EL VUELO SOBRE LA HIGUERA
He asistido a sesiones de regresión hipnótica
y me ha resultado sorprendente comprobar que, al igual que Funes el Memorioso,
aquel personaje del cuento de Borges, no perdemos nada de nuestras vivencias,
sino que en nuestra memoria quedan registrados hasta los detalles más ínfimos
de nuestro pasado. Cuando a un individuo en ese estado hipnótico se le hace
retroceder a edades cada vez más tempranas de su vida, recuerda lo que estuvo
haciendo tal día como hoy, a esta misma hora, y es capaz de recomponer detalles
que, en principio, parecen que escapan a la percepción ordinaria. Que la
regresión nos puede llevar a recuperar vivencias de nuestros primeros años de
vida —y no solamente a recuperarlas como espectadores pasivos sino también con
las emociones que las acompañaban—, es un hecho; que se puede inducir el
recuerdo hasta los momentos en que nos encontrábamos en el vientre de nuestras
madres, también. Sin embargo, dicho esto, me cuesta aceptar que seamos capaces
de recordar otras vidas anteriores a la actual, por muy en trance que estemos.
La posibilidad de llevar el recuerdo hasta nuestra concepción, insistir y
llevarlo más allá, hasta una supuesta muerte, y más allá aún, hasta recordar
una vida anterior, e incluso otras, supone un debate interesante, pero creo que
hoy por hoy no resulta conclusivo. Es cierto que existe no poca literatura al
respecto, pero la prueba de que tal posibilidad fuera verdad radicaría en su
contrastación empírica, y aun así, nos quedaría la sospecha de que el
conocimiento que tenemos sobre el potencial de nuestra mente y el
funcionamiento de nuestro cerebro es insuficiente. Conocemos demasiado poco
sobre nosotros mismos. Si en un tanque de aislamiento nuestro cerebro es capaz
de ficcionar experiencias, cómo no sería capaz, por la misma razón, de
ficcionar otras vidas cuando se le urge a ello y nuestra consciencia queda
sometida al trance hipnótico.
Me acuerdo que, cuando vivía en Águilas
—quien vive en Águilas y no toma contacto con espiritistas, aficionados al
mundo de lo oculto o personas en las que resuenan ecos masónicos, en realidad,
no vive en Águilas— perdí la amistad con varios espiritistas por disentir de
ellos precisamente en este punto. Preguntado en la televisión local sobre si
creía o no en la reencarnación dije que no. Expresé que los argumentos que la
apoyaban, en principio, eran muy débiles, y en torno al que hacía mención al
recuerdo de otras vidas, sin negarlo de forma tajante, resultaba muy difícil de
apuntalar. Para creencias a pie juntillas dije que prefería las gordas, esto
es, antes que en la reencarnación creía en la resurrección. Terminado aquel
programa fueron varios los espiritistas que, sin retirarme el saludo, empezaron
a mostrar una actitud distante hacia mí; a partir de ese momento mi relación
con ellos ya no fue la que había sido.
El tema, sin embargo, sigue latente. Sin
recurrir a la truculencia de la hipnosis cabe la pregunta de hasta qué punto
podemos recuperar nuestro pasado. He dicho “truculencia
de la hipnosis”, y, propiamente, digo mal; si hay truculencia es porque tal
estado se puede inducir de forma artificial, según unos métodos precisos, pero
lo cierto es que esa inducción artificial no niega la existencia de dicho
estado sino más bien la confirma. Maslow, entre el estado más bajo de
consciencia, el sonambúlico profundo, tan cercano al sueño sin sueños, y los
superiores, los de supraconsciencia, distinguía veintidós estados diferentes;
el de vigilia, en el que normalmente se sitúa nuestra percepción del mundo —y en
este sentido lo llamamos ordinario—, es simplemente uno de ellos. En
comparación al de vigilia, cualquier otro estado puede ser denominado
“alterado”, sea por infrecuente en un sentido de normalidad estadística, sea
porque se puede acceder a él utilizando los métodos del arte. Sin embargo, a
poco que indaguemos en nosotros mismos, veremos cómo nuestra consciencia
resbala de uno a otro estado sin ni siquiera proponérnoslo; veremos cómo
pasamos de la vigilia al sueño, y cómo antes de entrar o salir del sueño o la
vigilia pasamos por estados hipnagógicos o hipnopómpicos; comprobaremos cómo, a
veces, situamos la consciencia en un estado muy especial donde “todo refulge” —lo saben muy bien los
artistas de cualquier índole— y nuestra creatividad se proyecta o dispara a
límites insospechados, o cómo en algún momento hemos sido capaces de percibir
nuestro yo empírico desde otro lugar, como espectadores del mismo; no digamos
las veces que con antelación hemos intuido el fondo de una persona o la
sucesión de unos acontecimientos.
La discusión sobre la cuestión apuntada
resulta harto interesante. Sin embargo, no es tema a desarrollar en un post
donde prima la brevedad como forma de cortesía, y en el espacio que permite un
blog, su incardinación en las redes —esta extraña forma de comunicación sin
fisicidad—, debe quedar más bien como algo a sugerir. Quede aquí, pues, su
sugerencia. Me limitaré a situarme en el estado de vigilia, y desde tal estado
lanzar una pregunta para quien quisiera indagar sobre ella: ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que tenemos
de nuestras vidas? Ese recuerdo, repito, según el juego propuesto, deberá
ser aquel a que nos remite nuestra consciencia de vigilia. Por mi parte, ensayo
mi respuesta desde mi particular vivencia.
¿Cuál
es el recuerdo más antiguo de mi vida?, es una buena pregunta que todos nos
deberíamos hacer, porque responderla, o intentar responderla, supone indagar en
el fondo de nuestro ser. La respuesta que le demos, de algún modo, nos llevará
a conocernos mejor, y puesto que no podemos llegar a ser sino lo que somos, nos
llevará a ponderar “eso” que
verdaderamente somos.
Buceo entre mis recuerdos, y encuentro ése
que podría ser el primero. Es un recuerdo que siempre me ha acompañado, diluido
a lo largo de los años, pero cierto, incólume en lo esencial: Un vuelo sobre la higuera. ¿Por qué
razón ha quedado anclado en mi consciencia?, y, lo que es más interesante: ¿Qué
consecuencias ha tenido?
Tal vuelo es traumático, y cabe situarlo en
los albores de mis siete meses de vida. A la sazón el hecho al que alude ocurrió,
como ahora explicaré, una noche de san Juan. Teniendo en cuenta que yo nací un
18 de noviembre, las cuentas no fallan.
Referiré dicho recuerdo sin añadidos; luego
trataré de analizarlo e, insertándolo en su contexto, pasaré a inferir las
debidas consecuencias.
Me veo volando entre las ramas de un árbol
—con el tiempo me enteraré de que es una higuera—; hay hombres y mujeres que me
cogen entre sus brazos, y al pronto me tiran; me lanzan continuamente por encima
de las ramas de ese árbol de uno a otro, a la vez que me dicen algo así, o eso
entiendo: «¡Mira el pajarito!» o «¡Coge el pajarito!». Yo siento auténtico
pavor. Sé que puedo, de un momento a otro, estrellarme contra el suelo, y trato
de aferrarme a una de esas ramas que sobre mí, o bajo mí, pasan veloces. «¡Mira
el pajarito!», «¡El pajarito!». La sensación de angustia me invade, el terror
de morir estampado. Quiero asirme a las ramas, pero no puedo. Se me escapan por
más que intento atraparlas. Concentro mi voluntad en agarrar una de ellas para
no caer.
Muchos años más tarde supe por mi padre que
logré aferrarme a una de aquellas ramas, y luego, según él, no había manera de
hacérmela soltar, por más que tiraban de mí.
Las explicaciones de lo que en realidad
ocurrió me han llegado de forma sucesiva y sesgada, y puesto que quedan
remitidas a otras memorias que no son la mía, no sabría secuenciarlas. Las
motivaciones de los participantes e inductores del evento, aunque
comprensibles, siempre me han parecido absurdas.
Situémonos en contexto. Corre el año 1957, y
mis padres viven en La Alfoquia, el barrio de la estación de Zurgena. Mi padre,
ferroviario, maquinista para más señas, está destacado allí, y la familia, a la
que todavía le falta mi hermano para completarse, vive al filo de las traviesas
del tren, saludando al pasar de los convoyes de pasajeros o mercancías tirados
por máquinas de vapor.
Localidad de Zurgena |
La Alfoquia, para quien no conozca tan
apartado lugar, se encuentra en el valle del Almanzora, entre Huércal, centro
neurálgico de la comarca, y Arboleas. El entorno que circunda tal diseminación
de casas es semiárido. Entre montes pelados, donde en primavera afloran los
tomillares, pequeñas jarillas, albardines, discurre el valle seco del Almanzora
y los ramblizos pedregosos, salpicados de higueras, de almendros retorcidos, de
algunos pequeños huertos de limoneros o naranjos; abunda la vegetación zafia,
esteparia y dura: árboles gandules, pitas, abundantes chumberas que desde las
lomas vienen a caer sobre el valle. Un mundo reseco de cenizos, de bojas, de
bolagas, de salares, de azufaifos, de cambrones, hasta donde alcanza la vista,
pulula anárquico. Sin embargo, la estación de La Alfoquia —o, más bien, de
Zurgena, localidad oculta tras una loma— es pulcra, de ladrillo visto, la
adornan numerosos geranios y las hiedras
trepan por sus rojizos muros.
En esa zona pobre de una España pobre —las
últimas cartillas de racionamiento datan de 1952—, en un paisaje duro del
reseco sur, donde la luz viene a caer restallante como un látigo desde los
pequeños montes hasta los cantos blancos de la rambla del Almanzora, viví durante
mis primeros meses de existencia, y fue allí, en mi primera noche de san Juan,
cuando inicié un sorprendente vuelo.
Por lo visto, ya al nacer o al poco, me
hernié. Aquella hernia bien que dio quebraderos de cabeza a mis progenitores.
Su responsabilidad como padres les llevaba a atajarla, y para tal menester,
agotada la vía de los médicos (de los de auscultación con trompetilla), en una
época y en un contexto social mucho más asilvestrados de los que podemos
encontrar en la actualidad —aunque en otro sentido, y ya es decir—, echaron
mano de los medios de los que disponían, esto es, consultaron a los curanderos
del lugar, a los cuales mi padre era muy aficionado. No sé si fue curandero o
curandera quién tomó tan feliz resolución, pero diagnosticado el mal, su cura
pasaba por hacerme volar sobre la rama de una mágica y curativa higuera.
Como
manda la tradición, fueron tres juanes y tres juanas los que pertrecharon la
faena. Se situaron los juanes a un lado y las juanas a otro lado de la rama
elegida para tal menester; un Juan frente a una Juana, y una Juana frente a un
Juan. Previamente, a la rama sobre la que el servidor debía volar, le hicieron
una hendidura —mi hermana que a la sazón tenía siete años no perdía detalle, y
su perspicacia le lleva a recordar las circunstancias del extraordinario
ritual—, y es casi seguro que antes de izarme a los aires, con voz solemne pronunció
algún conjurete persona autorizada. A continuación, llegó el vuelo: Pasaron a
lanzarme de los brazos de unos a las de otras, y así sucesivamente: «¡Tómalo
Juana!», «¡Cógelo Juan!», «¡Tómalo Juana!», «¡Cógelo Juan!»... Para
contentarme, en medio del vuelo, me decían que cogiera el pajarito. ¿Cuánto
duró aquel martirio? ¿Cuántas veces me hicieron cruzar volando por encima de la
rama de la higuera? No lo sé. Tampoco sé, aunque es probable, si al terminar
recitaron unas palabras de nuevo, otro conjurete. Mi hermana recuerda que, al
acabar el vuelo aerostático del que yo era sujeto pasivo, vendaron la hendidura
de la rama herida. La creencia suponía que conforme curara aquella rama, del
mismo modo curaría mi hernia. Lo propio consistía en realizar tal ritual a
medianoche, aunque yo, en mi difuso recuerdo, constato una luz crepuscular de
tarde. No sé.
Aquel primerizo y extraño vuelo,
indudablemente, algo debió de afectar a mi psiquismo, porque, a pesar de que la
vivencia fue traumática y de que tal vivencia no surtió el efecto terapéutico
esperado, es decir, la curación de la hernia, fui un niño alegre y risueño, y
mayorcito ya, siempre me ha acompañado un optimismo rayano en lo irreverente
—sé que a algunas personas que creen conocerme les puede sorprender esta
afirmación—. Pero voy por partes. Acerca de si curó o no mi hernia, las
opiniones han sido encontradas; por un lado, partidarios de una resolución
favorable, se han situado mis familiares directos, y a la cabeza de ellos, mi
padre; por otro, partidario de la sospecha, el servidor. ¿Qué sentido tendría
que muchos años después de la supuesta cura un cirujano me hubiera recosido las
ingles? Aun así, hubo algo extraño en aquella operación; a mitad de la misma,
el energúmeno que se las daba de cirujano llamó a mi padre al quirófano porque
al abrirme no encontró vestigios de hernia alguna. Yo me pregunto: ¿Qué tipo de
animal mete a un padre dentro de un quirófano porque no encuentra la hernia del
niño que está operando? No hallándola, ni él ni mi padre, ese individuo se
limitó a recoserme por ahí, y santas pascuas. La ponderación de aquella inútil
fechoría me ha llevado a mantener una opinión poco halagüeña sobre la ciencia
médica y sus representantes, aunque sin generalizar, porque entiendo que tal
ciencia tiene loables representantes; aun así me resuena muy a menudo en los
oídos la opinión de Heráclito sobre los galenos: aquella de que cortan, queman,
torturan por todas partes y encima quieren que se les pague.
En otro orden de cosas, ¿qué pienso de las
supersticiones y de todo ese tipo de cosas tan comunes pero tan alejadas del
común de la racionalidad?... ¡Lo mismo que del saber médico y, en general, del
científico! No me fío ni de mi sombra. ¡La madre, casi me estrellan!... ¿A
estas alturas de mi vida qué puedo opinar? Sin lugar a dudas, las brujas
efectivamente no existen, pero, al igual que aquel tipo campechano, no quiero
que se me aparezcan.
No somos del todo conscientes de lo que hacemos
y de las consecuencias de lo que hacemos; no conocemos cómo nos afectan las acciones
que los demás infieren sobre nosotros, aun las más triviales; no conocemos
nuestro ser, las capas de nuestro psiquismo, de qué estados superiores somos
capaces o a qué estados inferiores podemos ser arrojados. Conocemos bien poco;
al registro consciente de nuestra vida, se le superpone otro registro no
consciente, pero más real, más amplio del que circunscriben los estrechos
límites de la vigilia. Nuestra percepción de la realidad es más extensa de lo que
pensamos, y esa realidad más vasta de lo que suponemos. En medio, lo que creemos
saber sobre nosotros mismos, una pequeña luz. Qué causas nos zarandean y
producen en nosotros efectos que creemos imprevistos, qué fuerzas
verdaderamente nos traspasan, qué significación oculta —real— tiene lo que nos
sucede. He dicho más arriba que soy un optimista irreverente, y no sé si tal
forma de mi ser se la debo al vuelo iniciático que sin saberlo ni proponérmelo
—y sin saberlo ni proponérselo los que me hicieron volar— realicé por encima de
la rama de una higuera una noche de san Juan.
A pesar de registrar un trauma en el primer
recuerdo del que soy consciente según el estado de vigilia, fui un niño alegre
y risueño, y, en el decir de mi madre, me crié con un gran encaje que sería una
constante para el futuro: me reía por cualquier cosa, siempre de todo. He
pasado por etapas muy duras en mi vida; me han golpeado acontecimientos ciegos,
imprevistos y fatales, que escapaban al control de mi voluntad; he salido ileso
de accidentes extraños que por fuerza eran mortales; he sufrido ataques
psíquicos terribles, capaces de hundir en el polvo al alma más altanera, que me
han hecho bajar hasta pozos demasiado oscuros, pero siempre me he sentido
protegido por lo Alto. Lo que una vez me ha parecido absurdo, después le he
encontrado significaciones. Aun en los momentos de máxima angustia y
desesperación he tenido la certeza de que esos momentos eran meramente
transitorios, no reales; nunca he perdido la esperanza de una resolución feliz
ante cualquier tipo de ceguedad, o muro, o abismo contra los que he sido
contrastado, porque muy dentro de mí siempre he llevado arraigada la convicción
de que la vida es un valor absoluto y de que los humanos, al igual que el resto
de las criaturas, hemos sido creados para la alegría y la celebración. El
dolor, el sufrimiento, el mal, la misma muerte, nos llegan como algo externo,
pero no son esenciales, no poseen plaza en nuestra auténtica naturaleza, no nos
pertenecen. Unas palabras del libro de la Sabiduría que se suelen leer durante
la octava de san Juan pueden venir en mi ayuda para mejor comprensión de lo que
expreso. Aquí las dejo como rubrica de estas disquisiciones:
Dios no
hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó
para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas
veneno de muerte ni imperio del Abismo sobre la tierra, porque la justicia es inmortal.
Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser;
pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y los de su partido
pasarán por ella.
Sabiduría (1, 13-15; 2, 23-25)
Todos los derechos
reservados
Jesús Cánovas Martínez©
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