ÉTICA, POLÍTICA,
ARISTÓTELES
Españolito que vienes
al mundo te guarde Dios,
una de las dos Españas
ha de helarte el corazón.
A.
Machado.
Se debe a Aristóteles la estructuración de la
filosofía en sus diversas disciplinas. Frente a la filosofía teórica,
contemplativa, opone la práctica y poética. La póiesis atiende a la producción de los objetos, hace referencia a
la acción que realiza el sujeto entorno a la producción, constituye el saber
técnico; la praxis, por el contrario,
se refiere a la acción intransitiva, esto es, aquella que repercute en el mismo
sujeto que la realiza. La acción práxica
tiene dos dimensiones: la individual y la colectiva. La ética se ocupa de la
acción individual; la política de la colectiva.
¿Cómo debemos actuar? Aristóteles supedita la
respuesta a esta pregunta al para qué. Puesto que es un hecho que actuamos,
esta acción sería ciega sino sabemos para qué actuamos. Actuamos para la
consecución de un fin. Ahora bien, existen diversos tipos de fines, y éstos se
pueden instrumentalizar, unos en función de otros; conseguido tal fin, lo
convertimos en un medio para conseguir otro fin, y este nuevo fin, a su vez, lo
mediatizamos para conseguir otro fin, y así sucesivamente. Aquellos fines que
no pueden ser instrumentalizados para conseguir finalidades inferiores son más
importantes que aquellos que fácilmente se mediatizan para conseguir fines
superiores, pues si queremos conseguir dinero, por ejemplo, sería para la
satisfacción de una serie de necesidades que de otro modo quedarían
insatisfechas; la necesidad satisfecha es más importante que el dinero con el
cual se satisface, pero no al revés. Hay, pues, fines superiores a otros, en el
sentido de que la consecución de unos fines se articula para la consecución de
otros, pero estos últimos, a su vez, no se pueden instrumentalizar en aras de
los primeros. ¿Existe, sin embargo, un último fin, algo que no pueda
supeditarse a ningún otro y más allá del cual no se pueda pensar cualquier otro
que le sea superior? Para Aristóteles, sí: la felicidad.
No está mal, todo ser humano sano quiere ser
feliz. Pero, ¿qué es la felicidad? Aristóteles precisa que no es lo mismo para
el vulgo y los sabios. El vulgo piensa que la felicidad consiste en alcanzar un
fin inferior; el sabio sabe que esta felicidad sólo puede consistir en alcanzar
su humanidad, esto es, en sacar de sí lo mejor que lleva dentro de un modo
virtual y actualizarlo en aras de su propia realización. Se trata de optimizar
la vida en todos los frentes partiendo de la circunstancia concreta en la que
se encuentra cada cual. Esto sólo es posible trabajando el carácter, la manera
de estar en el mundo. Aristóteles tiene muy claro que el hombre es proyecto,
pura potencialidad que camina hacia su actualización. Una golondrina no hace
verano, pero es cierto que si alguien quiere conseguir una determinada
excelencia debe trabajar para ello, pues una serie de actos dirigidos en el mismo
sentido conforman una actitud, esto es, una disposición interior para actuar de
la forma que se ha elegido; conformada la actitud se desarrolla la aptitud,
esto es, la facilidad para actuar de la forma que se pretende; pero las
actitudes, a su vez, conforman hábitos, es decir, una manera espontánea de
comportarse. El carácter no es sino la suma de todos los hábitos que se han
conformado a lo largo de la vida; por tanto, no es descabellado pensar que las
diversas formas del carácter determinan las diferentes formas de destino.
Cada uno de nosotros es lo que él mismo hace
de sí, lo sepa o no; pero es mejor saberlo, puesto que sólo quien lo sabe tiene
la oportunidad de cambio. Podemos realizar un trabajo sobre nosotros mismos y
modificarnos, pero este trabajo también se puede frustrar. A priori no hay
ninguna garantía de conseguir la propia realización salvo la voluntad mantenida
a lo largo del tiempo de quererla.
Ahora bien, somos seres muy condicionados, no
sólo por fuerzas internas sino también por las situaciones externas. Las
circunstancias entre las cuales nacemos y discurre nuestra vida también nos
condicionan: estatus social, salud, amistades, género, edad, sociedad en la cual
se vive. Se podría añadir un largo etcétera. Por eso el sabio que busca la
felicidad se debe regir por la prudencia, esto es, por el cálculo o ponderación
de estas circunstancias, por un saber hacer, que es lo mismo que un saber
vivir: por una adaptación consciente con propósito de mejora a su propia
realidad.
No existe, pues, la felicidad con mayúscula;
existe la felicidad con minúscula, y es la que cada uno quiere y consigue para
sí. Además, la felicidad no se puede desligar del propio camino emprendido para
ser feliz. La realización personal, por tanto, la consecución de la completud
como ser humano corre pareja al trabajo emprendido para conseguirla. En este
orden de las cosas, ¿qué es la felicidad?: La apuesta por uno mismo.
Aristóteles no es ninguna anticualla del
pasado; es tremendamente actual. Cuando leo al fundador de la psicología positiva,
Martin Seligman, o a psicólogos de esta línea, constato su vigencia. Al griego
sólo le faltaban estadísticas y trabajos de campo para confirmar sus teorías;
Seligman coge el testigo y aporta lo que le faltaba. Está bien que la
psicología se ocupe de poner solución a los diversos morbos, pero quizá ha
descuidado algo importante: optimizar la vida de las personas normales, o, lo
que es lo mismo, abordar el tema de la felicidad y ayudar a las personas a ser
felices. Si es cierto que nacemos con un rasgo que nos predispone a ser
optimistas o pesimistas, también es cierto que no todo depende de factores innatos;
hay variables en las que podemos intervenir y determinan la manera más o menos
feliz con la que afrontar la vida, y éstas no son tanto, aun teniendo su
importancia, las que atienden a la posición económica o la salud, por ejemplo, como al trabajo sobre el
carácter —nuestro modo de estar en el mundo—, sobre las propias ideas, sobre la
visión que tenemos de la realidad. Y me atrevo a añadir algo no desdeñable: Para
que las minúsculas pudieran pasar a mayúsculas habría que apuntar al horizonte
de la espiritualidad.
Pero volviendo a Aristóteles, ¿alguien por sí
mismo puede realizarse? No, pues somos seres relacionales, necesitamos de los
otros para hacernos; en nuestra naturaleza tenemos una tendencia innata que nos
lleva a vivir en sociedad y no como lobos solitarios. La política, de este
modo, cobra una relevancia especial. Puesto que necesariamente nos proyectamos en
la sociedad, y ésta es tanto reflejo nuestro como nosotros de ella, la
organización de la convivencia es imprescindible para que podamos organizar
nuestras vidas particulares. Si no existe un orden político, tampoco puede
existir un orden ético; si no existe una justicia social, no puede existir la
justicia individual, una vida buena, esto es, la vida feliz. Aristóteles
prioriza de este modo la política a la ética. Es tema este a discutir: ¿La
esfera ética mantiene una superioridad sobre la esfera política, o viceversa? Si
no existe un orden político justo, con gran dificultad alguien podría encontrar
su equilibrio interior, porque de entrada tiene en contra muchas cosas; pero si
no existen hombres o mujeres justos, prudentes, íntegros, que asuman las
funciones de gobierno y tomen las decisiones políticas difícilmente podríamos
pensar que vivimos en una sociedad justa.
Los políticos son paradigmas de conducta, y
lo son para bien o para mal. Un pirata o un tonto con poder condicionará una
sociedad donde abunden los piratas y los tontos; lo mismo podemos decir si los
dirigentes de esa sociedad, o los que aspiran a dirigirla, son macarrones, son
ladrones, son pusilánimes, les falta un chispazo mental, son mentirosos, son
enterados o tienen una determinada tara de carácter u otra. Los políticos
deberían de ser personas realizadas, y digo esto en el convencimiento de que
cualquier persona íntegra, intachable, con sobrados conocimientos,
independientemente de las posiciones ideológicas que pudiera adoptar, siempre
trabajaría para el bien general. Aristóteles era muy consciente de esta
eventualidad, por eso proponía a Pericles como ejemplo de hombre prudente. La
pregunta cae de por sí: Hoy, en España, ¿qué político de los que tenemos
aguantaría la comparación con Pericles? ¿Podemos medir a alguno con el griego?
El pasado llama a la puerta y se hace
presente. Ahora que quieren mermar, sino desterrar, la presencia de la
filosofía en las aulas —y no me refiero sólo a la LOMCE, pues la cosa viene de
antiguo—, ¿deberían los filósofos salir a la calle, o, por lo menos, asomarse
al blog?
Al
terminar este breve artículo oigo que sube de la calle cierta musiquilla. Abro
la ventana y miro hacia abajo. Veo una cabra encaramada sobre una especie de
podio, y un señor con bigotes y chaqueta de pana sacando sonidos, a fuer de
manija, de un extraño artilugio; una señora ataviada con un vestido de faralaes
tiende una pandereta vuelta del revés a los viandantes. Es el circo de la
cabra, o eso parece.
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Jesús
Cánovas Martínez©
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