VISITA AL CEMENTERIO DE ORIHUELA
Cuando yo tenía diecisiete o
dieciocho años era muchísimo más tímido y solitario que ahora. Vivía por aquel
entonces en Madrid, bueno, en una barriada periférica de Madrid, llamada
Entrevías, limítrofe, casa con casa, con el tristemente famoso Pozo del tío
Raimundo. Aquella barriada era deprimente. Por la ventana de mi habitación, un
tercer piso de un pequeño bloque, veía un panorama desolador: unas vías de
tren, y más allá de ellas, pasados unos montículos grises, un bosque de chabolas
con tejados de uralita. Hasta que no hicieron la avenida, en los días de lluvia
se formaban unos barrizales terribles, y aquella circunstancia aumentaba
todavía más la sensación de desolación.
Me sentía exiliado de una
infancia por decreto, por un destino extraño, caprichoso y fatal que no
controlaba y se oponía fuertemente a mi voluntad. Aquel lugar triste donde
vivía, la soledad que se le adosaba, no era mi lugar, simplemente porque no lo
había elegido; así que añoraba las frondas de una huerta cada vez más
idealizada, lejana e imposible.
Pero yo me refugiaba en los
libros —los que solía robar con sagaz tino en la Cuesta de Moyano o en cualquier librería
que se me pusiera a tiro; poseo libros con sellos de una serie bibliotecas que
me llenan de orgullo—, en la literatura, en la poesía. La poesía me gustaba a
rabiar, y escribía. Escribía y leía, y no fui ajeno al influjo que sobre las
gentes de mi generación tuvo la figura de Miguel Hernández, un poeta prohibido
en la España de aquella época. Me hice con la edición que realizó Losada de sus
obras completas, y puedo decir que la leía con auténtica fruición. Todavía hoy
me sé casi de memoria El rayo que no cesa
—poemario con el que aprendí a hacer sonetos— y gran parte de los últimos
poemas de la producción hernandiana. Con aquellos poemas daba la paliza a mis
compañeros de instituto; almas benévolas, terminaron por considerarme un
individuo, sino loco del todo, por lo menos, medio loco. Cuando me decidí por
estudiar filosofía pura, aquella sensación de extrañeza mutua, habida entre las
gentes de mi pobre y limitado entorno y el menda, se agrandó un tanto más,
hasta la desmesura.
Ser hijo de ferroviario en
aquella época tenía sus ventajas. Por de pronto, disponía de un kilométrico con
cinco mil kilómetros a mi disposición durante un año. Solía quemarlos, y como
resultaban pocos, echaba mano del de mi abuela, cuyos kilómetros también
quemaba; después cogía los kilómetros sobrantes del de mi madre. Algunos años,
quemados kilométricos y kilómetros, mi padre tenía que pedir pases para que yo
pudiera seguir viajando gratis encima de la rueda de cualquier tren. Aquellos
viajes quizá fueran escapadas de la triste realidad, no sé; lo cierto es que
casi siempre me dirigía al sur, a una tierra añorada y perdida, como un paraíso.
Un verano, a mediados del
mes de julio, ideé una peregrinación a Orihuela, a su cementerio, con el fin de
visitar la tumba de Miguel Hernández.
En el TER bajé hasta Murcia,
en donde hice transbordo a un Cercanías. Sobre las tres de la tarde, en pleno
rigor de la canícula, me apeé en la estación de Orihuela. El bofetón de calor
fue inmediato. Creo que para proteger la cabeza llevaba un sombrero de paja —no
puedo afirmarlo con seguridad, aunque creo que sí—, así que me lo encasqueté.
El sol caía a plomo; y esta expresión: el
sol cae a plomo, como bien saben algunos, no es un tópico en las tierras
del sur.
—¿Por dónde se tira para el
cementerio? —pregunté al jefe de estación.
—Queda lejos —dijo el
hombre, y, mirándome de arriba abajo, hizo un gesto algo rebuscado que no me
gustó—. Puedes seguir por aquí —me indicó con las manos—, y después doblas
hacia la derecha, pasas el río, y sigues hasta que te encuentres con la
carretera de Murcia. Vas todo recto, ya verás el cementerio.
Y allá que me fui. Para
orientarme tuve que volver a preguntar unas cuantas veces a los escasos
viandantes con que me topé. Llegado a la carretera de Murcia, fue muy fácil. A
la derecha, un caminillo subía hacia un altozano en donde tras unas tapias
blancas se erguían, altos, los cipreses. Entonces Orihuela era una ciudad no
tan extensa como ahora, por lo que en gran parte del trayecto, me vi flanqueado
por huertos de limoneros. Yo me encontraba feliz, sentía casi una felicidad
estúpida.
Busqué y busqué la tumba de
Miguel Hernández, y al no encontrarla pregunté por fin al hortelano. Me dijo
que allí no se encontraba el poeta; estaba enterrado en el cementerio de
Alicante. Sin embargo, podría visitar otra tumba: la de Ramón Sijé. Aquel
hombre me indicó una lápida sobre la tierra, gris y en forma de libro abierto.
Allí yacían los restos del amigo a quien Miguel Hernández había compuesto una
tremenda elegía. Durante unos momentos me quedé como un tonto mirando aquella
lápida; no sé en lo que pensé, supongo que en pocas cosas o en muchas; tal vez
rebotó de un lado hacia otro de mis mientes la famosa elegía. Después de tan
exigua ofrenda regresé a la estación para coger el primer tren que me llevara a
Murcia.
Aquella excursión no fue en
vano. De regreso, en el tren, mientras por la ventanilla se deslizaban los
huertos y las palmeras, compuse una elegía en forma de soneto, un pequeño
homenaje a mi poeta admirado y de quien no había encontrado su tumba. Muchos
años más tarde aquel poema apareció en un libro cuyo título lo tomaba de uno de
los versos del poeta: A la Desnuda Vida
Creciente de la Nada. Y aquí está:
Poblado de limón el cementerio,
de aulagas que se nutren por costados
abiertos a los cielos, al silencio,
la tierra ya te habita irremediable.
Por el azul limpísimo, una nube;
diadema de esperanzas y preguntas,
que tú podrías sólo con quererlo
hacer llorar en precio del instante.
Esta postrer corona, con el vuelo
de un suspiro de tarde de campanas
—que por ti, son por ti, que doblan
tristes—,
sin prisa ahora coge, de su aroma,
con los ojos abiertos a la nada
una vez más. Sí, tú: Miguel Hernández.
Todos los derechos reservados
Jesús
Cánovas Martínez©
Muy bueno tu relato Jesús … me sorprendes cada vez que te leo, a través de tus múltiples y dispares registros, no pasas inadvertido y, como broche el poema. Muy completo. Sigue así
ResponderEliminarMuy agradecido por tu comentario. Un abrazo.
EliminarAyer entre cientos (verídico) de notificaciones que tenía pendientes y no me daba tiempo a contestarlas todas -como hoy mismo- me encontré una pregunta de otro amigo Ignacio Ferriz, que era, si llorábamos al leer un libro y con cual lo habíamos hecho. Yo le contesté con todos, puesto que eso es lo más frecuente y acaba de pasarme al leer en tu blog la elegía o poema a Miguel, creo que no hace falta ponerle el apellido y menos por estas tierras, mi querido Miguel, que también conocí a través de Losada, siendo el primero el Rayo que no cesa y el segundo Vientos del pueblo, pero cada vez que un amigo se ausenta a esperarme al otro lado, acude la Elegía a Ramón Sijé. Siempre la leo en mi mente y raramente la leo en voz alta, pues se quiebra la voz mientras lo hago y acuden a mis ojos las lágrimas. No hay ninguna de ellas, que no toque la fibra del alma -yo, incrédula, hablando del alma- No solo es por su poesía, es que en cada palabra, encuentro al hombre que mejor conozco, el que se pasa el tiempo con la cintura quebrada, legón en mano, o cuidando los animales y viendo la vida a través de un terrón de tierra partido por sus manos y con las hormigas corriendo por dentro, con su atareada vida que el contempla, compara, mira las miles de estrellas y luego transforma en poema. Largo todo, para decir que he vuelto a llorar al leerte, que tu poema es un regalo a Miguel, pero al ofrecérnoslo, también para nosotros. Y darte las gracias, primero claro está por Miguel, después por nosotros y al fin la enhorabuena por ti, por saber hilar esos versos a nuestro Miguel al que tanto seguimos queriendo. Un hermoso regalo, indudablemente. Pues gracias Jesús.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario, Marjo.
EliminarQue orgullo ser tu amiga, querido Jesús. Gracias por los ratos que regalas con tu poesía en el amplio sentido de la palabra. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias, querida amiga desconocida.
EliminarQue orgullo ser tu amiga, querido Jesús. Gracias por los ratos que regalas con tu poesía en el amplio sentido de la palabra. Un abrazo.
ResponderEliminarUn placer para mi, querida amiga desconocida. Un abrazo.
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