Reconozco que es un
tema que me interesa: indagar acerca de lo que sea eso de la poesía o lo
poético. Alguna vez me he puesto a pensar sobre el particular y, tras rellenar
cuartillas de apuntes, de letras y borrones, de fragmentos, puedo decir que no
he llegado a conclusión que pueda dar por definitiva. Sin embargo, ahí
quedan esos fragmentos escritos.
La amabilidad de
Fulgencio Martínez muchas veces ha sido la causante de que haya podido publicar
una serie de paridicas sobre temas que interesan a pocos. Estos Fragmentos para una poética: A propósito del
entusiasmo, aparecieron en el nº 9 de la Revista Ágora. Papeles de Arte Gramático.
FRAGMENTOS
PARA UNA POÉTICA: A PROPÓSITO DEL ENTUSIASMO
1
¿Se
debe sacrificar la emoción y el entusiasmo de un poema porque un verso queda
cojo o porque aparece una sinalefa con violencia? Evidentemente, hoy en día no
hay necesidad de escribir con medida o bajo el troquel de una forma impuesta
desde fuera. Ya los simbolistas y expresionistas ensayaron con el verso libre y
el poema en prosa, y en España fue Juan Ramón Jiménez quien acuñó el concepto
de poesía pura. La belleza, la armonía, la carga emocional del poema incluso,
no dependen ni dimanan de cualquier “metro”
externo al mismo, sino que están en estrecha relación con su esencialidad, es
decir, radican en la coincidencia entre las palabras que lo componen y el
sentido al que aluden o indican esas mismas palabras. El verso libre, por
tanto, se impone, como se impone la libertad del poeta. En el mejor de los
casos, la poesía se intelectualiza, busca su propio ritmo interior —la
ordenación propia de las palabras transidas de emoción— y no el de las “sílabas
contadas”; pero así como no se puede ser libre si no se asume la
responsabilidad ante la propia acción, como reverso de este posicionamiento se
corre el peligro de caer por una pendiente en la que “todo vale”, incluso la
mamarrachada; la ausencia de técnica puede verse entonces como una excelencia,
cuando lo único que la sustenta es la ignorancia. Es el peligro que entraña en
materia de arte cualquier subjetivismo extremo. Sin embargo, no es este el tema
que quiero tratar (lo dejo para mejor ocasión), sino que vuelvo a la pregunta
del principio. Una vez asumida la intención de plegarse a una determinada forma
o metro, ¿desvirtuaría la composición poética cualquier violencia que se le
infligiera a esa forma? En este tipo de cuestiones podemos, claro, ser más
papistas que el Papa y responder con un rotundo “no”, pues podríamos pensar que
la falta de equilibrio al equivocar, por ejemplo, un acento desestabiliza de
tal manera el edificio todo que huye de él la armonía, la belleza, la
perfección, etc, etc... Estamos, así, rozando el otro extremo de los
posicionamientos referentes a la cuestión planteada, y creo que este es el caso
que ocurre en ciertos concursos literarios en donde el jurado de expertos
dirime sobre la perfección o no de las composiciones poéticas mirando con lupa
la medida de sus versos..., aunque, a lo que parece, en alguno de ellos ni
siquiera este particular constituye criterio, adoleciendo sus “fallos” también
de cierto tipo de arbitrariedad subjetiva. Tampoco puedo compartir esta
posición. No creo que sea óbice de perfección o cualidad delictiva el utilizar
las técnicas como técnicas, las medidas como medidas y el ritmo como ritmo; las
técnicas compositivas no pueden ser en ningún momento corsés inmóviles e
indúctiles, ya que ahogarían la posibilidad del poema; dejarían de ser vías por
las que fluye la expresión para convertirse en poderosos diques de contención
de la creatividad. Encuentro muy a menudo que poemas de factura impecable —no
viene al caso poner ejemplos pues, como no hacen beneficio a nadie, serían de
mal gusto— son, sin embargo, de una mediocridad pasmosa. Son poemas perfectos y
mediocres; perfectos en cuanto al ritmo, su forma; mediocres en cuanto a
tópicos, ya que nada aportan ni se reconoce en ellos ningún tipo de “chispa”.
Esta circunstancia no deja de ser una contradicción.
2
La
reflexión anterior me lleva a pensar que en la elaboración de un poema quizá no
sea tan importante el “rigor” con que se aplica la métrica como la transmisión
del “entusiasmo”, ya que la misma técnica con la que se elabora un poema está
al servicio de esa transmisión y no al revés. Y utilizo la palabra “entusiasmo”
a conciencia. Como es sabido dos son las raíces de las estéticas literarias en
Occidente; me refiero a Platón y Aristóteles. Aristóteles carga la mano en la
consideración del poema como artefacto, como el producto de una aplicación
técnica (una póiesis). Pero Platón —que, por cierto, era poeta, mientras
que Aristóteles no— en el Ion (Diálogo de juventud que pocos leen y todavía
menos los que lo citan), aparte de proporcionar una serie de sugerencias que
serían muy interesantes de considerar, verbigracia, la relación entre poesía y
medicina, habla de una cosa a la que llama “inspiración” y la compara con el
magnetismo. El entusiasmo precede y a la vez se sigue como una consecuencia de
la inspiración y es, a modo de suelo o materia prima posibilitante, una causa
del poema. El entusiasmo (en-theos, estar poseído por un dios)
supone un estado de euforia por el que cualquier cosa es posible; la
consciencia queda alterada y derriba límites, pues con irreverencia se desborda
desde sí misma: el futuro lo ve realizado, el pasado lo consuma y plenifica lo
presente; hay una desmesura, un exceso de energía que dimana y se derrama y se
vuelve contagiosa, como el imán. La consciencia entusiasmada, por tanto, es
aquella lista para la creación; el estado tensional que produce, necesario para
la misma. Si este estado no acontece, el poeta deja de ser poeta y se convierte
en “componedor”, en un simple hacedor de versos, en un “versiculero” de tantos.
Carles Riba lo decía, aquél que no sienta como un temblor, expresado quizá como
dolor o dicha —eso no importa—; aquél a quien no se le encoja el corazón o se
le expanda; aquél que no se conmueva profundamente en sus raíces; aquél que, en
definitiva, no sienta “una chispa en el
pecho”, no es poeta (1). Quiere con ello decir que hay algo primario que
define lo poético: la emoción.
El entusiasmo, pues, tiene más de emoción que
de razón; es algo así, si es que de definirlo se trata, como una emoción
desbordada que supedita el discurso racional a una inteligencia profunda, a una
comprensión atávica del ser; por eso lo dice con metáforas, analogías,
metonimias. Tiene que ver con un estado de consciencia que de alguna manera
recuerda lo místico, lo numinoso, según la expresión acuñada por R.
Otto. No se trata, por supuesto, de traer ahora a colación algún tipo de
análisis fenomenológico o cualquier tipo de discurso que recuerde la jerga
heideggeriana. Más interesante sería adentrarse por esa selva de las alusiones
de lo simbólico por cuanto velan y desvelan, dicen y no dicen. Me quedo con el
simbolismo astrológico, mucho más sugerente y sintético. Y diré únicamente
“Neptuno”, o “consciencia neptuniana”, para que se me entienda. O “grandes
aguas”, “carros de emoción”. Aún si esto no se me entiende, profanaré lo
sagrado y lo traduciré por “pasión”, “”sorpresa”, “frescura”. En el buen poema,
la forma en ningún momento puede “traicionar” al fondo, ni la “cuenta de las
sílabas” debe conducir a la mediocridad. Pero cito literalmente a Platón, por
la belleza de su texto:
En igual forma, la musa inspira a los
poetas, éstos comunican a otros su entusiasmo y se forma una cadena de
inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración,
que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con
los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando
están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando
componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de
la armonía y el ritmo, entran en furor y se ven arrastrados por un entusiasmo
igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos
leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio.(2)
3
Puedo entender, leyendo el texto
anterior, por qué, muchos años más tarde a la composición del mismo, en el
libro X de La República, Platón echó a los poetas de la Ciudad Ideal, y
no me extraña. Estos expulsados eran los que hacían copias de copias;
propiciaban una suerte de hybris o mixtura difícil de digerir y, por
supuesto, de muy mal gusto; su entusiasmo podría ser definido como un
“contraentusiasmo”. El viejo Sócrates, antes que Platón, ya se olió algo
concerniente a las pamplinas de los poetastros y con penetrante mirada indagó
tras sus requiebros.
Pudor tengo, atenienses, en deciros la
verdad —en la “Apología”
de Platón dice aquel que portaba un demonio—; pero no hay remedio, es
preciso decirla... Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los
poetas, sino ciertos movimientos de la Naturaleza y un entusiasmo semejante al
de los profetas y adivinos; que todos dicen muy buenas cosas sin comprender
nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso; y, al mismo tiempo,
me convencí que, a título de poetas, se creían los más sabios en todas las
materias si bien nada entendían. Los dejé, pues, persuadido de que era yo
superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los
políticos. (3)
No nos engañemos, los poetas a los que
se refiere Sócrates en el texto citado son los mejores, y aun así los califica
de ignorantes por cuanto no saben nada de lo que dicen, ya que, como los
adivinos, reciben una inspiración de la que tan sólo son sus meros canalizadores.
Pero lo grave no es esto, sino que por esta facultad creen que saben sobre lo
que no saben, por lo que su ignorancia es doble, así que, ¡horror!, son
semejantes a los políticos. No puede haber parangón más detestable. Nos
encontramos, pues, ante una nesciencia productiva: el panorama no puede ser más
desolador, repito. Sabiamente Sócrates se aleja de allí. Ahora bien, cabría
preguntar, ¿y si ni siquiera reciben la inspiración? ¿Y si los poetas se
dedican a copiarse mutuamente y encima pretenden elevar su copia al estatuto de
“originalidad”? Esta coyuntura adquiriría un tinte excesivamente dramático y,
por lo mismo, insoportable: aquellos que copian las “originalidades” de su
tiempo, por definición, dejan de ser originales, y más se parecen a los políticos
que, una vez sabido por dónde anda la manifestación, se ponen delante de la
misma con la pancarta. Platón los echa sin contemplaciones de su Ciudad, los
arroja “extramuros” de la misma. ¿Qué persona en su sano juicio daría
credibilidad a estos locos? En su juventud, sin embargo, aún no se le había
agriado el carácter ni cargado en exceso la paciencia, al parecer, y así
propone la humorada de aquel Tínnicos de Cálcide, que siendo poeta mediocre,
logró componer un solo peán que circulaba por toda la Hélade y lo hizo
famoso. Como el borriquillo de la fábula, tocó la flauta por casualidad y por
una vez siquiera le sonaron las musas.
4
Dejemos la morralla, hablemos de la
excelencia. Arrobamiento y éxtasis, salida del mundo y experiencia de lo árreton e indescifrable, de la alteridad,
en cuanto que desde allí se da sentido al mundo como un todo, son las
características de la experiencia extática o enstática, de la mística.
Desde este punto de vista, no sólo las “noches” de San Juan de la Cruz o los
raptos de Santa Teresa son mística, sino también las experiencias con tetracloruro
de carbono llevadas a cabo por René Daumal. Y podríamos extender la gama de
ejemplos. Si hablamos, pues, de este tema, creo que entraríamos en una
discusión muy amplia. Pero lo que pretendo no es describir o clasificar este
tipo de experiencia, sino solamente señalar un aspecto acerca del tema que nos
ocupa. La experiencia poética, por esa emoción de la que es portadora, alude a
capas muy profundas de nuestro ser; las semejanzas, por tanto, con los estados
de consciencia que podríamos denominar místicos, saltan a la vista. Platón es
consciente de este particular cuando compara a los poetas con los adivinos. En
lo poético se experimenta un nuevo orden de interrelaciones, y, por lo mismo,
de igual forma se experimenta un nuevo orden del mundo, una estructuración
diferente de lo cotidiano, una re-creación, un sentido otro. ¿No tiene acaso
esto nada que ver con eso que se denomina mística?
Por la razón aludida, al igual que
Sócrates, el poeta auténtico sabe que no sabe. Pero esto no importa, pues donde
la razón cesa, comienza la Emoción Superior; hay allí algo que aletea y remonta
el vuelo: los pájaros del espíritu. Ocurre entonces que el poeta se encuentra
en un estado felicitario, y no sabe cómo. Pero eso no importa, repito: se sabe
nesciente y se siente abrir a lo inefable —o, lo inefable se abre a él—, y sabe
que ese territorio nuevo por el que se adentra pertenece a un orden
indescriptible, soberanamente indescriptible, que apunta al Silencio:
Entreme
donde no supe
y
quedeme no sabiendo
toda
ciencia trascendiendo,
en
los versos de San Juan de la Cruz. Porque con el impulso poético se alcanza a
rasgar el ámbito del Misterio. No existe aquí lenguaje enunciativo posible,
pues no es el reino de la determinación lo que le traspasa y él mismo traspasa
en ese estado, sino una extraña libertad antes no experimentada, ignota pero
cierta, en la cual se desvanece todo peso y gravedad. Le invade cierta especie
de flotabilidad que planea sobre las cosas, balbucir de niño e ignorancia
soberana, como de élite. Y un estallido interior de plenitud. Así lo expresa
Jorge Guillén:
Ser,
nada más. Y basta.
Es la
absoluta dicha.
¡Con la
esencia en silencio
tanto
se identifica!
5
Todo lenguaje es simbólico, por su
propia esencia. Pero en los lenguajes unilaterales que utilizamos, vulgares,
cotidianos, que obedecen sólo a funciones de utilidad o economía, hay una
especie de autolimitación de este carácter, de castración del mismo. En el
lenguaje ordinario predomina lo analítico-discursivo, lo conceptual; ahora
bien, y más aún: ese tono conceptual obedece sólo al uso del concepto, a la
función que se le asigna según esa especie de preacuerdos que flotan entre las
diversas atmósferas del habla, entre los diversos momentos o circunstancias
donde se produce. El símbolo, de esta manera, se convierte en signo: cae desde
lo esencial de su decir hacia el juego de las arbitrariedades, de los
convencionalismos. Por su propia dinámica, el lenguaje unilateral enmarca al
mundo, pero en exceso —olvida la cualidad; operan en él las solas relaciones de
cantidad—: lo estrecha, lo reduce, lo convierte en máquina, lo devalúa.
Sin
embargo, como la verdadera originalidad, por definición, consiste en restituir
la acepción original a las palabras, cabe preguntarse por “el otro lenguaje”
capaz de interpelar al mundo y al Ser, el prístino y esencial. Es el lenguaje
que carga el cosmos (o lo descubre) con su antigua resonancia, con su ensidad
profunda; no es útil, sino inútil; no lo mediatizan conceptos, sino
símbolos; no es analítico-discursivo, sino sintético-intuitivo; no lo presiden
las leyes lógicas de la causalidad o el principio de identidad y no
contradicción, sino que en él opera una suerte de sincronicidad y viene dado
por juegos analógicos; no intenta tanto nombrar o describir, como aludir,
inferir sentido, cargar de intenciones; la metáfora, la metonimia, la imagen,
son sus figuras preeminentes; cada palabra de este lenguaje —llamaré así a sus
signos, aun sabiendo que es impropio—
posee el don de la cualidad; no son permutables unas por otras. Al hilo
de estas reflexiones, el poeta “original” sólo puede ser aquél que cumple con
la función de “intérprete de los dioses”; es el “interpelador” de lo divino y
como tal transmite la inspiración y el entusiasmo previamente recibidos. Esto
mismo es lo que pensaba Platón y este es el sentido etimológico de la palabra
“vate”, “augur” o, incluso, “profeta”. Y tal es así, porque la expresión
poética es muy antigua. René Guenón, por traer un autor no sospechoso de
ortodoxia, recuerda en uno de sus libros (4) que, según la tradición islámica,
Adán hablaba en verso: su lenguaje era solar y angélico y expresaba la
verdadera esencia de los seres. La palabra “carmina”, sigo apoyándome en
la autoridad de Guenón, remite a la raíz sánscrita “Kr”, de donde
proviene Karma, que se encuentra en el verbo latino “creare”
entendido en su acepción primitiva. Como resumen, diré que este otro lenguaje
es el simbólico, en el sentido etimológico del término. La poesía que se quiera
tal, en su expresión, debe de acercarse al mismo, pues sólo en él acontece esa
suerte de comprensión radical del Ser de la que he hablado. Esta comprensión
—integral, orgánica, total— es posible, por lo que también habría que corregir
a Platón, porque el símbolo no es arbitrario; descansa en la analogía, en una
suerte de armonía entre la fisicidad de lo que representa y aquel significado
al que alude, interpela; así se pueden subsumir uno en otro símbolo, según síntesis
sucesivas. Y, por esto mismo, tal lenguaje manifiesta lo que encubre tan sólo
para aquél que puede verlo. Como consecuencia de estas ideas, por último, me
gustaría insistir, aunque con los debidos matices, en el hecho de que el poeta
lo es tal, no tanto porque sabe “hacer” el poema —acepción aristotélica de la
estética—, sino porque es un intérprete de los dioses al llevar a cabo “una
determinada acción ritual”, a la que le corresponde un lenguaje también ritual,
el poético.
Dicho todo lo anterior, a lo que vamos: ¿Cómo
descubrir la poesía en el poema? Porque hace temblar los cimientos del mundo.
La expresión poética debe ser salvaje; hasta cierto punto, ruda —ahí revela su
carácter original—; capaz de golpear el corazón, capaz de sorprender, de
zarandear. Cuando hallamos ese tipo de expresión, hemos hallado la autenticidad
poética.
6
Así
las cosas, y viniendo a nuestra actualidad, soy muy precavido a la hora de
enjuiciar la poesía contemporánea, pues así como no encuentro razones
suficientes para preferir una determinada estética a otra, tampoco decidiría
sobre la “bondad” de un poemario en orden a los cánones estéticos predominantes
de una época. En los poetas contemporáneos que leo son muchas las veces que no
encuentro ni siquiera un “remoto recuerdo” de ese entusiasmo del que he
hablado, siendo, no obstante, excelentes “versificadores”, impolutos y muy
modernos (o, quizá, cabría mejor decir, “posmodernos”), si entendemos por ello
que rozan con sus temas el mundo de la cotidianidad, a la misma vez que le dan
a su expresión un cierto “toque existencial” (por cierto, hoy en día, el
existencialismo está bastante desfasado). Pienso yo que quizá podría ser bueno
lo uno, pero sin perder lo otro. Queden de momento aquí estas reflexiones.
Todos los derechos
reservados
Jesús Cánovas Martínez©
Filósofo y poeta.
NOTAS:
(1)
Carles Riba, “Antología”,
Plaza y Janés, 1983. Léase el excelente prólogo de Rafael Santos Torroella.
(2)
Para las citas de Platón, a pesar de utilizar la edición canónica en
español coordinada por Emilio Lledó, Gredos, 1981, opto, sin embargo, por
transcribir el texto de Francisco Larroyo, en “Diálogos de Platón”,
Porrúa, 1973. Esta cita es del “Ion” (533b-534a), pág. 98.
(3) “Apología” (22b-c), pág 4, en “Diálogos
de Platón”, Porrúa, 1973
(4) René Guenón, “Símbolos fundamentales de la ciencia
sagrada”, Eudeba, 1988. Véase sobre todo el capítulo “El lenguaje de los pájaros”, págs. 45-48.
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