por los restos de la bondad, exigiendo desesperadamente una reparación. En realidad, el poeta clama a Dios, al Único que verdaderamente puede clamar. Así, junto al registro y la denuncia, con la concomitante emoción devastadora que le produce el mal, acontece el grito desconsolado, el grito a Dios; a un Dios deseado pero tantas veces elíptico, el cual, sin ser nombrarlo directamente, está presente a lo largo de las páginas de El frío corazón de las estatuas. Solo Dios puede rebasar el mal y convertirlo en aliado, darle la significación que lo haga legible, pero tal designio queda en el ámbito del misterio para el poeta-hombre.



El primer poema del libro, en este sentido del que hablo es, al tiempo que paradigmático, programático:

 

No sé por dónde andas,

pero te estoy llamando

con el ronco alarido

del corazón

desde que el alba

incendió de rubores las espigas.

Traigo una llaga abierta en el costado

por la perversa rosa que ha crecido,

el letal desamor, entre los hombres.

Y he concitado a Munch, porque su grito

sea un reflejo de mi propio grito.

 

Un Dios silente, la inanidad del mal, solo pueden aumentar la zozobra del poeta hasta el paroxismo. El frío corazón de las estatuas, de esta forma, se convierte en un libro agónico, pues la vieja lucha del bien contra el mal, fiel reflejo de la que ocurre en el interior del alma, se desarrolla entre sus páginas, de principio a fin. En un momento dice el poeta:

 

Qué amarga sinrazón la de sentirme

un hombre más en esta disyuntiva

de rematar la tierra a navajazos…

 

Bien sabe Pedro Javier que el origen del mal no es otro sino el ángel caído, Luzbel devenido en Satán, quien disputa a Dios el alma del hombre, y esta se convierte en el auténtico campo de batalla entre ambos. ¿Qué somos —se pregunta el poeta—, hombres o mero barro cocido/ en el alfar de la desconfianza? Y en el primer poema de la segunda parte, De Mármol, precisa:

 

Estaba allí, presente,

a la espera del luctuoso instante

en que se produjese la hecatombe,

para recolectar

los pervertidos frutos del dolor.

 

Y su aura era oscura,

como un río de sangre coagulada.

 

        Insisto en que el poeta, aunque designa con imágenes y metáforas tanto a Dios como a Satán, muy poco los nombra, como si con tal elipsis nos quisiera decir que el combate entre ambos se produce en un territorio invisible para el ojo, pero cuyas consecuencias se palpan en el diario vivir y son aterradoras. Se trata de una lucha secreta, soterrada pero violenta y sin cuartel, entre Dios y el diablo en el mismo territorio que disputan: el alma humana. Ahora bien, si esto es así, y si, por otra parte, el origen del mal, esa opción libre y radical por la maldad, por incomprensible nos queda velada, se hará necesario indagar en la psicología del malvado para arrojar cierta comprensión sobre el horror. De este modo, la reflexión poética de Pedro Javier sobre la maldad pondrá como centro al mismo hombre.




Al desplazar el centro de gravedad hacia una consideración antropológica, la paradoja queda servida: si en el hombre propiamente no cabe radicar la causa del mal; es de notar sin embargo que si no fuera por el concurso del hombre, el mal no adquiriría la forma de la devastación. Es el hombre quien mediatiza el mal porque el mal se concretiza en las acciones malas que efectúa; si así no fuera, el mal carecería de fuerza y difícilmente dejaría su impronta. ¿Qué ocurre, pues, en el interior del hombre? Vuelvo al primer poema donde el autor señala una clave de comprensión: el letal desamor; desamor y, por desamor, letal, convertido en el leitmotiv de El frío corazón de las estatuas. Una herencia, fatal y funesta, arrostramos desde nuestro primer ancestro: la deslealtad, el letal desamor, con nosotros mismos, con nuestros semejantes y con la misma tierra, y nos precipita hacia la degradación.


Poemas dramáticos, sin título, solo numerados, se sucederán unos a otros en esa progresión de la degradación y la atrocidad como eslabones de una cadena de horror; versos doloridos y dolorosos, trascendidos de una humanidad con la que el poeta quiere comprender el dolor, quiere comprender la frialdad de corazón a que pueden llegar los hombres, hombres cuyo corazón de carne ha terminado por convertirse en corazón de piedra y, aún más, de bronce.

Esta terrible consciencia del mal y sus estragos, le lleva al poeta a enfrentar las numerosas formas del desamor e indagar en su por qué. Fanatismo, religioso o de cualquier otro tipo, falta de valores, idolatría de variados matices, especialmente la de aquellos que se inclinan ante el becerro de la especulación, persecución del poder, la mucha vanidad… En fin, la lista es larga. Aun así, Pedro Javier señala con especial énfasis a los tibios, a aquellos que eluden su responsabilidad, a aquellos que callan y, por callar, consienten. Es el triste caso del hombre Pilatos. El hombre Pilatos, el que se lava las manos, el tibio, aquel que soslaya todo tipo de compromiso, atento solo a sus pequeños egoísmos, al aliño de cada día con que endulza su pequeña y miserable vida, por no alzar el grito es el gran responsable de este perpetuo estado de injusticia.

 

Hay veces que la carne

se atrinchera en la umbría

donde urdir sus excesos, y levanta

un escudo de boria y alfileres

con que esquivar del alma sus reproches.

 

A tanto puede llegar la monstruosidad del mal que lo más fácil resulta negar lo evidente: su patencia. Ahora bien, aquel que mira siempre a otro lado y presume de manos limpias se convierte en un humano inhumano, y cuando intenta enmascarar de altruismo los verdaderos intereses de su depredación añade nuevo reglón a la insolidaria historia. Por eso, para contrarrestar el mal y la injusticia que le sigue, lo primero que hay que hacer es luchar contra la traición a uno mismo; luchar contra ese intento continuo de solaparse, sea con la hipocresía o la negación, de la responsabilidad adquirida ante nuestros semejantes, ya que aunque solo hubiera un hombre que sufriese, también sufriría yo. Homo sum, humani nihil a me alienum puto (Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno), el viejo dicho de Terencio resuena con fuerza y el poeta lo hace suyo. Basta ya de mentirnos a nosotros mismos, de justificarnos patéticamente, puesto que lo que hay que hacer es reinvertir lo inverso, decapitar orgullos y vanidades, recuperar valores, dejar el conformismo impávido, desechar el miedo, recuperar la dignidad y enarbolar los estandartes de la lucha. Hay que despertar. No se pueden cerrar los ojos por siempre ni mirar a otro lado continuamente. El centro de la maldad convoca el centro del hombre desde donde brota la sangre, y la sangre se adentra por los laberintos de la memoria oscura, busca razones, clama por la vida e intenta purificar este drama de vivir cegando el hontanar oscuro con la oblación. Dice el poeta:

 

Por si descubre al fin la madriguera

del hontanar del reino de la noche

y consigue cegarlo con los fuegos

de la oblación.

 

Visto lo visto en la clase política, no debemos esperar que nos defienda quien nos debería defender, con ironía afirma Pedro Javier. La lucha  es de cada cual en particular y debe afrontarla en solitario. ¿En solitario…? No. Nos podremos sentir inermes y desolados, mudos o solos en la partida contra el mal, pero siempre nos quedará el as del amor, esto es, Dios, Quien sigue ahí, a nuestro lado: 

 

No hay daño que me apremie

nii dolor que me aflija

si estás a mi derecha

con tu candil ardiente.

 

Un gran impacto emocional me ha producido esta última entrega de Pedro Javier Martínez, El frío corazón de las estatuas. Todo hombre de bien se escandaliza ante la maldad, y si esta es tan desmedida como gratuita, tal y como la experimentamos en los últimos tiempos, el escándalo que nos produce va más allá del sollozo y del grito. Comprenderla no podemos; denunciarla, sí. Pedro Javier va más allá, y acaba el poemario con un alegato a la esperanza:

 

Que sí, que sí, que hay hombres de una pieza

que han prendido en sus propias carnes

la verdadera esencia de la vida

en el rigor que entraña el sufrimiento.

Hombres volcados al amor, enteros,

incapaces de defraudar la expectativa

de Aquél que los creó.

Hombres idóneos

de fundir con su luz

el frío corazón de las estatuas.

 


            Al pasar de las páginas del poemario mucho me ha agradado el poema (un soneto con estrambote) que Pedro Javier, fiel a la generosidad que lo caracteriza, me ha regalado. Sí, querido amigo, coincidimos en muchos gustos e ideas comunes, y coincidimos en el amor al mar que para nosotros se convierte en la mar, femenina madre, y esposa, y hermana, y amante. Vivimos momentos extraños, tantas veces desconsolados, y la mar se inflama con la infinidad de su tristeza y se debate agorera de presagios. Peo esa mar, agónica hoy, rutilará mañana, pronta de luz y azules. La esperanza es fuerza en la espera; el mal no tiene la última palabra. Un agradecido y grande abrazo.

 

                                   Jesús Cánovas Martínez@

                                   Filósofo y poeta

                                   Ad astra per aspera.

4 comentarios:

  1. Un fuerte abrazo, querido Jesús, y mi enorme agradecimiento ante este profundo y certero estudio de mis "estatuas" que, como muy bien señalas tú, son las de todo hombre de bien,o, por lo menos, deberían serlo. Pedro Javier.

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    1. Como siempre un placer, comentar tus publicaciones, siempre merecidas de una mayor profundización. Eso es lo que hace falta, que los corazones endurecidos, vuelvan a convertirse en corazones de carne. Un abrazo.

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  2. Excelente reseña, leeré el libro. Un abrazo

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