EL
ELOCUENTE SILENCIO.
«El silencio es oro; la palabra, plata», reza
el adagio. Y es así. Por eso el silencio es elocuente y habla con mil palabras,
porque, él, las contiene todas. Estalla con mil significados, susurra a los
oídos levemente, preña los espacios de posibilidades no dichas, pero aún por
decir, y, como tales, infinitas. Pero, hete que el silencio viene y se concreta
cuando se habla: se convierte en modulación precisa, tono, énfasis. Aun así se
mantiene cierta cualidad, cierta armonía, pues la palabra aletea en los aires,
viva, puebla los espacios todavía ignotos y los abre al significado, a la
comunicación; la palabra queda trascendida por sí misma. Pero la palabra se
petrifica cuando se la escribe; así, constreñida ahora en los límites de la
grafía pierde cualidad, esto es, posibilidad de significados, apertura. Cuesta
entonces darle vuelo, posibilidad de sugerencia, amplitud; el poeta —el poeta—
entonces se debate con las metáforas o metonimias, los oxímoron, los
pleonasmos, y su labor es esforzada y terrible, porque rasca en el vano de la
materialidad un punto de apoyo con el que poder trascender la palabra. ¿Y
después? Los significados ya no quedan apuntados siquiera con el gesto, pues la
palabra se devalúa cuando se reescribe, se repite, se amontona, se suma una a
la otra, se confunde; de esta forma, convertida en linealidad sin resquicio o
fondo; convertida en peso, masa, última excrecencia, finalmente, la palabra se
oxida o enmohece. Sin abusos se podría concluir, por consiguiente, que un libro
es bronce, y cualquier medio de comunicación adocenado, un periódico, por
ejemplo, hierro.
Dicho lo anterior, cuando a una demanda se le
da la callada por respuesta, resulta fácil discernir lo que hay detrás. El
silencio sigue siendo algo sumamente elocuente.
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Jesús
Cánovas Martínez©
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