jueves, 3 de diciembre de 2015

UNA DECISIÓN DE REFORMA: BLANCA LUZ

UNA DECISIÓN DE REFORMA: BLANCA LUZ.



Una noche cálida tomé un tren militar en la estación de Albacete, corría octubre del año 1981. Como lectura llevaba un libro de Herman Hess: Siddharta. A la noche siguiente, tras un día de asueto en Madrid, trasbordé a otro tren militar destino Pontevedra. Me dio tiempo a leer el libro, cambiar palabras con los compañeros reclutas y echar alguna cabezada. Desperté por Redondela, de amanecida. Pronto llegó el tren a Pontevedra. Unos soldados de la Vigilancia Militar a golpes de silbato hicieron que bajáramos los reclutas a toda prisa y, luego de formarnos en el andén, nos condujeron a unos autobuses cuyo destino era el C.I.R. nº 13 de Figueirido, a ocho kilómetros de la capital gallega, en la cima de un monte sembrado de rumorosos eucaliptos y añosos pinos.
En Figueirido hice mi período de recluta y, una vez concluido, allí me quedé de soldado. Supongo que como era licenciado en filosofía pura (en aquella época se denominaba así), y en algunos cuestionarios había puesto que, como destino, prefería ser jardinero y cuidar de plantas y matujos (resonaban en mí las lecturas de Rabrindanath Tagore) a organizador de tropa y cabecilla de asaltos, no sabían qué hacer conmigo. Tras una serie de avatares que en otro momento relataré y, como con certeza expresó un innumerable ciego, porque las leyes del azar son de hierro, me colocaron en la Sección de Personal a las órdenes del teniente Patiño. Fue un destino (el teniente Patiño era una buena persona) hasta cierto punto agradable, pero duró hasta que a toda la sección la metieron en el calabozo, el servidor incluido. A la salida de la vil prisión, y como castigo, a los integrantes de la denostada sección nos enviaron a Tropa. A mí me tocó la 5ª Compañía; como instructor de la misma y, pese a que no lo era, ejerciendo de cabo, terminé mis días de mili, ya corriendo noviembre de 1982.
Creo que no fui un buen soldado (en cualquier caso, tal circunstancia daría igual, puesto que cuanto más indisciplinado, gamberrete y pillo resultaba un soldado, más subía su consideración en los mandos). Me movían ciertas ideas para no serlo. Con veinticuatro años, acabada la licenciatura y con dos años de doctorado, tenía mis intereses puestos en realizar la tesis y opositar a profesor. Agotadas las prórrogas, tener que ir a la mili me partía el espinazo (y así resultó). Cuando fui a la Caja de Recluta con una desganada pregunta, las alternativas sobre mi destino militar resultaban claras: O me iba en octubre a Figueirido, o lo hacía en enero del año siguiente a Figueras. No había más (en aquella época el camino de la insumisión estaba poco transitado y ofrecía sus riesgos). Opté por Figuierido como mal menor, pues las fechas que encuadraban el período militar resultaban menos lesivas.
Aquel período de mili me trajo cosas buenas. Resaltaré dos: Conocí Galicia, tierra admirable y bella, y conocí la verdadera lealtad. En mi recuerdo siempre estarán aquellos paisajes de las Rías Bajas, la lluvia insistente, los paseos por la ribera del Lérez, el aroma de los eucaliptus movidos por el viento, los amaneceres y puestas de sol, las tazas de ribeiro, el pulpo a feira, los churrascos, Santiago, La Coruña, la pequeñina Pontevedra, Vigo. Y en cuanto a la lealtad, allí encontré amigos leales y ciertos que, aun con el paso del tiempo, llevo conmigo.
Pero no todo fue loable, y puestas las cosas en la balanza, ésta se inclina hacia un lado u otro según los determinados pesos que se pongan en sus platillos. También experimenté la bajeza humana, la traición, la humillación, la imbecilidad que supone lo que es absurdo. El choque con aquella realidad dura, impositiva y ciega, fue impactante, diría que traumático, porque mi mente no se amoldaba a las vivencias por las que tenía que pasar. Se me vinieron abajo muchas idealidades de repente; no digo esto como una justificación de mi posterior forma de actuar, sino como una realidad. Mi reacción fue visceral, pues ante tal estado de cosas, no se trataba tan sólo de aplicar la máxima de no salir voluntario ni para comer; por el contrario, había que escapar. Lo intenté y pasé por un tribunal médico que desestimó mis alegaciones; así las cosas, la única escapatoria posible resultaba la de la mente. Había que ponerla en otro sitio, y para ello venía en mi socorro un collarín (ya hablaré de él), el alcohol, las timbas, las escapadas del C.I.R. por un sumidero a mitad de la noche, las visitas furtivas a La Piedra. Llegó un momento que creía, y no sin razón, que me columpiaba en una cuerda floja, o caía sin remisión por una vertiente de vértigo que conducía hacía la depravación.
He sentido muchas veces la necesidad de expresar mis vivencias, las emociones que las acompañaban, las ideas que las movían, de forma poética. Sobre la altura de esos poemas, no me cabe a mí juzgar; quizá no merezcan la pena. Sé que el olvido se los tragará como se lo traga todo, pero eso ahora no importa: en su momento me sirvió escribirlos. Lo importante en nuestras vidas ocurre de repente, casi de forma sutil. Ya casi al final de la mili, opté por una decisión; le he sido fiel desde entonces. 


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