jueves, 3 de octubre de 2024

EL DÍA QUE NACÍ YO

 

EL DÍA QUE NACÍ YO

ANA MARÍA ALCARAZ ROCA

EDITORIAL MURCIALIBRO



Ana María Alcaraz Roca



        Con la impecable factura de la Editorial MurciaLibro se publica El día que nací yo de Ana María Alcaraz Roca, una biografía novelada de Enrique Piñana Segado, maestro durante la República, represaliado después de la Guerra Civil y habilitado en su profesión pasados muchos años de aquel, tristemente, desastre social.

«La historia vital de cualquier persona merece ser preservada para que alcance la dimensión más amada por el ser humano: la inmortalidad», nos dice la autora como primera frase del libro en el pequeño Introito con que abre los cortinajes de la narración. El Tiempo es quien habla y Ana María Alcaraz, en este caso, hace las veces de su paladín. El Tiempo es el río cuyas aguas nunca son las mismas, él hace y deshace, y en el caso de los seres humanos atiende a sus nacimientos y sus muertes; es él quien abre los ciclos vitales y quien los cierra, sabedor de que siempre la Muerte, al final, tendrá su última palabra. Y es que, acontecido su nacimiento, el ser humano sabe, o debería saber, que el acto más importante que le quedará por realizar será el de su propia muerte. Por eso la Muerte se erige como dadora de sentido, tal y como señala Ferrater Mora, muy en la órbita heideggeriana, en El Hombre y la Muerte: con su muerte la vida de un hombre se ilumina, pues todos los actos que este en vida haya realizado remiten y concluyen en ella. Ante tan drástico hecho, impotente posición es en la que quedamos los seres humanos, inermes ante nuestro trágico destino. ¿Trágico? No del todo; para un creyente la muerte es un puente hacia otra dimensión; para un agnóstico, ante la incertidumbre, o, para un ateo, ante la amenaza de la anhilación, la Muerte puede ser conjurada (por lo menos, de algún modo) por un libro: un libro que recoja o refleje su vida, porque lo que resulta cierto, y debido a lo cual se pueden rebatir los existencialismos demasiado pedestres, es que antes de morir vivimos. Y esto es lo que hace Ana María Alcaraz, conjurar la Muerte exponiendo una vida, la de Enrique Piñana.

Portada de El día que nací yo

Ya que nos enfrentamos a una biografía novelada, el tema del libro como remedo de la inmortalidad no solo resulta interesante sino muy pertinente. Tanto Ana María Alcaraz como José Sánchez Conesa, cronista de la ciudad de Cartagena, copresentadores junto con  Belén Piñana, nieta de Enrique Piñana y profesora de Literatura, incidieron sobre el particular durante la presentación de la novela. José Sánchez Conesa, tomando como referencia al recientemente fallecido Paul Auster, señaló que el género biográfico, en el fondo, significaba la redención de la vida. La vida de cualquier ser humano, con sus luces y sombras, su brillo social o su paso anónimo entre las gentes, podrá ser tragada por el olvido, pero quedará su constancia en un libro, quizá el Libro, y, por tanto, si no la eternidad ansiada, alcanzará la permanencia procurada. En no pocas páginas el maestro americano se hace eco de esta idea (véase, por ejemplo, de forma dramática en El libro de las ilusiones, o, de manera no exenta de cierta negra comicidad, en Invisible). En sentido propio, ninguna vida es un camino hacia la disolución y el olvido, pues el sentido de cualquier vida no se encuentra en ella, sino, por la dimensión histórica y social que enmarca su devenir, fuera de ella, y se podría decir, por su dimensión trascendente, fuera del mismo Tiempo que la presidió. Tan interesante tema me recuerda a Unamuno, a quien no le daba la gana morirse y recomendaba fervientemente que cada ser humano compusiera con su vida una novela, o nívola, según él entendía.

Y es que, tal y como recomendaba Unamuno, esto es lo que hacemos con mejor o peor tino, de manera más acertada o menos, lo queramos o no, lo sepamos o no: novelar nuestra propia vida al construirla con nuestras decisiones y actos. Ahora bien, para que haya constancia de la misma, y para que la memoria la fije, se debe poner por escrito. Hay quien, en un momento dado escribe su autobiografía, y lo hace bellamente, rescatando recuerdos, reflexionando sobre ellos y contextualizándolos, hasta el punto de que se convierte en un testimonio de época, tal y como hizo Chateubriand en Las memorias de ultratumba; otros, sin embargo, tendrán la suerte de contar con un hagiográfo para tal rescate, como fue el caso de Alejandro con Quinto Curcio Rufo. Enrique Piñana Segado, casi cincuenta años después de su muerte física, la ha tenido con Ana María Alcaraz Roca, quien ha contado para esta labor, a parte de su particular investigación, con los imprescindibles recuerdos de la hija de Enrique, Manuela, y con los materiales y documentos custodiados por su nieta, Belén.

Enrique Piñana Segado


¿Cuánto sufrimiento puede soportar un ser humano sin quebrarse o morir? ¿Cuál es la medida de su resiliencia? Recién concluida la lectura de El día que nací yo, removidos los fondos de mis emociones, le puse un wassap a la autora para decirle que me había dejado un regusto muy amargo. Todo el sufrimiento de una generación clamaba desde sus páginas, porque independientemente del lado o la zona a que el destino o las circunstancias les hicieran pertenecer durante la Guerra Civil Española, la inmensa mayoría de sus componentes fueron inocentes y, en parecida medida les acometieron el sufrimiento, el miedo, el hambre y la absoluta precariedad. A esta generación rota que vivió el horror de la guerra y la consiguiente posguerra perteneció Enrique Piñana, a quien las circunstancias hostiles marcaron de forma onerosa por su gravedad. Debió de nacer un fatal día en que los astros estaban nublados y por el firmamento se deslizaba una mala luna. Así lo cantaba Imperio Argentina:

 

El día que nací yo

Qué planeta reinaría.

Por donde quiera que voy

Qué mala estrella me guía.

 

Nacido en el barrio de la Concepción de Cartagena, huérfano de un Capitán de Infantería de Marina y el mayor de cuatro hermanos, Enrique pronto ingresó en el Colegio de Huérfanos de Guerra de Guadalajara donde recibió una sólida formación que en el futuro le capacitaría para desempeñar la profesión de maestro, y donde poco a poco fue desarrollando una vocación paralela convertida pronto en pasión: la de poeta.

Enrique Piñana fue un maestro-poeta como sus propios correligionarios lo llamarían a sus espaldas. Hombre de principios, de trato respetuoso, católico practicante, de gran moralidad, su bonhomía pronto le llevó a remediar, en la medida de sus posibilidades, las carencias que tenían sus alumnos. Ahora bien, ser maestro y ser poeta, en los tiempos que corrían era un binomio explosivo.

Después de unos años de interinaje, obtuvo plaza en Vertientes, pedanía de Cúllar, en el altiplano granadino, en el fatal año de 1936, durante el cual la guerra mostraría su faz de despropósitos. Enrique, para conjurar sospechas y mantenerse al margen de las embestidas de la maquinaria asesina que operaba detrás de las trincheras, se afilió al Partido Socialista y a su sindicato afín, la U.G.T., en su sección de Trabajadores de la Enseñanza, y como especial salvoconducto se valió de la poesía. Sin embargo, ocurría que en Vertientes el Frente Popular solo había conseguido cuatro votos, mientras que en Cúllar había ganado por holgada mayoría; tal circunstancia provocó el recelo de los socialistas de Cúllar quienes veían en Vertientes un nido de fachas. Este recelo cuajó en problemas de abastecimiento de víveres para los habitantes de la pedanía y en molestas incursiones de milicianos a la caza de gentes de derecha. Bien titula Ana María Alcaraz el capítulo donde habla de estas tropelías Caminando al borde del precipicio, pues Enrique Piñana fue puesto a prueba por el destino y como un funámbulo tuvo que caminar por encima de un abismo. Para salir al paso a los problemas de abastecimiento se fundó en Vertientes la Sociedad de los Trabajadores de la Tierra y Enrique ocupó el cargo de secretario-contador (no podía ser de otro modo debido al analfabetismo reinante), Asociación que fue un refugio para muchos ya que sus integrantes se juramentaron para no divulgar la ideología política de ninguno de ellos. Aun así como la Delegación Municipal de Abastos de Cúllar les negaba reiteradamente la cuota de alimentos preceptiva, los de Vertientes tuvieron que constituir una Cooperativa para el Consumo, con la que aliviar su precaria situación. Por otro lado, con estas iniciativas, en Vertientes no hubo saqueos de haciendas (salvo la del Cortijo Vigueras por parte de los de Cúllar que Enrique no logró evitar y en el cual no se involucró) y se consiguió algo todavía más importante: evitar los terribles paseos que los milicianos llevaban por su cuenta burlando el poder central. En Vertientes no hubo muertos en las cunetas, e incluso Enrique Piñana, jugándose el tipo, escondió en su casa al sacerdote y al jefe de Falange al abrigo de los que venían a matarlos.

Un momento de la presentación


Tiempos duros los de la guerra en que Enrique no fue al frente debido a su miopía; aunque, después de guerra, le acechaba un largo periplo de miseria y desdichas, de una dureza aún mayor que la anterior. Maestro, poeta (publicados algunos poemas comprometedores) y perteneciente al bando perdedor: no pintaban buenas cartas para nuestro protagonista. Como medida cautelar se le suspendió de empleo y sueldo y enseguida se le montó un doble proceso: un Sumarísimo Consejo de Guerra en Cartagena por “auxilio a la rebelión” y, de forma paralela a este, fue enjuiciado por la Comisión Depuradora del Magisterio Primario de Granada por “dejación de funciones”, a los que tuvo que hacer frente con no poco valor, sacando agallas y fuerzas casi de la nada, porque las calumnias y las difamaciones, las acusaciones en falso, las distorsiones de su actuación llegaron hasta de aquellos que Enrique consideraba seguros avales (“delatar a un rojo suponía ponerse a resguardo de posibles represalias”, señala la autora).

Leída la novela El día que nací yo, la idea que me hago de Enrique Piñana Segado es la de un hombre bueno a quien el destino dio muy malas cartas para jugar la partida de la vida. Durante la guerra toreó el toro del horror y, terminada esta, toreó el toro de la ciega represión. Con una inquebrantable voluntad, una esperanza puesta en la verdad y la justicia, arropado tan solo con su honorabilidad se defendió de las falsas acusaciones. Pasados los años se le reconoció su inocencia y se le restituyó en el puesto de maestro (aunque con la cláusula de que no poder ostentar cargos directivos). No le hacía falta si de dinero hablamos, en Cartagena había abierto la Academia Piñana que le reportaba muchos más beneficios que el precario sueldo de maestro; por el contrario, sí resultó importante en cuanto restitución de su honor. Por el camino había dejado a su primera mujer, Rosario (muerta de tisis en 1942), y muchas ilusiones.

Ana María Alcaraz con el autor de la reseña


Para terminar esta reseña diré que Ana María Alcaraz ha tenido muy buen criterio al salpicar las páginas de El día que nací yo con poemas de Enrique Piñana (de hecho, tal recopilación supone una extensa antología de sus poemas y nos da la medida del hombre con más profundidad). Por otro lado, ha reproducido los documentos con los cargos que se le imputaron en los dos procesos que tuvo que afrontar y la consiguiente defensa que hizo de sí mismo.

 

Todos los derechos reservados

Jesús Cánovas Martínez©

Filósofo y poeta

Ad astra per aspera

No hay comentarios:

Publicar un comentario