miércoles, 20 de mayo de 2015

LO GRÁVIDO Y LO INGRÁVIDO

“¿Qué has querido decir?”, alguien me preguntó. “He querido decir lo que he dicho”, le respondí. No soy gallego, y para mí está muy claro —y muy vigente, tan caldeado el ambiente como lo tenemos— lo que quise decir en este breve artículo, que apareció en el nº 1 de aquella revista ilusionada, “Sol Negro. Revista de principios y fines”, dirigida por Emilio Saura.



LO GRÁVIDO Y LO INGRÁVIDO


C.S. Lewis en su libro "Cartas del Diablo a su Sobrino" nos recuerda la opinión de Chesterton, quien pensaba que el diablo cayó del cielo por un desmedido hinchamiento; tanto se hinchó de sí mismo que comenzó a pesar más de lo debido y tal exceso lo llevó a rodar por la ladera del cielo indefectiblemente hacia abajo. Esta opinión, indudable­mente, es una ironía, pues San Agustín nos dice que el peso es la fuerza del Amor con la que Dios tiene unidas todas las cosas, y Jean‑G. Bardet en “Les Clefs de la Recherche Fondamentale” confirma que la medida del Amor de Dios no es sino la gravedad, condición indispensable para que exista el universo. Newton, cuenta la leyenda, despertado de su siesta por una manzana inoportuna —fruto que nos trae tantas resonancias—, tras sesuda y minuciosa investigación concluyó que la gra­vedad es una ley universal que puede expresarse bajo la fórmula: Fgrv. = G · m1 m2 / R2 . Tal fórmula, lógicamente, nos deja igual que al principio. Yo he conocido —y conozco— a algunos que se llaman a sí mismos naguales, y refieren que hay que lu­char denodadamente contra la importancia personal y los ape­gos. El concepto de norma cívica queda muy relativizado, casi que huelga en sus planteamientos. Algunos van más lejos y hablan de “matar el ego”. Yo estoy hecho un lío. La humildad cristiana nos propone rebajarnos hasta el suelo —“El que se humilla será ensalzado” (Lc. 14, 11)—, y la misma palabra humildad proviene de “humus”, suelo, siendo el suelo lo que siempre tocamos con las plantas de los pies; así, en arre­batos de piedad y para facilitar las cosas, hay quienes la humillación se la toman por su mano. Al leer estas líneas, seguro que algún picarón guiñará el ojo, porque tocando el suelo, también queremos tocar el techo, digo, el cielo. Queremos volar, queremos volar todos, y ahí está Richard Bach con su “Juan Salvador Gaviota” para recordárnoslo; no debe de inquietarnos que pertenezca a la “Christian Science”. Volviendo a otro Juan, Don Juan Matus, yo me pregunto hacia qué capa de la cebolla habrá volado. Los ángeles no pesan ni duermen, ligeros como sus plumas vienen y van con la rapidez del rayo y del pensamiento y, ya sabemos, los pensamientos vuelan como pájaros. Una copiosa comida inclina al sopor y a los consiguien­tes kilos de más que pueden desencadenar futuros problemas de salud. Algunos, para evitar tan no querido desenlace, se vuelven vegetarianos y comen poco; otros, sólo lo hacen —o, mejor, no lo hacen— ­por respeto, dicen, a la vida. Los listos concluyen que se puede comer de todo con moderación, porque no se trata ni de engordar ni de morir de inanición, como la acémila de aquel zafio aldeano que finalmente aprendió a no comer. ¡Ah, el sabor! Deberíamos de tener una conversación seria con el que inventó lo del peso óptimo, la masa corporal y todas esas refanfinflas. Y no olvidar tampoco lo que nos hace sufrir una ofensa, ni echar en saco roto aquello de que quien más alto sube, más deprisa baja. Más dura será la caída. ¿Dónde, pues el santo hacer? Meditemos: hay que calcular bien el precio de la torre antes de comenzar a edificarla. Pero, ¿de qué torre se trata?... ¿La del tarot?... ¿La de Babel?... La paradoja está servida cuando asistimos a celebraciones donde abundan los elementos de la tercera edad; palpamos ahí más espíritu. Debe de ser porque tienen más kilómetros, y más horas, quién sabe si más peso. Para terminar estas disgresiones de poco vuelo —o, quizá, de levedad sin peso—, voy a transvolar unos versos del poeta Joan Maragall:

“pensa en la vida que tens entorn:
aixa el front,
sonriu als set colors que hi ha en els núvols.”


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                                       Jesús Cánovas Martínez©

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