domingo, 5 de julio de 2015

EL VUELO SOBRE LA HIGUERA



EL VUELO SOBRE LA HIGUERA
 
El servidor, por la época en que sucedieron los acontecimientos que a continuación se relatan
He asistido a sesiones de regresión hipnótica y me ha resultado sorprendente comprobar que, al igual que Funes el Memorioso, aquel personaje del cuento de Borges, no perdemos nada de nuestras vivencias, sino que en nuestra memoria quedan registrados hasta los detalles más ínfimos de nuestro pasado. Cuando a un individuo en ese estado hipnótico se le hace retroceder a edades cada vez más tempranas de su vida, recuerda lo que estuvo haciendo tal día como hoy, a esta misma hora, y es capaz de recomponer detalles que, en principio, parecen que escapan a la percepción ordinaria. Que la regresión nos puede llevar a recuperar vivencias de nuestros primeros años de vida —y no solamente a recuperarlas como espectadores pasivos sino también con las emociones que las acompañaban—, es un hecho; que se puede inducir el recuerdo hasta los momentos en que nos encontrábamos en el vientre de nuestras madres, también. Sin embargo, dicho esto, me cuesta aceptar que seamos capaces de recordar otras vidas anteriores a la actual, por muy en trance que estemos. La posibilidad de llevar el recuerdo hasta nuestra concepción, insistir y llevarlo más allá, hasta una supuesta muerte, y más allá aún, hasta recordar una vida anterior, e incluso otras, supone un debate interesante, pero creo que hoy por hoy no resulta conclusivo. Es cierto que existe no poca literatura al respecto, pero la prueba de que tal posibilidad fuera verdad radicaría en su contrastación empírica, y aun así, nos quedaría la sospecha de que el conocimiento que tenemos sobre el potencial de nuestra mente y el funcionamiento de nuestro cerebro es insuficiente. Conocemos demasiado poco sobre nosotros mismos. Si en un tanque de aislamiento nuestro cerebro es capaz de ficcionar experiencias, cómo no sería capaz, por la misma razón, de ficcionar otras vidas cuando se le urge a ello y nuestra consciencia queda sometida al trance hipnótico.
Me acuerdo que, cuando vivía en Águilas —quien vive en Águilas y no toma contacto con espiritistas, aficionados al mundo de lo oculto o personas en las que resuenan ecos masónicos, en realidad, no vive en Águilas— perdí la amistad con varios espiritistas por disentir de ellos precisamente en este punto. Preguntado en la televisión local sobre si creía o no en la reencarnación dije que no. Expresé que los argumentos que la apoyaban, en principio, eran muy débiles, y en torno al que hacía mención al recuerdo de otras vidas, sin negarlo de forma tajante, resultaba muy difícil de apuntalar. Para creencias a pie juntillas dije que prefería las gordas, esto es, antes que en la reencarnación creía en la resurrección. Terminado aquel programa fueron varios los espiritistas que, sin retirarme el saludo, empezaron a mostrar una actitud distante hacia mí; a partir de ese momento mi relación con ellos ya no fue la que había sido.

El tema, sin embargo, sigue latente. Sin recurrir a la truculencia de la hipnosis cabe la pregunta de hasta qué punto podemos recuperar nuestro pasado. He dicho “truculencia de la hipnosis”, y, propiamente, digo mal; si hay truculencia es porque tal estado se puede inducir de forma artificial, según unos métodos precisos, pero lo cierto es que esa inducción artificial no niega la existencia de dicho estado sino más bien la confirma. Maslow, entre el estado más bajo de consciencia, el sonambúlico profundo, tan cercano al sueño sin sueños, y los superiores, los de supraconsciencia, distinguía veintidós estados diferentes; el de vigilia, en el que normalmente se sitúa nuestra percepción del mundo —y en este sentido lo llamamos ordinario—, es simplemente uno de ellos. En comparación al de vigilia, cualquier otro estado puede ser denominado “alterado”, sea por infrecuente en un sentido de normalidad estadística, sea porque se puede acceder a él utilizando los métodos del arte. Sin embargo, a poco que indaguemos en nosotros mismos, veremos cómo nuestra consciencia resbala de uno a otro estado sin ni siquiera proponérnoslo; veremos cómo pasamos de la vigilia al sueño, y cómo antes de entrar o salir del sueño o la vigilia pasamos por estados hipnagógicos o hipnopómpicos; comprobaremos cómo, a veces, situamos la consciencia en un estado muy especial donde “todo refulge” —lo saben muy bien los artistas de cualquier índole— y nuestra creatividad se proyecta o dispara a límites insospechados, o cómo en algún momento hemos sido capaces de percibir nuestro yo empírico desde otro lugar, como espectadores del mismo; no digamos las veces que con antelación hemos intuido el fondo de una persona o la sucesión de unos acontecimientos.
La discusión sobre la cuestión apuntada resulta harto interesante. Sin embargo, no es tema a desarrollar en un post donde prima la brevedad como forma de cortesía, y en el espacio que permite un blog, su incardinación en las redes —esta extraña forma de comunicación sin fisicidad—, debe quedar más bien como algo a sugerir. Quede aquí, pues, su sugerencia. Me limitaré a situarme en el estado de vigilia, y desde tal estado lanzar una pregunta para quien quisiera indagar sobre ella: ¿Cuál es el recuerdo más antiguo que tenemos de nuestras vidas? Ese recuerdo, repito, según el juego propuesto, deberá ser aquel a que nos remite nuestra consciencia de vigilia. Por mi parte, ensayo mi respuesta desde mi particular vivencia. 


¿Cuál es el recuerdo más antiguo de mi vida?, es una buena pregunta que todos nos deberíamos hacer, porque responderla, o intentar responderla, supone indagar en el fondo de nuestro ser. La respuesta que le demos, de algún modo, nos llevará a conocernos mejor, y puesto que no podemos llegar a ser sino lo que somos, nos llevará a ponderar “eso” que verdaderamente somos.
Buceo entre mis recuerdos, y encuentro ése que podría ser el primero. Es un recuerdo que siempre me ha acompañado, diluido a lo largo de los años, pero cierto, incólume en lo esencial: Un vuelo sobre la higuera. ¿Por qué razón ha quedado anclado en mi consciencia?, y, lo que es más interesante: ¿Qué consecuencias ha tenido?
Tal vuelo es traumático, y cabe situarlo en los albores de mis siete meses de vida. A la sazón el hecho al que alude ocurrió, como ahora explicaré, una noche de san Juan. Teniendo en cuenta que yo nací un 18 de noviembre, las cuentas no fallan.
Referiré dicho recuerdo sin añadidos; luego trataré de analizarlo e, insertándolo en su contexto, pasaré a inferir las debidas consecuencias.
Me veo volando entre las ramas de un árbol —con el tiempo me enteraré de que es una higuera—; hay hombres y mujeres que me cogen entre sus brazos, y al pronto me tiran; me lanzan continuamente por encima de las ramas de ese árbol de uno a otro, a la vez que me dicen algo así, o eso entiendo: «¡Mira el pajarito!» o «¡Coge el pajarito!». Yo siento auténtico pavor. Sé que puedo, de un momento a otro, estrellarme contra el suelo, y trato de aferrarme a una de esas ramas que sobre mí, o bajo mí, pasan veloces. «¡Mira el pajarito!», «¡El pajarito!». La sensación de angustia me invade, el terror de morir estampado. Quiero asirme a las ramas, pero no puedo. Se me escapan por más que intento atraparlas. Concentro mi voluntad en agarrar una de ellas para no caer.
Muchos años más tarde supe por mi padre que logré aferrarme a una de aquellas ramas, y luego, según él, no había manera de hacérmela soltar, por más que tiraban de mí.
Las explicaciones de lo que en realidad ocurrió me han llegado de forma sucesiva y sesgada, y puesto que quedan remitidas a otras memorias que no son la mía, no sabría secuenciarlas. Las motivaciones de los participantes e inductores del evento, aunque comprensibles, siempre me han parecido absurdas.
Situémonos en contexto. Corre el año 1957, y mis padres viven en La Alfoquia, el barrio de la estación de Zurgena. Mi padre, ferroviario, maquinista para más señas, está destacado allí, y la familia, a la que todavía le falta mi hermano para completarse, vive al filo de las traviesas del tren, saludando al pasar de los convoyes de pasajeros o mercancías tirados por máquinas de vapor.
Localidad de Zurgena

La Alfoquia, para quien no conozca tan apartado lugar, se encuentra en el valle del Almanzora, entre Huércal, centro neurálgico de la comarca, y Arboleas. El entorno que circunda tal diseminación de casas es semiárido. Entre montes pelados, donde en primavera afloran los tomillares, pequeñas jarillas, albardines, discurre el valle seco del Almanzora y los ramblizos pedregosos, salpicados de higueras, de almendros retorcidos, de algunos pequeños huertos de limoneros o naranjos; abunda la vegetación zafia, esteparia y dura: árboles gandules, pitas, abundantes chumberas que desde las lomas vienen a caer sobre el valle. Un mundo reseco de cenizos, de bojas, de bolagas, de salares, de azufaifos, de cambrones, hasta donde alcanza la vista, pulula anárquico. Sin embargo, la estación de La Alfoquia —o, más bien, de Zurgena, localidad oculta tras una loma— es pulcra, de ladrillo visto, la adornan numerosos geranios y las  hiedras trepan por sus rojizos muros.
En esa zona pobre de una España pobre —las últimas cartillas de racionamiento datan de 1952—, en un paisaje duro del reseco sur, donde la luz viene a caer restallante como un látigo desde los pequeños montes hasta los cantos blancos de la rambla del Almanzora, viví durante mis primeros meses de existencia, y fue allí, en mi primera noche de san Juan, cuando inicié un sorprendente vuelo.
Por lo visto, ya al nacer o al poco, me hernié. Aquella hernia bien que dio quebraderos de cabeza a mis progenitores. Su responsabilidad como padres les llevaba a atajarla, y para tal menester, agotada la vía de los médicos (de los de auscultación con trompetilla), en una época y en un contexto social mucho más asilvestrados de los que podemos encontrar en la actualidad —aunque en otro sentido, y ya es decir—, echaron mano de los medios de los que disponían, esto es, consultaron a los curanderos del lugar, a los cuales mi padre era muy aficionado. No sé si fue curandero o curandera quién tomó tan feliz resolución, pero diagnosticado el mal, su cura pasaba por hacerme volar sobre la rama de una mágica y curativa higuera.
 Como manda la tradición, fueron tres juanes y tres juanas los que pertrecharon la faena. Se situaron los juanes a un lado y las juanas a otro lado de la rama elegida para tal menester; un Juan frente a una Juana, y una Juana frente a un Juan. Previamente, a la rama sobre la que el servidor debía volar, le hicieron una hendidura —mi hermana que a la sazón tenía siete años no perdía detalle, y su perspicacia le lleva a recordar las circunstancias del extraordinario ritual—, y es casi seguro que antes de izarme a los aires, con voz solemne pronunció algún conjurete persona autorizada. A continuación, llegó el vuelo: Pasaron a lanzarme de los brazos de unos a las de otras, y así sucesivamente: «¡Tómalo Juana!», «¡Cógelo Juan!», «¡Tómalo Juana!», «¡Cógelo Juan!»... Para contentarme, en medio del vuelo, me decían que cogiera el pajarito. ¿Cuánto duró aquel martirio? ¿Cuántas veces me hicieron cruzar volando por encima de la rama de la higuera? No lo sé. Tampoco sé, aunque es probable, si al terminar recitaron unas palabras de nuevo, otro conjurete. Mi hermana recuerda que, al acabar el vuelo aerostático del que yo era sujeto pasivo, vendaron la hendidura de la rama herida. La creencia suponía que conforme curara aquella rama, del mismo modo curaría mi hernia. Lo propio consistía en realizar tal ritual a medianoche, aunque yo, en mi difuso recuerdo, constato una luz crepuscular de tarde. No sé.

Aquel primerizo y extraño vuelo, indudablemente, algo debió de afectar a mi psiquismo, porque, a pesar de que la vivencia fue traumática y de que tal vivencia no surtió el efecto terapéutico esperado, es decir, la curación de la hernia, fui un niño alegre y risueño, y mayorcito ya, siempre me ha acompañado un optimismo rayano en lo irreverente —sé que a algunas personas que creen conocerme les puede sorprender esta afirmación—. Pero voy por partes. Acerca de si curó o no mi hernia, las opiniones han sido encontradas; por un lado, partidarios de una resolución favorable, se han situado mis familiares directos, y a la cabeza de ellos, mi padre; por otro, partidario de la sospecha, el servidor. ¿Qué sentido tendría que muchos años después de la supuesta cura un cirujano me hubiera recosido las ingles? Aun así, hubo algo extraño en aquella operación; a mitad de la misma, el energúmeno que se las daba de cirujano llamó a mi padre al quirófano porque al abrirme no encontró vestigios de hernia alguna. Yo me pregunto: ¿Qué tipo de animal mete a un padre dentro de un quirófano porque no encuentra la hernia del niño que está operando? No hallándola, ni él ni mi padre, ese individuo se limitó a recoserme por ahí, y santas pascuas. La ponderación de aquella inútil fechoría me ha llevado a mantener una opinión poco halagüeña sobre la ciencia médica y sus representantes, aunque sin generalizar, porque entiendo que tal ciencia tiene loables representantes; aun así me resuena muy a menudo en los oídos la opinión de Heráclito sobre los galenos: aquella de que cortan, queman, torturan por todas partes y encima quieren que se les pague.
En otro orden de cosas, ¿qué pienso de las supersticiones y de todo ese tipo de cosas tan comunes pero tan alejadas del común de la racionalidad?... ¡Lo mismo que del saber médico y, en general, del científico! No me fío ni de mi sombra. ¡La madre, casi me estrellan!... ¿A estas alturas de mi vida qué puedo opinar? Sin lugar a dudas, las brujas efectivamente no existen, pero, al igual que aquel tipo campechano, no quiero que se me aparezcan.
No somos del todo conscientes de lo que hacemos y de las consecuencias de lo que hacemos; no conocemos cómo nos afectan las acciones que los demás infieren sobre nosotros, aun las más triviales; no conocemos nuestro ser, las capas de nuestro psiquismo, de qué estados superiores somos capaces o a qué estados inferiores podemos ser arrojados. Conocemos bien poco; al registro consciente de nuestra vida, se le superpone otro registro no consciente, pero más real, más amplio del que circunscriben los estrechos límites de la vigilia. Nuestra percepción de la realidad es más extensa de lo que pensamos, y esa realidad más vasta de lo que suponemos. En medio, lo que creemos saber sobre nosotros mismos, una pequeña luz. Qué causas nos zarandean y producen en nosotros efectos que creemos imprevistos, qué fuerzas verdaderamente nos traspasan, qué significación oculta —real— tiene lo que nos sucede. He dicho más arriba que soy un optimista irreverente, y no sé si tal forma de mi ser se la debo al vuelo iniciático que sin saberlo ni proponérmelo —y sin saberlo ni proponérselo los que me hicieron volar— realicé por encima de la rama de una higuera una noche de san Juan. 

A pesar de registrar un trauma en el primer recuerdo del que soy consciente según el estado de vigilia, fui un niño alegre y risueño, y, en el decir de mi madre, me crié con un gran encaje que sería una constante para el futuro: me reía por cualquier cosa, siempre de todo. He pasado por etapas muy duras en mi vida; me han golpeado acontecimientos ciegos, imprevistos y fatales, que escapaban al control de mi voluntad; he salido ileso de accidentes extraños que por fuerza eran mortales; he sufrido ataques psíquicos terribles, capaces de hundir en el polvo al alma más altanera, que me han hecho bajar hasta pozos demasiado oscuros, pero siempre me he sentido protegido por lo Alto. Lo que una vez me ha parecido absurdo, después le he encontrado significaciones. Aun en los momentos de máxima angustia y desesperación he tenido la certeza de que esos momentos eran meramente transitorios, no reales; nunca he perdido la esperanza de una resolución feliz ante cualquier tipo de ceguedad, o muro, o abismo contra los que he sido contrastado, porque muy dentro de mí siempre he llevado arraigada la convicción de que la vida es un valor absoluto y de que los humanos, al igual que el resto de las criaturas, hemos sido creados para la alegría y la celebración. El dolor, el sufrimiento, el mal, la misma muerte, nos llegan como algo externo, pero no son esenciales, no poseen plaza en nuestra auténtica naturaleza, no nos pertenecen. Unas palabras del libro de la Sabiduría que se suelen leer durante la octava de san Juan pueden venir en mi ayuda para mejor comprensión de lo que expreso. Aquí las dejo como rubrica de estas disquisiciones:

Dios no hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables, no hay en ellas veneno de muerte ni imperio del Abismo sobre la tierra, porque la justicia es inmortal. Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su propio ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y los de su partido pasarán por ella.

                                                 Sabiduría (1, 13-15; 2, 23-25)

                              Todos los derechos reservados
                              Jesús Cánovas Martínez©

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