BLANCA LUZ
“Para mí fue bastante,
y con su luz llené mi
eternidad de hoy”
Eloy Sánchez Rosillo
Llovía sobre la ciudad en nieblas
y caminaba yo, como de costumbre, solo,
por las calles en cuesta y retorcidas
de la Piedra, chapoteando el agua.
La ciudad, fuera del cuartel se abría
oscura de portales en oferta,
sin resquicios del alba, tachonada,
donde las meretrices procuraban los cielos
módicos de un placer sin ociosas preguntas.
Así te descubrí. Tú me llamaste.
(¿Qué es el Amor? «Amor es noche oscura
del luminoso sur en mi memoria
y humedecidas lágrimas», pensé,
como si de repente mi anhelo suspendiera
y acrecentara la nostalgia viva
como rosa en mi pecho de ligeros puñales
verticales cayendo en la lluvia insistente.)
Susurros mis oídos golpeando
habló el silencio, creo, por tus labios,
la sorpresa del mar,
en portugués meloso y lento,
con precisa dulzura, como un canto:
«Eu son unha muller. Ti eres un home».
El rimmel se corría en tus pestañas
y ocurrió aquello en el portal oscuro:
Me pusiste tu mano tan leve sobre el pecho
que mi pecho estalló en ternura.
No dije nada.
No dije nada, mas besé tu mano,
y tu mano se hizo ala, y el ala volviose luz
reveladora.
De pronto sentí el tiempo detenido
perderse en sus abismos, fulgurante;
sentí la soledad, la mar, la noche;
el paso de los días, su fracaso;
el cosmos siempre nuevo y viejo, el cielo;
los montes y los ríos, todo, nada:
Sentí tu mano viva sobre el pecho
punzando el corazón, adentro suyo;
desatada la sangre por sus sendas
comunicando vida,
mi cuerpo tumultuoso como espasmo.
Tú me miraste entonces como nadie
antes lo había hecho,
como nadie quizá después lo haría,
porque supe que tú eras tú, sola,
y que conmigo yo en soledad era
frente a la lluvia.
Sentí lástima y miedo.
Ni tú ni yo ni el mundo,
ni nada con respuesta ni sentido,
tan sólo soledad desparramada;
allí era el vértigo, el abismo,
la blanca
luz.
Y supe del dolor
y del amor extrañamente juntos,
que el deseo los ojos cubre y ciega
las interrogaciones presentidas,
que todo fluye, nada queda,
pero la ceguedad nos habita a cada instante.
Me acordé del océano, el inmenso de Dios,
y con mi boca a balbucir
comencé unas palabras:
«Beata Mater, et intacta Virgo,
intercede
pro nobis ad Dominum,
Sancta et Immaculata».
Surgieron como viento, como brisa
sobre las ramas de los árboles,
como un cimbreo de hojas en otoño
dulces en los parques,
muy dulces por las avenidas en sol sesgadas...
Eché a andar sobre las aguas.
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