UNA DECISIÓN DE REFORMA:
BLANCA LUZ.
Una noche cálida tomé un tren
militar en la estación de Albacete, corría octubre del año 1981. Como lectura
llevaba un libro de Herman Hess: Siddharta.
A la noche siguiente, tras un día de asueto en Madrid, trasbordé a otro tren
militar destino Pontevedra. Me dio tiempo a leer el libro, cambiar palabras con
los compañeros reclutas y echar alguna cabezada. Desperté por Redondela, de
amanecida. Pronto llegó el tren a Pontevedra. Unos soldados de la Vigilancia
Militar a golpes de silbato hicieron que bajáramos los reclutas a toda prisa y, luego de formarnos en el andén, nos condujeron a unos autobuses cuyo destino era el
C.I.R. nº 13 de Figueirido, a ocho kilómetros de la capital gallega, en la cima
de un monte sembrado de rumorosos eucaliptos y añosos pinos.
En Figueirido hice mi período
de recluta y, una vez concluido, allí me quedé de soldado. Supongo que como era
licenciado en filosofía pura (en aquella época se denominaba así), y en algunos
cuestionarios había puesto que, como destino, prefería ser jardinero y cuidar
de plantas y matujos (resonaban en mí las lecturas de Rabrindanath Tagore) a organizador
de tropa y cabecilla de asaltos, no sabían qué hacer conmigo. Tras una serie de
avatares que en otro momento relataré y, como con certeza expresó un
innumerable ciego, porque las leyes del azar son de hierro, me colocaron en la
Sección de Personal a las órdenes del teniente Patiño. Fue un destino (el
teniente Patiño era una buena persona) hasta cierto punto agradable, pero duró
hasta que a toda la sección la metieron en el calabozo, el servidor incluido. A
la salida de la vil prisión, y como castigo, a los integrantes de la denostada
sección nos enviaron a Tropa. A mí me tocó la 5ª Compañía; como instructor de
la misma y, pese a que no lo era, ejerciendo de cabo, terminé mis días de mili,
ya corriendo noviembre de 1982.
Creo que no fui un buen soldado
(en cualquier caso, tal circunstancia daría igual, puesto que cuanto más
indisciplinado, gamberrete y pillo resultaba un soldado, más subía su
consideración en los mandos). Me movían ciertas ideas para no serlo. Con
veinticuatro años, acabada la licenciatura y con dos años de doctorado, tenía
mis intereses puestos en realizar la tesis y opositar a profesor. Agotadas las
prórrogas, tener que ir a la mili me partía el espinazo (y así resultó). Cuando
fui a la Caja de Recluta con una desganada pregunta, las alternativas sobre mi
destino militar resultaban claras: O me iba en octubre a Figueirido, o lo hacía
en enero del año siguiente a Figueras. No había más (en aquella época el camino
de la insumisión estaba poco transitado y ofrecía sus riesgos). Opté por Figuierido
como mal menor, pues las fechas que encuadraban el período militar resultaban
menos lesivas.
Aquel período de mili me
trajo cosas buenas. Resaltaré dos: Conocí Galicia, tierra admirable y bella, y
conocí la verdadera lealtad. En mi recuerdo siempre estarán aquellos paisajes
de las Rías Bajas, la lluvia insistente, los paseos por la ribera del Lérez, el
aroma de los eucaliptus movidos por el viento, los amaneceres y puestas de sol,
las tazas de ribeiro, el pulpo a feira, los churrascos, Santiago, La Coruña, la
pequeñina Pontevedra, Vigo. Y en cuanto a la lealtad, allí encontré amigos
leales y ciertos que, aun con el paso del tiempo, llevo conmigo.
Pero no todo fue loable, y
puestas las cosas en la balanza, ésta se inclina hacia un lado u otro según los
determinados pesos que se pongan en sus platillos. También experimenté la
bajeza humana, la traición, la humillación, la imbecilidad que supone lo que es
absurdo. El choque con aquella realidad dura, impositiva y ciega, fue
impactante, diría que traumático, porque mi mente no se amoldaba a las
vivencias por las que tenía que pasar. Se me vinieron abajo muchas idealidades de
repente; no digo esto como una justificación de mi posterior forma de actuar,
sino como una realidad. Mi reacción fue visceral, pues ante tal estado de cosas,
no se trataba tan sólo de aplicar la máxima de no salir voluntario ni para
comer; por el contrario, había que escapar. Lo intenté y pasé por un tribunal
médico que desestimó mis alegaciones; así las cosas, la única escapatoria
posible resultaba la de la mente. Había que ponerla en otro sitio, y para ello
venía en mi socorro un collarín (ya hablaré de él), el alcohol, las timbas, las
escapadas del C.I.R. por un sumidero a mitad de la noche, las visitas furtivas
a La Piedra. Llegó un momento que creía, y no sin razón, que me columpiaba en
una cuerda floja, o caía sin remisión por una vertiente de vértigo que conducía
hacía la depravación.
He sentido muchas veces la
necesidad de expresar mis vivencias, las emociones que las acompañaban, las
ideas que las movían, de forma poética. Sobre la altura de esos poemas, no me
cabe a mí juzgar; quizá no merezcan la pena. Sé que el olvido se los tragará
como se lo traga todo, pero eso ahora no importa: en su momento me sirvió
escribirlos. Lo importante en nuestras vidas ocurre de repente, casi de
forma sutil. Ya casi al final de la mili, opté por una decisión; le he sido
fiel desde entonces.
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