EL SALTO DE
LA HOGUERA
Fue una noche de San Juan, en la casa de campo de Ana Escarabajal, la
que tenía (y supongo que seguirá teniendo) por La Aparecida, una pedanía de
Cartagena de España. Años atrás a la buena de Ana le había dado por establecer
en esa noche mágica una especie de ritual, en el que, encendida una hoguera, se
purificaban los deseos. Se escribían estos en un papel que después, con la
mejor de las intenciones, se arrojaba al fuego. Previamente había habido una
purificación por el agua, y las cosas malas se habían dejado en una lustral
fuente. Gilipolleces de este tipo entretenían a los poetas, pues la mayoría de
los invitados pertenecían al gremio de la poesía. Tengo que decir que antes de
llegar al ansiado ritual, se habían degustado con anterioridad ciertos
manjares, descorchado algunas botellas de vino, saboreado una queimada y, ¡oh
maravilla!, entre cubata y cubata, soportado el —digamos— recital de algún
inaudito poeta que se personaba por allí con aires de grandeza.
El tema de la queimada, junto al de la hoguera, era esencial, pues es
sabido que para convocar a los espíritus proclives esa noche no puede faltar; y
dicho sea de paso, tal queimada debe ser hacendosa, realizada por mano experta
y arropada por los conxuros
pertinentes. Un individuo, llegado a la Región de Murcia de tierras nórdicas y
que iba de poeta, al que llamaré a partir de ahora, por no ofender y por eso de
la cortesía, Detritus, se había traído cierta sabiduría de su lugar de origen
que le inducía a preparar unas queimadas con un arte más que aplicado; mientras
las preparaba, disfrazado para la ocasión con una luenga capa negra hecha con
bolsas de basura, daba saltos y contaba historias de miedo. Se ponía en la
cabeza un casco de cartón pintarrrajeado de aquel modo, que, junto con la capa,
larga y arrastrada, le hacía parecer El Cid a lo cutre y en miniatura. La
escenificación que el tipo llevaba a cabo era colosal. Dadas, pues, las
habilidades del individuo, con la lisonjera promesa de soplar gratis durante
toda la noche fue atraído por Ana para realizar la queimada. La ocasión la
pintaban calva; la noche sería inolvidable.
Detritus, a pesar de su indiscutible dominio sobre el arte de las
mezclas espirituosas, tenía un problema, y es que estaba tan picado por el
alcohol que con dos sorbos de lo que fuera, aun de coñac barato o de
matarratas, se dislocaba, los ojos se le inyectaban en sangre y comenzaba a
proferir gritos sin ton ni son; eran esos gritos a modo de berridos parecidos a
los que dan los vaqueros de su tierra cuando establecen platica amistosa con
los mansos animales. Pero el problema no era ese; Detritus podía parecer hasta
gracioso dando aquellos berridos, pues procuraban nota pintoresca que recordaba
los herbosos valles de sus montañas de origen hasta el punto de procurar una
especie de bucolismo inesperado. El problema era otro. Y es que, con aquel mal
beber, le subía desde su acomplejado inconsciente toda la ira contenida por no
haber crecido lo suficiente, y entonces, poniéndose de puntillicas y subiendo
la mandíbula todo lo que le daba de sí se encaraba con el primero que tenía
delante buscando camorra. Yo llegué a presenciar, por desgracia, unos cuantos
números de esos, y doy fe de que el individuo se volvía peligroso.
Fueron apareciendo los poetas. Leopoldo, el pobre, por aquella época con
las dos piernas amputadas, en silla de ruedas; Fulgencio, con dos de sus
mujeres; Trepario Retrepa (que se había invitado por cuenta propia), tocado con
un sombrero de ala ancha y acompañado por su séquito de incondicionales
pelotillas… En fin, no voy a referir la nómina, y emplazo los detalles para
mejor ocasión. Solo añadiré como algo importante para lo que voy a referir que
entre los invitados también arribó cierta poetisa del amor, muy cotizada en
aquella época, ya que solía deleitar al personal con poemas cargados de emoción
en los que, como mono tema, trataba la sexualidad, las posturas eróticas, el
coito, los amantes en su frenesí, el orgasmo, esas cosas.
Discurrió la noche bajo la Luna llena; se comió, se bebió y se encendió
la hoguera. A continuación se pasó a realizar los rituales preestablecidos.
Discurría la amistad alegre. Se disfrazó, pues, Detritus, y entre conxuros, cuentos de miedo, saltitos
cortos, farfulleos y gilipolleces diversas removió un orujazo lampiño hasta que
tomó color miel. Mientras tanto alguien guitarreó por allí. La noche clamaba
por sus fueros y la Luna se elevaba esplendorosa. Para colmo, luego de degustar
la queimada, la poetisa del amor vino a recitar un montón de sus deliciosos
poemas. Sí, la noche quedó encendida y se desencadenó el glamour.
Nadie piense lo que no debe; los poetas son gente casta y muy decente, y
no es merecida su fama de ser crapulosos. Bueno, hay de todo, como en las
diversas profesiones, pero no se puede generalizar porque la generalización en
sí misma es un error conceptual; la generalización extrapola casos particulares
para diluirlos en un todo. Pero un todo es nada, de modo que así se resta la
culpa o se escamotea la responsabilidad ante la propia acción. Y dicho lo
dicho, no quiero irme por las ramas; corto tema tan sabroso para la gente que
le gusta la cosa esa de darles vueltas a las ideas en sus cabezas y vengo a
referir los hechos tal y como fueron. Puestos a sentir el glamour desencadenado,
se rompió el gran grupo en pequeños grupos en donde tratar mejor los temas
poéticos. Unos por aquí, otros por allá, en animada conversación; bajo las más
oscuras sombras de los terebintos los más tímidos, parejicas que en tono de
cuchicheo trataban de sus cosas. Fulgencio y la poetisa del amor entablaron
parlamento debajo de uno de aquellos oscuros terebintos. Durante la
conversación, llevado seguramente por la magia de la noche, en un aparte
Fulgencio le realizó a la poetisa del amor cierta promesa. En ese momento
pasaba yo por allí, ¡y mira que me engancharon! Mi voluntad es muy débil, como
todo el mundo sabe, y no sé dar un no cuando me vienen con halagos.
Recuerdo que Fulgencio, dejando a sus mujeres a buen recaudo, y yo, alejándome
del celo impenitente de MªJosé, nos fuimos hacia la hoguera con la poetisa del
amor, un capazo de años mayor que nosotros y ansiosa, ¡y de qué modo!, por
vernos saltar frente a ella, según la promesa que el inicuo Fulgencio le había
realizado. La hoguera se encontraba en su majestad, brillaba el fuego en la
noche lunada, y, teniéndola a nuestras espaladas (con
aquel el fulgor de su resplandor alumbrando la noche inmensa), Fulgencio y yo,
dimos el salto delante de la poetisa del amor.
Fue dar el blinco y, al aterrizar, oímos un grito que ni el de
Munch, algo así como un berrido llamando a las vaques, pero impresionante. ¡Ya
se´a montao!
Se debió de romper algo.
Al son del majestuoso berrido, seguido de otros tantos, la poetisa del
amor huyó despavorida; Fulgencio, debió pensar en sus mujeres y echó a correr,
y yo cavilé sobre dos cosas, salvar a Mª José (que había optado por venir
conmigo a aquel acto cultural a regañadientes) y evitar así futuros reproches,
y salvar a Leopoldo, el que seguramente, impedido, no podría huir, y también
eché a correr.
Efectivamente, me encontré con una escena. Mª José con una cara
larguísima y ojos de reproche; Leopoldo intentando escapar, pero incapaz de
salvar un escalón, nervioso en la silla. Detritus había desafiado a muerte, ya
que no le alababan lo suficiente su decir poético, a un corro de individuos que
miraban hacia abajo. Desde el agujero que cercaban y se perdía en las
profundidades, el susodicho les dedicaba palabrotos con voz cavernosa, horrible
y primitiva, y de vez en cuando soltaba alguno de aquellos berridos espantosos
que le habían dado el espaldarazo de afamado poeta. Algo relumbró en sus manos
sangrientas, o eso me pareció; algo frío como el acero, bajo la Luna.
Ana Escarbajal nunca más volvió a convocar poetas en su casa de La
Aparecida; por lo menos, en la noche de San Juan. Se terminaron de forma
radical aquellos encuentros poéticos. En lo que se refiere al salto de la
hoguera debo aclarar, pues después de tantos años a mis oídos han llegado los
rumores de cómo se ha deformado el acontecimiento, que no fue como lo relata la
poetisa del amor. Cuando la poetisa del amor, a mitad del salto, miró hacia
nuestra entrepierna, no vio nada. Era una trampa. Cierto que Fulgencio y yo
saltamos, pero no nos bajamos los pantalones.
Pasados los años, al rememorar la anécdota, pienso que la poetisa del
amor, debido a las ganas de sexualidad que tenía, incitadas sobremanera durante
el decurso de la noche mágica, vio lo que no vio, porque la imaginación es
poderosa y porque es mejor adornar las cosas antes que dejarlas estar entre los
escuetos límites de su realidad. Si realmente hubiera visto algo, también, en
sus insospechadas confesiones, hubiera traído a colación el lunar que tengo en
senda parte y que me hace muy coqueto.
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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