EL
PUTÓN PERIPATÉTICO
La llamaré de esta guisa: El Putón peripatético, y me adelanto a
decir que a dicho apelativo no le infiero una connotación de tipo sexual, sino
simplemente descriptiva o pedagógica según el caso, aunque no sé, no sé...
Después de haber estado varios años
imposibilitado para hablar entre mis compañeros de trabajo, debido,
indudablemente, a una deficiencia congénita de temperamento, es decir, a mi
timidez; pero más bien debido a los efectos que la calumnia había producido en
mi psiquismo, tanto así que sentía haber naufragado en una noche oscura, al
pairo, en medio de una soledad espantosa (al extender las manos estas me
temblaban), me atreví a ser dicharachero. Necesitaba probarme, respirar,
sacudirme la timidez, airear mi mente de tanta adherencia incómoda, de tanta
miseria del pasado, por eso hablé. A mitad de aquella sesión de evaluación, el
pretexto me venía en bandeja.
El jefe de estudios cantaba las notas que
habían sacado los alumnos en las diferentes materias cuando le llegó el turno a
un individuo del que había que decir algo. El susodicho había arrojado un
espantoso balance de ceros y unos en la totalidad de las materias a las que se
había presentado; así que, con gran esfuerzo por mi parte, y puesto que nadie había
hecho un comentario sobre el particular, antes de que, primoroso, nuestro
superior pasara a escanciar los piadosos resultados de los siguientes
energúmenos, aclarándome un poco la garganta, levanté la voz.
Inicié sobre el fulano una pormenorizada
apreciación. Ciertamente, esta no era nada halagüeña, y los pronósticos que se
derivaban de la misma inducían a una toma de posición un tanto drástica. Expuse
mi sorpresa ante el hecho de que un alumno aplicado, que asistía a las clases y
hacía las actividades, sacara tal tipo de notas, máxime cuando ya tenía
cuarenta y tres años cumplidos y el arroz se le había ablandado un tanto. En mi
modesto entender aquellas deficiencias no procedían de una falta de medios
materiales, de una estimulación inadecuada del medio, de un entorno familiar
disruptivo o de cualesquiera otras circunstancias externas; tampoco de un
deficiente acicate motivacional por parte de los profesores (siempre
inculpándonos de aquello que no podemos remediar, hemos terminado por ser
víctimas propiciatorias para expiación de los pecados ajenos); aquellas
carencias, por el contrario, aludían directamente a las capacidades cognitivas
del mencionado. Posiblemente rozara el borderline
o, incluso, podría suceder que su coeficiente intelectual estuviera mucho más
por debajo de lo considerado normal, esto es, podríamos estar ante el caso de
un oligofrénico profundo. Me daba cuenta de que hablar de esa manera, dados los
tiempos de terror que corren en la enseñanza, no era adecuado; pero había que
decirlo, alto y claro, porque quizá el mencionado requiriera algún tipo de
atención en centro especializado. Necesitaba sin lugar a dudas, y así lo dije,
que se le capacitara en las destrezas oportunas para desenvolverse en la vida,
pero el centro educativo en donde adquirirlas, ciertamente, no era el nuestro.
No era alumno que pudiera cursar el bachillerato con éxito; dirimir cómo había
llegado hasta este nivel pertenecía al orden especulativo y, en verdad,
constituía un misterio. Sus exámenes, con una letra de niño de cinco años, o
por ahí, parecían escritos en arameo; a las faltas de ortografía, y eso sería
lo de menos, se añadían las de sintaxis y una carencia absoluta de sentido en
lo escrito.
Creo que expuse aquella reflexión con
coherencia, suelto, con una hilazón correcta de las ideas, sin temblarme la
voz.
El jefe de estudios, con buen criterio, a mis
alegatos respondió que no se podía hacer nada, ni menos intervenir en algún
sentido, pues el tipo de enseñanza que impartíamos era de adultos y permitía la
matriculación de cualquier alumno, fuera el caso del mencionado u otros con
mayores deficiencias.
Claro, claro, no se trataba de que no se
atendiera a ese chaval de cuarenta y tres años, sino que, por el contrario, se
le atendiera debidamente en un centro de educación especial, pero no en un
centro donde se cursaba bachillerato.
Aun con mi réplica, y sopesada su
importancia, el jefe de estudios no tenía otra que reafirmarse en lo ya dicho;
algo que, por otra parte, resultaba demasiado evidente. En realidad, a mí no me
importaba su opinión, pues la sabía de antemano: ¿qué otra cosa podría decir el
pobre hombre sino lo que dijo? Lo importante para mí era que yo había sido
capaz de hablar en público, delante de mis compañeros, haciendo una exposición
de razones sobre un tema. Por fin me recuperaba de aquel espantoso bache que
durante años me había tenido sumido entre las extrañas tinieblas que he
comentado. Mi autoestima se reafirmaba.
Entonces fue cuando El Putón, puesto que el citado alumno, en la asignatura que ella
impartía, al igual que en la mía, había sacado un cero patatero, tomó la
palabra. Dijo algunas vaguedades sobre el mencionado, sobre el sistema
educativo y cuestiones afines, y repitió ideas que yo ya había expuesto con
anterioridad, aunque dándoles un aire personal, como si fueran de su cuño. El Putón, de esta forma, quedó como una
reina de la pedagogía delante del resto de los compañeros y animó aquella
conversación proclive a languidecer por la falta del interés suscitado ante mi
pormenorizada disquisición.
Vengo a decir que con El Putón yo no me hablaba, puesto que había sido una de las
inductoras de la calumnia que tan triste como injustamente había caído sobre
mí. Aquella víbora, junto a otras que no es el momento de nombrar, habían
arruinado mi reputación de persona cabal porque sí, porque les apeteció, porque
de forma frívola les plugo, y yo me había tenido que enfrentar a unas
consecuencias sumamente indecorosas que todavía coleaban y colearían siempre,
pues ya se sabe que la calumnia es como el agua que se derrama pero después es
imposible de recoger. En sus insidias, mientras quedaban bajo sombraje, esas
víboras echaron por delante a un tal Miguel Cagarrutio (individuo sin
personalidad y de tendencias muy liberales; colapsado su matrimonio, él y la partenaire habían decidido de común
acuerdo seguir viviendo bajo el mismo techo con el fin de no incurrir en gastos
extraordinarios, pero adornándose mutuamente el testuz) que se las daba de
gracioso, para que hiciera escarnio y mofa de mí; la infamia quedaba de este
modo adornada con la guinda. El Putón
había cooperado de forma proactiva en tal affaire, halagándole las gracietas a
ese despreciable Cagarrutio, y cuanto más gracioso Cagarrutio se volvía, me
hundía más yo en la miseria acunado por una intensa e invasiva tristeza.
Durante años me había consumido en un dolor
insano. Fue un tiempo duro, y a lo largo de su travesía, tan pronto me entraban
ganas de morir como ataques de ansiedad repentinos. Quién no ha pasado por este
tipo de situaciones, puesto que son impermeables a ojos que no sean los del
implicado, no entiende el horror que concitan; quien desgraciadamente las ha
vivido, sabe de lo que hablo. De sobra conocía los trabajos en las sombras que
había llevado El Putón para denostar
mi honor y extender la calumnia, cómo su mirada cruel se había cernido sobre mí
de forma inmisericorde, cómo había minado con saña cualquier tipo de terreno por
donde yo tuviera que transitar; sin embargo, a pesar de ello, estaba dispuesto
a pasar página. Por fin respiraba, salía de una larga noche, silenciosa y
oculta, en la cual el dolor me había moldeado a su medida. No quería guardar
rencor a nadie, no quería que mi alma se anclara en un pasado sin remedio;
quería, por el contrario, respirar, respirar ancho, respirar aire. Deseaba
conjurar de una vez por todas las horas de mi vida ofrecidas al sufrimiento.
Con el entusiasmo orientado hacia la
renovación interior, en razón de la nueva resiliencia en que me apoyaba, cogí
el cabo que me tendía El Putón y
logré intercambiar unas palabras con ella; decididamente yo me afianzaba,
crecía en seguridad interior. Hablé, habló, hablamos; entrecruzamos unas
opiniones dignas de los más encumbrados pedagogos, broche de oro con que
normalizar una situación altamente engorrosa. De imaginación temperamental,
pronto me vi paseando por un peripatos,
no sé cómo; mi imaginación inició una deriva por los columnados pórticos bajo
los cuales Aristóteles mantenía abundosas charlas llenas de ciencia y saber con
sus discípulos. Yo era un Aristóteles todavía joven, recién emigrado de la
Academia por razones de intrigas, tras la muerte del divino Platón, mi maestro;
y El Putón vino a ser una discípula
mía, aventajada y deseosa de filosofía, con la que compartía amigable
conversación, Pytia se llamaba. En la noche cálida y azul, bajo la luz de la
Luna, con el rumor de la mar al fondo y un ferviente aroma de jazmines en
nuestro derredor, urdíamos un plan. Me había enamorado perdidamente de ella y
esperábamos con ansia el trirreme que nos llevara lejos de aquella ciudad
perdida en una de las islas del Egeo, donde su padre ejercía, como tirano, un
dominio caprichoso y déspota. Hablábamos acerca de cómo sería nuestra vida futura,
entregados los dos al fuego que incendia la razón y produce la sabiduría,
cuando un rizo de su negro y sedoso pelo, agitado por un golpe de la ligera
brisa, se deshizo de su peinado, y cayéndole por la mejilla vino a posarse en
uno de sus desnudos hombros. Pytia giró el rostro hacia mí, y en sus ojos vi
arder un chispeante fuego. Relumbraba el nácar de su faz, y la luz de la Luna
hizo brillar las fulgentes perlas trenzadas en la diadema que adornaba la cima
de su adorada frente, pero fue su sonrisa la que puso al descubierto las
verdaderas perlas que yo codiciaba. Un nuevo empellón de la brisa susurrante y
cargada de enigmas movió los pliegues de su ligero chitón, abierto por uno de sus costados; y yo me sentí traspasado
por la flecha que lanzaba el rapaz Cupido, y sentí cómo se me aceleraba el
corazón con una extraña vehemencia dentro del torturado pecho, y mi mano, mi
mano, como movida por un resorte atávico, no pudo sino deslizarse entre
aquellos pliegues agitados, buscando, ansiosa, la flor que bajo ellos se
escondía... Pytia... Pytia... Pytia... Como dijo Bécquer: Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al
que no sirve tirarle de la rienda. No es el caso, pues, de entrar en
detalles.
En
estas, arrobado por tan gratos ensueños, para caerle en gracia a El Putón, y ya que llevaba entre sus
utensilios un cartapacio voluminoso con las fichas de los alumnos, le pregunté
si podría enseñar la foto del tan traído y llevado espécimen. Quería hacer de
ella la protagonista indiscutible de aquel momento de gloria; yo me sacrificaba
y cedía en mi interpretación para que ella fuera enaltecida. Pero El Putón, ponderado mi ruego, me dijo
que no, que no tenía la foto del mencionado, sobre el cual se habían cernido
nuestras arduas inquisiciones. Y fue entonces, ante mi manifiesta contrariedad,
cuando me soltó la pregunta de marras, con todo el retintín y la mala leche
posible de que fue capaz; una pregunta cocida en los sótanos, a fuego lento;
una pregunta esmerada, intencional, cargada de un perverso sentido:
—¿Es ese de los ojos azules?
Eso lo dijo casi con dulzura, pero en
falsete; con una mirada que pretendía normalizada, aunque decididamente
cavernosa bajo sus prominentes arcos superciliares, a ras de la horizontalidad
de unos anchos pómulos; sus profundos ojos negros destellaban, fijos en
mí.
¡Ay, ay, ay, Putón, Putón, Putón peripatético! ¡Ay, zamarro loco, Putón dislocado y sangriento! ¡Viejo Putón rebordesío! ¡Qué contentos deben yacer tus agradecidos
muertos en sus plácidas tumbas! ¿A quién quieres engañar? Me hizo la cabeza un
clic (lo sentí en el interior de mi cerebro), pues percibí de golpe toda la
intencionalidad de aquella pregunta. Sentí su veneno, arrasador; sentí cómo su
baba perversa me invadía el cuerpo y penetraba hasta en lo profundo de mis
vísceras y huesos. ¡Es tremendo cómo en una fracción de segundo se pueden
captar tantos detalles! De golpe advertí la mala leche en aquella suspicaz
atmósfera, y fui capaz, tras revelárseme las diferentes reacciones, de entrar
en las mentes de los que allí se encontraban, y, al igual que si estas fueran
libros abiertos, leí los ligeros y nada lisonjeros pensamientos que por ellas
pululaban, porque los profesores, en principio, no se sustraen del común y son
gente de psicología simple. Observé la media sonrisa de algunos, la
estupefacción de otros, el desvío de la mirada de otros cuantos; estos lanzaban
una mirada enigmática hacia el techo, aquellos tragaban saliva, pero todos,
todos, reflejaban una expresión en su rostro como si hubieran comprendido. El
Putón había dado en la diana porque allí había una preconcepción de base;
una preconcepción que no se podía negar por más que ingenuamente yo lo
pretendiera. Ya estaba decidido de antemano lo que era o no era posible pensar,
puesto que el socavamiento realizado sobre mi honor y dignidad había sido
artero, pero, sobre todo, eficiente.
Nadie piense que El Putón me aniquiló. Aunque pregunta tan malévola como la que me
lanzó, animada por el fuego infernal, por sí sola era capaz de matar a
cualquier mosca que se hubiera interpuesto entre su boca y mi oreja, no, no me
aniquiló; sino muy al contrario, sentí una inyección de energía, porque a raíz
de aquel momento, y de la toma de conciencia que llevó pareja, inferí el
sentido que necesitaba mi vida, como ahora explicaré.
El Putón, para identificar al alumno en
cuestión, me podría haber hecho otra pregunta sobre él, o no hacerla; sabíamos
todos de quien estábamos hablando. Pero tuvo que hacer precisamente aquella
pregunta como confirmación de lo que ella sabía.
¿Y qué sabía El Putón? Eso justamente
es lo que yo quisiera saber, y tal vez tenga la suerte de que me lo explique El Putón o alguno de esos que se cree
hasta inteligente. Porque
tengo muchos defectos de carácter, pero hay algunos que no tengo. Entre los que
pertenecen al segundo rango se encuentra la sinceridad: no acostumbro a mentir,
ni a mí mismo ni a nadie; por lo menos, lo procuro. Puedo estar equivocado, y de
hecho lo he estado en algunas ocasiones y he tenido que rectificar; pero si lo
estoy o lo he estado, no lo es o lo ha sido por falta de sinceridad o de una
convicción íntima. Que diga esto es importante, porque si yo fuera homosexual
como El Putón pretende, hace tiempo
que lo hubiera aceptado con dignidad y, por supuesto, no me hubiera sentido en
la necesidad de buscar el amor de una mujer y fundar una familia. Dicho lo
cual, habría que preguntarle a El Putón
por mi novio y la supuesta vida de crápula que llevo, y recordarle que montar
calumnias (aunque yo sé que para ella los temas referentes al honor carecen de
significado) es delictivo. Cuando campea tanto la frivolidad como la mala
leche, sin ton ni son se hace un daño de efectos devastadores;
nuestras acciones tienen consecuencias, y del fluir de aquellas aguas
encenagadas siempre llegan los molestos lodos. Esto dicho, no pretendo ponerme
sentencioso ni sentimental; El Putón
no lo merece. Tampoco es necesario entrar a dar más explicaciones de las ya
dadas, salvo decir que a lo largo de mi vida he llevado una sexualidad intensa
(ya la quisieran algunos) y tengo una hija que es un sol.
Este tipo de gentuza te ven hecho un
solitario, sin asideros sociales, con escasas destrezas en el trato de gentes,
poco asertivo, y no se lo piensan: van a por ti. Y esto porque en cualquier
ambiente, y especialmente en los de trabajo, hace falta un cabeza de turco
sobre quien descargar las frustraciones de sus miserables vidas. Pues bien, a
veces se equivocan en la elección de la víctima, y aunque para esta el mal ya
está hecho y es enorme, hasta el punto de que difícilmente se le puede poner
remedio, a esos indeseables cabe darles un fuerte toque de atención para que
aprendan que no todo el monte es orégano y hay una responsabilidad implícita en
su manera de actuar que deben asumir. Así se les hace un gran bien, pues,
aparte de educarlos, se les humaniza y, poco a poco, con paciencia, se les
convierte en personas, siendo de este modo que llegan a aprender que donde les
duele a los demás también les puede llegar a doler a ellos.
Y es que los humanos estamos unidos por
invisibles vínculos. La humanidad se agita y retuerce por el dolor, porque el
mal es extensivo, y no solo afecta a uno de sus órganos o partes sino que, de
forma tan indefectible como fatal, avanza e invade la totalidad de su cuerpo.
Poner el remedio es necesario, y urgente; por eso hago una llamada a terapia
general desde estas páginas, por incómoda o molesta que resultase en un primer
momento, ya que en estos tiempos de profunda crisis decididamente hace falta.
Después, tras el paso por el necesario sufrimiento, quedaremos agradecidos sin
lugar a dudas; pues veremos brillar la luz, y la alegría desprendida de la luz,
una vez enjugadas las lágrimas. Ahora bien, no todos estamos llamados a ver
brillar la luz, porque algunos seres no la verán, ya que, a pesar de su
apariencia, nunca han sido humanos.
Hay varias clases de Putones: el Verbenero, el
Desorejao, el Deshavillé, etcétera. Yo me apresuro a añadir, apoyado en una
psicología de campo, un nuevo tipo: el Peripatético.
Los Putones Peripatéticos son entes
diabólicos surgidos del Averno; se introducen entre los dispares ambientes y
campean por la faz de la tierra con la finalidad de atormentar. Si no fuera por
su cariz eminentemente venenoso, cuando no adoptan la figura humana se les
podría ver tal como son: como culebros con un grosor más ancho que el de mi
brazo.
Mi vida ha tomado un giro positivo desde que
me dedico a desenmascarar esos monstruos con apariencia humana que viven entre
nosotros. Cada día me lo paso mejor lidiando con los seres diabólicos,
descubriéndolos, neutralizándolos y sacándolos a la luz para que sufran una
suerte de consunción por el fuego, como los vampiros.
Todos
los derechos reservados
Jesús
Cánovas Martínez©
No hay comentarios:
Publicar un comentario