APROXIMACIÓN A LA ANGELOLOGÍA DE SANTO TOMÁS DE AQUINO (I)
Hace algunos años con motivo de la festividad de santo Tomás
de Aquino y a instancias de Emilio Saura hablé sobre la concepción angélica del
santo en el IES “Valle de Leyva” de Alhama (Murcia). Aquella disertación más
que una conferencia fue una aproximación a una conferencia y, luego de haberla
impartido, no salí nada contento. No por la participación de alumnos y
profesores, que fue abundante; no por el interés mostrado por los asistentes,
que fue encomiable; no por las preguntas que siguieron, todas ellas
interesantes. Ese descontento fue por mí mismo: terminé con ese mal regusto que
deja la impresión de no haber estado a la altura de las expectativas que se
esperaban del conferenciante, esto es, del servidor. No me sentía cómodo con el
enfoque que le había dado al tema, tal vez demasiado ligero; tampoco con la
profundidad debida al mismo, por necesidad inmensa; menos aún con la amenidad
que se espera de una alocución que pretende un posterior coloquio. La
exposición fue deslavazada, poco preparada, tediosa, carente de originalidad,
de chispa. Y yo salí mal, con la sensación de que de algún modo había
defraudado.
Podría seguir entonando meas
culpas, pero no es el caso. Por lo menos se llamó la atención acerca de una
temática verdaderamente interesante sobre la que se han cometido demasiados
abusos librescos, y esto ya es algo; si, por otra parte, suscitó el suficiente
interés en los asistentes para procurar una posterior búsqueda de información acerca
de la misma, mejor que mejor. El servidor, en lo que a él compete, siguió
indagando y tuvo experiencias; alguna de ellas capaz de ponerle los pelos de
punta, como así sucedió en un sentido literal; otras, sin embargo, fueron reconfortantes.
Ya he relatado la impresión del toque que tuve de mi ángel de
la guarda en un post publicado en este blog (Sobre el ángel de la guarda).
Fue una experiencia bonita e interesante; tan interesante, tan interesante, que
salvé la vida. En otra ocasión, más cercana en el tiempo y posterior a la
conferencia a que he aludido, me llegó un gran consuelo por parte del mundo
angélico y supe desde ese momento que los arcángeles tomaban cartas en un
asunto que me atañía y amenazaba con destrozar, psíquica y socialmente, mi
vida; fue un ataque espiritual que no puedo calificar sino como brutal, ante el
que, por su sorpresa y mi falta de prevención, quedé inerme. El destrozo, desde
luego, fue terrible y las consecuencias del ataque hasta cierto punto son
irreparables; lo importante es que no dañaron lo esencial y operaron en el
servidor un cambio radical hacia lo divino, una consciencia del trasmundo que
antes no tenía y quizá una percepción más intensa a la hora de discriminar
espíritus, entre otras cosas.
Un matrimonio amigo (omitiré nombres y mantendré un estricto
anonimato sobre las personas implicadas, que saben de lo que hablo si leen esto)
concertó en un hotel de Torremolinos unos días de asueto durante una Semana
Santa, y nos arrastraron a mi mujer y a mí. Para ser sincero, la expectativa de
pasar una semana en Torremolinos no me hacía demasiada ilusión y hubiera
preferido cualquier otro lugar para aquellas minivacaciones con la condición de
que estuviera apartado del fragor turístico. Aun así, necesitaba airear mi
mente, desconectarla de las terribles vivencias por las que estaba pasando, así
que allá fui. No me desagradó en absoluto aquella estancia; buena compañía,
buen pescaíto y buen fino, y si hubo o no hubo tráfago turístico no lo percibí;
por el contrario, sí percibí las presencias arcangélicas. Yo no sabía que
Torremolinos estaba bajo la advocación de los santos arcángeles, y mi sorpresa
fue enorme cuando descubrí que sus presencias casi se tactaban. Un halo de
espiritualidad envolvía la ciudad; curioso dado los tiempos que corren de
devaluación de la fe, curioso también debido a las preconcepciones que a veces
nos hacemos de los lugares. Mis amigos sabían que yo era un hombre religioso,
pero no sospechaban hasta qué punto, y seguramente se impresionaron al
comprobar el fervor con que asistía con mi mujer a los Santos Oficios en una
iglesia cercana al hotel. Fueron días intensos, y quedan inscritos en mi
memoria en el rinconcico de lo agradable. Si lo corporal fue ampliamente
recompensado, más lo fue lo espiritual, pues, en realidad, las verdaderas
intenciones que me movieron durante aquella estancia fueron las del orden del
espíritu. Allí estaban ellos (san Miguel, san Rafael, san Gabriel), a quienes
invoqué, recé y, por el amor de nuestro Señor Jesucristo, imploré protección en
una batalla que a todas luces excedía mis fuerzas. No fui defraudado y sentí su
toque protector; los sentí a ellos (tal
que así, en su honor, compuse unos poemillas, y los llamo así, poemillas, porque
no sé si llegan al umbral de poemas), y supe que aquella lucha en la que hasta
ese momento quizá me hallaba solo, podría ser encarnizada y dolorosa (la
profundidad del mal es insondable; el daño que produce, patente), podría dejar
hecha jirones mi capa o mellada mi espada, pero que, por el contrario, a partir
de ese momento contaría con unos aliados que no permitirían fuera vencido. De
hecho, los impulsos al suicidio o simplemente a matar a algún mal bicho de los
que fácilmente se dejan embaucar por las potencias malignas, por fortuna, me
dejaron. Supe que tendría fuerzas para seguir adelante; los santos arcángeles
me las daban.
El tema de los ángeles excede lo teórico, pues es
experiencial, y puede aclarar mucho más la exposición o descripción de una
vivencia que un fárrago de conceptos. En primera persona puedo decir que en
numerosas ocasiones he sentido cerca de mí a los ángeles, para bien o para mal,
y supongo que si cualquiera de nosotros hace un análisis de introspección
vendrá a constatar la actuación de éstos en su vida. Se trata de ser impecables
y no mentirse.
Pero ¿qué importancia tienen los ángeles para nosotros, un
orden de creación anterior al humano? Fundamental. Los ángeles perversos actuaron
en nuestra contra en el albor de la humanidad y lo seguirán haciendo hasta el
final de la historia; éstos, rebeldes a Dios, fueron los responsables directos
de la caída de nuestros primeros padres y, consecuentemente, de la experiencia
que sus hijos tenemos del sufrimiento y de la muerte. Los ángeles buenos, como
contrapartida, siguen cuidando de la obra de Dios y, especialmente, por nuestra
posición de centralidad en el orden de lo creado, de nosotros. Desde el inicio
de los tiempos, antes incluso de nuestra aparición, se estableció una lucha
implacable entre los dos bandos angélicos, y los humanos, de manera indirecta
aunque no sin responsabilidad, nos vimos implicados en la misma. Por tanto, la
realidad ahora es, lo queramos o no, que nos vemos envueltos en ella, y la
disputa no es otra cosa sino nosotros mismos, nuestra salvación o condenación. Podemos
situarnos en un lado u otro, aun sin pretenderlo. La lucha se libra en el mundo
intermedio, pero sus consecuencias se hacen notar en el mundo corpóreo. Si nos
salvamos o perdemos en gran medida se lo deberemos a los ángeles.
La vida particular de
cada hombre constituye el campo privilegiado de la actuación angélica, pues la
disputa entre ellos por excelencia se da ahí mismo; compete por consiguiente a
cada uno de nosotros desarrollar cierto esprit
de finesse a la hora de distinguir lo bueno de lo malo, lo que nos conviene
o no, la tentación que viene del maligno o la bendición que nos otorga el
bondadoso. Como decía san Pablo no es nuestra lucha contra la sangre ni la
carne sino contra las potestades, las dominaciones, las virtudes, los
principados del aire tenebroso que lanzan sus saetas ponzoñosas. Hay que estar
prestos, mantener la alerta, pues la capacidad de seducción de los ángeles
caídos es inmensa. Al hilo, recuerdo una pequeña anécdota que, medio en serio,
medio en broma, refiere san Juan de Ávila acerca de este poder de seducción que
tiene el maligno y cómo, para embaucar incluso al más santo, es capaz de
disfrazarse de ángel de luz. Un viejo anacoreta que llevaba cincuenta años de
ayunos y penitencias al final de su vida tuvo una visión. Se le apareció un
ángel de luz que alabó la santidad con la que se había conducido durante su
vida: sus impecables ayunos, su fervor en la oración, su resistencia al mal, en
definitiva. El ángel de luz le dijo que, por tal vida, Dios se sentía
enormemente complacido y le otorgaría cualquier cosa que le pidiera. En fin,
vino a decirle que estaba escrito que los
ángeles de Dios vendrían a sostenerle para que su pie no tropezara a en piedra,
y si se tiraba a un cercano pozo no le pasaría nada. Así comprobaría el amor
que Dios sentía por él. El viejo anacoreta
hasta tal punto se convenció de lo que le decía el ángel de luz que dio un
brioso salto y se tiró al pozo. El batacazo fue de abrigo. Y lo realmente
triste fue que, cuando a los tres días murió entre horrorosos dolores, sin hacer caso a
otros santos anacoretas para que se arrepintiera de su pecado, todavía estaba
convencido de que había tenido una revelación divina como premio a sus
cincuenta años de abstinencias. Cuando ocurren estas cosas parece que un
espíritu ríe a carcajadas, y no de los buenos.
Interesantes exposiciones sobre el mundo angélico son las del
visionario Emanuel Swdenborg, Sobre el
cielo y sus maravillas y sobre el infierno, y la de Eugenio d’Ors, aun
psicologizante, Introducción a la vida
angélica: cartas a una soledad. Ambas visiones no son excluyentes y son
perfectamente compatibles con la tomista. De Eugenio d’Ors es la siguiente recomendación:
“Vivid, pues, en continua reverencia del Ángel. No con culto de latría, a Dios reservado; pero de dulía, rendido a la vez a su jerarquía espiritual
y a su proximidad íntima. Orad al Ángel. Multiplicad, figurativos católicos, sus
imágenes”.
Sin mayor dilación paso a reproducir aquella pseudoconferencia
de la que hablaba al principio. Con algún retoque, con alguna concesión al
lenguaje oral, ahí va aquella aproximación a la angelología de santo Tomás de
Aquino que, aunque dice algo, ni siquiera toca sus líneas maestras:
(continuará)
Todos los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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