MESARIO
ROSA
CAMPOS
De día, diario; de semana, semanario; de año,
anuario… Parece que falta un elemento en la serie; sería éste: de mes, mesario,
la colección de los doce meses del año, de enero a diciembre, el neologismo que
Rosa Campos inventa para darle título a un relato que trata del amor; un amor
que nacerá en enero de un año cualquiera, tras las doce campanadas que lo
inauguran, e irá tomando cuerpo, forma, densidad, durante los sucesivos meses
de ese año.
Caía el
frío sobre su viejo gorro que un día fue azul y sin agujeros mientras, tras un
pulcro silencio, las doce campanadas sonaban limpias y poderosas en el
ambiente, animando a mostrarse efusivos, mediante besos, abrazos y
felicitaciones, a todos los congregados en la plaza.
Con esta frase que ya nos da la pista del
vigor expresivo de la prosa de Rosa Campos, tan cerca de lo pictórico, comienza
Mesario. Ernesto, un indigente que se sabe excluido de toda fiesta o calor
humano, desde la atalaya de su soledad —la esquina de una calle que desemboca
en el lugar festivo— contempla lo que, a pesar de parecerle una parodia, le
hubiera gustado vivir: la bulliciosa recepción del nuevo año. Pero el nómada
está condenado a la soledad. Ernesto, aunque lleva bajo su deslucida zamarra
una serie de provisiones recogidas en un contenedor, no tiene hambre; así que,
dominado por una tristeza extrema, da la espalda a la plaza y comienza un
caminar mecánico. De esta forma Rosa Campos nos presenta a uno de los
protagonistas de la narración; no tardará en presentarnos al otro: Mila. Sus
pasos sin rumbo llevan a Ernesto a una plaza desangelada, tan perdida como él
mismo, cuando su pie derecho tropieza con algo pesado. Bajó la vista y se encontró con un cuerpo tendido del que salió una
balbuceante voz de mujer.
—¿Es
que no me ves, pedazo de bruto? —una ingesta mayúscula de drogas o de alcohol,
o de ambas cosas, se deducía del sonido de sus palabras.
Ernesto la aparta del charco de vomitona
sobre el que se encuentra, la cubre con periódicos y con harapos que lleva en
su mochila, y le da su propio calor tendiéndose junto a ella. A la tímida luz
del nuevo día, mientras el hombre piensa que ambos tenían un pasado y no un futuro, descubre que el abrigo que
cubre a la mujer es de buen paño y sus
manos denotaban un aspecto pulido, adornadas con un anillo y dos sortijas.
Dos soledades juntas, como diría el poeta.
Producido el encuentro, comienzan los tanteos del amor, de un amor que nacerá
poco a poco entre los protagonistas traspasado siempre por el acicate tremendo de
la supervivencia. A Mila la han dejado el marido y los hijos; tras un intento
de suicidio fallido la encuentra Ernesto. El hombre y la mujer hablan poco
entre sí porque tienen miedo de cansar al otro, de que éste le abandone. Pero
en Ernesto se revitalizan los deseos de seguir viviendo porque tiene a alguien,
pasados quizá demasiados años, a quien cuidar, y Mila se siente querida por
primera vez. Oscurece y cae el frío, desde el portalón donde están refugiados,
ven pasar gentes con todo tipo de disfraces. Mila, ante la gravedad con que su
compañero observa las máscaras, se atreve a preguntar:
—¿Cuál
es nuestro disfraz, el de antes o el de ahora?
Y se suceden los meses. Marzo, en el que las palabras gustan de la
diafanidad en crecida de los días, conduce a la extraña pareja a la
introspección y la sinceridad. ¿En qué han fracasado sus vidas? Mila se da
cuenta de que no ha sabido entregarse a los suyos; dinero no le faltaba en su
vida anterior, pero tristemente reconoce que el dinero no puede comprar el amor
de las personas. Ernesto, por su parte, fue un ingeniero, casado y con tres
hijos, pero siempre antepuso la idealidad a la realidad, así que la realidad
terminó por pasarle factura.
El lector atento, conforme avance por las
páginas de la novela, se dará cuenta de que estos peculiares seres, aun en su
condición miserable, encarnan perfectamente los arquetipos de la masculinidad y
la feminidad, el cielo y la tierra. No son personas bellas ni atractivas, y si
alguna vez lo fueron, ahora han perdido todo encanto; están desnudos ante sí, y
los personajes que una vez representaron ya no tienen lugar. Sólo se tienen ellos,
y si viven, si todavía siguen vivos, es porque se cuidan mutuamente. La
paulatina luz solar en aumento, la claridad que van ganando los días, le sirve
a la autora como metáfora del mutuo desvelamiento de sus intimidades que, tal
vez, por pura inercia hace la pareja, del uno para el otro.
Dice la autora de Abril, en preciosa
pincelada: Abril, con su jovial candela
solar, con su afluencia de hojas puestas en las arboledas y en las plantas de
los parques, con su fluir de gente en las calles, dignificaba aún más la vida
en su conjunto y la expandía. Y de Mayo: Mayo se abría en canal ante sus ojos. Y de Junio: La luz de los días se iba extendiendo a
pasos agigantados, pintando amaneceres de horizonte visible, y trasnochando al
extinguirse. Y de Julio: La gente
llenaba las calles de hermosura con sus ropas ligeras, ya ajustadas ya amplias,
vaporosas… El brío o la parsimonia de la juventud, la mesura en los maduros… Fiesta
de la luz, por tanto; la luz sin máculas en la que se transparencian los
indigentes, desnudos de falsas identidades; sólo ellos dos frente a un mundo,
sino hostil, refractario a la verdad de la vida y del amor. Desde esa condición
hasta cierto punto privilegiada de la marginalidad, la pareja contempla, aunque
no juzga, ese mundo de las gentes que pasan ignorantes del propio sentido que
pueden adquirir sus vidas, de su verdad profunda.
Mila tiene un constante miedo a ser
reconocida; Ernesto no, porque él venía
de lejos y nadie sabía qué paradero tenía, o al menos eso quería pensar.
Sin embargo, la causalidad —así cabría pensar cuando se desconocen la
multiplicidad de circunstancias que condicionan una vida— elige a Ernesto.
Mientras Mila atiende a su aseo en la estación de autobuses que les sirve de
refugio, no sin un vuelco del corazón, Ernesto ve que su mujer, Celia, y sus
dos hijas, Isa y Marta, están a la espera de un autobús. Ernesto se esconde y
las acecha; los recuerdos de su vida pasada pronto lo herirán, y las viejas
heridas se abrirán para supurar de nuevo. No obstante ambos fueron niños, y a
los dos, a Mila y a Ernesto, les llegaran retazos de la niñez perdida durante
una calurosa tarde del mes de agosto, pero saben ellos que esos recuerdos
aluden a un mundo desaparecido y las personas que los pueblan hace tiempo que
yacen para no despertar.
No seré yo el que desvele tanto los
entresijos de la trama como el final de la narración. Baste decir que Mila,
quien pedirá a Ernesto que la llame Milagros —¡ah, los nombres, cuánto significan!—,
tomará protagonismo, iniciativa; si hasta un determinado momento vivía su
relación con Ernesto de forma pasiva, aceptando la protección del hombre sin
más, dejará de lado este papel pasivo y será ella la que de forma activa
comience a protegerlo a él. Juntos los dos, sintiendo el mutuo apoyo, se lanzan
a reencontrar la dignidad, la que nunca habían perdido. De sus miradas ya ha
desaparecido cualquier tipo de espejismo, el paso por la miseria más
descarnada, les ha servido de acicate y ha sido para ellos terapia capaz de
cauterizar sus heridas.
Como última consideración quiero resaltar
algo importante; el lector de la reseña se habrá percatado de que no me he
referido a los protagonistas como amantes. No lo son si la condición de amantes
implica la vivencia de la sexualidad; ésta no existe entre ellos. Llega un
momento en que Ernesto estruja a Mila entre sus brazos, pero ella lo rechaza;
aunque sí, es cierto, después se arrepiente. Esta circunstancia llevaría a
profundizar en la psicología de los personajes, sin embargo yo quiero limitarme
únicamente a apuntarla. Quede para el lector, junto a la consideración de otros
planteamientos, dicha reflexión.
Mesario supone una metáfora o alegoría sobre
el amor humano, transida de extrema ternura. Expone el estado de derrota de dos
seres que, tras el mutuo reconocimiento por el amor, son capaces de remontarse
desde el suelo de la abyección y elevar un vuelo hacia la verdadera vida.
Todos
los derechos reservados
Jesús
Cánovas Martínez©
Filósofo
y poeta
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