EL SUSURRO DEL VIENTO ENTRE LOS PINOS
Nací al borde de las vías del tren. Viví en
La Alfoquia (Zurgena), en las Casas Baratas de Lorca, en las Casas de la Renfe
en Murcia, en el Pozo del Tío Raimundo en Madrid; ahora, tras algunos avatares
y años acumulados entre los estantes, soy catedrático de filosofía —o eso creo—,
vivo en un barrio céntrico de Murcia y doy gracias a Dios porque sigo viviendo
con dignidad. Ni me aflige, ni me molesta haber nacido en una familia humilde,
más bien siento por ello un cierto toque, diré que de distinción y casi de
orgullo; más todavía si el azar me lleva a mantener conversación con persona
algo estirada que comienza a cantar las lindezas de su vida, pues entonces
encuentro un gran placer al meter cuña y decir algo como: “Pues yo vivía en el
Pozo del tío Raimundo y allí había que tirar de navaja…” O cosas de esta guisa.
Este año, si me sobrevivo y Dios lo quiere, seré sexuagenario. Llegar a tal
número hace cien años ponía los pelos de punta. Son diez años añadidos a la
edad jubilar que es la de la madurez, y en aquella época no todo el mundo
llegaba. Hoy no es así. Los sesenta años no son nada cuando las perspectivas de
vida se han ampliado sobremanera. “Aún queda tiempo para dar guerra”, decimos
los viejunos.
Como cualquier ser humano he pasado por
experiencias duras que hubiera preferido no tenerlas, pero a mi favor tengo que
reconocer que, tras sus molestos trámites, no han terminado por arruinar mi
psiquismo; las agradables, y también intensas, las equilibran. Mis ambiciones
son pocas: seguir comiendo caliente todos los días, mantener en mi corazón a
las pocas personas que sé que me quieren, no hacer daño a nadie y, si eso fuera
posible, realizar alguna buena acción que otra. Y añadiría: seguir disfrutando
del placer de la lectura, lograr algún pinito literario y, sobre todo, entrar
en el jardín cerrado para cultivar, en la medida de mis posibilidades, sus
secretas flores; seguir pensando por mí mismo, y poder mostrarme agradecido con
aquellas personas que a lo largo de mi vida me han ayudado.
Decía aquel viejo monje zen, quien tuvo la
suerte de encontrar admirables maestros que le iniciaron en la sabiduría, que,
al comienzo de su camino, las montañas eran montañas y los ríos eran ríos;
después, tras largos años de meditaciones y esfuerzos, las montañas dejaron de
ser montañas y los ríos dejaron de ser ríos; próximo a la iluminación, constató
sin embargo que las montañas volvieron a ser montañas y los ríos de nuevo
fueron ríos. ¡Cuánta verdad se encierra en esta anécdota! La vida sigue, y es
la misma; nada cambia, y aunque cambie, retorna y se repite. El paso del tiempo
parece ficción; quizá lo sea. Echo de menos la inocencia del niño que fui, pues
en la niñez es donde reconozco mi única patria; el hombre es proyección del
niño, y, el futuro, completud del pasado. Por lo demás, sé bastante poco de la
vida; para mí sigue siendo un misterio. Un enigma maravilloso.
Aprovechando el tiempo vacacional he subido a
un rincón recoleto de la Cresta del Gallo y me he tumbado sobre un manto de
secas acídulas, a la sombra de unos pinos, para escuchar el leve susurro del
viento. Al igual que otras muchas veces he sentido la paz, cómo llegaba a pasos
lentos y me inundaba. Con prontitud he sido cogido por una serie de reflexiones
que, por un lado, consistían en buenos propósitos, por otro, pretendían elevarse
a las esferas metafísicas. He tirado de ellas hacia abajo para, vuelto a casa,
dejarlas por escrito, que es como decir en voz alta. A la misma vez recordaba un
viejo poema, quizá no tan viejo, de mi libro Estridularia. Dice así:
Con sus dedos
deletrean los pinos
el nombre de la luz.
Nada deseo.
Apago el murmullo
de ardor y
pasión.
Quedo,
me arrastran y llevan
ominosos suspiros
de la brisa.
Es la forma que
adviene,
escondida y secreta,
presencia del azul
vibrante,
tenue
y leve,
por las ramas de
estos árboles
que la brisa orea.
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Jesús Cánovas
Martínez©
Me encanta tu autografía y el poema que lo acompaña
ResponderEliminarGracias, Laly. Personalmente, me gusta contextualizar los poemas.
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