Algunos años atrás, José Cantabella, escritor y compañero en
las lides poéticas, me pidió colaboración para “Lunas de papel”, la revista que dirigió durante un tiempo. Le envíe
varias colaboraciones; de aquellas entregas hoy rescato este “Machismo y literatura”, que presenta de
forma gráfica lo que puede suceder cuando a una hija adolescente se le intentan
inculcar determinados vicios.
MACHISMO Y LITERATURA
En el colegio le mandan
una serie de lecturas fútiles, y diría que tontas. Mi hija crece y no conoce a
los grandes autores. Tenemos un mal sistema de enseñanza; los niños no aprenden
nada; se les distrae con cualquier cosa pero no se incide en lo fundamental.
Por eso le pido algo a mi hija, un favor. Cuando no vaya al colegio, los días
que esté libre de obligaciones (sábados, domingos, festivos), en vacaciones, le
pido, que por lo menos lea dos horas al día; después que haga lo que quiera.
Sólo dos horas de lectura al día, mínimo; quedan veintidós horas más; si ella
quiere leer más tiempo, a mí no me importa (es a ella a quien no debería
importarle), que lo haga. Es cierto que esta petición tiene sus
contraprestaciones monetarias, pero es algo que no me importa; de todas maneras
le iba a dar dinero. Hay que jugar con astucia.
Mi hija acepta el trato a
regañadientes, pero lo acepta. Así que, mi hija, en edad de mocear, comienza a
leer a los grandes autores. Lee a Dostoyevsky, y cuando le pregunto qué le ha
parecido, me dice que es un rollo, complicado, retorcido, y lo acusa de
machismo; lee a Chéjov, y lo mismo, lo acusa de machismo. Cambia de tercio y
lee autores americanos: Carver es un machista; Bukowski, qué hablar, otro machista,
guarro con ganas; Salinger es demasiado, otro machista. Le facilito luego a
Pérez Galdós, un machista de cuidado; a Valera, machista; a Pereda, machista;
Bécquer es el más machista de todos con esas leyendas tontas. Lee El bosque animado de Wenceslao Fernández
Flores, no está mal pero qué machista es el tío; y Gabriel Miró, machista;
Unamuno, retorcido y machista; Azorín, machista; Xénius, demasiado culto, y
machista.
—Bueno, bueno, y Stendhal,
qué tal.
—Un machista.
Cualquier autor que lee es
un machista y sus obras son fruto del machismo.
—¿Y las mujeres? —me
pregunta—, ¿es que no hay mujeres que escriban?
—Hija, claro que hay
mujeres —le digo—. Pero los escritores son prisioneros de su época, no cabe
acusarlos de machistas.
—Son unos machistas,
prisioneros o no de su época —sentencia la niña.
—No, hija, no. A los
escritores hay que leerlos en su contexto histórico, en su circunstancia
concreta. Si hoy escribieran lo harían bajo otros parámetros, y no quedaría por
eso mermada su genialidad.
—Sí, pero son unos
machistas, machistas, machistas, machistas…
—Su circunstancia, hija.
Ya lo decía Ortega.
—¡No me hables de Ortega,
el tío machista ése!
No sé; yo no entiendo muy
bien a la juventud. Mi adolescencia me va quedando cada vez más lejana y no me
sirve como referencia para entender a estos adolescentes de hoy. ¿Era yo así de
terco? ¿Era tan inmune a las razones?, ¿tan refractario al sentido común?...
Por otro lado, me pregunto, ¿qué es lo que le ha aportado a mi hija la
literatura? Leer todo lo que ha leído, ¿qué le ha reportado? Me quedo perplejo;
quizá nada. ¿Una educación esmerada, hacia dónde conduce?
Literatura como
entretenimiento, literatura como catarsis, literatura como vicio, literatura
como forma de aprender, literatura como el pan de cada día… literatura ¿para
qué?
—Has leído, hija, lo más
selecto, y albergo la sensación de que no te ha servido de nada —le digo en un
momento de debilidad.
Pero el trato sigue en
pie. Pasa el tiempo y se concatenan las lecturas de mi hija, devora los libros:
Cervantes, el gran machista, y el Quijote
ése, el protagonista, parece mentira, qué machista; Quevedo, ni qué hablar, qué
mala sombra tenía el tipo y qué machista. Lee Las últimas banderas de José Mª de Lera, interesante pero machista.
«¿Por qué los hombres son tan machistas?», y generaliza: «Machistas todos; ni
uno se escapa». Borges, a pesar de ser ciego, un machista ciego, pero machista
al cabo; García Márquez, machista; Eduardo Mendoza le cautiva, pero qué pena,
si fuera menos machista…
—Hija, creo que te estás
pasando un poco.
—Sí, claro, tú hablas así
porque eres otro machista.
Somerset Maugham, un
capullo y machista; Julio Verne (quizá éste se escape), machista; Salgari,
machista (tampoco se escapa); Zola, machista; Chesterton, machista. Lee Las Crónicas de Narnia y concluye que su
autor, el bendito Clave Stapes Lewis, es machista; Tolkien, el peor de todos,
el gran machista.
—Pero, hija, ¿qué es para
ti el machismo y qué relación tiene con la literatura?
Andreiev, machista;
Sologub, machista; Tolstoy, machista; Gorki, machista; Solojov, machista;
Pasternak, machista. Y si derivamos hacia otras latitudes, tenemos lo
siguiente: Guy de Mauppasant, machista; Hoffman, machista; Alfred de Musset,
machista; Papini, machista; Bassani, machista; Valle Inclán , machista; Nika
Waltari, machista; Thomas Mann, machista, Henry Miller… ¡machista!; Truman
Capote, maricón y machista ¿Dónde están las mujeres literatas?
—Mira, hija, las hermanas
Brontë son una de las cúspides de la literatura.
Y las lee, en su idioma
nativo. Wuthering
Heights, de Emily; Jane
Eyre, de Charlotte; Agnes Grey,
de Anne.
—¿Qué tal?
—No escriben mal, pero son
machistas.
Le facilito obras de Jane
Austen (Mansfield Park, Emma, Sense and Sensibility, Pride
and Prejudice), le proporciono Las
memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, le suministro a Agatha
Christie para que disfrute con el comisario Poirot. Y también le doy las obras
del monje investigador fray Cadfael,
de Ellis Peters.
—Son machistas; las
mujeres que se dedican a la literatura son unas machistas, igual que los
hombres.
Me da miedo sugerirle que
lea a Pardo Bazán o a Concha Espina.
Sin embargo, ha pasado el
tiempo, y sé que mi jovenzuela ha tomado gusto por la literatura; sé que le
gusta leer y disfruta con los libros. Quizá, si pensamos que los libros van a
descubrirnos algo, sea una tortura innecesaria adquirir el hábito de la
lectura. Decía Azorín que a una biblioteca sólo le bastaban cincuenta libros
(en esos cincuenta libros se condensa todo el saber, todo lo que podemos
aprender en nuestra vida), los demás son repetición, cacofonías, remedos,
parches; Borges, reduce la biblioteca a uno solo, universal, inconmensurable e
indescifrable... ¡Habrá que realizar algún tipo de escrutinio, como el que
llevaron a cabo el cura y el barbero en la biblioteca del señor hidalgo, no se
nos sequen los sesos!
—Papá, ¿tienes algo de
Poe?
«Me ha pedido un libro
para leer —pienso—, esto marcha.»
—Aunque es un machista,
mis amigas dicen que Las narraciones
extraordinarias son demasiado —se justifica la interfecta, como si
adivinara mis pensamientos.
Le posibilito a Poe, y a
Machen, y a Lovecraft, y a Stocker; le encanta Melmoth, de Charles Maturin. Los maestros del terror son unos
machistas
Ha leído El nombre de la rosa de Umberto Eco, y
su juicio ha sido unánime, un machista. Lee a Malraux, La esperanza, La condición
humana, un machista; a Kafka, vaya rollo, ¿se aclaraba él mismo?, machista.
También lee a Miguel Espinosa, Escuela de
mandarines, La tríbada, ése está pillao, machista.
En medio de estas lecturas
caen en sus manos las entregas de una obra del momento: Harry Potter. Estos libros le gustan, y los devora en idiomas
diferentes (los lee en inglés, francés, español), pues dice que según el idioma
en que se leen, son obras distintas las que se leen.
—¿Te gusta Harry Potter? —me atrevo a preguntarle.
—Sí.
—Pues su autora… ¡es una
mujer! ¿Supongo que romperá con ese esquema preconcebido que tienes de pensar
que las escritoras son machistas? ¡Alguien se tendrá que salvar!
—No me vengas con ésas,
papá, ¡pues claro!, la Rowling
es una machista.
—Bueno, bueno... no me
negarás que machista o no es muy famosa, gana mucho dinero y es mucha la gente
que se divierte con sus libros. A mí me gustaría que tú te convirtieras en una
escritora famosa, más todavía que la Rowling.
—¡Bah! ¡Yo no quiero ser
escritora!
—¿Cómo qué no? ¡Y lo bien
que te lo pasarías!
Pero la niña no entra al
trapo, y da un giro inesperado a la conversación:
—Quien se lo pasa bien
escribiendo eres tú, papá, porque te gusta.
—¡Pues, claro, hija! Leer
es un placer, y si encima te atreves a escribir…
—¡Tú siempre con ésas! —me
corta— ¡Tú no te has comido una rosca!
—Ni falta que hace, hija.
Me lo paso bien, y punto; no importa triunfar en este mundillo literario. Lo
importante es pasárselo bien.
—Papá, eres un optimista.
Tiene razón la jodida.
—¿Velarás por mi memoria
literaria cuando yo muera? —le pregunto de sopetón. Y añado—: Eres mi única
heredera.
—Sí —dice casi de forma
inaudible.
—¿Qué has dicho?, no te he
oído.
—Sí, papá, sí; que sí...
Si fueras menos machista hubieras tenido más éxito.
Le gusta leer, no cabe
duda; al final le he inoculado el veneno y estoy contento, ya no podrá dejar la
literatura a lo largo de su vida.
«Quizá yo sea también un
machista como todos ésos», pienso al fin, cumplida la hazaña, la que me ha
costado tantos años de aplicación... Y, cuando discurro de esta manera, voy y acelero
el paso.
Todos los derechos reservados
Jesús Cánovas Martínez©
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