He logrado
publicar algún relato que otro en revistas y libros colectivos. En 2009 –¡cómo
corre el tiempo!— compuse una colección de doce pequeños cuentos que llevaba
por título Libro de los cuentos efímeros;
la presenté a Ediciones Tres Fronteras
con el fin de que fuera publicada, pero sometidos los cuentos al escrutinio del
director de la editorial, el libro quedó todavía más “efímero”. Los cuentos se
redujeron a siete, y la colección tomó el título del primero de ellos: Dulcísimas hebras de oro. Dicho lo cual,
el libro ganó unidad temática, intensidad, tortura, nervio. Fue publicado en la
colección La Biblioteca del Tranvía.
Con mi agradecimiento a los responsables de Ediciones
Tres Fronteras, aquí rescato uno de aquellos relatillos:
LA
DUDA QUE ME ASALTA
No, no sabes, amor mío, qué largas son
mis noches y mis días sin ti; no, no lo sabes, amor mío. Te busco incesante y
todas las cosas me traen tu recuerdo: los bolígrafos que toco, los folios donde
escribo, los libros que me rodean, las carpetas donde guardo mis apuntes, esta
habitación en donde estoy y muero, el dintel de la puerta, la noche, el trágico
confín donde mueren las horas, el desaliento de cada día; todas las cosas están
llenas de ti, tú las animas, y ellas son en tu substancia, de tu substancia,
sostenidas, formando parte de ti; tú, en ellas… Y, sin embargo, las toco, las
siento, se adormecen en mi alma y me ofrecen un límite frío; esas mismas cosas
que sostienes te separan de mí. Esas mismas cosas donde contemplo tu rostro, tu
figura, tus ademanes, esas mismas cosas te separan de mí; oponen un muro, tal
vez una membrana transparente tras de la cual yo quisiera encontrarte, y me
frustra, no sabes cómo, no encontrarte.
Amor, hoy es noviembre, las hojas caen
de los árboles. ¿Por qué será que los ojos se me llenan de muerte si pienso en
ti? Ingrávida, en el aire, sostienes mi esperanza fruncida en el verde mustio
de las hojas y el desencanto. Hoy es noviembre; durante el día ha lucido un sol
débil y, ahora, ya la tarde vencida, adentrada la noche, mis ojos caminan tras
tus huellas. Soy todo recuerdo, todo recuerdo de ti, amor. Entonces veo tu
sonrisa en el alba y aspiro el primer día en que te conocí ¡Qué bella! Si la
belleza tiene un nombre, ése es el tuyo. Porque tú emerges en el día primero de
mi vida; me contemplas desde allí, y aquí, y ahora. El azabache de tus ojos me
sostiene, me sostiene la ternura de tu voz, me acuna y me lleva el ritmo de tu
aliento, la melodía de tus brazos cuando se mueven, los giros de tu cintura, tu
sonrisa blanca, sin mácula, tu suave sonrisa derramada por el mundo como don y
gracia.
Amor mío, aspiro la muerte porque
necesito morir. Si tú me faltas, yo no puedo existir… ¿Cómo te diré que te amo?
¿Con qué palabras? ¿Con qué gestos? ¿Cómo te diré que te amo?… Yo, el solo, el
desterrado; yo, el perdido, ¿cómo te diré que te amo? Si tú eres plenitud, qué
lejos; si tú eres promesa, qué lejos; si tú eres esperanza, qué lejos… ¡Qué
lejos, amor mío, te siento, qué lejos!
¡Qué lejos tú de mí! Pero en mi vida
irrumpiste y eres dueña de ella: eres mi vida, mi misma vida, que ya no es vida
si tú no la habitas. Oteo siempre detrás de todo, a la zaga tuya, te persigo
por los laberintos de lunas o puñales, por los vericuetos del tiempo, al
acecho, despierto, en el sueño, siempre, esperándote, amor, esperándote.
Se adentra la noche, se sumen los
rincones en penumbras; mi amor es puro y blasfemo. He pronunciado tu nombre en
voz alta y me he callado luego para que tú seas conmigo; tú seas aliento,
cuerpo, conmigo; para que no haya opacidad, no rotura, no hiato, no separación,
no dos, sino uno; uno siempre. He gritado y me he callado en el silencio para
escucharte, para sentirte; me he callado y he cerrado los ojos para meditarte,
para medirte en la noche, la larga noche, para poseer tu sombra en mi delirio,
en la soledad, contigo, en el silencio de la noche.
Uno, uno contigo; uno; no dos, uno… Un
mismo mundo para uno; ser uno contigo, renunciar a toda dualidad, a toda
oposición, a toda polaridad… Uno en la vida. Recentrar, reencontrar un centro
perdido, contigo, siempre, contigo…
Sin embargo, mis ojos se nublan, amor
mío, mi razón se oscurece… una sombra de duda me golpea… ¿Qué pensará tu marido
de todo esto? ¡Sí! ¿Qué pensará? Es un buen tipo. Hoy, sin ir más lejos, hemos
tomado una cerveza juntos. Y sé, que aunque el muy jodido sea testigo de Jehová,
mormón o algo así, es un amigo. ¿Sería capaz de entender lo que yo siento por
ti… mi amor arrasador por ti? No… creo que no. Y no porque Antonio sea un
zoquete; Antonio es simplemente Antonio: una circunstancia. Pero, además, tú
tienes seis hijos: Antonio, Juan Luis, Emilia, Fulgencio, Rocío Macarena y
Angustias. Tus hijos, ¿qué son de ti? ¿Cómo hacerlos a ellos partícipes de
nuestra unidad esencial? Esta es la duda que me asalta, amor mío, ¿ves? Yo que soy
incapaz de pronunciar tu nombre, porque tú estás por encima y más allá de todo,
de cualquier horizonte, yo, ya ves, tiemblo cuando pienso en tus hijos. No sé
cómo asumirlos en nuestra unidad esencial, perfecta y sin mácula. No importa
que mi mujer, Alicia, como tu marido, Antonio, no entiendan nada: son
circunstancias que nos allegaron en un extremo, acontecimientos que nos
sucedieron antes de descubrirnos… Tampoco importan mis hijos, José Joaquín,
Alberto, Jesús Renato; no, no importan, porque ellos me los ha dado la
circunstancia externa, el sinsabor de la vida.
¡Ay, amor! ¿Qué será de tus hijos?
¿Qué será de ti y de mí y de nuestros hijos y cónyuges respectivos? Cuando te
veo en la oficina, mis ojos se me llenan de ti; aspiro entonces tu fragancia,
el perfume de tu voz, como migaja que de tu aliento cae entre esos «Buenos
días», por las mañanas, con que así me torturas, y que yo recojo avaro, ávido,
sediento de ti… Ave delicada, vuelo de alondras levantan tus brazos y tus manos
cuando revolotean entre las mesas de la oficina y atrapan folios y albaranes,
cuando, delicadas y sublimes se posan, aleves, sobre las teclas de los
ordenadores, rozan los bolígrafos, irrumpen entre los lápices. Delicadas son
tus orejas al tacto de los teléfonos; tu boca, pozo de frescura, por donde
escapan las sílabas y el aire que emerge desde dentro de ti; tu boca, pozo,
pozo de un oasis, pozo del que yo nunca he de beber, pozo con que así me
torturas; boca de sílabas, boca con que pronuncias palabras y nombres, tu
boca…, amor, amor mío, tu boca…
Mi mujer, Alicia, duerme. Es de noche.
Muy tarde. Sigo solo en mi despacho y ordeno mis pensamientos en la sombra.
Sigo solo.
Te recreo en la noche, amor mío, para
llegar a tu noche, alzar el velo, correr la cortina, traspasar la puerta.
Pienso en ti, y se me llena todo el corazón de amor y de muerte. Y mi corazón
retrocede. Mi corazón se consume en esta hoguera nocturna. ¿No he de abrasarme
en el amor y la noche cuando todo, todo, todo es en ti y arde en el amor y la
noche? ¿No he de consumirme en la hoguera? Sin descanso he buscado tus ojos
para mirarme en ellos, llegar a su fondo; desde la profundidad misma de tu
centro, desde el fondo de tus ojos, he querido encontrar mi rostro…
Yo te amé. Te he amado. Te amo. Pero
me asalta la duda de tus hijos, prolongaciones de ti; no sé el lugar de ellos
en nuestra relación, en nosotros. Por más que me devano los sesos no sé el
lugar de ellos. ¿Dónde ellos? ¿Podrían ocupar un espacio en mi amor único por
ti? ¿Dónde ellos en el Amor? ¿Dónde situarlos? ¿Dónde?… Amor, amor mío, una
duda me asalta. Pero la noche llega, y la hoguera, consumida en sí misma, de sí
misma alimentada, palidece ante las palomas del alba que anuncian un nuevo día.
Palidecen todas las hogueras. Todas las hogueras mueren y fenecen ante el día
que se anuncia. Desde la oscuridad más oscura de esta noche —de mi noche— yo
clamo y grito, amor mío, ante la alborada que ya no verán mis ojos.
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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