martes, 1 de marzo de 2016

LA APUESTA

LA APUESTA
DIONISIA GARCÍA
XXX Premio de Poesía Barcarola



Leer a Dionisia García es un gozo; sus libros hay que devorarlos deprisa, aunque después de esa primera y precipitada lectura debemos detenernos en ellos, pensarlos, pues bajo la aparente sencillez de un verbo que discurre sin estridencias —serena zozobra, tranquilo tumulto—, imperceptiblemente nos introducen en los dominios del misterio y de las preguntas que concita ese misterio. Tal sucede con La Apuesta (galardonado con el XXX Premio de Poesía Barcarola, 2015) donde de forma rotunda aparece una interpelación a la trascendencia, su velada certeza, tema recurrente en la poesía de la autora.
El título nos introduce de lleno en el eje que da sentido al poemario y evoca, en primer lugar, cierta antigua apuesta, la de Pascal. El pensador, a quien aterrorizaba el silencio de los espacios infinitos, propone una argumentación sobre la existencia de Dios basada en el propio interés. El esquema lógico en que se sustenta no atiende a lo a priori o lo a posteriori, al principio de causalidad o al de no contradicción, sino a la simple disyunción. Consciente de que la fe es algo más propio del corazón que de la razón —algo que alude, por tanto, a la centralidad de nuestro ser—, sabedor de que cada uno se convence de lo que quiere o de lo que está predispuesto, o no se convence, porque las elecciones que atañen a la vida y su sentido, a fuer de profundas, son viscerales, y sabedor también que nadie puede creer si ese su corazón de alguna manera no ha sido herido o mecido por el soplo del espíritu, se olvida conscientemente de cualquier argumento racional y postula la existencia de Dios como resolución de una apuesta: Dios existe o no existe, cara o cruz… ¿Qué nos interesa más, que exista o que no exista? Cada cual debe apostar, es ineludible; no querer apostar es apostar. Y tal apuesta conlleva consecuencias (Trato sobre el particular en un lejano post: http://elarcodeltriunfocanovas.blogspot.com.es/2013/05/la-apuesta-de-pascal.html ).
Hay quienes llegan a Dios tras la caída de un caballo, de cualquier caballo del que los apean no por su gusto; otros, son tan fuertemente impactados por el mal que, por contraposición, no pueden sino creer, abrazar a Dios como última tabla de salvación; otros tantos (quizá, dadas las características de esta última época que nos ha tocado vivir, demasiado pocos), no experimentan conflicto, pues su fe se desarrolla y madura desde la infancia al igual que un árbol que crece en tierra firme y buena; sin embargo, en los más, el conflicto es patente (entre creer y no creer), adquirirá un mayor o menor grado o intensidad y durará gran parte de sus vidas. Me interesan ahora los que se acercan a Dios, según la mansedumbre o bondad de su carácter, de manera lenta y dulce, confusos ante el mal que experimentan o hiere sus ojos (que es otra forma de sentir a Dios), pero esperanzados por la belleza que les ofrece el mundo, aun con sus fuertes contrastes y disonancias, maravillados por la simplicidad de lo que existe y es real, mecidos por el devenir manso de los días, arropados por una cotidianeidad de afectos que se entrelazan firmes. Quiero pensar que Dionisia García —aunque es a ella a quien corresponde decirlo— pertenece a este último grupo; en La Apuesta nos propone un acercamiento a Dios velado por las sombras, su personal decisión en medio de una luz tenue, crepuscular aunque cálida, pero cada vez más cierta y agrandada según se sucede el camino, su propio devenir o andar.

La duda existe, claro que sí, es prerrogativa de la condición humana; por ser seres racionales y libres, y también por ser débiles y porque nuestra razón se mueve entre tinieblas, dudamos; para colmo, la muerte acecha insondable y ciñe nuestra incertidumbre, línea fiel de misterioso abismo, inquietante compañía alerta y entre sombras. No puede ser de otro modo: nuestra grandeza y nuestra miseria se concitan en la duda: Quizá solo seamos pobladores confusos/esclavos de la duda, impotentes y frágiles. Optamos, pues, porque no podemos sino optar, aun sin saber que no hay otra posible elección sino la de elegir. La condena humana, según Sartre, es ésa; ahora bien, no como pasión inútil, en la corrección de Dionisia García, sino como excelencia, así queda expresado, p. ej., en Disidencias: No vengas a decir que el empeño es inútil…/ No vengas a decir que todo es nada/y en nada se convierte a nuestro paso. Si el no ser nos guiara durante la andadura,/tampoco existiría la hormiga cosechera… Sí, aunque tantas veces vivida como condena, el miedo o el temblor, la incertidumbre en afrontar una continua disyunción, una elección que nos altera, el don divino de la libertad resplandece frente al fondo de lo inefable, del no saber, de estar a oscuras; por eso Dionisia García también corrige a Cioran, el búho de la nada: El caminar impulsa en el crepúsculo/y lleva hacia otros mundos/donde puedo habitar espacios luminosos,/increíbles estancias abiertas al misterio. Y porque virtud es reconocer esta oscuridad nuestra y la consiguiente ceguera, la sed se dispara, el anhelo ferviente de la luz, el deseo, la pasión por lo que se ignora; tal eventualidad ya queda constatada en los versos iniciales de Preludio, el poema inaugural del libro: Llevar la oscuridad dentro del pecho/despierta la pasión por lo ignorado; por concomitancia, también así, en la centralidad del poemario, la exclamación de Goethe en su lecho de muerte, que Dionisia reproduce y hace suya: ¡Luz, más luz!, robusta imprecación, asombroso grito esperanzado ante los versos sucedidos:

Tal vez me falte la grandeza
de no igualar a quienes, generosos,
aceptan, aun sin ver, por las señales.
Yo preciso ese don que dulcifica,
algo que pese en las apuestas
y acaricie mis ojos maltratados.

¿Las señales? Las señales son las maravillas que se ofrecen a una mirada atenta: en primer lugar, la vida —Aletea la vida entre nosotros,/el alba asoma en pálidos azules, dice la poeta en La Voz, o, de forma lapidaria, al final de Hora Prima: Todo es sueño y verdad, milagro que acontece—; en segundo, el mundo en su conjunto: Necesitan las aves que alguien toque sus plumas,/las mariposas presumir de sus colores,/el caballo, el aire, los manzanos,/una mirada intensa, indagadora y fiel, indica en versos que no podían llevar otro rótulo sino Lo Natural. Más intensamente reafirma tal hallazgo en el bellísimo poema que lleva por título Oficio de mirar:

Asómate a las aves, al mundo de los astros.
Nadie pudo abarcar tanto prodigio…
Dueña insegura soy de certezas posibles.
La hermosura del mundo, su realidad palpable
me dice del secreto y despierta el impulso


Cierto que hay señales oblicuas, aquellas que nos confunden porque niegan y producen muerte —Desorientados vamos a la calle,/con el alma pasmada, entre recelos…—, pero también es verdad que, por contraposición, indican un rumbo diferente a nuestros ojos, otro sentido a nuestra mirada. La poeta consigna esta maldad creciente, anidada de forma proterva en nuestro tiempo, pero no se recrea en ella. Aunque dolorosa, no es real; supone sólo un contrapunto de negrura frente a la belleza del mundo. Lo verdadero no es lo negro que destella, el impacto sentido del no ser de la maldad; lo verdadero está en otra parte, en las cosas humildes y pequeñas que, en su sencillez, muestran a Dios, a ese Dios escondido en nuestras vidas,/que transita por tierra de naranjos/como ermitaño alegre en los inviernos. Deus absconditus, pues, manifestado en su obra de forma incomprensible, inabarcable para una perspectiva sesgada como la nuestra: El hombre solo acepta lo posible,/cuanto su mente acoge y ven sus ojos./Alguien fundó la luz, el firmamento,/y sabe por qué quiso la espera confiada. No ver más de aquello que se ve entre tinieblas es ceguera humana, no merma de Dios; la comprensión de tal verdad dispara la espera confiada. Mientras tanto, a la zaga de una intensa revelación, el carácter teofánico del mundo está ahí para los ojos, transido de belleza ofrecida, sea en un atardecer, en la callada labor de la naturaleza —o en la labor del artista incluso—, en el secreto bullir de los árboles, en las madreselvas que cobijan, en el instante de preñez inconmensurable:

Detente instante
en este vaso ancho
que alberga las anémonas…
Que mi pasar no quede,
pero sí la belleza de las cosas.

¿Acaso un poeta no se conmueve ante la belleza? Aun con el gusano de la muerte, el mundo es bello; la apuesta por la vida es real, constituye certeza. ¿Qué nos interesa más, que exista o que no exista Dios? Cada cual debe responder en su corazón, pero ¿habrá vestigios o señales que nos guíen en tan difícil como comprometedora elección? En otras entregas Dionisia nos las ha revelado, pero en La Apuesta cobra especial fuerza, por su magnitud, una de estas señales: La Belleza.
El milagro de lo bello, tal y como lo registra la autora, fundamentalmente es visual, pictórico, pero advierte de la inmensa teofanía del mundo en su conjunto; así, los ojos de la poeta vivencian lo bello ofrecido como reflejo de otra Belleza más misteriosa y profunda, aleteante y firme como un soplo. Por tal registro, el poemario está transido de Dios, lleno de Dios desde su primer poema hasta el último, y en consecuencia, no es propiamente un Dios oculto el que transita por sus páginas, sino un Dios tenuemente velado. En este sentido cabe resaltar la precaución con que se le alude; Dionisia con frecuencia lo menciona en tercera persona, o no lo menciona, por lo que lo nombra sin nombrarlo, y tal es así, que al no nombrarlo, emerge de forma contundente. Dios es un amor permanente en adioses de despedidas, una cita que dulcifica la misma expectativa de la muerte, anhelo perpetuo, seguridad final de toda búsqueda. El último poema del libro, Adiós, termina así:

Si libertad yo alcanzo,
seguiría la búsqueda.
                                      De Ti no me despido.


Tal final requiere ulteriores consideraciones, pero las dejo para el desocupado lector. Ahora, y para ir acabando, quiero detenerme en una pregunta que la autora lanza al término de un poema nombrado, ¡Luz, más luz!:

Me avengo a preguntar
a estas alturas,
¿somos sólo palabra?

¿Somos sólo palabra?, repito con Dionisia y me abro al diálogo. La palabra, en sí misma, es un don. Si fuéramos sólo palabra, ya seríamos algo, porque seríamos palabra, aun pronunciada por Otro, que pronuncia: palabra que recrea o cocrea, por consiguiente. Tal característica supone poder; poder de signar los seres y, al signarlos, llamarlos a la existencia desde las sombras difusas que no se nombran, desde la nada. La palabra es símbolo, pues conjunta signo y significado para designar, nombrar una realidad y, al nombrarla, constituirla en ser, idéntica en sí misma, diferente de cualquier otra. El hombre, dirá Pascal, es una caña movida por el viento, sí, una caña movida por el viento, pero una caña que piensa, y porque piensa, habla, y porque habla, nombra y signa las cosas, y éstas, porque son signadas, adquieren sentido, toman el ser. La grandeza humana se conjunta con su miseria. El hombre se sabe nada si contempla la extensión de su ignorancia, el abismo de su vacío; pero al contemplar tal extensión, la sabe; al contemplar su vacío, tiembla. Ahora bien, saber su ignorancia, experimentar el temblor, lo constituyen en el ser más grande del universo, porque sólo de esta forma se dispara su sed de plenitud, su anhelo de infinito; el hombre se sabe nada, fuga, camino, mas por esto mismo, porque se sabe que no es sino un tránsito continuo pronto a disolverse, busca a Dios, única posibilidad de su completud. Se dispone así a una espera confiada, a una indagación en el misterio con el fin de colmar su nada.
 La sensatez no indica otro modo de actitud, y Dionisia, a quien, armada de sinceridad, no le falta la grandeza, no puede sino abrazarla, pues sabe o intuye —y ya lo deja escrito en los primeros poemas de La Apuesta—, que es la única resolución digna de lo humano. De esta forma comienza Preambula fidei: Arar es lo primero, hacer tierra propicia;/saber que es buena el agua que nutrirá en lo hondo, poema que desarrolla la temática del anterior, El arte de escarbar:

Él sabe que sin ver, hondo es el pensamiento
y hay que escarbar en el yo que redime
en intento de abrir, con el mayor sigilo,
una puerta entornada y esperar que esta ceda;
entrar sin hacer ruido.
                                      Saber quién nos aguarda.

La actitud contraria sería indecencia, estupidez, mala conciencia. Tal ocurre en el tiempo duro que nos ha tocado vivir, donde se potencia el olvido de Dios: Tan terco y tan oculto, ahora que se dice/de tu nombre olvidado en el cruce de épocas,/de tu divinidad tan entredicha,/como si fuera fácil olvidarte en la historia… De este olvido se desprenden dos actitudes. Aparece con fuerza la actitud satánica de los muchos, esto es, el intento estúpido de disolución en la exterioridad; otros, los menos, adoptan la actitud luciferina del encastillamiento soberbio en el yo y despliegan una mirada escéptica de voyeur sobre las cosas, una sonrisa congelada donde habita el terror. Son actitudes contrapuestas y extremas, sin posible resolución y estériles en sí mismas, que abocan a la destrucción. La sed de infinito sólo se puede aplacar, tras el anhelo de un ser infinito, con el descanso en un ser infinito. Sin embargo, este Dios que colma —el de la fe del cristiano— no es un Dios distante, diferentemente otro, inaprensible, perdido en su infinitud, y en este sentido, imposible y absurdo para la razón. Es un Dios encarnado, hecho hombre, contingente en cuanto histórico, y por eso mismo mediador, verdadero Pontífice. Este Dios es Cristo Jesús, el nazareno, que anduvo por las tierras áridas de Judea y ha dejado un rastro en la historia, unas huellas visibles, palpables, Véase Comienzos:

No puedo presentirte en las praderas.
Sólo en la tierra árida,
en los montes y lomas
de un seco territorio.
Allí donde Dios pudo
dejar su huella humana
con la pesada carga del prodigio.


La coherencia interior, la sinceridad con uno mismo, la convergencia de las señales, la predisposición a que induce la íntima comprensión de nuestra grandeza y nuestra miseria, la ganancia segura que ofrece la elección de Dios ante la perspectiva de una vida vacía e inane, perdida o disuelta a la búsqueda del placer que nunca se satisface o encastillada en la solitud de un yo impostado, todo ello lleva a La Apuesta, a la resolución de la disyuntiva del modo más razonable porque se tiene la seguridad de que sólo así se adquiere el sentido para la vida, se colma ésta de consuelo y se plenifica poco a poco de una luz mayor. Esta es la resolución inequívoca que adopta Dionisia, pues cae por su peso, sin forzar la disyuntiva, desprendida de forma inocente o natural. Claramente aparece en el poema que lleva por título Ser y No Ser:

Apostar es la fuerza, el inocente impulso
que ilumina esa estancia de paciencias,
un refugio mayor que nos redime,
y ayuda a caminar entre consuelos.

La apuesta de Pascal no es un argumento que demuestre la existencia de Dios, esto es, no tiene poder probatorio si de razón geométrica hablamos —no digamos si habláramos de razón instrumental—, no así si aludimos al corazón, a una comprensión íntima y honda. Predispone, frente al desconcierto que supone el sentimiento de la propia finitud, la duda, las certezas posibles, a la fe; endereza el camino hacia la segura puerta tras la cual habita la resolución del humano conflicto. Al igual que Pascal, el Dios que busca Dionisia no es el Dios abstracto de los filósofos, sino un Dios cálido y cercano que se ha hecho hombre por Amor al hombre; de este modo se ha constituido en el verdadero Pontífice, mediador entre la infinitud Dios y la finitud humana, un Dios que entra en la historia y propicia el encuentro; un Dios que, precisamente por eso, en sí mismo fundamenta la fe. He leído La Apuesta de Dionisia García en clave pascaliana —hay, seguro, otras claves no menos sugerentes— porque en mi consideración no encuentro otro modo mejor para penetrar su profundidad debida. La autora no pertenece al gremio de los filósofos, lo que es una suerte; la autora es poeta, cae del lado, pues, de aquellos que aluden, interpelan y muestran a Dios, sus signos y señales, por el verbo de su boca. Ante Pascal me quito el sombrero; lo hago de forma especial con Dionisia. Quede aquí este breve apunte sobre La Apuesta, un poemario, refrendado por una experiencia transitada, de zozobra contenida, esperanzado en la noche, linterna o luz para el camino de todos aquellos que, habitados por la duda, sinceramente buscan a Dios.


                                               Todos los derechos reservados.
                                               Jesús Cánovas Martínez©
                                              

Filósofo y poeta.

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