LA
SOMBRA DE ARTHUR
ANTONIO
SOTO
Recuerdo que hace unos años, en nuestra etapa
de espartarios, acodados en la barra
del bar El Convento (Lorca), enfrente
de unas humosas manzanillas —¡ah, la bohéme—
y a la espera de una lectura de poesía o tras la misma, Antonio Soto me comentó
que llevaba entre manos un libro de poesía rompedor y me lo delineó en sus
formas básicas. Pronto vino a adosarse el pesado de turno, por lo que tuvimos
que pasar a hablar de otros temas, y ahí quedó la cosa. Ese libro, por aquellas
fechas quizá en esbozo, recientemente ha visto la luz. Lleva por título La sombra de Arthur, y sobre él pretendo
decir unas palabras.
Al sopesarlo, lo primero que llama mi
atención es su título, ya que presenta una anfibología que supongo consciente.
¿Arthur tiene una sombra o Arthur es una sombra? Ambas interpretaciones caben
según consideremos la preposición “de”
como expresión de un genitivo subjetivo o, por el contrario, objetivo. Una
primera y precipitada lectura posiblemente nos llevaría a decantarnos por su
segundo significado, aunque si volvemos al libro con la intención de ahondarlo,
tras su relectura, tampoco cabría desechar el primero: Arthur es una sombra,
pero Arthur también tiene una sombra. Tal disemia estructural traspasará todo
el poemario.
¿Por qué Arthur tiene una sombra? Porque
Arthur puede ser el paradigma de cualquier ser humano y, en particular, de
Antonio Soto; ahora bien, si todo ser humano tiene una sombra, Antonio Soto
tiene su sombra; así, Arthur, como alter
del poeta, muestra la sombra del poeta, por concomitancia reflejo a su vez de
la sombra de toda la humanidad. Sin embargo, Arthur, ya desde el primer poema
del libro, se nos muestra a sí mismo como sombra, y sombra viajera, nocturna,
ávida de sangre y de belleza: Arthur también es una sombra. Constatada tal
disemia, si conjugamos los dos posibles significados, vendremos a concluir que
Arthur es una sombra que habla desde la sombra y muestra los aspectos nocturnos
del ser humano, aquellos que nuestra consciencia rechaza, reduce y condena a
los sótanos del inframundo, esto es, del inconsciente, sea éste individual o
colectivo.
Supone el poemario una carga de profundidad,
y pienso que con él Antonio Soto adquiere su madurez poética. Si en Lolitas o en Pubis Púber había explorado los misterios del eros y En aquellas islas del alma, premio
“Armilla de Poesía”, con una emoción a flor de piel había enfrentado la muerte,
en La sombra de Arthur, aunará eros y
thánatos, el placer y el dolor, la vida que se quiere y se perpetúa así misma
como conatus, aun en el hastío, con
una pulsión de muerte estremecedora que conduce hasta el desgarro y la
nihilidad. Fuerte es la carga del poemario, antítesis de contrarios enfrentados
que, como única resolución posible, atiende al horizonte de la belleza, eso sí,
una belleza pura a la vez que malversada, espléndida a la vez que tenebrosa.
Pero vayamos por partes. ¿Por qué son
inocentes los animales? Entre las posibles respuestas, elijamos una, quizá aquella
que se impone por evidente: Los animales son inocentes porque no son
conscientes de su condena. Arthur sí lo es, y cuanto más se le intensifica esa
consciencia, más le acrece en su interior la sensación de no poder escapar de
la misma. Ya, de por sí, esto es horrible: No hay salida ni escapatoria de la
condición de Arthur, y Arthur lo sabe. Tal condena a la que queda sometido no
es otra que la de saberse arrojado a una cadena trófica donde para seguir
viviendo debe otorgar la muerte, incluso la del ser bañado por la inocencia;
pero hay más, a esa hambre o sed fundamental, se le suma una sexualidad
irrefrenable que lo subyuga y esclaviza.
Hasta aquí, nada nuevo que no conozcamos. El
sexo y el hambre, los dos impulsos básicos que traspasan a los animales, de los
que ellos no son conscientes. Los seres humanos, sin embargo, en mayor o menor
grado, sí son conscientes de los mismos; en Arthur se intensifica dicha
consciencia hasta el paroxismo. Porque cualquier parangón que queramos
establecer entre el ser humano y Arthur enseguida cede ante lo enorme. El sexo
en los seres humanos, aun atávico, se puede deslindar de la función de dar la
vida y plantearlo como disfrute; en Arthur, el sexo, aun como disfrute, no se
puede deslindar de la certeza de la muerte. La condena de Arthur llega hasta
una hipérbole que rebasa la cordura —y, en este sentido, la condición humana—,
pues su sexualidad se tiñe de un impulso amoral y fundamentalmente lascivo que
en su consumación pretende la destrucción total del objeto de su deseo. Así, ya
en el primer poema del libro, el lector queda enfrentado con algo monstruoso,
pues el sexo corre parejo con la sangre cuando nuestro protagonista hace el
amor a dentelladas con la mujer que le ha dado la vida:
De lo más profundo del corazón
latía mi amor por la sangre.
Ella me invitaba a poseerla.
Desnuda en su lecho de muerte
aguardaba mis finas dentelladas.
La consumación de tal incesto será el
preludio de una vorágine de sexo y de sangre, porque Arthur buscará saciar el
deseo inextinguible que lo habita y buscará saciar su sed infinita en una
espiral de soledad y de muerte. Vagará Arthur por las ciudades y los desiertos,
llorará por Iona bajo las torres de Londres o suspirará por Gino en la Plaza de
San Marcos en Venecia; desde las frías aguas de la bahía del Hudson arribará a
Manhatam, pero también el viejo París a la orilla del Sena conocerá sus pasos;
frecuentará suburbios, parques, tabernas, burdeles portuarios, callejas
estrechas sin luz, bosques o desiertos en pos de la satisfacción de su deseo y
de su hambre; islas del sur de bellas muchachas, monjitas del Piamonte o tibias escolares anunciando la primavera
serán sus presas; bajo el cielo rojo de
Arizona una muchacha en un sucio motel sabrá de su furtiva visita, pero
también la vieja Bohemia en las riberas del Rhin le ofrecerá la sangre de
adorables walkirias. Vagará por el orbe todo, insatisfecho, transido de amor,
de hambre y de soledad.
Hurtado al amor, creciendo en él la
consciencia de monstruo, por las noches, en los cementerios, se oirá su llanto,
su queja desconsolada entre las pútridas tumbas: De noche, en los cementerios, lloro y me desespero aguardando el sueño
que me fue vedado por extrañas fuerzas… Siente el hastío prolongado a lo
largo de noches monótonas, sin posibilidad de luz o redención, expulsado de
todo hábitat humano, extraño a la vida pero sin posibilidad de la vida: Mañana de nuevo la luz,/ y vuelta a los
infiernos. A su soledad, se añade la fatiga —un poema comienza: Para mí nunca habrá descanso./ Frágiles
aleteos se oyen en la noche./ Todos los paraísos duermen ahora…; otro, del
siguiente modo: Nada de amor. Las
estaciones/ tienen el rostro del desaliento…—, y, mientras, en su corazón
deshabitado del amor, pena el amor: Decidme,
¿qué tengo que hacer con este corazón? Enfermo de amor cruza la vida con todos
sus inviernos.
La
sombra de Arthur
es un libro fundamentalmente existencial que de forma implícita plantea una
serie de preguntas perentorias acerca de la vida y la muerte, a las que se les
añade la resolución poética que el autor les confiere. La angustia ante la
propia existencia queda resaltada hasta lo salvaje y patético, sea en el eterno
vagar, sea en el ansía de la propia extinción. La muerte para él vedada,
consciente de su no vida, Arthur clama:
Cuánta belleza se consume en mi pecho. Hay
una mariposa en el cristal que late como un crepúsculo. Los días mueren pero no
la memoria. ¿Hay una muerte peor que ésta?
Por eso envidia a los muertos que lentamente
se disuelven en sus tumbas, a los que contempla como verdaderos dioses: Ellos duermen/ en sus lechos de terciopelo
rojo/ indiferentes a los días y a las noches… Pero a la vez que envidia esa
oscura suerte de los muertos, también denuncia la no menos oscura suerte de los
vivos, las lacras de la humanidad:
Los
hombres me odian… Sienten terror cuando oyen mi nombre… Y, sin embargo, ¡pobre
bestias! Ellos son más sanguinarios… Son vengativos y envidiosos… son aves de
rapiña, roban, violan… destruyen a sangre y fuego al contrario. Ninguna bestia
es tan dañina como el hombre…
Entre tanta desolación, la única certeza que
a sí misma se muestra es la belleza. Y, para Arthur, la única calma posible
ante el pesar y la desesperación será la eterna y traumática persecución de esa
belleza, para hacerla expirar entre sus propias manos, bajo colmillos
sangrientos, como consumación de la propia búsqueda y como venganza. ¿Venganza?
Sí, porque solamente a partir de la consciencia de la propia fealdad se puede
tomar la resolución de dar muerte a todo aquello que es bello y en lo que
atisban signos de pureza. Arthur, sombra viajera, ente apenas con cuerpo,
predador nocturno, necesariamente elije como objeto de su deseo a un ser joven
que eclosiona en flor. No lo olvidemos, Arthur es un vampiro, y pena de amor.
Búsqueda de sentido, pues, que es lo mismo
que búsqueda de la verdad, que es lo mismo que búsqueda del amor. La
originalidad del poemario consiste en que esta triple búsqueda se lleva a cabo
desde el eje de la nocturnidad y de la sombra. Una de las víctimas pregunta al
vampiro: ¿Es usted el maligno? Y la
respuesta, a fuer de sincera, resulta tétrica y desconsoladora: No, tampoco soy el maligno. Mi mundo está
lejos de él, como de Dios. Para que lo comprendas mejor, ni el uno ni el otro
me dan cabida en sus reinos. Mi condena es vagar por el mundo sin otro fin que
la soledad y mis ansias de ser como vosotros. Resultan tremendamente
patéticas, por fútiles e imposibles, estas ansias por ser como un humano; un
humano, sí, un ser débil, pero capaz de reír y alegrarse, de sentir la ternura
y el afecto, de ser digno del amor y de la muerte. Sin embargo, a pesar de esta
declaración, Arthur —digamos ahora la sombra de Arthur— resbala por el lado de
lo luciferino; sólo así se puede entender la imprecación al innominable que
encontramos en el poema XLV, y sólo así se entiende la definición, transida de
tenebroso orgullo, que de sí mismo hace en el poema XXVIII. Es más, dicha
soberbia luciferina se muestra con nitidez en otro poema, el XLVI, donde desde alturas
celestes o de profundas tinieblas —cielo de sombra, cielo impostado—, sediento
de sangre, el vampiro vigila y se cierne sobre el mundo: Soy la garra del águila/ que sobrevuela las gargantas,/ y mis alas me
elevan/ hasta lo más alto del cielo. Por si fuera poco, como se delinea en
el poema LII —y no creo forzar el texto—, Arthur, por oposición a lo satánico,
se sabe una individualidad desgarrada, orgullosa, insomne y al acecho, vórtice
de una luz tenebrosa; lo satánico —aquello que él desprecia—, en fiel contraste
con su condición, no es más que la masa de lo torpe e inconsciente, un punto
negro de estupidez insoportable. Imposibilitada la resolución crística entre lo
luciferino y lo satánico, puesto que el estado vampírico la torna irresoluble,
a lo largo de las páginas del poemario el lector comprobará cómo crece, anidada
por la soberbia del espíritu, la condición del frío en ese ser, etéreo y
corpóreo, sediento de sangre y lujuria, condenado a vagar sin término por los estratos
más bajos del mundo intermedio.
Arthur es un vampiro que busca el sentido de
su existencia, aquello por lo que él mismo puede ser verdadero, el lugar donde
reconocerse y ser, la posibilidad de querer y ser querido. Pero la sombra tan
sólo tiene la existencia de la sombra, por lo que tal búsqueda necesariamente
ha de quedar frustrada, ¿o no? Este ha sido el empeño de Arthur: conquistar su
existencia, disolverse como sombra, morir o vivir con una nueva vida a la que
se pudiera llamar real, plena. Arthur ha insistido en ese empeño a lo largo de
su vagar. Si ya en el poema II nos había advertido de su condena al perpetuo
viaje, tal viaje concluirá en una huida definitiva de sí mismo, hacia el norte,
hasta la inmensa noche polar de fríos glaciales. Ese viaje que comenzó en una
recóndita selva, oscura y enmarañada, remota como el tiempo, terminará bajo la
inmensa noche del polo:
Y se
hizo el blanco y el silencio sobre la tierra. Allí, bajo la inmensa noche de
los fríos glaciales me dispuse a dormir un largo sueño en aquel abrasador lecho
de nieve.
Así termina este libro bellísimo, con un
oxímoron precedido por una sonora sinestesia, quizá porque todo él no ha sido
sino un oxímoron terrible. En el polo se intensifica el frío, que es lo mismo
que decir que se intensifica la consciencia lúcida. Después de hacerse el silencio y el blanco, ya no es posible el color ni la palabra, porque el
blanco contiene todos los colores y el silencio todas las palabras; después del
clímax sólo cabe el silencio y el blanco, la albura total y silenciosa
en la verticalidad abrasadora del polo donde se hace imposible toda sombra.
Tras
este final, a los lectores nos acosan las preguntas. En la noche vertical y
absoluta del polo, ¿se disuelve la sombra individual en una gran sombra como el
leve sueño en el sueño profundo? ¿Si la luz restallante en su esplendor resulta
cegadora, no ocurrirá lo mismo, pero a la inversa, con la última noche,
inmensamente azul y gélida? Por último: ¿Qué es la verdad? Antonio Soto eleva
la respuesta desde la tarima de la sombra. El blanco toma la función de
sustantivo y se iguala al silencio para formar una sinestesia. El silencio es
blanco y el blanco es silencio, pero la nieve abrasa… ¿Tales expresiones aluden
a una redención o a una eterna condena? ¿Se puede hacer consciente la sombra o
la sombra inunda definitivamente la consciencia?
Nadie busque en La sombra de Arthur un remanso donde se espacie la paz en la dicha
que supone cualquier lectura contemplativa, donde venga la ternura con su mano
a acariciar levemente el corazón, porque no lo hallará. Quien se acerque a sus
páginas encontrará más bien cierta incertidumbre e inquietud en su alma, una
zozobra que le hará mirar hacia atrás de reojo, cuando de noche ande solo,
sintiendo el frío y la niebla, por las calles de una ciudad anónima alejada de
cualquier confort; acelerará el paso y, mientras las oscuras farolas proyecten
su sombra sucesiva, quizá alcance a ver aparecer la otra sombra, aquella que no
ha sido convocada. Oirá cómo arrecia el ulular del viento, sentirá cómo le
atrapa una extraña ventisca, un frío intenso, cómo sus vísceras se conmueven y
le deshabita cualquier posibilidad de firmeza. Extrañas flores se desprenderán
entonces de árboles misteriosos porque la noche le ofrecerá la copa donde se
mecen inquietas sus pesadillas.
Lo dicho sobre este poemario estremecedor,
seguro que es demasiado poco. El lector avisado, sin embargo, encontrará en él
secretos que yo no he sabido ver. Pero ésta ha sido mi lectura. Traigo el
siguiente poema como compendio y colofón de la misma:
Hermosa juventud, tienes el alma cansada.
Y tú, noche, no me abandones nunca.
Ni el helado aliento de una tumba
es comparable al frío que tú me das.
Existencia, dime la hora de mi muerte.
Ya es tiempo que esta pesadilla termine.
Id, demonios, a la búsqueda de otra maldad.
Todos los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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