LA
CONQUISTA POR EL RESPETO Y LA DIGNIDAD
Mi padre pidió el traslado, y la familia, con
la casa a cuestas como los caracoles, vino desde Lorca a Murcia. Yo tenía siete
años, y ese cambio, como otros muchos que sucedieron a lo largo de mi vida, resultó
traumático. Dejaba atrás mi pequeño mundo de las Casas Baratas, mis amigos, y
venía a instalarme en un nuevo mundo, ignoto y por descubrir. Por de pronto,
tenía que cambiar de colegio, y ese cambio se producía a mitad de curso, así
que llegué al colegio de don Ramiro como el nuevo.
El colegio se encontraba en El Royo, y era
cochambroso y cutre; a la sazón, creo, lo constituían tres aulas mal iluminadas
en los bajos de un inmueble. Una, para los cagones, que llamábamos los pequeños;
otra, para gente comprendida por un arco de edad entre los siete y los doce
años; otra, para gente mayor. Yo vine, por edad, a pertenecer a la del
medio. La profesora que me cayó en
suertes fue la señorita Delfina, mujer joven que andaba por la veintena, pero
que a mí se me antojaba en plenitud.
El horario de clases era partido: de nueve a
una de la mañana, y de tres a cinco de la tarde. Los padres que querían añadir
una hora de permanencia a sus hijos pagaban un poco más, y estos salían a las
seis. El aula era multiforme y de variopinto pelaje. Recuerdo unos pupitres
vejestorios, acuchillados en su mayor parte, ajados y con rótulos empotrados en
la innoble y roñosa madera que hacían alusión a leyendas que podríamos
considerar de mal gusto. Unas columnas mal encaladas partían el espacio, y los
alumnos pillines sentaban plaza detrás de las mismas para no ser vistos; al
fondo del aula quedaba una gran mesa carcomida, rodeada de sillas desvencijadas, restos de un glorioso pasado,
supongo. Adosado a uno de los laterales se encontraba el viejo retrete de taza turca, con unos
baldosines que en otra época debían de haber sido blancos, pero que ahora se
hallaban muy renegridos, por donde se deslizaban, gloriosas, las moscas y las
beatas, tan acostumbradas a ese amable hábitat que apenas se alteraban cuando
desde un cordoncito sucio alguien hacía operar la ruidosa cisterna.
Vine a ocupar uno de los primeros bancos (mi
padre había hablado con don Ramiro), muy cerca de la tarima donde se elevaba la
mesa de la señorita Delfina. Era fácil intuir allí el color de sus bragas, por
lo que la señorita Delfina (aunque en Lorca había jugado a los médicos con las
niñas y administrado alguna inyección que otra) vino a constituir mi primer
amor platónico. No pretenda nadie que yo venga a referir lo que mi imaginación
perturbaba maquinaba, pero puedo decir que aquellos excesos eran inocentes de
alguna manera porque todavía no se había producido mi despertar sexual.
Recuerdo el olor de los lápices y las gomas,
las manchas de tinta que salpicaban las ropas de los críos, los ruidos que
entraban de la calle, broncos cuando había pelea, o suaves y murmurantes en
medio de los estampidos de coches o motos, interrumpidos no tan de tarde en
tarde por la ininteligible voz de un carretero que jaleaba a la mula. En el
aula, cuando no íbamos por riguroso turno al retrete, nos entregábamos a la
ciencia. La señorita Delfina con aterciopelada dicción explicaba las lecciones
aquellas de la Enciclopedia Álvarez, en mi caso la de 2º grado, y, a mi
entender, lo hacía con gran conocimiento. Aquella mujer se multiplicaba: daba
palos a la Gramática, la Historia, la Religión, la Literatura, las Matemáticas,
y, ayudada por un gran mapa desplegado en el que había curiosas y atrayentes
palabras ―cordillera Carpetovetónica, Bética, Penibética; pico Aneto, Moncayo,
Mulhacén…―, a la Geografía. No había misterio que no alcanzara su saber; entre
los obligados palmetazos para imponer el orden y los castigos de rodillas,
corregía deberes o nos obligaba a escribir con tediosos dictados, o nos sacaba
al encerado donde teníamos que realizar insufribles sumas, o restas, o
divisiones, o multiplicaciones.
En aquel ambiente de estudio yo hubiera sido
feliz si mis compañeros a la salida de las clases no me hubieran zurrado. Un
niño bajo, gordezuelo y con pocas habilidades sociales atrae pronto la ira de
sus semejantes; para colmo, había llegado a mitad de curso y me habían asignado
una de las plazas de la primera bancada: vine a constituir, sin lugar a dudas,
un extraño pegote adosado a aquel, ya de por sí, heterogéneo conglomerado.
Muchos años después, cuando estudié a fondo mi carta astrológica, pude
comprender el juego de las estructuras y por qué ciertos esquemas se habían
repetido de forma tan insistente a lo largo de mi vida (y, lo más grave, la
razón por la que seguirían repitiéndose); supe entonces por qué yo tenía
aquella facilidad tan grande de, en vez de amigos, hacer enemigos, y por qué al
dar un puntapié a una piedra estos salían en masa. Pero esto sabido, también
comprendí, que los esquemas no distraen la responsabilidad de cada uno ante el
mal, porque el esquema o la metafísica están ahí, pero las decisiones son
libres.
Pero vengo a las zurras, pues bien que me las
dieron, y de lo lindo. No había día que pasara sin que me crujieran la badana.
Cualquier motivo era bueno para darme leña, así que se olvidaron los motivos
por la que me la daban (a ellos y a mí), y sin razones aparentes o causas que
lo justificaran, me sacudían porque sí, porque les daba la gana, con generosa
magnificencia. Dádiva no querida, pero otorgada; dádiva de palos y puntapiés,
de puñetazos, de capones, de collejas, de pescozones, de tortas, de guantazos.
Y yo sufriendo en silencio los abusivos asperges. Recuerdo días horribles de
angustia, tanto así que la mierda la llevaba pegada al culo y, de apretarla, comencé
a sufrir problemas de estreñimiento, y ni con lavativas, ¡la leche!
Una tarde llegó el más chulo de todos los
críos, un matoncete cuya fama había trascendido los difusos límites de la
pequeña Murcia de aquel entonces adentrándose por la huerta, al que todos le
teníamos miedo, pues repartía con desusada generosidad sin recibir nada a
cambio, y me dijo que a la salida me iba a dar una paliza.
―A la salida te voy a dar una paliza ―eso me
dijo. Y creo que remarcó―: ¡Vas a cobrar, cabrón!
A ese niñato, por si acaso aún viviera y, no
lo quiera el azar, estas palabras mías cayeran bajo su procaz mirada, lo llamaré
con el supuesto nombre de Angelico.
El Angelico era tres o cuatro años
mayor que yo, y me sacaba la cabeza; musculado, grande, con el belfo velludo y
la voz mudada, parecía una torre. Esto dicho, no era lo mismo recibir algún
capón o patada de enemigo insignificante que del Angelico; los otros críos eran de fuerzas menguadas, pero el Angelico…, el Angelico… ¡te podía matar a palos!
Cuando me soltó la amenaza, quedé
aterrorizado. Niño normalmente atento a las explicaciones de la señorita
Delfina, de repente quedé como idiotizado; estas, se me volvieron difusas, en
amalgama, y comencé a oírlas en sordina. La señorita Delfina explicaba con su
candorosa voz, como he dicho, pero yo no me enteraba de nada; la atención la
tenía puesta en mi propia angustia. ¿Por qué
me pega? ¿Qué le he hecho? ¿No tiene bastante con moler a los de su edad?, eran
preguntas que me volvían a las mientes una y otra vez, de forma repetitiva,
angustiosa. Apreté más la mierda en el culo para volverme insignificante y
desaparecer, y deseé ―e incluso recé― un golpe de suerte: que el Angelico buscara gresca con otro y se olvidara
de que me tenía que zurrar.
No fue así. Sonó la sirena que daba por
acabada la jornada. Con fines de distracción remoloneé lo que pude a la hora de
recoger mis cosas; dejé que salieran mis compañeros y me quedé para el último,
quizá tuviera suerte. Pero a la puerta me esperaba el Angelico, fiel a su promesa; un coro de críos malos y sedientos de
sangre lo jaleaba. El Angelico se
hallaba en todo su esplendor y con una autoestima muy elevada; al verme, tiró
para mí con aires chulescos, con arrogancia, con superioridad, dueño de la
situación y dispuesto a matarme.
Fue entonces cuando sucedió algo que me cogió
por sorpresa hasta a mí mismo. Sentí de repente una extraña energía; una fuerza
se apoderó de mí, la cabeza se me voló literalmente, me silbaron los oídos y yo
dejé de ser yo. Inciertos me llegan los recuerdos sobre lo que sucedió; no
sabría reconstruir la escena. Arrojé la cartera al suelo ―se desparramaron los
libros―, y tiré para el Angelico que,
pavoneándose, venía hacia mí. Le salté y comencé a morderlo, a arañarlo, a
darle puñetazos. Lo derribé, y lo pateé; lo pateé con todas mis fuerzas, lo
pateé y le mordí, y le mordí, y le mordí, y le mordí… ¡hasta arrancarle el
hígado!
Debió de formarse un griterío enorme, pues,
apresurada, vi salir a doña Delfina. ¡Lo va
a matar! ¡Lo va a matar!, oía de
forma lejana. ¡Lo va a matar! ¡Lo va a matar! Los críos, el coro,
gritaban, pero nadie me ponía la mano encima. ¡Que lo mata! ¡Que lo mata!
Eché a correr. Sé que eché a correr. El Angelico quedó tirado en el suelo,
llorando y doliéndose, y vi que doña Delfina se inclinaba hacia él. Me llamó
doña Delfina a voces, pero ya estaba lejos, corriendo. Llegué a una acequia, y me
perdí entre los cañares por un pasadizo secreto que solo yo conocía. Sé que
anduve entre las cañas, perdido. Me distraía ver correr las aguas sucias, oír
el sordo rumor de aquella acequia encenagada.
Me esperaban varias sorpresas en el versátil
futuro. Cuando llegué a casa me encontré a mi madre enfurruñada. El Angelico, el muy mamón y poco hombre,
había ido llorando desde el colegio hasta mi casa, y se había chivado a mi
madre de la felpa que le había sacudido. Le enseñó los arañazos del cuello, y
lloró y se lamentó ante ella de modo entrecortado, debido a la incipiente hinchazón
que comenzaba a abultarle los morros. Mi madre, la pobre, sacó algodón, agua
oxigenada, y lo curó como pudo. De eso me enteré más tarde, porque, al regreso
de la excursión por los cañares, ignoraba la rastrera jugada del Angelico. Casi con toda seguridad me
llevé algún zapatillazo, pues mi madre era muy dada a tirar de zapatilla, y
aquella tardé la pasé encerrado en mi cuarto.
Al día siguiente, después de pasar lista en
un silencio horroroso, la señorita Delfina me instó a que saliera frente a mis
compañeros. Se levantó de su silla y, sin mediar palabra, me soltó un bofetón;
no me dolió, provenía de ella. Luego
vino el rapapolvo; con mucho énfasis puesto en el hablar dijo cosas de mí que
no eran ciertas y hasta me recordó a mis padres. Por último, para poner rúbrica
y guinda a su hacendoso discurso, me conminó a que me arrepintiera por lo que
había hecho y que le pidiera perdón al Angelico,
que a la postre se encontraba por allí sentado, con la cabeza baja, el cuello
desollado y los morros hinchados; algún moretón que otro le afloraba por la
cara y un ojo lo tenía menos que entreabierto, a la virulé. Ante mi negativa a
hablar, la señorita Delfina arreció en sus descalificativos hasta que terminó
con la recriminación de que yo era un Intocable:
—Eres un intocable, un intocable, un
intocable... ¡Intocable! ¡Intocable! ¡Intocable!...
¡Qué bríos! Estaba histérica, y yo no podía
entender por qué prefería defender al Angelico
y no a mí, pues era yo el afrentado y siempre había llevado las de perder a sus
ojos ciegos; además, al expresarse de aquel modo, dejaba a las claras que era
seguidora de una serie de las que se emitían por televisión.
La señorita Delfina terminó por desterrarme a
la patética mesa del fondo, eso sí, con la orden explícita al resto de mis
compañeros de que no hablaran conmigo. Ninguno debía dirigirme la palabra, y
menos contestar si yo se la dirigía a ellos, ni dentro ni fuera del aula; nadie
podía dejarme el sacapuntas, la goma, el boli, el lápiz, alguna cuartilla,
etcétera. Tampoco intercambiar saludos. Yo me había convertido por arte de
birlibirloque en un apestado, en un intocable. Y, lo cierto, es que algo de verdad
debería de haber en eso, pues mis compañeros, tras ponerme el apodo de el Gato, dejaron de canearme. Y el Angelico, a pesar de que los dos
vivíamos en las Casas de la Renfe y le era fácil perpetrar alguna represalia,
no llegó a tramar ninguna, y de ahí en adelante me trató con mucho respeto y casi me huía.
A los pocos días, la señorita Delfina me
llamó a su lado. Muy digna, casi ofendida, me preguntó si quería volver a mi
antiguo puesto, en la primera fila de la clase, a lo que le dije que no, que me
encontraba muy a gusto donde estaba. Sé que la señorita Delfina se
sorprendió de mi respuesta, porque después oí comentarios; dicho lo cual, a
partir de ese momento flexibilizó el castigo y con cualquier pretexto mandaba
otro niño a la mesa del fondo donde yo me encontraba: la de los Intocables, que así pasó a llamarse.
Mi padre había tomado cartas en el asunto.
Cuando se enteró del affaire (hacía servicios
de varios días, incluidas noches), realizó tres movimientos en ese tablero de
ajedrez que suponen las decisiones. Con el primero le explicó a mi madre que
defenderse no era cosa de gentuza, y que si
el crío le ha pegado a otro que venía a pegarle a él, ha hecho lo correcto.
El segundo consistió en una visita: fue a hablar con don Ramiro. No sé en qué
términos se desarrolló aquella entrevista, pero a partir de la misma, don
Ramiro, al que se le tenía mucho respeto en mi casa, dejó de ser don Ramiro, y
se convirtió en Don Capullos, y el
colegio que regentaba, pasó a denominársele el Colegio de Don Capullos. Como tercer movimiento, negoció mi entrada
en otro colegio; de esta forma, en el siguiente curso escolar fui a los
Jerónimos (pasado el tiempo, denominado SANJE), y constituí uno de los alumnos
que formaron la primera promoción que subió al kilómetro uno de la carretera de
Alcantarilla a Mula, pero eso ya es harina de otro costal.
Los actos que realizamos, aunque no admitan
la posibilidad de una elección, tienen consecuencias. La vida me ha puesto
muchas veces en difíciles tesituras; he tenido la desgracia, por aquello de los
esquemas que se repiten mencionado más arriba, de encontrarme a menudo con Angelicos, Miguelicos, Cagarruticos, Paquicos, Hijoputicos, Cabroncicos y Tontoelpijicos
de diversa índole. Algunos de estos, a pesar de que pertenezco al grupo de los
sufridores y poco proactivos, salieron escaldados a fondo, y supongo que para
bien, porque seguro que el escalde les habrá servido para rectificar conductas
impropias.
Me gané el derecho al respeto y la dignidad a
un precio muy duro. Yo era mejor que ellos: hacía los deberes, llevaba mi
cuaderno plagado de Muy Bienes y
siempre respondía a las preguntas de la señorita Delfina. Venía de un colegio
de amplios ventanales, iluminado de sol, y, en la clase de don José, había
ocupado plaza en el Cuadro de Honor.
Me gustaba aprender y en mí habían cristalizado los hábitos de estudio. El
cambio fue brutal. Me pregunto si el Angelico
de los cojones, cuando pasados los años estuviera apretando tornillos,
recordaría que un niño de aire triste, gordezuelo y algo repelente, le paró los
pies en seco y le dio una tunda de antología, y meditaría al respecto.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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