IZQUIERDAS
O DERECHAS, O CÓMO NOS ENTRETIENEN
¡Qué ganas tenía de colgar este post! Y la
ocasión se me ha servido en bandeja al presenciar el debate, es un decir, entre
Elena Valenciano y Miguel Arias Cañete, los números uno de listas del PSOE y
del PP, respectivamente, para las elecciones europeas a celebrar en este país
que no todos los que viven en él llaman España. El debate no ha defraudado las
expectativas que suscitaba, y como era de esperar ha resultado cansino,
monótono, adocenado, repetitivo, insistente en el y tú más, falto de elegancia, y, añadiría, rayano hasta en el mal
gusto… Ha sido un diálogo para sordos, o, como diría algún castizo, ha sido un
diálogo de besugos: pactado de antemano en cuanto a preguntas y tiempos,
encorsetado, con una patética falta de fluidez, ha puesto de relieve la altura
de nuestros representantes, y, al trasluz, nos ha dejado la ingrata percepción
de unos partidos hundidos en la miseria de sus propias corrupciones, en sus
desajustes internos y luchas domésticas por el poder.
Quizá la distinción entre izquierdas y
derechas, salvo para aquellos interesados en mantener un determinado estatus, a
los cuales les puede favorecer este tipo de distinciones, está haciendo más
daño que beneficio al todo de la ciudadanía, ya que en los últimos tiempos
resulta, dada la complejidad de nuestra sociedad, hasta cierto punto obsoleta;
no hay más que ver lo vacíos que resultan dichos rótulos cuando se contrastan
con la realidad. Izquierdas o derechas sirven para calificar al contrario con
el fin de excluirlo; pero izquierdas
o derechas no suman voluntades para
el hacer común, para la implantación de un orden social verdaderamente justo.
Como todo el mundo sabe, la designación de
izquierdas o derechas se acuñó en la Revolución Francesa, y provino de las posiciones
que ocupaban los diputados en la Asamblea Nacional; así, a la derecha del
presidente se sentaban los conservadores que defendían el Antiguo Régimen,
mientras que a la izquierda, por su parte, se sentaban los progresistas
contrarios a la monarquía y privilegios del régimen anterior. Hoy en día, ¿qué
es el progresismo o el conservadurismo que no sea el propio folklore? Ya no
existe el Antiguo Régimen, y lo que en un momento fue vanguardia liberal, ya no
es vanguardia de nada; del mismo modo, los abanderamientos socialistas, tras la
caída del Muro de Berlín, resultan un tanto trasnochados. Nadie en sus justos
cabales, por ponderar extremos, puede reivindicar el estalinismo totalitario
como el laissez faire del
liberalismo. Son formas políticas que en su día sirvieron para derrocar, pero
no para construir; la historia, en su decurso, se ha encargado de desmentirlas
como panaceas de buen gobierno de los Estados. No obstante, si esto es así,
algunos todavía no se han enterado, y enarbolan la etiqueta de izquierda o
derecha olvidando (o quizá no) que tras esas etiquetas no hay nada salvo las
meras ansias que tienen algunos de alcanzar el poder y administrarlo, o, lo que
viene a ser lo mismo, pero con matices jocosos sino fueran graves: de vivir simple
y llanamente de la política.
La verdad es que si tiramos por este camino
nos podemos meter en un berenjenal, pero, señores, en el berenjenal ya estamos.
De lo que se trata es de salir de él. Que son necesarios los políticos, no hay
lugar a la duda. El problema no es ese, el problema es este otro: ¿Qué
funciones son las que, en propiedad, deben desempeñar los políticos? O,
planteado de otro modo: ¿Qué modelo de estado queremos? Y, al hilo: ¿Hay gente
lo suficientemente preparada que, asumiendo las reglas de dicho modelo, se
involucre en la cosa pública con el fin de servir al bien común y no a
intereses individuales o partidistas?
Es necesario, pues, plantear las cosas desde
un punto de vista formal para que, teniendo clara su forma o estructura, al
rellenarla de materia, aquello que surja no venga a ser un engendro.
Que la justicia es prioritaria en el orden
social, ya lo afirmaban en la antigüedad Platón o Aristóteles; que es necesario
gobernar teniendo siempre como meta el bien público, también lo señalaban los
mismos filósofos. La justicia, ese algo que se estudia en las Facultades de
Derecho, es tema prioritario para el buen gobierno de la cosa pública, y a él
se ha hecho referencia desde muy antiguo. Cae por su peso que la justicia no se
debe conocer para darle el marro y burlarla, sino para aplicarla; porque de su
buena aplicación, y no de otra manera sería posible, depende el buen orden
social, y puesto que nadie vive en solitario en razón de que somos seres
relacionales, de ella depende también la vida
buena, que diría Aristóteles, a que podamos aspirar cada uno de nosotros
como seres racionales y libres, esto es, de ella depende nuestra propia
realización como personas. Por tanto, señores, ni izquierda ni derecha, sino
justicia y honestidad. Y la honestidad, por supuesto, hace referencia tanto a
la coherencia como a una buena administración donde no exista ni el despilfarro
ni el robo.
El modelo que queremos es el democrático
donde todos quepamos, pero, ¿actúan la totalidad de los políticos como si lo
conocieran? Por las guindas que algunos sueltan en los medios de comunicación,
o por la manera cómo actúan, cabe pensar que no todos. Quizá por eso se hace
necesario un intento de reciclamiento de los mismos, o una aclaración de puntos
donde todos vengamos a convenir. Unas someras pinceladas al respecto no
vendrían mal. Ahí van:
El
denominado imperio de la ley, o, lo que es lo mismo, la tácita igualdad de
todos los ciudadanos ante la ley es un requisito fundamental en la forma
democrática de gobierno. En democracia no debe existir nadie, ni persona física
ni institución, por encima de la legalidad. Si, pues, la actuación de cualquier
representante del Estado no puede ser arbitraria, dicha actuación deberá estar
sometida a un control eficiente.
La división de poderes no es ningún adorno
para el sistema democrático, sino que, por el contrario, debe ser efectiva y
real. ¡Pobre Montesquieu, si levantara la cabeza! Los poderes no solamente
deben estar separados, esto es, instalados en unas instituciones que les sean
propias, sino que también deben ser independientes, o lo que es lo mismo: no
deben haber influencias de unos sobre otros. Según este principio, el poder
legislativo, legisla, hace o deroga leyes; el ejecutivo, ejecuta, gobierna; y
el judicial, juzga e impone las sanciones a las transgresiones de la ley. Dicho
con otras palabras: la competencia de los jueces es la de juzgar de acuerdo con
la legalidad vigente y nada más. ¡Pues bien!, lo que el ciudadano de a pie
percibe no es precisamente esto, sino algo muy diferente de tal idealidad:
Puesto que la ley se interpreta desde las diversas ópticas partidistas, los
partidos que se alternan en el poder tienen como algo pactado colocar en los
altos tribunales del Estado, según unas determinadas cuotas, a tales o cuales
jueces simpatizantes, llámense progresistas o conservadores, cuando tales
calificativos en lo que atañen a un juez y su función son meramente
anacrónicos.
La participación del todo de la ciudadanía en
la deliberación política no debería tan solo limitarse a una convocatoria en
las urnas cada cierto tiempo para elegir a sus representantes políticos, sino
que, por el contrario, se debería caminar, y favorecer, puesto que, al fin y al
cabo, no se vota a personas sino a programas, una participación directa de la
misma en cuestiones fundamentales que atañan a modelos, sea, por poner unos
ejemplos, el energético, educativo, de sanidad o de justicia, no digamos acerca
de las cuestiones sociales candentes. A problemas directos, respuestas
directas.
La democracia supone un estado opinativo, y
por consiguiente, reclama una preparación esmerada de la ciudadanía en lo que
se refiere, entre otras cosas, a la
asunción de su responsabilidad política, con el fin de que cualquier ciudadano
sepa dar las razones de por qué asume un determinado posicionamiento político y
no otro, algo que implica no solo conocer las razones de su posición, sino también,
y concomitantemente, las otras posibles posiciones y por qué esas otras él no
las asume; es únicamente de esta forma que el diálogo no solo puede ser
posible, sino real, y, cuando el diálogo es real, la democracia se convierte en
un hecho. Insisto: esta responsabilidad ante la propia elección es fundamental,
puesto que lo que se elije, nadie lo elije para sí mismo, sino también para los
demás, y tiene consecuencias. Vemos, como contrapunto, que las leyes educativas
desde la LOGSE para acá, en vez de procurar una formación de ciudadanos
responsables, fomentan la irresponsabilidad de los mismos, porque se descuida,
o se la relega a un segundo plano, su educación como personas a favor de su
formación como meras máquinas productivas; se deja de lado la formación
integral del ser humano para favorecer aspectos meramente parciales de dicha
formación, superfluos en la mayoría de los casos y que atienden a los solos
fines del mercantilismo.
Los que trasegamos con esto de la filosofía,
no somos ajenos a los planteamientos utópicos; esto dicho, si no se señala la
dirección que apunta a un fin, si no se clarifica cuál y cómo es ese fin,
difícilmente se podrá alcanzar.
Para que este post no acabe en la formalidad
de las meras palabras, y por comprometerme un poco, si alguien me preguntara:
¿Qué hacer? ¿A qué partido votar?, le respondería que, una vez visto lo visto,
y dado que la mentira desde hace mucho tiempo la tenemos instalada en el poder,
la única posibilidad de una efectiva regeneración democrática no se encuentra
en los partidos tradicionales, sino en las nuevas plataformas y partidos que
están surgiendo desde los fondos del descontento social.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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