jueves, 5 de febrero de 2015

REPASO A LA SITUACIÓN I

El artículo que aquí traigo, Repaso a la situación, dividido en dos partes de cara a su extensión quizá excesiva para la que reclaman las entradas de un blog, se publicó en la revista, nombrada en otras ocasiones, Lunas de papel, dirigida por José Cantabella. En tal artículo me pongo las botas de siete leguas y procuro una visión panorámica de la poesía producida en España durante las últimas décadas, eso sí, desde cierto ángulo de comprensión: ¿Qué función cumple la poesía, si es que cumple alguna, en el contexto social?
El artículo salió a la luz hace unos años, antes de que sufriéramos esta crisis tan devastadora que no sólo zarandea nuestros bolsillos sino también nuestras conciencias. Algo ha mutado en el tiempo histórico, y a la velocidad del relámpago, para volverlo más negro aun de lo que cabría esperar; sin embargo, las ideas que en el artículo se vierten, incluso después de tan dramático giro de la historia, las sigo asumiendo, y es más, aunque sé que para algunos podrían ser chocantes, las considero válidas. Son ideas abiertas a la discusión (indudablemente, al diálogo), y, por tanto, no definitivas. Siempre que alguien me convenciera de lo contrario, estaría dispuesto a rectificarlas.




REPASO A LA SITUACIÓN (I)


1

Decía Nietzsche del hombre que es animal fantástico y de tarde en tarde necesita conocer su origen; análogamente, haciendo una transposición de lo antropológico a lo poético, surge de vez en cuando una pregunta en la mente de los poetas. Es aquella sobre el sentido de la misma poesía en el mundo. ¿Qué función desempeña ésta dentro del contexto de los diferentes discursos o saberes?, y más aún, ¿qué función social cumple, si es que cumple alguna?
Para situarnos en un espacio que podamos identificar, España, y en un determinado momento (sin entrar en disquisiciones de mayor calado histórico), comencemos por la década de los cuarenta del siglo pasado. Así, esta pregunta acerca del lugar de lo poético tuvo una respuesta específica en una serie de poetas de la primera generación de posguerra. Por citar a dos de las voces más significativas, Blas de Otero y Gabriel Celaya, herederos directos de cierta impronta machadiana, responden con un grito de denuncia ante la realidad social. La función de la poesía consiste en contar lo que ocurre, referir sin tapujos ese estado de alienación de grandes masas de población, aherrojadas a la miseria, a la negación de su esencia y a la deshumanización consecuente. Por eso, desde la angustia que les produce tal situación, buscan el diálogo con otras consciencias, el hermanamiento solidario con los oprimidos y desheredados, pues solo así, piensan, se puede evolucionar hacia la consecución de un hombre nuevo que establezca las adecuadas relaciones interpersonales en un mundo, a su vez, definitivamente liberado de cualquier tipo de esclavitud. Como término la paz, la justicia, el rescate de la dignidad humana y, haciendo una suerte de permutación para referirnos a Fukuyama, el final de la historia, o quizá el paraíso en la tierra, según alguna tesis de corte clásico.
¿Ahora bien, después de la realización utópica, qué cabría seguir esperando puesto que se ha tocado el fondo?, podríamos preguntarles. No hay respuesta; están presos en la dinámica de la lucha. El poeta, responden ellos, es hijo de su tiempo y su palabra discurre en el tiempo, por tanto, ante una realidad tan infausta como la que viven, hay que dejar de lado cualesquiera otro tipo de indagaciones o funcionalidades y centrar el esfuerzo poético en la transformación de la realidad social, tarea que se lleva a cabo situándose al lado de los marginados y mediante un compromiso de lucha para derribar las estructuras anquilosadas de la alienación. A título de ejemplo, es conocido el poema paradigmático de Gabriel Celaya en que opone la poesía pura de los neutrales a la poesía impura de los comprometidos. El poeta debe ser un ingeniero del verso, y con su palabra debe llevar a cabo una acción transformadora del mundo, así que “la poesía es un arma cargada de futuro expansivo”, en cuanto instrumento de la praxis social. Son los Cantos Íberos, de 1955, vértice, auge y caída de la poesía social. Blas de Otero, sin entrar en otros matices, con un gran desangelamiento poético se decanta en el mismo sentido que su compañero de generación, con una poesía impura, quebrada, de desarraigo y denuncia; su tema fundamental: España (aquella España que le dolía a cierto pariente suyo). Ambos poetas, como es sabido, se comprometieron ideológicamente con el Partido Comunista y vivieron su militancia bajo la espada constante del riesgo, lo que les honra; la poesía, en ellos, asume una coherencia sin fisuras con la vida y la heroicidad se desprende de esta misma asunción ética.

En los poetas de los cincuenta, ya hay algo que ha mudado. Al igual que los inmediatamente anteriores, sienten que viven en un país de dicotomías: a la genérica de burguesía/proletariado, se le adosan por concomitancias con el momento histórico las de adictos al régimen/expatriados o perseguidos, beneficiarios del sistema/marginados, garcilasianos/poetas sociales… Pero, por otro lado, en ese binomio poético en el que interactúan emoción/inteligencia, deja de pesar la emoción desmedida, el desarraigo o la visceralidad hasta el grito y la violencia, para vascular hacia los guiños de la inteligencia que propicia la ironía y el distanciamiento de una situación; la guerra se diluye como tema del pasado y ahora se afilan las armas contra la misma burguesía beneficiaria del sistema. Se ironiza sin apasionamientos, se juega con el coloquialismo, se involucra al lector en el poema con un sistema de guiños del yo con el tú, con el nosotros; se distorsiona, se parodia y, aunque también aflora la ternura por los desprotegidos, no nos engañemos: son poetas burgueses con conciencia de burgueses que arremeten contra los burgueses; el marginado, aunque despierta la simpatía y conmiseración, ya no se siente tan próximo. Y las consecuencias se desprenden de este posicionamiento, pues poesía y vida se desvinculan; de esta forma, la ética, como efecto, quedará únicamente referida al poema. No va a importar ahora tanto el poeta, quien alberga en sí mismo una mala conciencia por haber accedido a ciertos privilegios, como su acto, el mismo poema, y por derivación, el único objeto moral; algo que implícitamente conlleva la claudicación ante una eticidad de vida. Gil de Biedma, con gran honradez y sinceridad por su parte, increpa En el nombre de hoy a sus compañeros de viaje:

…a vosotros pecadores
como yo, que me avergüenzo
de los palos que no me han dado,
señoritos de nacimiento
por mala conciencia escritores
de poesía social…

Significativa es la anécdota de la denegación de ingreso en el Partido Comunista a Gil de Biedma por homosexual, aunque quizá haya que pensar que había razones de mayor peso para tal rechazo. Al leer a los poetas de este grupo, la sensación que se tiene es de derrota, la constatación de que se ha perdido la posibilidad de mover algo. Y, curiosamente, a esta generación se la siente como más triste que la inmediatamente anterior. En esta constelación de temas e ideas, J. A. Goytisolo escribe Los celestiales (del poemario Salmos al viento, de 1958), seguramente al abrigo de Celaya, y con sentido de racionalidad evaluatoria, no reñida con la ironía y la tristeza, expresa su distancia ante los garcilasianos (estilo, por ejemplo, José García Nieto), quienes miran para otro lado y terminan hablando de Dios por no referirse a la realidad social de su momento:

…asomaron los poetas, gente de orden, por supuesto…

Señalo, sin embargo, y antes de seguir con esta exposición, que a Dios también increpa Blas de Otero con desmedida incontención… Pero volviendo a la realidad del 50, curioso es que entre los veinticuatro poemas seleccionados por el mismo Goytisolo para la Antología personal, publicada en 1997 por Visor, no aparezcan Los celestiales. Sí aparece, por el contrario, Palabras para Julia, uno de esos poemas afortunados capaz de justificar por sí solo a un poeta, del que entresaco una estrofa:

Por lo demás no hay elección
y este mundo tal como es
será tu patrimonio.


Por esa inercia o manía del tiempo a no estarse quieto, surge en la década de los sesenta, una nueva generación de poetas que se consolidará con la antología publicada por Castellet, Nueve novísimos poetas españoles, de 1970. La realidad social que viven estos poetas es algo diferente a la de las generaciones anteriores. Cierto auge económico del que se benefician los humildes corre parejo a una apertura del régimen, la dictablanda, preludio de la inminencia del cambio político; es la España de los Planes de Desarrollo Económico que adopta como referente a Europa. Los Novísimos suponen una ruptura con la poesía social; la ley del péndulo reinvierte las tendencias. Herederos de reverberaciones modernistas y simbolistas, impactados por el arte pop y las nuevas tendencias musicales, cinéfilos empedernidos y con un gran bagaje cultural, frente a la función de denuncia que le otorgaban a la poesía las generaciones anteriores, buscan tan solo el preciosismo expresivo; la sonoridad de la imagen por oposición al prosaísmo de los sociales. La estética triunfa sobre la ética, y la inteligencia asume a la emoción. Por el camino se han perdido algunas cosas: la ética, para los poetas del cuarenta, está en la vida que se expresa en el poema; la ética, para los del cincuenta, está en el poema pero no en la vida; el poema, para los del sesenta, es ajeno a la ética y esta puede correr por cualquier derrotero de la vida; la expresión de la ética, en conclusión, está en otros foros diferentes al poético. Así que pueden sonar de nuevo las trompetas de Darío, el son de los clarines, los excesos verbales y la aspiración a la belleza pura; la máscara transformista se erige sobre un gran aparato imaginístico de sonoridad de fuegos y brillantez visual: el poema es únicamente declaración de la estética:

Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos,

preciosísimo alejandrino de Pere Gimferrer que da inicio al poema Oda a Venecia ante el mar de los teatros, del libro emblemático de la nueva tendencia, Arde el mar, de 1966. No me sustraigo a la tentación de transcribir otro inicio de poema del mismo poemario, Primera visión de marzo:

                                   ¡Transmutación!
                                                                       El mar, como un jilguero
                                   vivió en las enramadas. Sangre, dime…


En los años setenta, época de la transición, tenemos, pues, tres generaciones poéticas que conviven y entran en conflicto acerca de la función que debe asumir la poesía; y añadimos, hay también una cuarta generación, que está formándose y se hará de notar en la década siguiente: los poetas de la experiencia. A la vez que se reeditan libros de los del cuarenta y se redescubre, vía Sudamérica, a los del veintisiete, se incendian librerías en Madrid y Barcelona. Época de conflicto y expectativas: Carrero vuela por los aires en el 73, muere Franco en el 75, Alberti desembarca en Barajas desde su cuartel de Italia en el 77,  Vicente Aleixandre recibe el Nobel ese mismo año y, luego de pasear Santiago Carrillo con peluquín por La Castellana, se legaliza el Partido Comunista. Los poetas otrora clandestinos salen a la calle; hay como un fervor… Recitales multitudinarios, Raimon, Serrat, Paco Ibáñez, cantautores al asalto y poetas musicados… Algo cambia o se mueve. Se estrena La Constitución.

 (continuará)
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                                   Jesús Cánovas Martínez©



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