DAEMONIACUM (TRATADO DE
DEMONOLOGÍA)
JOSÉ A. FORTEA
EDITORIAL BELACQUA.
Cuando se muestran verdades
como templos, esto es, evidencias que importan a la vida, se suelen producir
diversos tipos de reacción que, según las personas, se pueden estandarizar en
tres. Hay personas que se admiran y pasan a interesarse por lo que les ha
captado la atención tan vívidamente; otras, por el contrario, muestran interés,
pero pronto se desaniman, y sucede que, según los aldabonazos o golpes a los
que las somete la vida, tan pronto se interesan como desinteresan; por último,
están las que ríen, las que ríen a carcajadas, pues de entrada desestiman sin
mejor criterio tales temáticas. Estos tres tipos de personas, y, en
consecuencia, estas tres actitudes que en ellas toman plaza, son tan viejas
como el mundo. Ya Lao Tsé decía lo siguiente acerca del modo de recibir el Tao:
Un
hombre superior oye hablar del Tao
y
puede practicarlo con dedicación.
Un
hombre normal oye hablar del Tao,
y
tan pronto lo conserva como lo abandona.
Un
hombre inferior oye hablar del Tao,
y
estalla en risotadas.
Si
no se riera del Tao, el
Tao no podría ser considerado
como
el verdadero Tao.
Mucho me temo que traer aquí
y hablar sobre una obra tan interesante como Daemoniacum (Tratado de demonología) del padre Fortea, dado los
tiempos agónicos que últimamente discurren, sean los más los que adopten la
tercera actitud. Aun así, y puesto que no gano otra cosa que la tranquilidad de
mi conciencia, debo hablar; quizá algún lector desconocido lo agradezca.
Sorteando, pues, las risitas de los sabelotodo, o, lo que es mucho peor, el
silencio torpe, pertinaz y vengativo, del hombre subinferior, esto es, del
zombie, del cuasimáquina, pues nos encontramos en el centro del esplendor de su
reinado, allá voy.
Que el mundo donde vivimos
no es puramente material (eludiendo lo que podría considerarse definición de
materia), es algo que sabe tanto el niño como el hombre primitivo, o como el
físico termonuclear. En los primeros hay una evidencia de experiencia directa;
en el físico, la misma ciencia le lleva a postular un orden diferente al de la
mera materialidad que impacta a nuestros sentidos.
Es tan sólo a partir del
siglo XVIII cuando empiezan a convertirse grandes masas de población a cierta
iluminación que niega cualquier tipo de otredad
diferente a la sometida a las coordenadas cartesianas; el mundo en su conjunto
se solidifica y pierde el sentido de lo espiritual. Para muchos, este hecho
supone la conquista del paraíso terreno; para pocos, el empobrecimiento radical
de la vida y la pérdida de su sentido. Si hoy en día echamos una mirada
retrospectiva parece que habría que darles la razón a los segundos. La denuncia
de la alienación y la exposición del orden injusto instaurado por el
capitalismo realizadas por el joven Marx, son de una lucidez meridiana; ahora
bien, Marx, al tomar por enemigo lo que debería de ser el verdadero aliado, se
equivoca en la solución; las consecuencias de hipostasiar la materia, bruta,
opaca, como divina, no tardarán en dejarse notar. Al negar de un modo tan
tajante la dimensión espiritual, la gran inversión queda servida. Llegarán los
totalitarismos del siglo XX y el horror que conllevan. Las purgas sistemáticas
de judíos o disidentes realizadas por Hitler o Stalin ganan a cualquier
atrocidad que podamos pensar ocurrida en el pasado. Si hubo pueblos terribles
como, por ejemplo, los asirios, su crueldad en caliente palidece ante la
frialdad con que en el siglo XX se otorga la muerte en razón de una etnia o de
una ideología. Empeñarse en llamar a todo esto progreso o conquistas de la
humanidad creo que es abusivo, máxime cuando tras las dos guerras mundiales, la
pobreza se exporta en masa hacia otros países que no son los de la órbita
occidental. Se habla, no obstante, de globalización, pero la globalización,
aparte de lo que supone de uniformización (lo que ya nos debería poner sobre
aviso), opera en aras del Dinero… ¡Y aquí estamos! Lo que era sólido, hace
algunos años ha comenzado a licuarse y descomponerse; es la última fase del
nihilismo, diría Nietzsche, cuando no hay ni
arriba ni abajo y el último hombre se pavonea y salta sobre la tierra como
un pulgón, o, como, en la metáfora de Zigmunt Bauman, habría que pensar nos
hallamos en el epicentro del mundo
líquido. Se han instaurado mecanismos sutiles (y no tan sutiles) de
manipulación y control; se ha dado luz verde a instituciones o leyes
deshumanizadas y deshumanizadoras (incluidas las educativas, por supuesto) que
se acomodan, plasman o moldean, según los intereses del Dinero; con fines de
convencimiento, se ha asociado la mentira, argumentada como buena y deseable,
al ejercicio del gobierno; se ha asumido de manera tácita el único criterio de
la eficiencia como válido, el de la máquina, conviviendo sin ningún tipo de
escrúpulos con la depravación moral, la que alegremente se fomenta desde las
instancias del poder. Lo importante es la máscara, la apariencia, la continua
adaptación, el cambio de rumbo, la divergencia de líneas, el transformismo, la
metamorfosis, y, consecuentemente, la suplantación y falseamiento de cualquier
identidad. El gran enemigo en este estado de cosas: la verdad.
Señalado, pues, este orden
de cosas, la aceleración con que se suceden los acontecimientos, apuntando
todos ellos hacia una caída libre, no está demás hablar del diablo y su poder
en el intento de adquirir una comprensión amplia de lo que ocurre (de esta
forma, cuando antes he mencionado el Dinero
con mayúscula, léase Mammón). Por
esta razón vengo a traer la obra, producto de una tesis doctoral, del mediático
padre José A. Fortea, Daemoniacum
(Tratado de demonología), editada por Belacqua, 2002, la que invito a leer
puesto que suministra un clarificador aporte al respecto.
Llegado a cierta edad,
cualquier hombre debería haber salido de los estrechos límites de su cuarto,
dice el padre Fortea, nada más comenzar su obra; el escepticismo ante la
cuestión de la existencia del mal, remitiéndolo a un mal en abstracto o sólo
imputable a los designios humanos, es un lujo que ninguna persona cabal se
debería permitir, porque lo desmiente una fenomenología extensa y comprobada.
Invita, por tanto, a la búsqueda de la verdad fuera de cualquier esquema o
postulado preconcebido, y, en consecuencia, adopta una actitud científica que incide en la descripción fenomenológica
de toda la casuística referente a la posesión. Personas equilibradas
psicológicamente y de alto nivel cultural se han visto envueltas en este tipo
de casos, ya como sujetos directamente implicados o como testigos; por otro
lado, los fenómenos de este orden siguen una serie de pautas que se repiten en
cualquier lugar de la tierra sin que los protagonistas de un caso tengan
conocimiento de lo ocurrido en otras circunstancias semejantes. De este modo,
el autor busca en todo momento un contraste con la experiencia directa, no manipulada
(la que le ofrece su práctica como exorcista), antes de llegar a establecer
conclusiones. Daemoniacum, de cara a
lo dicho, lejos de ser un mero tratado de demonología como reza su subtítulo
(que lo es), se convierte en un registro y sistematización de los fenómenos
referentes a la posesión. La existencia de la posesión es para el padre Fortea,
en definitiva, la prueba empírica de la existencia del diablo.
¿Cuántos casos reales hay de
posesión? Hecha la distinción entre la acción ordinaria del diablo, referida a
la tentación, y la extraordinaria, referida a los fenómenos preternaturales, no
parece que sean muy abundantes. Pero para nuestro propósito bastaría con que
sólo certificáramos un caso. Ese caso, existe; es más, se constatan múltiples
casos, y van en aumento. Si nos remitiéramos a la opinión de Sante Badolin,
sacerdote jesuita y exorcista de Padua, entre las personas que piden un ritual
de liberación sólo el 2,5 % son verdaderos casos de posesión diabólica, el 97,5
% restante son casos psiquiátricos. Por su parte, el doctor Valter Cascoli,
médico psiquiatra, y portavoz y asesor científico de la Asociación
Internacional de Exorcistas, piensa que habría que rebajar dicho porcentaje.
Sea como sea, al incrementarse el número de personas que se dirigen a los
exorcistas, aumenta asimismo el número de aquellas cuya etiología del mal que
padecen hay que remitirla al ámbito preternatural.
Se trata, pues, de
establecer los criterios que precisen la diferencia entre los casos de
patología psíquica y los de posesión. No pocas veces el exorcista se encuentra
ante una complejidad difícil de resolver, pero ya lo determinaba el padre
Gabriele Amorth: “un exorcismo jamás ha hecho mal a nadie”, por lo que
practicarlo de forma discreta sobre la persona implicada para discriminar si
está posesa o no, resulta recomendable. Proponía el padre Amorth una
estratagema: presentar dos vasos de agua a la persona presuntamente posesa, de
tal forma que uno de ellos y sin que esa persona lo sepa contenga agua
bendecida. Si esa persona bebe el agua bendecida y no sucede ninguna reacción
por su parte, lo más probable es que sufra una patología de tipo psíquico. Pero
si reacciona de forma violenta, incontrolada, blasfema o intenta atacar al
sacerdote, lo más seguro es que esté aquejada por el demonio. Y es que una
señal de posesión es la aversión hacia todo lo sagrado. A este síntoma habría
que añadir otros, como la manifestación de una fuerza que excede a su
complexión física, el conocimiento de cosas ocultas, hablar lenguas desconocidas
o muertas, la convulsión del cuerpo en posturas inverosímiles o la entrada en
trance con los ojos en blanco; lo más destacado es que cuando el sujeto pierde
la conciencia suele emerger una segunda personalidad de tipo maligno. Cuando la
persona regresa del trance, no suele recordar nada y no es consciente de esta
segunda personalidad. Señala el padre Fortea que fuera de las crisis en que
emerge esta segunda personalidad “en todo momento el sujeto distingue entre la
realidad y el mundo intrapsíquico, no observa una conducta delirante ni
alucinatoria”.
Son tres los capítulos de Daemoniacum en los cuales el autor
dirime acerca de las cuestiones concernientes al buen diagnóstico sobre la
posesión: Posesión y patología psíquica,
Descripción de la posesión y Diagnosis de la posesión. Concluye que
la sintomatología del poseso no se deja encuadrar en las actuales
clasificaciones existentes acerca de las enfermedades mentales (sean las que
incluye el DSM, Diagnostic and Statiscal
Manual of Mental Disorders, de la Asociación Americana de Psiquiatría en su
edición de 1994), y acuña un término propio para este tipo de trastornos: Síndrome
demonopático de disociación de la personalidad.
La disociación de la personalidad es el
síntoma más específico de la posesión, y el autor dirime al respecto. No
estamos ante un mero caso de esquizofrenia paranoide, o de fobia hacia lo
sagrado, o de trastorno obsesivo-compulsivo, o de un desorden disociativo de la
personalidad, o de epilepsia, o de histeria. Y esto por una serie de razones.
En primer lugar, porque ningún morbo engendra conocimientos teológicos. Las
respuestas que da esa segunda personalidad a las preguntas que se le hacen son
siempre coherentes con la teología, algunas veces de gran profundidad, de tal
modo que no están acordes ni con la ciencia ni con la inteligencia del sujeto.
Por otro lado, en referencia a la confusión que puede darse entre posesión y
epilepsia, hay que tener en cuenta que las convulsiones propias de la epilepsia
nunca llegan a ser tan prolongadas como las que se dan en los casos de
posesión, las que pueden prolongarse por espacio de tres horas, ni tampoco las
fases tónicas y clónicas de la epilepsia aparecen en el sujeto poseso; en él se
da más bien una evolución lenta, tendente a la contracción de los músculos que
culmina no en la pérdida de la conciencia, sino en la emergencia de una
conciencia diferente. No se trata propiamente, señala el padre Fortea, de que
el sujeto se crea un demonio, o que oye voces de demonios, o que la persona con
la que convive se ha transformado en un demonio, etc., sino que ambas
identidades, la antigua y la nueva, subsisten en el sujeto alternándose según
pautas fijas. Cosa curiosa es también, en los casos de verdadera posesión, que
el sujeto pueda situar en un momento concreto el comienzo de los hechos que a
él mismo le resultan inverosímiles; no sucede así en el caso de un enfermo
psíquico, quien puede dar respuestas sobre el inicio de su mal, pero que
resultan poco razonables para establecer una relación causa-efecto. En el
enfermo psíquico “su percepción hace que no sea capaz de distinguir cuándo
rompió esa barrera de la racionalidad, precisamente porque cree, sin duda
alguna, que es real lo que es imaginario”.
Esto dicho, lanza el autor
una pregunta: Si la posesión no es otra cosa que una mera patología
psiquiátrica, entonces ¿por qué desaparece con el exorcismo? Es cierto que la
sugestión existe, y que ésta influye en no pocas taras psicológicas hasta hacer
creer al enfermo cosas inexistentes, pero también hay que concluir que la
sugestión es ineficaz para volver a la normalidad el enfermo; el exorcismo sin
embargo (o, mejor, una serie continuada de exorcismos, que Sante Balodin cifra
en no menos que cincuenta, porque el camino para la liberación es largo y
difícil) de repente ponen fin a toda la sintomatología de la posesión hasta el
punto de que el sujeto puede reconducir su vida con normalidad.
Señala el padre Fortea que
los escépticos, al no haber participado en ningún exorcismo, hablan de él como
de algo oído. Este es un lastre que deberían dejar de lado, pues niegan a
priori “un fenómeno que, por raro y complejo que sea, no debería dejar de ser
objeto de investigación”.
Alguien podría pensar, por
otra parte, que toda esta fenomenología concerniente a la posesión forma parte
del imaginario del cristianismo. Nada de eso; este tipo de fenómenos se pierden
en la noche de los tiempos y están constatados a lo largo de la historia, de
tal modo que forman parte del acervo de cualquier cultura. El fenómeno no es sólo
referible a una religión, sino que es una realidad antropológica, y, en este
sentido, posee un carácter universal.
Un ser humano puede ser
poseído, y eso le llevará a sufrir graves trastornos en su vida, pero qué puede
ocurrir cuando ese poseso de manera fehaciente a su vez puede influir sobre los
demás. Si multiplicamos este tipo de sujetos, ¿no podrían influenciar en
grandes masas de población? Quizá la cuestión radique en llegar a una masa
crítica, compuesta de los que saben lo que hacen y de los que tontamente se
dejan guiar por aquellos que saben lo que hacen (entre las características del
mal está su gran poder de seducción; el diablo incluso se disfraza de “espíritu
de luz” (2 Cor., 11-14) cuando ello sirve a sus propósitos), para instaurar el
mal en una sociedad. ¿Qué puede ocurrir cuando la acción del demonio encuentra
un caldo de cultivo entre fáciles servidores que ostentan cargos de poder? Se
ha mencionado con frecuencia la conexión del nazismo con determinadas sectas
ocultistas. Aquella sociedad que pretendían los nazis, vista desde la
actualidad, fue un espejismo, pero un espejismo atroz, causante de dolor y
muerte. Ahora bien, si históricamente se dio aquel fenómeno, ¿por qué no podría
suceder de nuevo? No sería extraño que pudiera volver a repetirse algo
parecido; aunque seguramente mutando de forma, su trasfondo sería el mismo. “Los
demonios actúan en la vida personal de los hombres así como en la historia”,
señala el padre Francesco Bamonte, exorcista de la diócesis de Roma y
presidente de la Asociación Internacional de Exorcistas. Y recalca: “No es
suficiente saber que los demonios existen, sino que es preciso conocer cómo
actúan para no caer en sus trampas”. ¿Qué podemos pensar de una forma de
gobierno instaurada bajo los presupuestos del asesinato y los espejismos de la
mentira?
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Jesús Cánovas
Martínez©
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