En
mi época universitaria, como a tantos otros, me fascinó la lectura de El Señor de los anillos de J.R.R.
Tolkien —esa creación de un mundo, con sus montañas, ríos, bosques, cuevas,
dragones, mares, islas, y con sus variopintas razas y personajes que hablaban
lenguas tan diversas como enigmáticas y, por consiguiente, vivían ese mismo
mundo de diferente modo—, pero fue con motivo de la película de Peter Jackson que me animé a
escribir algo al respecto.
Retazos más que escritura, tiras de palabras más que párrafos con sentido
fueron el resultado del intento; y apuntes farragosos, esbozos, bosquejos que
pretendían síntesis y sentido. Logré dar por concluido algo acerca del primer
libro: La Comunidad del anillo; lo
escrito sobre los otros dos —Las dos
torres y El Retorno del rey—
todavía espera que el tiempo venza mi indolencia para hacerlo legible.
Ricardo Cáceres me dio la oportunidad para que el siguiente artículo,
dividido en cuatro golpes, viera la luz pública. Lo hizo hace algunos años en
la Revista de Policía que él coordinaba,
a la que en alguna ocasión ya me he referido. No cayó mal entonces, como espero,
apelando a la amabilidad de sus posibles lectores, que ahora tampoco lo haga.
EL SEÑOR DE LOS ANILLOS (LA
COMUNIDAD DEL ANILLO)
Las palabras se mueven en el
plano de la abstracción, las imágenes concretan lo que las palabras aluden; las
palabras trascienden el espacio-tiempo, las imágenes encarnan, toman figura,
cuerpo, se convierten en historia. Si, por un lado, la palabra es superior a la
imagen en cuanto mantiene abierto un ámbito de sugerencias que ésta última
clausura por su propia condición, por otro, al conformar la imagen a la palabra
(pues visualizamos aquello que pensamos), la tiñe de esplendor, la dota de
volumen, la catapulta hacia la belleza.
Ciertamente, una traducción
de las palabras en imágenes conlleva sus riesgos; no siempre el producto se
consigue y, a veces, el resultado dista mucho del esperado, o del deseado… Por
fortuna, el sello de calidad no le falta a la adaptación realizada por Peter
Jackson de la obra más emblemática de J.R.R. Tolkien, El Señor de los Anillos. Los lectores de la obra (entre los que me
incluyo) no quedarán defraudados ante esta nueva puesta en escena (la primera
fue llevada al cine de animación por Ralph Bakshi en 1978). Con un presupuesto
de 300 millones de dólares y quince meses de filmación, Peter Jackson ha
tensado los recursos expresivos del cine; con un guion sobrio y bastante ceñido
al texto original; una música perfectamente armonizada con las sucesivas
escenas; una distribución equilibrada de tempos,
en los que se alterna la paz con la violencia; unos planos generales en los que
nos damos un baño de naturaleza en su estado más puro; unos efectos especiales
y una digitalización de imágenes que en el contexto mágico-mítico de la
película resultan poderosamente reales, amén de unos actores que interpretan
creíblemente a sus personajes, el film no desmerece su original literario.
El eje argumental de la
trama gira en torno al poder y las relaciones que se pueden establecer desde el
mismo. El poder se ha concentrado en un pequeño anillo, forjado en secreto por
Sauron, el Señor Oscuro, en los fuegos del Orodruin, la Montaña del Destino,
también denominada Montaña de Hierro. Ahora bien, este poder del anillo es
coactivo ya que condensa la voluntad de dominio de su dueño, tal como refieren
las marcas grabadas tanto en su cara interna como en su dorso, visibles
únicamente mediante el fuego:
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las sombras.
Fueron los herreros Elfos de
la antigua Eregion los que, ayudados por Sauron, forjaron una serie de Anillos
de Poder en la Segunda Edad del Mundo: tres para los altos Elfos, siete para
los Enanos y nueve para los Hombres condenados a morir. En aquella época nadie
había sido testigo de maldad alguna y por eso pudieron ser engañados con
facilidad; así, mientras Sauron aprendía de los Elfos todos los secretos de la
herrería, fabricaba clandestinamente el Anillo Único, capaz de dominarlos a
todos. Ahora bien, Celebrimbor, el herrero Elfo, entró en sospechas y escondió
los Tres que había forjado; por esta razón, al no haber sido mancillados por el
Señor Oscuro, el Único no tiene poder sobre ellos. Los Tres han sido utilizados
para hacer el bien, ganar conocimiento y sabiduría y realizar cosas bellas. De
los Siete Anillos dados a los Enanos, cuatro fueron devorados por los dragones,
por lo que Sauron, en el momento en que se desarrolla la trama, solamente ha
podido recuperar tres de los mismos. Los que restan, los Nueve dados a los
Reyes de los Hombres, hace tiempo que les hicieron sucumbir por su codicia, y,
por esta codicia, fueron esclavizados al Único, dominados y convertidos así en
sus servidores, sombras bajo la gran
Sombra, espectros terribles, los pavorosos Nazgûl.
2
Cuando el Señor Oscuro con
el Anillo Único quiso someter a las razas libres (Enanos, Elfos y Hombres), se
extendió por la Tierra Media una primera oscuridad; pero en aquellos días la
sangre de los Reyes de los Hombres, los Numenóridas (los hombres que vinieron
del oeste allende el mar desde la antigua Isla-Continente, Númenor), corría más
pura, y los Elfos, los primeros nacidos, todavía no habían tomado el camino de
los Puertos Grises y tenían un poder y un conocimiento superior al actual; este
poder y conocimiento, en la época en la que se desarrollan los acontecimientos
narrados en la historia, ya se ha perdido. Se produjo la última alianza entre
Elfos y Hombres para derrotar a Sauron y sus hordas de criaturas innominables.
Tal circunstancia la refiere Elrond, el Semielfo, en el Concilio de Rivendel. Y
es terminante en este punto: Ya no habrá más alianzas entre las dos razas,
pues, aunque se multiplican los Hombres, la pureza de Númenor declina y el
número de los Elfos disminuye.
Hubo una batalla en las
laderas del Orodruin, en la cual perecieron tanto Gil-Galad, rey Elfo, como
Elendil, Rey de los hombres de Oesternesse (otra manera de llamar Númenor en la
antigua lengua Quenya de Valinor), y su hijo Anárion. Pero cuando todo
parecía perdido, Isildur, el otro hijo de Elendil, con la espada rota de su
padre, Narsil, cortó la mano de Sauron, en la cual portaba el anillo. Aquel
gesto decidió la suerte del combate, de modo que el Señor Oscuro y sus huestes
fueron derrotados. Ahora bien, Isildur tuvo la oportunidad de destruir el
Anillo, pero cedió a la tentación del poder de éste y se lo guardó para sí. La flaqueza de la voluntad humana
impidió que no fueran aniquilados definitivamente Sauron y su poder, pues las
cosas edificadas con el Anillo no pueden ser desbaratadas si él previamente no
ha sido destruido. El mismo Isildur, cuando poco después de la batalla
regresaba a su reino del norte, fue traicionado por el Anillo, y en una
emboscada de orcos en los Campos Gladios encontró la muerte. Por esta razón, en el reino que fundaron los
hombres en el norte, Arnor, desaparecido poco después de estos acontecimientos
y del que Aragorn, el Montaraz, es su heredero directo, al Anillo se le llama
el Daño de Isildur.
Rodó, pues, el Anillo desde el dedo de Isildur y fue a
caer al fondo del Río Grande, el Anduin. Pasando el tiempo, mesnadas de orcos,
hombres malvados de Harad y otras criaturas aborrecibles empezaron a pulular
por Mordor; se reagruparon y conquistaron Minas Ithil, la Torre de la Luna
Naciente, en el lado este del Anduin, baluarte de Gondor, el reino de los
hombres del sur, y la transformaron en un sitio de terror que pasó a llamarse
Minas Morgul, la Torre de la Hechicería. Más tarde los orcos destruyeron
Osgiliath, Ciudadela de las Estrellas, antigua capital del Reino, situada en
una isla en el centro del estuario del río, y arrebataron a los hombres todos
los territorios de la orilla este del Anduin.
En el momento de la acción,
los hombres de Gondor resisten en la ribera oeste del Anduin, en Minas Tirith,
la Torre de la Guardia, nombre con que fue rebautizada la antigua Minas Anor,
la Torre del Sol Poniente; la fuerza declinante de Gondor constituye el único
obstáculo que se interpone entre Sauron y el dominio de la Tierra Media. El
Señor Oscuro tiene cada vez más poder, y aunque todavía no ha tomado un cuerpo
físico, al tiempo que reclama el Anillo su presencia se hace más de notar. El
Anillo, que tiene voluntad propia, desea ser encontrado por su Señor; por eso
inició un curioso periplo. Para salir del fondo del Río Grande se dejó
encontrar por un hobbit, Déagol, quien fue asesinado por su amigo Sméagol, ya
que el Anillo suscitó la disputa entre ellos. Sméagol, pasando el tiempo,
dotado de la inmortalidad conferida por el Anillo a quien lo posee, se
convirtió en una triste y esquiva criatura, temerosa de la luz y de la
oscuridad, pues enloquecida, se odia y se ama a sí misma, Gollum, llamada de
esta manera por sus gorgeos ininterrumpidos. Vino a morar Gollum entre las
cuevas y recovecos sombríos de las Montañas Nubladas. Allí lo encontró Bilbo de
La Comarca, y le robó el Anillo. Ahora bien, no fue Gollum quien perdió el
Anillo ni Bilbo quien se lo sustrajo, sino que fue el Anillo el que decidió
dejar a Gollum e irse con Bilbo; necesitaba salir a la luz para poder ser
recuperado por su dueño.
Y es justamente en este
punto donde comienza la historia de la Guerra del Anillo… Frodo, sobrino de
Bilbo, a instancias de Gandalf, el Mago Gris, recibe como legado de su tío el
Anillo de Poder. La aventura está servida; no seré yo quien desvele los
entresijos de su trama.
3
Sin entrar en los entresijos
de El Señor de los Anillos, cabe una reflexión sobre el poder.
¿En qué consiste el poder? ¿Quién
lo ostenta verdaderamente? ¿Para qué sirve? ¿Por qué se le desea? Todas estas
preguntas y algunas más suscita El Señor
de los anillos, y todas ellas se agolpan pretendiendo una respuesta. Ésta
no parece ser otra sino la siguiente: el verdadero poder, tal y como lo
entiende Tolkien, es de índole moral. El poder no consiste propiamente en saber
más; tener tal o cual conocimiento, dominar las artes mágicas o estar
cualificado para escudriñar hondos secretos o leer en las mentes. No, no es
nada de esto; el poder no alude a la sola inteligencia. Alude a la voluntad, y
a ella queda referido. Básicamente, el poder es voluntad que quiere; ahora
bien, no basta con esto sólo, pues si lo fuera, sería ceguedad que quiere, lo
cual, si lo consideramos debidamente, no puede ser más que una contradicción,
pura y simple; por tanto, es necesario matizar. El poder es voluntad que
quiere, de acuerdo, pero voluntad que quiere correctamente, según el
sentido etimológico de lo bueno. Por eso, en un segundo momento, al acto de
poder cabría añadirle la potencia intelectual y una regla (dos aspectos
inherentes e indivisos al mismo): la inteligencia, porque es la facultad que
propone objetos para el querer; la regla, que no es otra sino la bondad, porque
es la medida que constituye al querer como correcto, por tanto, como verdadero.
Pongamos un caso: Tanto
Gandalf como Saruman son grandes magos, y esto los iguala; pero la manera de
proceder y de utilizar los conocimientos que poseen es distinta, y esto otro
los diferencia. A Gandalf lo mueve el respeto por la vida y el amor por lo
pequeño: el altruismo, en definitiva. La minúscula brizna de hierba no le es
indiferente y su estar en el mundo consiste en una permanente disposición para
la ayuda. Gandalf sabe muy bien que no puede crecer en su ser sin que el otro,
con quien se relaciona, no lo haga por su parte; por esto, su compañía es grata
y benévola, emana gracia. Estas cualidades suyas llevan a los integrantes de La
Comunidad formada en Rivendel a reconocerlo sin ningún tipo de reparos como
guía de la misión encomendada, la destrucción del Anillo. Y lo siguen libre y
confiadamente; ejerce el mago, de esta manera, un liderazgo moral. ¿Qué es lo
que percibimos en él? Integridad: lo que piensa, siente y afirma va unido a su
forma de actuar; él mismo, de esta forma, aparece como verdadero, se vuelve
creíble. Gandalf encarna la autoridad en sí; el poder, por consiguiente, le es
algo propio, o, lo que es igual, le pertenece por derecho. En el extremo,
frente a la amenaza del Balrog en el puente de Kazadz-Dhûm (que dicho sea de
paso, constituye uno de los momentos más emocionantes del film), es capaz de
sacrificarse por la defensa del resto de la Comunidad. Encarnado por Saruman,
al contrario de lo que ocurría con Gandalf, el poder es relegado a mera sombra
del poder, caricatura, o, de igual modo, en voluntad de dominio y afán de
riquezas: codicia. Quiere convertirse Saruman en centro del mundo, en su amo, y
exige que éste gire en derredor suyo. Tal actitud deriva hacia el no respeto y
a la utilización del otro, y, en última instancia, a la alineación y esclavitud
de todo lo que no sea su ego inflado. Ahora bien, Saruman enajenando al otro,
robándole el ser por cuanto lo cosifica según la medida de la utilidad que le
confiere, también se aliena y esclaviza. Doblemente traidor, por un lado, al
Concilio de los Sabios que agrupa a las Razas libres, por otro, al mismo Sauron,
se vale de la astucia, la mentira, el engaño (algo que, por otra parte, no deja
de ser un insulto a la inteligencia), para sus fines, orgullo, envidia y miedo
constituyen su paz interior de este elemento. Jefe de la Orden de los Magos,
los Istari, custodio de la llama de Anor, Saruman el Blanco se convierte
en Saruman Multicolor. Puesto que aquel que conoce, en cierta forma se
identifica con lo conocido, podemos concluir que en el fondo ha sido un exceso
de conocimiento (Saruman era el mago más versado en la ciencia de los Anillos)
en conjunción con una codicia y orgullo desmedido, lo que le ha llevado a tan
profunda transformación.
¿Quién ostenta el verdadero
poder? Resulta curioso comprobar cómo a lo largo de la historia el Anillo
tienta a sus diversos protagonistas. Aquellos que ya poseen el poder (personal,
no podría ser de otro modo) son los que con más fuerza rechazan la tentación
del falso poder, el caso de Gandalf, Elrond o Tom Bombadil (curioso personaje,
que aparece en el libro pero no en la película, encarnación de la bondad
absoluta, y para quien el Anillo es tan sólo un objeto de risión). De todos
ellos, Boromir, el heraldo e hijo del Senescal de Gondor, es un caso especial,
pues expresa tanto la debilidad humana como la capacidad de arrepentimiento y
superación. Aragorn, atento a la expiación del Karma heredado de
Isildur, tiene tan asumida la destrucción del Anillo, que es este mismo
propósito o finalidad aquello mismo que le protege. Al caso de Frodo habrá que dedicarle
algunas reflexiones en otro momento.
4
PRIMERA
CONCLUSIÓN: LO PEQUEÑO ES HERMOSO
Frente a una organización social cuyo valor se cifra en la adquisición
de poder y riqueza, como la de Mordor, que no tendríamos dificultad en
identificar con los totalitarismos campantes a lo largo del siglo XX, o,
incluso, con esta sociedad tardocapitalista en la que estamos inmersos, con sus
crisis endémicas y traspasada, a modo de factores de coherencia, por el miedo y
la coacción de la fuerza sutil de la propaganda, Tolkien nos propone, en un
horizonte arcaico-mítico, la sociedad de los hobbits en La Comarca, y nos
recuerda, como en aquel título de E. F. Schumacher, que lo pequeño es hermoso.
Frente a las falsas promesas de esa razón tecnocientífica imperante en
el mundo globalizado, como la ilusión del progreso ilimitado en cuanto a un
dominio también ilimitado sobre la naturaleza, que nos proveería de parcelas
más amplias de bienestar, cabe recordar que sus beneficios se limitan a una
quinta parte de la población mundial, y aun dentro de esta quinta parte, se
podrían establecer diferencias notables en lo que atañe al reparto de los
mismos; por otro lado, nuestro actual sistema de producción y consumo somete a
la naturaleza a un expolio cada vez más intenso, lo cual hace difícil pensar
que se pueda mantener por mucho tiempo; las fuentes actuales de recursos
energéticos (me refiero al carbón y al petróleo) de que dispone la humanidad no
son renovables, y la explotación de la energía nuclear conlleva gravísimos
peligros. La consecuencia de este expolio es el aumento del deterioro
ecológico, lo que también nos debería poner sobre aviso, pues llegado a un
punto (y hay que advertir que ciertos cambios ya están en acción), quizá sea
imposible contrarrestar dicho desarreglo. Por estas razones, y algunas otras
que se podrían añadir, habría que cuestionar nuestro actual modo de vida,
heredero del racionalismo y la ilustración, ya que si alguna vez ganamos la
extraña y absurda batalla emprendida una vez contra la naturaleza,
comprobaremos con sorpresa que los únicos perdedores somos nosotros mismos.
Tolkien, en su obra, de manera explícita nos recuerda este drama, y a la par
que resalta la amenaza de esa sociedad oscura de Mordor que quiere extender su
sombra por los territorios del oeste de la Tierra Media, esto es, por todo el
ámbito del planeta, indica la única solución posible para impedirlo: un estilo
de vida diseñado para la paz y la permanencia, y, en este sentido, un estilo de
vida ideal: el de los hobbits.
Tanto los espectadores de la película como los lectores del libro
observarán que en la sociedad de los hobbits se encarna una acracia muy significativa. Esta sociedad únicamente basa
su cohesión en las relaciones de amistad y parentesco, que se constituyen en
vínculos poderosos de su entramado; la fiesta suple al gobierno, y los
cumpleaños, a modo de asambleas, poseen un poder de convocatoria que neutraliza
las fuerzas sociales centrífugas, a la vez que congregan y catalizan las
centrípetas por cuanto infieren un sentido para la vida: el gozo mismo que
supone vivir. Gozo de vivir, de acuerdo, pero gozo incardinado en un sistema de
producción no violento y respetuoso con el entorno; los hobbits no cifran su
ambición en la riqueza, sino en el disfrute de las cosas pequeñas; la belleza
que les suponen los ríos de aguas claras, los árboles y las flores, nunca la
sustituirían por las fábricas, los yermos y las escombreras. A la postre, los
hobbits son los que ganan, cuyas vidas tranquilas y saludables se alargan hasta
la centena de años en una sociedad donde no existe delincuencia, ni
desequilibrio, ni protesta —¿de qué, o por qué, se protestaría? o ¿de qué, o por
qué razón, se delinquiría?
Todos los
derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
Filósofo y
poeta.
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