viernes, 5 de abril de 2019

LA CARA OCULTA DE LA LUNA



LA CARA OCULTA DE LA LUNA

Ana María Alcaraz Roca
Editorial Pluma Verde, 2019



El mundo de la infancia es lunar y, como tal, está construido por la magia, esto es, por unos esquemas de pensamiento que son alógicos, tremendamente simbólicos y que significan el mundo como una totalidad donde cualquier cosa es posible, pues en él se hace efectiva la interrelación entre lo imaginario y lo real; la voluntad del niño se evade de la causalidad de hierro que concatena los acontecimientos y crea posibilidades de sentido, propugna hechos, conexiones y convicciones, que, si inverosímiles para el adulto, no se evaden a las íntimas convicciones del infante. Hay en esta actitud una desmedida integridad: el niño es inocente, y, por inocente, es puro. Sin embargo, tal inocencia pronto se verá defraudada por el engaño.

La luna efunde una luz prestada, por eso, tal luz es fantasmagórica y equívoca; ilumina el mundo, pero en ese mundo se agazapan no pocas añagazas entre las difusas sombras. La inocencia del niño le protege de determinados males, le amortigua la crudeza con que tantas veces se muestra la vida, pero tal protección, conforme deambula por paisajes muchas veces inhóspitos paulatinamente va desmoronándose. El niño comienza a exigir respuestas claras a sus demandas, quiere aventar las sombras y las dudas que poco a poco le van habitando y terminan por confundirle. Las cosas no eran como él pensaba, máxime si el adulto las disfraza con una verdad impostada. La luna muestra una faz, pero tal faz es engañosa; posee otra cara, y en el niño crece tal certeza: posee la luna una cara oculta que no muestra nunca. El niño entonces, al percibir tal impostura, siente perplejidad.

Una niña, Ana María Alcaraz Roca, nos abre su alma y nos cuenta sus vivencias, que no por suyas dejan de ser paradigmáticas. Nos habla del paso de ese mundo lunar de resonancias mágicas, a otro mundo, el solar, donde los objetos o vivencias vienen definidos por contornos precisos, rotundos. En los poemas que componen La cara oculta de la luna aparecerá esa tensión entre lo engañoso y lo real, entre la magia que cubre y encubre la infancia y la objetividad del mundo del adulto, entre lo imaginario o alógico y lo causal, entre lo simbólico y lo conceptual. Por eso muchos poemas parten de la vivencia de un hecho por parte de Ana María niña y se deslizan hasta alcanzar la forma conclusiva de una desvelación, cuando el engaño haya sido puesto de manifiesto ante la nueva mirada de Ana María adulta.

No se hurta la ternura en tal proceso, ni la mirada condescendiente, ni a veces la sutil ironía. Ana María gasta amabilidad ante los adultos engañosos, nunca reproche; al fin y al cabo los adultos también tienen sus prisiones y no pocas veces estas prisiones aluden a una precariedad material. En este sentido, me gusta especialmente el poema que lleva por título La Muñeca, en cuyo inicio ya se nos advierte: Eran aquellos años pródigos/en penurias e infortunios. Tal muñeca, que encanta a la niña, aparece una mañana de Reyes, pero, dotada de la magia de los objetos, entrado el verano va desaparece… Tal vez el “Tío del Saco”/se la hubiese llevado a su guarida… Lo curioso resulta cuando un nuevo seis de enero vuelve a aparecer, aunque con un vestido diferente.

Temerosa, la niña se entera de que los tres enemigos del hombre son el demonio, el mundo y la carne, por tal razón, y para no pecar, se negará a comer carne en lo sucesivo. El aljibe que diligentemente limpia el abuelo, esconderá un extraño y blanquinoso monstruo; a un viejo molino destartalado, al contemplar sus rotas alas desflecadas,/desterradas de los besos insomnes de la luna, le insuflará el alma en su día deshabitada. Un cofre, cargado de años y recuerdos, con los tesoros que transitan de generación en generación, donde la abuela guarda las sábanas bordadas con esmero/a punto de festón o con vainicas/que consumieron muchas de sus horas/ante la luz caduca de un quinqué, le hace evocar  esa antiguas manos como ramas de un almendro, la presencia adherida a los enigmas que custodia. Un cofre, unas fotografías, unas conchas, misterios que evocan la persistencia de los objetos frente al paso efímero de la existencia humana. Ellos, los objetos, quedan; los ancestros, lo que fue, permanecen en cuanto huellas de la dulce nostalgia del recuerdo que los evoca desde el tiempo de la niñez tan definitivamente ido.


Muchos son los poemas que pivotan entre un determinado engaño que albergaba la infancia y, tras la anécdota relatada, concluyen con un rapto de racionalidad y una moraleja que supone casi una advertencia para futuros navegantes; porque los espejismos de la luna, en última instancia, pese a lo que un observador poco avisado pudiera pensar, terminan por fraguar en Ana María un carácter rebelde y tremendamente asertivo. Es la sana reacción ante tantas absurdas líneas Maginot, ineficientes en sí mismas, tal y como lo fue la original, que intentan delimitar lo posible de lo imposible, el espejismo dado como veraz de la realidad entendida como ilusoria, y en el fondo no suponen sino un límite a la propia libertad y al ser. Muy ilustrativo me parece el poema que lleva por título La Raya Azul. La autora concluye de este modo dicho poema:

Por eso ahora,
con la irreverencia que me han prestado
los muchos años consumidos,
no hay rayas azules que no traspase
y, ay, del que ose siquiera dibujarlas.

Dentro de la complejidad del poemario, el cual me llevaría tiempo deslindarlo, quiero subrayar tan solo, como bien corresponde a una reseña, otra línea de sentido que me parece importantísima. No es sino el enfrentamiento de la autora con la muerte (tema este, por otra parte, que traspasa la totalidad de su obra escrita); muerte que, desde el mismo inicio de La cara oculta de la luna está agazapada entre sus páginas y se mostrará de manera más o menos patente, algo que no resulta extraño si pensamos que la evocación forma parte de la sustancia del poemario. La luna es la pálida del cielo, y su luz fría es trasunto de la muerte y de los muertos. El poemario se enmarca entre dos citas significativas: en su inicio, la de García Lorca, que nos muestra el rapto que hace la luna de un niño, al que lleva de la mano por los cielos, y, antes del magnífico poema Velas con que termina, otra de Kavafis; en medio, una sucesión de motivos a modo de tablillas que evocan el remoto pasado desaparecido en los esteros del tiempo, polvo apenas del recuerdo en los ojos de una niña.

Son tremendos los poemas Misina, La muerte de mi abuela, Dudas (por este orden). En ellos la certeza de la muerte avanza, desde su primer e inopinado contacto con la niña, al llevarse desesperanzadamente a su primera amiga de pelaje blanco y negro, hasta el duelo y dolor que le producirá la extinción de los abuelos: en primer lugar, la de la abuela, acuciada por el dolor insoportable de una terrible enfermedad; en segundo, la del abuelo, querido y casi idolatrado por la niña, cuyo presagio tomará la forma, silenciosa y dramática, de una personificación. Cito el final de Misina:

Recuerdo con dolor
el amado tacto de mi amiga
que adquiría la yerta textura de las aguas.
Velé, entre caricias, su agonía,
arena y lágrimas.
El cielo de febrero, bondadoso,
colocó todo su azul
en la vidriosa geografía
de sus pupilas asombradas
y en las mías todo el espanto
de la contemplación primera
de la terrible cara de la muerte.

La luna tiene una faz oculta, y esta no siempre es amable… Aun así, la única patria que tenemos es la infancia, pues para responder a lo que ahora somos irremediablemente debemos preguntarle y encarar un diálogo con ella. Esto lo sabe muy bien Ana María Alcaraz Roca. Quizá sea esta la razón por la cual el poemario, al contemplar o vivenciar los de la autora, no solo remueve en el lector adulto emotivos recuerdos, sino que adquiere un trasfondo metafísico de inquisición y búsqueda del sentido de la propia vida. Impresiona de estas evocaciones que todas ellas, por su carga de significado, son dignas de una segunda memoria, de tal forma que suponen puentes tendidos entre cualquier lector-contemplador y Ana María. Y aquí lo dejo.


Resalto, por último, la dedicatoria de La cara oculta de la luna. Ana María dedica el poemario a un ser muy querido y muy pequeño todavía, a un ser con una gran promesa de futuro: me refiero a Ariadne, su primera y, hasta la fecha, única nieta.  Veo en este gesto un evidente guiño. Otra infancia, nueva y por consumir, recibirá un precioso legado como un ariete contra el olvido y contra la muerte, cargado de la experiencia, y de la consiguiente sabiduría, de una abuela que ha vivido.

                                   Jesús Cánovas Martínez©
                                   Filósofo y poeta.
                                   Ad astra per aspera.