Este artículo apareció en La Voz del Resucitado, revista procesional de Cartagena (España), a la que ya he
hecho mención en otras ocasiones, dirigida por José Luis García Bas. Supone una
reflexión sobre el significado de la Semana Santa, el que, lógicamente, no se
puede agotar con cuatro palabras.
ACERCA DEL SIGNIFICADO DE LA SEMANA SANTA
¿Qué es el Amor?… Dios, pues así se
manifiesta al hombre, tal como recordó Benedicto XVI en su primera Encíclica: “Deus
caritas est” (Dios es amor), apoyándose en la autoridad de san Juan
Evangelista.. Hoy más que nunca, dada la crueldad del mundo donde vivimos, es
de suma importancia recordar este aserto, cuestión central y eje que vertebra
al cristianismo. El amor de Dios por el hombre es tan potente y radical, se
expresa con tal fuerza que, de modo antinómico contradice hasta las mismas
entrañas divinas, aplaca su justicia y como un don derramado le lleva al
extremo de experimentar la muerte. No se expresa mejor el amor que muriendo por
quien se ama. Y, ese extremo, es lo propio de la rúbrica divina. Pero esa
rúbrica también es un misterio. Por esta razón, la Semana Santa es la fiesta
grande del cristianismo. En ella se conmemora el gran acto del amor de Dios
hacia el hombre: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, el Verbo
encarnado. “La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al
mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. En eso está la
caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y
envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados”, recuerda la primera
Epístola de San Juan (I Juan, 4, 9-10). Y San Agustín, en “La ciudad de Dios”,
nos explica que este acontecimiento, la muerte de Jesús en la cruz, no es un
acontecimiento más de la historia, sino que es el Acontecimiento, aquél
que la verticaliza y le da su sentido, tanto hacia atrás como hacia adelante;
hacia atrás, porque toda la historia del Antiguo Testamento apuntaba hacia ese
momento; hacia adelante, porque la muerte de Cristo y su posterior resurrección
inaugura un tiempo de gracia y de efusión de Espíritu que torna posible la
reconciliación del hombre con Dios. Si con el pecado de Adán quedó vulnerada
nuestra naturaleza, con la muerte de Cristo, segundo Adán, queda abierta la
posibilidad de la redención, es decir, la restitución de la semejanza del
género humano con Dios, y su consecuente deificación. Verdaderamente, al
contemplar este misterio, nos ha de arrobar el temblor y el temor.
Dios se encarna por amor al hombre y
por amor al hombre muere en la cruz: en esto consiste lo definitorio de la
religión cristiana. El Amor ha sido llevado hasta el extremo, y puesto que, por
Cristo, las puertas del cielo han sido abiertas para todos, se exige al
cristiano el perdón mismo de su enemigo como consecuencia añadida. Pero quien
primero perdona es Dios. «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»,
ruega Cristo Jesús desde la cruz. Al Verbo por quien todo fue hecho, al Señor
de la creación, se le corona de espinas y se le da un cetro de caña como símbolo
de su poder, se le rinden honores de azotes para conmemorar que es el dueño de
la vida, y, finalmente, a quien vino a restituir y salvar lo perdido, se le
eleva a la dignidad del patíbulo; allí se le insulta y se le escarnece hasta la
muerte. Este es el drama; la cruz se convierte en signo de contradicción: en
locura de Dios. Dios se rebaja hasta el humus del suelo para salvar al hombre,
pero por eso mismo Dios demanda del hombre una respuesta de amor. El amor, por
consiguiente, pasa a ser el centro de la experiencia cristiana. Así lo canta
San Pablo en los trece versículos del capítulo trece de su Epístola primera a
los Corintios, de la que sería interesante transcribir el inicio: “Si hablando
lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena o
címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía y conociendo todos los
misterios y toda la ciencia y tanta fe que traslade los montes, si no tengo
caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al
fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha”.
Por el Amor se entiende la Encarnación
del Verbo creador; sin embargo, un acto de amor aún más fuerte lo constituye su
muerte en la cruz, acontecimiento por el que se derrama la gracia divina sobre
el género humano. ¿Cómo podemos entender este misterio? San Pablo dice que “la
doctrina de la cruz de Cristo es necedad para los que se pierden, pero es poder
de Dios para los que se salvan” (I Corintios, 1, 18). Sin llegar a posiciones
extremas como la de Tertuliano, en el siglo III d. C., que se expresan con la
fórmula del “credo quia absurdum” (creo porque es absurdo) —“El Hijo de
Dios fue crucificado: no es vergonzoso porque podría serlo. El Hijo de Dios ha
muerto: es creíble porque es inconcebible. Sepultado, resucitó: es cierto
porque es imposible” (De carne Christi, 5)—, podríamos hasta cierto
punto, y según el límite de nuestra inteligencia, penetrar en este misterio,
pues, al fin y al cabo, no es tan absurdo dar un fuerte aldabonazo en el
corazón del hombre, ni tan absurdo es un Dios que se hace cercano y por amor al
hombre pasa por el trámite de una muerte ignominiosa y luego, tras su
anhilación, resurge, resucita. Cuando esto sucede sabemos que es Dios y que,
efectivamente, está con nosotros y no nos abandona. Si así no fuera, ¿qué
credibilidad tendría? Cristo ha muerto y ha resucitado, ¿y quién sino Dios
tiene poder sobre la vida y la muerte? “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra
fe, aún estáis en vuestros pecados. Y hasta los que murieron en Cristo perecieron.
Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los
más miserables de todos los hombres”, dice San Pablo en la primera Epístola a
los Corintios, 15, 17-19. Pero Dios es el Viviente eterno, por eso Cristo, por
el poder del Padre, resurge de la muerte, trasluminado en la totalidad de su
ser: “Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicias de los que
mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la
resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en
Cristo somos todos vivificados” (I Corintios, 15, 20-22). La resurrección de
Cristo, por tanto, cumple la promesa de la vivificación del hombre.
Sin embargo, dicho lo anterior, al
considerar la resurrección de Cristo, debemos remontarla y seguir el itinerario
inverso para comprender su amor: por su resurrección comprendemos su muerte, y,
por su muerte, su amor, este es el orden. En este sentido a mí me gusta
recordar una frase de Gaston Bardet, la que aparece en su libro “Il n’y a
qu’un Chemin” (No hay más que un camino): “Después de haber remontado el
curso de la vida de Jesús, después de haber sido encantados por su
Resurrección, de habernos lamentado por su Muerte, se hace necesario
reencontrar la fuente: Su Amor” Y esta es la tarea que tenemos pendientes los
cristianos hoy: ir a la fuente de la Vida. No está de más recordar —como hace
Benedicto XVI en la epístola citada—: el gozo que supone la existencia, pues
Dios nos ha creado para el amor. La Semana Santa, de este modo, alumbra la
experiencia cristiana: el gozo del amor, el cual conduce hasta el darse a sí
mismo a la muerte. Sin embargo, de esa muerte amorosa se resurge, pues ésta se
translumina en gloria: El Amor definitivamente vence la muerte.
Es interesante ponderar con
detenimiento el significado de la Semana Santa para no caer en una confusión
bastante común, propia de nuestra época: la de medir todas las espiritualidades
por el mismo rasero, muy en la onda de ese sincretismo que pulula en nuestra
enrarecida atmósfera. Sea un aviso para navegantes: No es lo mismo una
determinada espiritualidad desde la óptica del animismo, desde la del vedânta
o desde las religiones del Libro. Y, en el contexto de las religiones del
Libro, aun asumiendo sus semejanzas, una espiritualidad es la del Judaísmo,
otra la del Islam y otra diferente la del Cristianismo. De entre todas ellas,
sólo ésta última nos revela que Dios se ha hecho hombre y ha muerto para
salvación nuestra.
Cierto es que de esta religión del
Amor algunos han hecho todo lo posible para desmentirla, y desde su propio
seno, lo que adquiere una mayor gravedad; en el nombre de Dios se han cometido,
—y se siguen cometiendo, ¡ay!—, instrumentalizaciones y tropelías de todo tipo.
Pío VI, en este sentido, advertía de que el humo del infierno ha penetrado en
la Iglesia. Ahora bien, si hay cristianos que llevan este nombre pero son
indignos, también es cierto que su indignidad sólo cabe imputarla a ellos
mismos, no al cristianismo como tal ni al conjunto de los fieles. Sería
absurdo, por otra parte, negar que el Amor no supera la ley del Talión y que tanto
San Juan de la Cruz como San Francisco de Asís o Teresa de Calcuta, por
ponderar unos santos conocidos, no dignifican al género humano. El problema
planteado, por tanto, elude simplificaciones al uso, demagogias harto fáciles
que a veces sorprenden por la frecuencia con las que se oyen. La Verdad es Una,
y no puede ser de otro modo, pero nos penetra en diferente medida según
nuestras disposiciones. Decir esto es lo mismo que decir que el cristianismo es
ecuménico, por lo que en él difícilmente pueden acomodarse posturas sectarias;
de aquí se sigue que quien pretenda negar su catolicidad simplemente se engaña.
Dicho con otras palabras: no se puede dialogar con quien niega el diálogo.
Para terminar este pequeño artículo
quiero hacer una mención, aunque breve, al sentido cósmico de la Semana Santa.
Si es difícil precisar históricamente la fecha del nacimiento de Jesús, no
ocurre lo mismo con la de su muerte y, así, podemos reconstruir con bastante
detalle lo que ocurrió en aquel mes de Nisân
del año treinta y tres. Las visiones de Ana Catherina Emmerich, en las que se
inspira la película La Pasión de Cristo llevada al cine por Mel Gibson,
son un correlato sorprendente y preciso a la investigación histórica. Ahora
bien, independientemente de los momentos reales en los que acontecieron el
nacimiento de Jesús y su posterior muerte, éstos se celebran en fechas claves
del calendario. La Natividad se hace
coincidir con el solsticio de invierno, momento en que los romanos conmemoraban
al sol invictus. Hasta ese momento
los días se venían acortando y parecía que las tinieblas triunfaban sobre la
luz, pero en el momento de máxima tiniebla, el sol renace e invierte el
proceso: los días comienzan a crecer. El significado metacósmico de este
acontecimiento es claro: la luz no puede ser vencida por la tiniebla. Dios,
simbolizado por el sol, es invencible; es más, aparece un plus: ese sol que
renace nunca había muerto, por lo que propiamente no renace de un fondo de
tinieblas, sino que lo hace de lo alto. Ahora bien, en esa dialéctica de la
lucha de la luz contra las tinieblas, la Semana Santa tiene una significación
precisa. Es una fiesta que se sitúa en un punto importante del calendario —al
igual que ocurría con la de Natividad—, concretamente, en el equinoccio
de primavera; y, el día de los días, el de Viernes Santo, se hace coincidir con
la primera Luna llena pasado este equinoccio (de ahí la movilidad de la fiesta).
La carga simbólica de su significación resulta clara: la luz ha triunfado
definitivamente sobre las tinieblas, pues ahora el tiempo del día rebasa al de
la noche. A ello se añade el despertar de la primavera y la efusión del
Espíritu que, tras su resurrección, Cristo nos envía.
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Jesús
Cánovas Martínez©
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