He tenido el honor de que al mandar cualquier tipo de trabajo a Ágora. Papeles de Arte Gramático, nunca me haya sido rechazado. Es una
suerte que sus directores, Fulgencio Martínez y Francisco Javier Illán Vivas, sean amigos míos. Reproduzco a
continuación un pequeño relato que fue compuesto a modo de boutade, y apareció
en el nº 20 de la mencionada revista.
LAS
RAZONES ASTROLÓGICAS DE LA ÚLTIMA CENA
—...los aries, de una pieza, pero
elementales, revoltosillos; los leo, si no se pasan de fantasmas, se les puede
aguantar; los tauro, cerriles, cabestros con cuernos; los acuario... los
acuario... los acuario... los más difíciles, no hay quién los entienda. Un
acuario, por definición, es contradictorio; a mí me cuesta mucho trabajo
convivir con ellos, y el destino, para inri y tormento mío, se empeña en
ponerlos de continuo en mi vida.
—Compruebo que dominas a la perfección
el lenguaje astrológico —me interrumpió Irma, la de mirada azul, incisiva y
picarona.
Había leído uno o dos libros de
astrología recientemente, y en aquella cena informal de fin de curso sentí unas
ganas locas de comunicar mis conocimientos sobre el asunto, así que en cuanto
pude metí cuña para derivar la conversación hacia mis adelantos en dicha
materia. Esto ocurrió durante los postres, al ocuparme solícito del interés que
había demostrado Irma por mi tarta de queso con arándanos. «Debes de ser una
tauro, por lo glotona que eres», le dije, y, al tiempo que infería una
orientación positiva a mis propósitos, le arrimé a la boca una cucharada del
preciado manjar.
—No es que quiera dármelas de nada —me
justifiqué—, pero algo de verdad hay en la astrología. La teoría hay que
contrastarla con la práctica. Con asombro verás entonces cuánto de verdad hay
en este saber.
Un grupito cercano andaba con la oreja
puesta.
—¿Saber? —preguntó Aparicio
Excrementini con el gesto torcido.
A mí se me antojó que había un tanto
de incredulidad en su pregunta. Aparicio era el de Economía; chato de cara,
chato de mente y con un encefalograma, tac, resonancias y demás completamente
planos para lo que no fueran números y cuentas, asientos, debe y haber.
—¡Sí, saber! —contesté, circunspecto
pero enérgico—; aunque hay quien piensa que también es un arte.
—¿Arte? —volvió a preguntar
Excrementini. Miró de corrido a su alrededor en busca de solapadas connivencias
y masculló unos sonidos ininteligibles.
Pero Irma, con ojos refulgentes, adelantándose
a cualquier réplica por mi parte, con la suavidad de su sonrisa, me instó:
—Sigue, sigue, Fernandino, con tus
descripciones de signos, no te cortes. ¿Cómo son los virgo?
—Unos estreñidos; de tanto aguantar la
mierda les cuesta cagar.
Fue un golpe de efecto, y algunos
comensales más giraron su cabeza hacia mí, encandilados, supuse, por mis
disquisiciones. Puri me empitonó con sus preciosos y redondos ojos color
mermelada de albaricoque.
—¡Pero bueno! —exclamó Puri.
—Tal vez yo esté utilizando ciertos
eufemismos mal sonantes —me defendí—, pido perdón por ello a las personas
recatadas. Lo único que pretendo es enfatizar de forma gráfica el carácter de
los signos. Para que se me entienda.
—¿Tú crees en esas perfollas?
—inquirió de nuevo Excrementini, con cierto tonillo entre burlesco y agresivo.
Y añadió, sentencioso—: La astrología es una superstición infundada y bastante
nociva.
—Ni creo ni dejo de creer —le
respondí—. No se trata de creencias sino de conocimientos. Estas cosas hay que
comprobarlas con una observación minuciosa. —Le miré con atención a los ojos
(su mirada opaca tras unas gafas redondas de aretes dorados, su belfo caído, su
boca entreabierta, sus dientes pequeños y separados, su doble papada) antes de soltarle—:
Si es infundada, debe ser superstición; pero si no es superstición, debe ser
fundada. Por otro lado, ¿ayuda o no a la vida? ¿Tú qué piensas, Aparicio?
—Fernandino está sembrao esta noche
—intervino la rauda Irma dirigiéndose a los presentes, y zanjó con un gesto de
su mano la incipiente protesta de Aparicio. Luego posó su mirada almendrada y
suave sobre mí, y me la clavó como una daga—. Vamos a ver, Fernandino, escancia
tu saber y alúmbranos… Julio es géminis —dijo, y enfocando al aludido, le preguntó—:
¿No, Julio?
A Julio Pajotero en petí comité lo llamaban, unas veces El Pestuzas, otras El Masturba, y tales apodos los tenía bien ganados, pues cada vez
que iba al baño a propiciar sus menesteres sustraía la prensa de la Sala de Profesores
y se excitaba leyendo cualquier artículo de opinión.
—Sí, soy géminis, pero solo un poco…
—aclaró Pajotero, elevando la testa con infinita parsimonia, dando leves (y
amorosas, como diría el poeta) cornadas a uno y otro lado, un tanto confuso—.
¿Por qué me lo preguntas?
Al instante, como un estoque en la
base del testuz, calló una rogativa:
—¡Di algo sobre los géminis!
Eso me pidió Irma, la pervertidora.
La sobremesa tomaba la forma de una
cálida combustión de leños, íntima, entrañable. Se sentía una especie de
rebullir en los contertulios, quizá en sus plexos solares. Y, sin embargo, no
florecían las risas, tan deseadas.
—¡Fernandino!, ¿qué dices? —enfatizó
el mencionado al tiempo que alzaba su encallecida mano derecha en señal de
protesta, mas su voz sonó a estrangulamiento.
—¡La verdad! —repuse—. Si te ofendes
es porque la astrología no te deja indiferente. Si no creyeras en ella, te
daría igual lo que yo dijera o no dijera de los géminis. Tú no eres el signo,
pero Géminis tira al alcohol. Y punto.
—¡Cojones, lo que sabe este tío!
—exclamó Juan Romerijo—. No hay quien rebata su lógica abstracta. —Y miró para Irma.
—Los sagitario unos mierda engreídos,
no tienen educación ni modales —apunté, sin que nadie me incitara a tales
confesiones.
Se cogía marcha.
—¿Qué dices? —preguntó Miguel
Cagarrutio con mirada un tanto torva.
—Lo que oyes.
—¿Qué? —insistió Cagarrutio,
levantando la voz.
—Que los sagitarios son pancistas —le
expliqué, silabeando un poco—, lo contrario de los capricornios que son roñosos
y trepadores.
Cagarrutio era guasón, pero muy digno
en sus apreciaciones. Si las guasas no provenían de él, y podían pillarlo en
arrenuncio, adoptaba porte estólido. Quizá fuese por este tipo de disposición
que estiró la columna vertebral todo lo que pudo antes de sacudirse (con
dignidad) un lingotazo de vino; le retembló el bigotillo debajo de su nariz
larga y terminada en porreta por donde se entrecruzaban múltiples venillas de
color morado. Después del ataque de pundonor me echó una mirada criminal.
Sagitario o capricornio, ¿qué sería el tipo?
—¿Cómo son los piscis? —preguntó la
jocosa Irma, dispuesta a no dejar pasar motivo tan interesante de conversación.
—No te puedes fiar de ellos
—respondí—. Yo no confiaría en ningún piscis. A parte de que, para variar,
también son alcohólicos.
—¿Y los cáncer? —volvió a preguntar la
interfecta en franca pero torcida sonrisa.
—Si quieres amargarte, pon un cáncer
en tu vida —dije—. Muy blandengues y muy malos, muy ideosos. Alcohólicos de
cuidado…
Rió la gorda Finita (un fuelle
asmático), y al bies mostró un perfil cañí y algo canastero. Un moño en lo alto
de su cabeza, traspasado por una especie de arpón, le daba aire de antigua
reina. Rió y rió la gorda Finita (poseía garbo, tronío, caderas anchas, boca
ancha, prominentes mandíbulas y un cabello morenazo, largo y brillante), y sus
ojos negros, atormentados por la miopía y la presbicia que no disimulaban las
lentillas, intentaban parecer gráciles mariposas.
—Finita es feliz —apostilló Irma, la
rubia y picarona de ojos azules.
El paso de los años, atroz, había
tejido su telaraña, lenta, insistente y fatal, y bajo los afeites donde
subyacía la tez aceituna de Finita Heredia Camborio asomaban diminutos
canalillos y terribles redes. («¿Me ves guapa?», en confidencia me preguntó un
día, al salir de clase, cuando coincidimos en el pasillo. «Finita, donde ha
habido siempre queda», le respondí. Ella agitó con gracia su morena pelambrera
a la vez que me guiñaba uno de sus ojazos, engrandecido.) Inmensas, sus
tetorras, enfundadas en una blusa negra de moaré adornada con lujosos
lamparones, subían y bajaban por encima del abultado vientre. Ju, ju, ju, ju…
En mitad del jovial espectáculo, una
risita de pitiminí tomó la iniciativa, y después se insinuó, acaramelada, una
vocecita:
—Yo soy libra, ¿qué puedes decir de
los libra?
Era Zorraida Martínez, viuda de tres
maridos.
En estas que llega el camarero e
interrumpe el sabroso coloquio. Hecho un general sin charreteras capta nuestra
atención y nos conmina a elegir un tipo de chupito: orujo, mora, melocotón,
manzana... A las peticiones de los presentes, estampa garabatos en una
libretilla. Nada remilgado, severo, mas con cierta gracia en el ademán y
diligente, parte pronto hacia el infinito donde se barajan las posibilidades de
los licores.
—¿Qué puedes decir de mí? Soy libra…
—me insta otra vez, tras la huida del general sin charreteras, la Zorraida,
agitando blondas y ricitos rubios por debajo del sombrero vaquero que le cubre
la cabeza.
—Zorraida, tú perteneces al éter, pero
eres muy follaora —sentencio con aplomo.
Interviene, presuroso, ante la
perplejidad de Zorraida, y de alguno más que Zorraida, Salvador Pérez
Cabezabuque, el chivatini, el pelotillero y El
Bueno, como le dicen, y me recrimina:
—Fernandino, no te pases. Eso de que
Zorraida es follaora... Te has pasao...
Su voz suena atemperada, suave es su
amonestación. Da la impresión de que el tipo anda cultivando el buenismo desde
su nacimiento.
—¡Yo a este tío no lo aguanto!
—exclama, de repente, Puri, enfurruñada, y busca complicidad en los presentes,
sin mirarme.
Y entonces, tras la arrancada de Puri,
Grulí Mochuelar, solterona convencida, diplomada en Diseño y Corte de Trajes, grita
desde algún inopinado rincón de la mesa, con mucho desparpajo:
—¿¡Cómo dices eso!?
Hocica un peludo belfo, se adelantan
unos salvajes incisivos, se tensa una piel ciruela corrompida por encima de
unos pómulos sobresalientes, y de nuevo desentona la Grulí Mochuelar con un
exabrupto:
—¡Zorraida no es follaora, y a quien
me la toque lo mato!
El alcohol…
Conocidas eran las inclinaciones
lesbianas de la Mochuelar, de signo astrológico indefinido, y tal vez ofuscado,
por lo que aquel arrebato de pasión incontenible provoca la hilaridad de
ciertos contertulios.
—Grulí, ahora te has pasado tú —oigo que le
dice alguien, no sabría precisar quién, seguramente persona sensata.
—Vamos a dejarnos de remilgos —digo,
cargado de razones—. Somos mayores y a estas horas los niños ya están
acostados; además, estamos de broma. —«Se imponen, pues, tácticas subliminares»,
pienso para mis adentros, a la vez escruto un vaso donde destella el vino, rojo
y llameante, y refiero—: Dejad a Grulí, la inocencia habla por su boca —y,
seguido, le pregunto a la interfecta—: Grulí, ¿cuál es tu signo?
—¡Y a ti qué coño te importa! —me
espeta la Mochuelar, arrebatada (en su voz parece que resuenan las cavernas), y
arroja para adelante sus rotundos incisivos—. ¡Siempre hay alguien que lo
estropea! —grita a voz en cuello.
Me quedo acoquinado ante sus bríos. Se
produce el silencio, pero es breve. Pronto se deslizan los murmullos por aquella
atmósfera cargada.
—¡Bueno...! ¡Cómo anda el patio!
—resopla Guajairo Mariconeti, el de música, con una gracilidad estudiada y la
boca estreñida como un culo, meneada su media melenita rubia en nervioso
tintineo, quebrándose leve para un lado, el mariconazo y muy alfeñique, y en el
aire sacude una de sus manos como espantando moscas.
Grulí, con su pelo color zanahoria
cortado a cepillo, está roja, aunque no se sabría precisar si por vergüenza o
por algún otro tipo de mudanza.
—Yo sé defenderme sola, Grulí —dice
Zorraida a la soliviantada. Y mirándome fijamente con sus ojazos de terciopelo
celeste, rasgados y a cubierto bajo unas gruesas gafas de concha con anchas
patillas recamadas de circonitas, ante la expectación de todos los comensales,
me pregunta —: El señor, ¿de qué signo es?
Del mismo modo que ocurre cuando se
produce un terremoto, como réplica a la inquisición de la bella y rizada
Zorraida, la Grulí Mochuelar, airada a su vez, toma la palabra, y me la arroja.
—Fernandino es un bocazas y nos quiere
cabrear a todos —dice la Grulí ,
fuerte y rugoso, para que la oigan sin cortapisas ni malos entendidos, y al
tiempo estira su belfo peludo todo lo que da de sí—. Es su condición —remata. Con
inopinado gracejo, después añade—: Anda, Fernandino, dínoslo, ¿tú de qué signo
eres? Haznos una caracterización somera de tus encantos.
El silencio es absoluto. Sonrío en mi
interior. Cuando hablo, nada en mi semblante delata la fiesta interior de que
gozo, la ecuánime zozobra que me sacude.
—Soy escorpión —digo, trasmudado en
ciencia—, y los escorpiones somos buenas personas, sinceros, fieles hasta el
extremo y muy leales.
Se alza entonces un coro, in
crescendo.
«¡Escorpión tenías que ser!» «¡Mala
persona!» «¡Resentido!» «¡Aguafiestas!» «¡Capullo de mierda!»
Irma La Dulce, la puñetera, me ha abandonado. Compruebo que también se
suma al regocijo general y disfruta con las variopintas garrochadas que me van
cayendo encima.
El camarero, general sin charreteras,
llega con las botellas de licor. Al posarlas enérgico sobre la mesa, muy profesional,
no deja traslucir en su porte torero, ni en su altivo semblante (perfil de
raza, orgullo gitano) signo alguno que permita descubrir sus valoraciones, o
algún tipo de impresión, al respecto del alegre cotilleo que se disfruta entre
los comensales.
Y yo, arrobado por aquellos gratos
calificativos que me traen a la memoria el canto de los mirlos, oigo
finalmente, o me lo parece: «¡Hijo puta!», como en sordina.
Debe ser la candorosa voz de la Grulí
Mochuelar, por el tono.
Todos los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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