“¿Qué has querido decir?”, alguien me
preguntó. “He querido decir lo que he dicho”, le respondí. No soy gallego, y para
mí está muy claro —y muy vigente, tan caldeado el ambiente como lo tenemos— lo
que quise decir en este breve artículo, que apareció en el nº 1 de aquella revista
ilusionada, “Sol Negro. Revista de
principios y fines”, dirigida por Emilio Saura.
LO GRÁVIDO Y LO INGRÁVIDO
C.S. Lewis en su libro "Cartas
del Diablo a su Sobrino" nos recuerda la opinión de Chesterton, quien
pensaba que el diablo cayó del cielo por un desmedido hinchamiento; tanto se
hinchó de sí mismo que comenzó a pesar más de lo debido y tal exceso lo llevó a
rodar por la ladera del cielo indefectiblemente hacia abajo. Esta opinión,
indudablemente, es una ironía, pues San Agustín nos dice que el peso es la
fuerza del Amor con la que Dios tiene unidas todas las cosas, y Jean‑G. Bardet
en “Les Clefs de la Recherche Fondamentale” confirma que la medida del
Amor de Dios no es sino la gravedad, condición indispensable para que exista el
universo. Newton, cuenta la leyenda, despertado de su siesta por una manzana
inoportuna —fruto que nos trae tantas resonancias—, tras sesuda y minuciosa
investigación concluyó que la gravedad es una ley universal que puede
expresarse bajo la fórmula: Fgrv. = G · m1 m2 / R2 . Tal
fórmula, lógicamente, nos deja igual que al principio. Yo he conocido —y
conozco— a algunos que se llaman a sí mismos naguales, y refieren que hay que
luchar denodadamente contra la importancia personal y los apegos. El concepto
de norma cívica queda muy relativizado, casi que huelga en sus planteamientos.
Algunos van más lejos y hablan de “matar el ego”. Yo estoy hecho un lío. La
humildad cristiana nos propone rebajarnos hasta el suelo —“El que se humilla
será ensalzado” (Lc. 14, 11)—, y la misma palabra humildad proviene de “humus”,
suelo, siendo el suelo lo que siempre tocamos con las plantas de los pies; así,
en arrebatos de piedad y para facilitar las cosas, hay quienes la humillación
se la toman por su mano. Al leer estas líneas, seguro que algún picarón guiñará
el ojo, porque tocando el suelo, también queremos tocar el techo, digo, el
cielo. Queremos volar, queremos volar todos, y ahí está Richard Bach con su “Juan
Salvador Gaviota” para recordárnoslo; no debe de inquietarnos que
pertenezca a la “Christian Science”. Volviendo a otro Juan, Don Juan
Matus, yo me pregunto hacia qué capa de la cebolla habrá volado. Los ángeles no
pesan ni duermen, ligeros como sus plumas vienen y van con la rapidez del rayo
y del pensamiento y, ya sabemos, los pensamientos vuelan como pájaros. Una
copiosa comida inclina al sopor y a los consiguientes kilos de más que pueden
desencadenar futuros problemas de salud. Algunos, para evitar tan no querido
desenlace, se vuelven vegetarianos y comen poco; otros, sólo lo hacen —o,
mejor, no lo hacen— por respeto, dicen, a la vida. Los listos concluyen que se
puede comer de todo con moderación, porque no se trata ni de engordar ni de
morir de inanición, como la acémila de aquel zafio aldeano que finalmente
aprendió a no comer. ¡Ah, el sabor! Deberíamos de tener una conversación seria
con el que inventó lo del peso óptimo, la masa corporal y todas esas
refanfinflas. Y no olvidar tampoco lo que nos hace sufrir una ofensa, ni echar
en saco roto aquello de que quien más alto sube, más deprisa baja. Más dura
será la caída. ¿Dónde, pues el santo hacer? Meditemos: hay que calcular bien el
precio de la torre antes de comenzar a edificarla. Pero, ¿de qué torre se
trata?... ¿La del tarot?... ¿La de Babel?... La paradoja está servida cuando
asistimos a celebraciones donde abundan los elementos de la tercera edad;
palpamos ahí más espíritu. Debe de ser porque tienen más kilómetros, y más
horas, quién sabe si más peso. Para terminar estas disgresiones de poco vuelo
—o, quizá, de levedad sin peso—, voy a transvolar unos versos del poeta Joan Maragall:
“pensa en la vida que tens entorn:
aixa el front,
sonriu als set colors que hi ha en els núvols.”
Todos los
derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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