En esta segunda parte de Repaso a
la situación, se pasa revista a la producción poética, siempre en vista
panorámica, desde los años 80 del siglo pasado hasta acá. Muta la estética, pero
también la ética...
REPASO A LA SITUACIÓN (II)
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Y llegamos a los ochenta,
la otra década prodigiosa. ¿Se acera la crítica hacia una poesía que no atienda
a remover las conciencias de cara a una praxis social? No, nada de eso; algo ha
cambiado en la sociedad, y los nuevos poetas, como radares alertas de lo
social, pronto lo detectan: remitiendo la marea política y, sobre todo, con el
Partido Socialista en el poder, ¿acaso hay necesidad?
De este modo comienzan a
estar claras, por lo menos, dos cosas:
Primera, en la recién
inaugurada sociedad democrática, hay otros foros mejor cualificados que el
poético en donde expresar la crítica y la protesta; el discurso poético, si se
me permite hablar así, cede su lugar al discurso político que es al que en propiedad
conviene tal función.
Segunda, se siente que
sería absurdo insistir en tal cometido cuando se constata que el poder de
convocatoria de los poetas se reduce a mínimos.
Pero, aún hay más, ¿es la
denuncia, realmente, función de la
poesía? Imposibilitado el retorno hacia las estéticas de las generaciones
anteriores, tanto a la de los Novísimos,
la que rechazan por su pomposa y vacua fatuidad (en conversación relativamente
reciente, un conocido poeta de la experiencia me confesaba que “hoy, los
Novísimos no resisten una segunda lectura”), como a la de los poetas del
cuarenta y cincuenta, de la que no pueden admitir su excesivo prosaísmo, sus
incorrecciones formales y la futilidad panfletaria en la que termina
degenerando, queda una única salida, al parecer: la apuesta por una nueva
sentimentalidad.
Qué sea esta nueva
sentimentalidad, a mí a veces se me escapa. García Montero rescata a Gil de
Biedma y propone, en rechazo a la estética de los poetas inmediatamente
anteriores, una especie de puente o camino intermedio entre el intimismo de la
conciencia y el compromiso con la colectividad; los poemas pasan a ser
expresiones de la vida del poeta, y con ellos se trata de despertar, incluso de
provocar o producir en la memoria del lector experiencias análogas a las que en
él se relatan y el poeta ha registrado. El caso es que la nueva oleada de
poetas adquiere el designativo de poesía
de la experiencia. En la búsqueda del equilibrio inteligencia/emoción, no
pretenden grandielocuencias plásticas, ni hacen del lenguaje el propio objeto
poético, como ocurría con los Novísimos;
por el contrario, optan por las formas narrativas y la sencillez expresiva,
aunque con cargas de fondo elaboradas, en las que el lector poco a poco, en
concomitancia con la trama argumental del poema, queda preso de una atmósfera.
La emoción fluye serena, las más de las veces sin aspavientos y con corrección
formal; y prefieren el coloquialismo, el acercamiento a la cotidianeidad y la
complicidad con el lector. Expresan de esta forma la vida, eso pretenden. La
musa puede, por tanto, pasear con vaqueros en el Diario Cómplice (1987) de García Montero, o puede ocurrir como en
el discutido endecasílabo, por lo demás inicio de un poema excelente:
Tú me
llamas, amor, yo cojo un taxi…
Quizá piensan los de la
experiencia que ya esté todo dicho, por eso juegan con la intertextualidad y la
evocación; se facilita de este modo la función de comunicabilidad que le
asignan al poema, pues en él se involucran, en una suerte de comunidad
semántica, no sólo poeta y lector, sino también los ausentes que interactúan en
ese diálogo propiciado; la memoria, singular en el poeta, pasa a ser la de
todos, plural y colectiva. De algún modo, esta línea poética pretende retomar,
en su afán de búsqueda de comunicación con cualquier tipo de lector, la poesía
social; sin embargo, ha perdido la garra y la fuerza reivindicativa de los
poetas de posguerra, por lo que se convierte en poesía burguesa de niño
acomodado, en una melancólica o escéptica mirada sobre el mundo, la sociedad y
las cosas, o en perfección formal de tono tristón, muy aburrido (el lector
indulgente comprenderá por qué omito nombres).
La década de los 90 supone
la consolidación de la poesía de la experiencia. Si hemos hablado de su
estética, bueno sería que habláramos de su ética. Pero antes, echemos una
mirada a los contextos políticos. Por de pronto, ha caído el muro de Berlín, al
que ha seguido la debacle de la Unión
Soviética ; sin una contrapartida o un polo de oposición, el
Imperio extiende sus tentáculos. Y, en España, socialmente se comienza a
albergar la sensación de expectativas defraudadas: las cosas no han sido como
deberían… ¿Se pueden seguir manejando ciertas dicotomías? Estamos a final de
siglo y hablo de la sociedad tardocapitalista de Occidente, consumista,
depredadora y con grandes contradicciones internas, marco bajo el que gravita
la sociedad española y en donde, a su vez, se está produciendo otra nueva
revolución, aquella que viene de la mano de la informática y la biología.
Repito, por tanto, la pregunta de otra forma: En una sociedad tecnocrática, en
la cual más del 70% de su población activa lo ocupa el sector terciario, y en
la que el cálculo del interés y la productividad supeditan cualquier
racionalidad a la sola razón instrumental, ¿se pueden seguir manejando las
dicotomías de los poetas de posguerra? Hacerlo, aparte de ingenuidad, quizá
supondría entrar en contradicción; por otro lado, no es menos cierto que
cualquier poeta que se preciara tendría que tener valor para cantar las
lindezas de ciertos políticos o la pacatería de otros. La oposición al sistema,
asimismo, cuando una gran mayoría de representantes de la nueva sentimentalidad
son poetas de cátedra, es decir, pertenecientes al mundo académico y
consecuentemente funcionarios por oposición, parece, por lo tanto, poco viable.
Y quiero señalar especialmente esta última circunstancia, pues no la he visto
desarrollada en los críticos que se ocupan de estos asuntos; circunstancia que
supone algo inédito, pues las generaciones poéticas anteriores (caso aparte la
del veintisiete), en líneas generales se mantenían ajenas a este mundillo. Las
consecuencias son obvias:
Primero, implícitamente
desautorizados para la protesta a pesar de las banderas emblemáticas de
algunos, optan por la retórica, se ponen de canto o simplemente miran para
cualquier lado.
Segundo, si dicen cantar o
expresar la vida en el poema, se constata en la mayoría de ellos (no en todos,
por descontado) un divorcio entre poesía y vida, entre ética y estética, a no
ser que entendamos por vida ciertos tópicos de barras de bares, juergas con
amiguetes, consumo de drogas blandas, el ligue fácil, la gracia insulsa, el café
de la mañana, el paseo por la tarde, las putas haciendo la calle, la mierda,
este mundo, las listezas del poeta cantor
(y encima víctima), el aburrimiento y cosas de este estilo, por descontado.
Tercero, de esta manera
fue fácil clavarles el rejón a los Novísimos,
pues desde ciertas azoteas, que no atalayas, es más fácil controlar los premios
literarios que dan dinero, así como hacerse con determinados foros, cargos o
subvenciones. Es la estrategia de la lucha.
Cuarto, al ser sus
círculos de influencia más o menos anchosos
según la posición de poder adquirida, también estilan la depuración sistemática
entre sus propias filas; aparecen así, a modo de pactos de sangre, ciertos loobys excluyentes, los que para un observador
imparcial resultan demasiado evidentes.
Dicho lo anterior, traigo
a colación una anécdota, risible a la vez que patética. Un poeta, aunque
vigoroso, conocido tan sólo entre pequeños círculos, y al que para no ofender
llamaré Trepario Retrepa, decidió hacerse famoso utilizando cualquier tipo de
artillería. Haciendo de pelotillero y limpiachaquetas,
comenzó a gastar grandes sumas de dinero de su bolsillo en encuentros de
confraternización; invitaba a poetas y críticos de ésos que andaban en el candelero,
y tras la consabida conferencia o lectura de poemas, les suministraba ese plato
tan típico, panacea de la cocina mediterránea: la paella. Invitaba a paellas a
diestro y siniestro. Como no era tonto, su objetivo lo tenía claro: untar
debidamente la maquinaría del jurado para conseguir uno de los premios de importancia
nacional, con el cual obtendría el espaldarazo definitivo... Pero qué tristeza
al regresar de uno de sus viajes a Valencia. Qué oprobio. Se le cayó la venda
de los ojos. Le habían dicho que todo era cuestión de tiempo y debía esperar en
la cola.
Saltando el siglo, la
hegemonía de los de la experiencia comienza a cuartearse, no tanto porque, aun
a pesar de sus luchas intestinas, no les falte poder para sobrevivirse y, en
consecuencia, hacer daño a otras maneras de enfrentarse con lo poético que no pasan
la salvaguarda de sus cánones (las que hay y siempre ha habido), como por la
insistencia repetitiva en temas cansinos y desgastados que ya no suscitan
ninguna emoción en el lector. No obstante, sería ingrato, también faltar a la
verdad, no admitir que esta línea poética ha dado excelentes y hermosos poemas,
pero sus epígonos, careciendo del vigor necesario para mantener la intensión
prolongada de su estética (la que desconocen, da esa impresión), mutan hacia lo
grosero como tópico o al feísmo como hallazgo, y faltándoles referencias
ideológicas o filosóficas caen, muchas veces, en una vulgaridad plana.
Se aprecia, por otra
parte, la emergencia de una serie de poetas que optan por una poesía más
reflexiva, más aforística, más insondable y con sensibilidad más refinada;
frente a la exterioridad de lo cotidiano, exploran éstos nuevos la interioridad
de la consciencia y, junto a lo íntimo emotivo, involucran la inteligencia en
un sistema complejo de símbolos. El último Valente, Cirlot o Francisco Pino,
por ejemplo, pueden ser sus referentes próximos, y, saliendo fuera de los fuertes y fronteras, cabría remontarse
al arco que va desde los dos Paul, Celan y Vàlery, pasa por Rilke y Eliot, y
hunde sus raíces, entre otros, en Trakl y Mallarmé. La página en blanco (o en
negro) como final de poema es un reto para ellos; convierten la poesía en
gnosis o sistema introspectivo de conocimiento, danza rítmica y sagrada,
epifanía de acontecimiento, tal que apunta a lo que se ha llamado el silencio, principio y final de toda
musicalidad o palabra. De esta línea poética, soterrada, poco emergente hasta
ahora, pero vigorosa para cualquier observador atento, citaré únicamente como
muestra, aunque se podrían multiplicar, a Clara Janés, y de ella propongo estos
versos de Fractales (2005):
¿Por qué no tomas mi mano
con
la tuya
y la devuelves al signo?
He aquí un papel negro
que espera
la explosión de nuestro tacto
para arder
en el fuego del espíritu.
Si algunos de estos otros
poetas prosperan (o los dejan prosperar), y puesto que a su escritura, por
posicionamiento propio, sólo puede acceder un público minoritario, sería
prematuro dilucidar la repuesta que dan a la cuestión que proponíamos al
principio. Hay que insistir, en este sentido, en que no es conveniente
adelantar cierto tipo de declaraciones, pues nunca se sabe.
Así como Juan Ramón
Jiménez, frente a los poetas de su generación, supuso una individualidad propia;
del mismo modo, Eduardo Chicharro o Carlos Edmundo de Ory como valedores del
postismo, o una personalidad tan sólida como José Luis Hidalgo, no podrían
someterse al canon de la línea hegemónica del cuarenta; lo mismo ocurriría con
Claudio Rodríguez frente a los del cincuenta y con Leopoldo María Panero con
los del sesenta. Y si hablamos de los poetas de la experiencia, habría que
poner de relieve el contraste que supone la originalidad de Julio Martínez
Mesanza al proponer una poesía épica, o la de José Ángel Cilleruelo al atender
a una ética de la descomposición, al mero juego de los significantes; el mismo
García Montero debería ser debidamente matizado, aun siendo poeta de cátedra.
En referencia a las
producciones penúltimas (en poesía, es conveniente hablar así), el bosque queda
demasiado cerca y su espesura no deja ver los mirlos blancos que cantan bajo el
sombraje de sus árboles. Nunca me atrevería a hacer juicios de valor sobre
nadie, pues cada poeta, aun asumiendo una determinada estética, posee una voz
propia y tiene derecho a su individualidad; dicho con otras palabras: su ética
o su convicción política siempre dependerá de una opción personal. Tampoco
pretendo simplificar una realidad que en sí misma es demasiado compleja; de
ella he presentado algunos de sus trazos más manifiestos, siempre discutibles.
Por lo demás, me ha parecido que no era mi labor, ni tampoco ético por mi parte,
oficiar de turiferario de turno sin más pago que la estupidez.
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Jesús Cánovas Martínez©
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