lunes, 7 de octubre de 2013

EL SALTO DE LA HOGUERA



EL SALTO DE LA HOGUERA





Fue una noche de San Juan, en la casa de campo de Ana Escarabajal, la que tenía (y supongo que seguirá teniendo) por La Aparecida, una pedanía de Cartagena de España. Años atrás a la buena de Ana le había dado por establecer en esa noche mágica una especie de ritual, en el que, encendida una hoguera, se purificaban los deseos. Se escribían estos en un papel que después, con la mejor de las intenciones, se arrojaba al fuego. Previamente había habido una purificación por el agua, y las cosas malas se habían dejado en una lustral fuente. Gilipolleces de este tipo entretenían a los poetas, pues la mayoría de los invitados pertenecían al gremio de la poesía. Tengo que decir que antes de llegar al ansiado ritual, se habían degustado con anterioridad ciertos manjares, descorchado algunas botellas de vino, saboreado una queimada y, ¡oh maravilla!, entre cubata y cubata, soportado el —digamos— recital de algún inaudito poeta que se personaba por allí con aires de grandeza.

El tema de la queimada, junto al de la hoguera, era esencial, pues es sabido que para convocar a los espíritus proclives esa noche no puede faltar; y dicho sea de paso, tal queimada debe ser hacendosa, realizada por mano experta y arropada por los conxuros pertinentes. Un individuo, llegado a la Región de Murcia de tierras nórdicas y que iba de poeta, al que llamaré a partir de ahora, por no ofender y por eso de la cortesía, Detritus, se había traído cierta sabiduría de su lugar de origen que le inducía a preparar unas queimadas con un arte más que aplicado; mientras las preparaba, disfrazado para la ocasión con una luenga capa negra hecha con bolsas de basura, daba saltos y contaba historias de miedo. Se ponía en la cabeza un casco de cartón pintarrrajeado de aquel modo, que, junto con la capa, larga y arrastrada, le hacía parecer El Cid a lo cutre y en miniatura. La escenificación que el tipo llevaba a cabo era colosal. Dadas, pues, las habilidades del individuo, con la lisonjera promesa de soplar gratis durante toda la noche fue atraído por Ana para realizar la queimada. La ocasión la pintaban calva; la noche sería inolvidable.

Detritus, a pesar de su indiscutible dominio sobre el arte de las mezclas espirituosas, tenía un problema, y es que estaba tan picado por el alcohol que con dos sorbos de lo que fuera, aun de coñac barato o de matarratas, se dislocaba, los ojos se le inyectaban en sangre y comenzaba a proferir gritos sin ton ni son; eran esos gritos a modo de berridos parecidos a los que dan los vaqueros de su tierra cuando establecen platica amistosa con los mansos animales. Pero el problema no era ese; Detritus podía parecer hasta gracioso dando aquellos berridos, pues procuraban nota pintoresca que recordaba los herbosos valles de sus montañas de origen hasta el punto de procurar una especie de bucolismo inesperado. El problema era otro. Y es que, con aquel mal beber, le subía desde su acomplejado inconsciente toda la ira contenida por no haber crecido lo suficiente, y entonces, poniéndose de puntillicas y subiendo la mandíbula todo lo que le daba de sí se encaraba con el primero que tenía delante buscando camorra. Yo llegué a presenciar, por desgracia, unos cuantos números de esos, y doy fe de que el individuo se volvía peligroso.

Fueron apareciendo los poetas. Leopoldo, el pobre, por aquella época con las dos piernas amputadas, en silla de ruedas; Fulgencio, con dos de sus mujeres; Trepario Retrepa (que se había invitado por cuenta propia), tocado con un sombrero de ala ancha y acompañado por su séquito de incondicionales pelotillas… En fin, no voy a referir la nómina, y emplazo los detalles para mejor ocasión. Solo añadiré como algo importante para lo que voy a referir que entre los invitados también arribó cierta poetisa del amor, muy cotizada en aquella época, ya que solía deleitar al personal con poemas cargados de emoción en los que, como mono tema, trataba la sexualidad, las posturas eróticas, el coito, los amantes en su frenesí, el orgasmo, esas cosas.

Discurrió la noche bajo la Luna llena; se comió, se bebió y se encendió la hoguera. A continuación se pasó a realizar los rituales preestablecidos. Discurría la amistad alegre. Se disfrazó, pues, Detritus, y entre conxuros, cuentos de miedo, saltitos cortos, farfulleos y gilipolleces diversas removió un orujazo lampiño hasta que tomó color miel. Mientras tanto alguien guitarreó por allí. La noche clamaba por sus fueros y la Luna se elevaba esplendorosa. Para colmo, luego de degustar la queimada, la poetisa del amor vino a recitar un montón de sus deliciosos poemas. Sí, la noche quedó encendida y se desencadenó el glamour.

Nadie piense lo que no debe; los poetas son gente casta y muy decente, y no es merecida su fama de ser crapulosos. Bueno, hay de todo, como en las diversas profesiones, pero no se puede generalizar porque la generalización en sí misma es un error conceptual; la generalización extrapola casos particulares para diluirlos en un todo. Pero un todo es nada, de modo que así se resta la culpa o se escamotea la responsabilidad ante la propia acción. Y dicho lo dicho, no quiero irme por las ramas; corto tema tan sabroso para la gente que le gusta la cosa esa de darles vueltas a las ideas en sus cabezas y vengo a referir los hechos tal y como fueron. Puestos a sentir el glamour desencadenado, se rompió el gran grupo en pequeños grupos en donde tratar mejor los temas poéticos. Unos por aquí, otros por allá, en animada conversación; bajo las más oscuras sombras de los terebintos los más tímidos, parejicas que en tono de cuchicheo trataban de sus cosas. Fulgencio y la poetisa del amor entablaron parlamento debajo de uno de aquellos oscuros terebintos. Durante la conversación, llevado seguramente por la magia de la noche, en un aparte Fulgencio le realizó a la poetisa del amor cierta promesa. En ese momento pasaba yo por allí, ¡y mira que me engancharon! Mi voluntad es muy débil, como todo el mundo sabe, y no sé dar un no cuando me vienen con halagos.

Recuerdo que Fulgencio, dejando a sus mujeres a buen recaudo, y yo, alejándome del celo impenitente de MªJosé, nos fuimos hacia la hoguera con la poetisa del amor, un capazo de años mayor que nosotros y ansiosa, ¡y de qué modo!, por vernos saltar frente a ella, según la promesa que el inicuo Fulgencio le había realizado. La hoguera se encontraba en su majestad, brillaba el fuego en la noche lunada, y, teniéndola a nuestras espaladas (con aquel el fulgor de su resplandor alumbrando la noche inmensa), Fulgencio y yo, dimos el salto delante de la poetisa del amor.

Fue dar el blinco y, al aterrizar, oímos un grito que ni el de Munch, algo así como un berrido llamando a las vaques, pero impresionante. ¡Ya se´a montao!

Se debió de romper algo.

Al son del majestuoso berrido, seguido de otros tantos, la poetisa del amor huyó despavorida; Fulgencio, debió pensar en sus mujeres y echó a correr, y yo cavilé sobre dos cosas, salvar a Mª José (que había optado por venir conmigo a aquel acto cultural a regañadientes) y evitar así futuros reproches, y salvar a Leopoldo, el que seguramente, impedido, no podría huir, y también eché a correr.

Efectivamente, me encontré con una escena. Mª José con una cara larguísima y ojos de reproche; Leopoldo intentando escapar, pero incapaz de salvar un escalón, nervioso en la silla. Detritus había desafiado a muerte, ya que no le alababan lo suficiente su decir poético, a un corro de individuos que miraban hacia abajo. Desde el agujero que cercaban y se perdía en las profundidades, el susodicho les dedicaba palabrotos con voz cavernosa, horrible y primitiva, y de vez en cuando soltaba alguno de aquellos berridos espantosos que le habían dado el espaldarazo de afamado poeta. Algo relumbró en sus manos sangrientas, o eso me pareció; algo frío como el acero, bajo la Luna.

Ana Escarbajal nunca más volvió a convocar poetas en su casa de La Aparecida; por lo menos, en la noche de San Juan. Se terminaron de forma radical aquellos encuentros poéticos. En lo que se refiere al salto de la hoguera debo aclarar, pues después de tantos años a mis oídos han llegado los rumores de cómo se ha deformado el acontecimiento, que no fue como lo relata la poetisa del amor. Cuando la poetisa del amor, a mitad del salto, miró hacia nuestra entrepierna, no vio nada. Era una trampa. Cierto que Fulgencio y yo saltamos, pero no nos bajamos los pantalones.

Pasados los años, al rememorar la anécdota, pienso que la poetisa del amor, debido a las ganas de sexualidad que tenía, incitadas sobremanera durante el decurso de la noche mágica, vio lo que no vio, porque la imaginación es poderosa y porque es mejor adornar las cosas antes que dejarlas estar entre los escuetos límites de su realidad. Si realmente hubiera visto algo, también, en sus insospechadas confesiones, hubiera traído a colación el lunar que tengo en senda parte y que me hace muy coqueto.



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Jesús Cánovas Martínez©
 

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