EL TELEVISOR
En la primavera-verano del año 1968 yo tenía
once años y vivía en Murcia, en un gueto que llamaban las Casas de la Renfe.
Las Casas de la Renfe se encontraban, y todavía se encuentran, en la carretera
de Patiño, empotradas entre las Calderas del Gas y los talleres de la estación
de ferrocarril, y las llamaban de esta forma, y todavía las llaman, porque en
ellas habitaba, y todavía habita, una colonia de ferroviarios. Allí pasé parte
de mi infancia, desde los siete hasta los trece años, y hubiera pasado también
mi adolescencia y juventud si a mi padre, a la sazón maquinista, no lo hubieran
trasladado a Madrid para conducir lo que por aquella época era uno de los
trenes de lujo, me refiero al TER.
Pero no quiero perderme en episodios que
ahora no vienen a cuento, por lo que vuelvo a las Casas de la Renfe donde mi
infancia, como casi todas las infancias, discurría feliz, ya que cuando somos
niños la ignorancia, a la vez que la inocencia, cubren con un velo la triste
realidad del mundo y la tornan opaca. Todo era feliz entonces, y la vida
primigenia se afirmaba con rotundidad, tan luminosa y fragante como solo lo es
por las tierras del sur. ¿Problemas? Por supuesto que sí, y muchos, pero eran
estos menudos, y si alguno de ellos adquiría el toque de la gravedad, al cabo
de pocos días se volvía insignificante.
En aquel año de 1968 sucedió un
acontecimiento que trastocó los modos de vida de mi familia, y por
consiguiente, los míos. Resultó que por
primera vez entraron en mi casa unos electrodomésticos que, a parte de la vieja
radio, se podrían llamar como tales. Se trataba de un televisor y de un
frigorífico, de las marcas General
Eléctrica y Kelvinator,
respectivamente. El frigorífico, entre otras muchas ventajas, ofrecía la
posibilidad de fabricar helados; y el televisor, no digamos: daba prestigio
social, pero sobre todo prometía tardes de películas y anuncios, algo
importante que contar.
Recuerdo a mi padre, junto con el técnico que
vino a montar la antena, en la terraza de mi bloque de pisos, el nº 2 de las
susodichas Casas de la Renfe. Había que colocar la antena en determinada
posición, y no otra, para que se recibiera la señal sin interferencias, el
cable había que ondularlo así y no asá,
tal menudencia debía de ser de esta manera, etcétera; en fin, alegres
pormenores que prometían una ligera felicidad. La antena quedó fija junto a las
otras (pronto llegarían muchas más), un extraño árbol vertical entre la maleza del
bosque iridiscente de hierros y cables que, en lontananza, coronaba los tejados
y terrazas de la ciudad.
Tengo que retrotraerme unos años antes para
recordar mi primer contacto con ese monstruo que vomitaba sonidos e imágenes.
Fue en Lorca, cuando yo vivía en otro gueto que llamaban las Casas Baratas,
última frontera de la ciudad, antes de que la carretera horadara los baldíos y
las tierras yermas camino de Puerto Lumbreras. Ya lo conocía, porque lo habían
introducido en algún bar para atraer, retener y entretener parroquianos, pero
fue propiamente en la casa de mi amigo Antoñín cuando vine a disfrutar de aquel
novedoso invento. Corría el año 1961, quizá el 1962, tal vez el 1963. Recuerdo
una serie en especial, de tiros, que hacía las delicias de los que por aquel
entonces éramos infantes: Bronco Ley,
proyectada en las horas de la siesta. También recuerdo partidos de fútbol: el
Madrid contra el Barcelona, el Madrid contra el Osasuna, el Madrid contra el
Murcia..., aunque tengo que decir, en mi favor o en mi contra, que por aquellas
tempranas fechas de mi vida ya me motivaba bien poco este deporte, como
cualquier otro deporte que no fuera la natación, aun practicada en las acequias
o en las turbias balsas cubiertas de ova.
Salto en el tiempo y vuelvo a las Casas de la
Renfe. Tener por aquella época un televisor, ya lo he dicho, daba prestigio,
porque no todo el mundo lo tenía. No era extraño, pues, que se adosara algún
vecino, sobre todo en lo concerniente a la gente menuda, amigas de mi hermana o
amigos de mi hermano o míos, cuando emitían las series del momento: Los Intocables, El santo, El fugitivo,
Bonanza... Y era tal el favor del que gozaban estas series que cuando se
dejaba de emitir una en favor de otra, aparecían canciones de autor anónimo que
los críos cantábamos por las calles:
Ya se ha muerto El Santo,
sin ningún motivo,
y ahora el más famoso
es El Fugitivo,
Que turururu tú,
que turururu tú,
que la culpa la tienes tú,
que la culpa la tienes tú.
Aquella parca corrala de las Casas de la
Renfe poco a poco se fue alegrando, y comenzaron a entrar más televisores en
las casas; entonces los críos, aunque vivíamos en las calles y nuestras vidas
sociales de juegos y peleas con frecuentes transacciones de palos las hacíamos
lejos de cualquier techado, comenzamos a salir menos, porque había que ver los
dibujos animados (aquel conejo, Bugs Bunny,
el cerdito Porky o el gato Silvestre, mi preferido), o la serie
televisiva de turno. Había solo un canal que sintonizar, pues en Murcia,
todavía no se había instalado el repetidor de la Cresta del Gallo, y la famosa
2 era un lujo inalcanzable. Más tarde llegó también la posibilidad de
sintonizar la 2 y contemplar con arrobo, aunque a mí me aburría sobremanera, un
programa mítico que conducía un tal Íñigo.
Para los que vamos entrando en edad las
comparaciones entre los tiempos de nuestra niñez y los actuales se deslizan de
forma natural, y estas se establecen sin mayores sobresaltos, casi como
necesidad. Hoy en día llego del trabajo a mi casa y sintonizo el televisor; la
oferta de canales es variada. Sintonizo uno de estos canales y encuentro
basura; sintonizo otro, y lo mismo: basura. Vuelvo a sintonizar: anuncios;
cambio de canal: una película que he visto cuarenta veces. De nuevo pruebo
suerte: una tertulia encorsetada y cansina en la que intervienen periodistas
paniaguados; cambio: un noticiero de sucesos. No me interesa nada de esto y
sigo zapeando: basura. Cambio otra vez: basura. De nuevo: basura. ¡Tantos
canales y tanta basura! Anuncios de coches inalcanzables, anuncios de seguros,
anuncios de artículos de cosmética, anuncios, anuncios, anuncios y, entre la
basura de películas de una violencia extrema, más anuncios; luego llegan los
programas groseros de un gusto insufrible... ¡Basura! ¡Basura! ¡Basura!
Entonces regreso a la televisión de mi niñez,
una televisión en blanco y negro y con un solo canal, y recuerdo unos programas
como los que ahora no se estilan: las noches de miedo de Chicho Ibáñez
Serrador, aquellas Historias para no
dormir (magníficas las adaptaciones de los cuentos de Poe como El Último Reloj ―El Corazón Revelador―, magistralmente interpretado por Manuel Galiana) o ¿Quién es
el asesino?; recuerdo obras de teatro, películas y a los actores del
momento. Llegan a mi memoria Tony Leblanc con Cristobalito Gazmoño, Locomotoro, los Teleñecos; José Bodalo, José
Luis López Vázquez, Fernando Fernán Gómez, Paca Gabaldón, Fiorella Faltoyano,
Alberto Closas, Lola Gaos. Impresionante fue la interpretación que hizo José
María Rodero del Calígula de Camus; Antonio
Garisa puso el punto en La Cesta, y Pepe
Isbert la ternura en La Gran Familia
o en Los jueves, milagro. Recuerdo
haber visto La Caza de Carlos Saura o
Calle Mayor de Bardem. Disfruté con Eloísa está debajo de un almendro o con La venganza de don Mendo, las
tragicomedias de Jardiel Poncela y Muñoz Seca, respectivamente; con las comedias
de Alfonso Paso o de Álvaro de la Iglesia, o con los dramas de Buero Vallejo: En la ardiente oscuridad, Historia de una escalera. Me llegan las
canciones de Luis Aguilé, de Serrat, de Los
Brincos, de Los Rayos, de Los Pekenikes, de Los Bravos, Si yo tuviera una
escoba, Black is black, o el La, La, La de Massiel.
Aquella televisión rendía homenaje al género
chico. Pude ver El Huésped del Sevillano,
La Revoltosa, La Parranda, El Caserío, La verbena de la Paloma, Agua, azucarillos y agua ardiente... Mi
padre tarareaba por casa (afeitándose, la espumilla blanca rodeándole la cara) con
su preciosa voz de barítono, una voz educada de joven, cuando perteneció al
Orfeón Fernández Caballero:
Fiel la espada triunfadora
que ahora brilla en mi mano...
O:
Canta mendigo errante
cantos de tu niñez...
O:
Fígaro, sí, Fígaro, no,
Fígaro, Fígaro, Fígarooo...
O:
En la huerta del Segura,
cuando ríe una huertana,
resplandece de hermosura
toda la vega murciana,
y en las ramas del naranjo
brotan flores a su paso.
¡Huertanica de mi afán,
tú eres pura y eres casta
como el azar!
Huerta, risueña huerta,
que siempre frutos
y flores das,
Murcia, la que cubierta
en todo tiempo
de flor estás,
Murcia, son tus mujeres,
gala de tu palmar,
Murcia, qué hermosa eres,
¡tu huerta no tiene igual!
¡En la huerta he nacido
para amar y vivir!
¡En tus campos labrados
de amor y trabajo
me quiero morir!
Eran
tiempos jóvenes y alegres. Con una oreja enfrente de la otra, hice absurdos
pinitos; aunque mi padre lo pretendía, yo nunca aprendí a cantar.
Todos
los derechos reservados
Jesús
Cánovas Martínez©
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