LA
MISERICORDIA VENCERÁ AL DIABLO
(SEREMOS
JUZGADOS POR EL AMOR)
PADRE
AMORTH (STEFANO STIMAMIGLIO)
EDITORIAL
SAN PABLO
El diablo, el enemigo, el que separa, el que
intenta por cualquier medio impedir el designio de Dios sobre el hombre, gusta
de ocultarse, porque es en la sombra donde su acción resulta más eficaz para
apartar al hombre de la esperanza de amar y de gozar de la misericordia de
Dios; tanto es así que, si consideramos su acción extraordinaria, cuando por el
ministerio del exorcistado se le obliga a manifestarse y decir su nombre, comienza
a perder su poder sobre la persona poseída. Quien lo niega o remite su
actuación a un mal impersonal, por consiguiente, le está haciendo un favor. No
está de sobra conocerlo y, menos aún, conocer sus modos de actuación con el fin
de procurar una prevención contra él. Dicho esto, y puesto que la ignorancia,
pese a lo que alguno le gustaría creer, no protege, al diablo se le ha de
conocer lo justo, ya que un exceso de conocimiento sobre el mismo podría llevar
a algún tipo de identificación.
En razón de que dan la batalla cara a cara, entre
quienes mejor conocen al diablo se encuentran aquellos que ejercen el
ministerio del exorcistado. Conocido es el padre Gabriele Amorth, exorcista de
la diócesis de Roma hasta su reciente fallecimiento, quien ha divulgado en
numerosos libros su experiencia directa en la lucha contra Satanás. La misericordia vencerá al diablo (Seremos
juzgados por el amor), el libro que traigo a colación, lo escribió, según
refiere en la breve Introducción que le pone a su inicio, durante el Jubileo
extraordinario de la Misericordia convocado
por el papa Francisco. Su material base lo constituyen las columnas publicadas
en la revista Credere, desde abril de
2013 hasta agosto de 2014, cuyo título genérico era el de Diálogos sobre el más allá. Advierte el padre Amorth que este
material ha sido reformado hasta cierto punto y ampliado, con el fin de
verterlo en formato de libro, para lo cual ha sido inestimable la ayuda del
padre Stefano Stimamiglio. El libro tiene por objetivo llegar al gran público
evitando cualquier requiebro con el sensacionalismo; por eso su lenguaje es
sencillo, aunque, como señala el autor, no simplista. Los temas concernientes a
las verdades de fe que en él se consideran así como el referente a la acción
extraordinaria del diablo, eje del libro, son tratados con absoluto rigor.
Parafraseando a Ortega, tengo para mí que cuando, por una gran capacidad de
síntesis, la sencillez se acompaña de profundidad, siempre es producto de
alguna suerte de cortesía.

En el inicio de La misericordia vencerá al diablo (Seremos juzgados por el amor),
el padre Amorth precisa su contenido:
Partiendo
de una catequesis general acerca de la victoria de Cristo sobre el pecado,
trataré de forma secuencial la doctrina católica sobre los ángeles caídos, los
fundamentos del satanismo y sus innumerables manifestaciones de culto, las
consecuencias espirituales que pueden derivar de ella, los remedios, y
concluiré con algunas nociones fundamentales de escatología cristiana que, en
un itinerario que parte del sacrificio de Cristo, pasando por la oscura acción
de Satanás, regresa al sacrificio de Cristo con su resultado salvífico, que
quiere ofrecer motivos de esperanza para todos, pero especialmente para
aquellas personas que sufren las fuertes consecuencias de los males maléficos,
a las que siento como amigas y compañeras de camino.
El mensaje fundamental del libro es de
esperanza: la misericordia de Dios en la persona de Cristo ha triunfado sobre
Satanás; su plato fuerte, sin embargo, consiste en poner de relieve la conexión
que hay entre el aumento de las prácticas satánicas con el aumento, a su vez,
de los males maléficos. Clasificados
éstos de mayor a menor gravedad, son: la posesión, la vejación, la obsesión y
la infestación.
La posesión diabólica es la influencia
invencible del demonio mediante la cual toma posesión del cuerpo, o partes del
cuerpo —nunca del alma, pues cuando esto ocurre cabría hablar más bien de venta del alma mediante un pacto de
sangre—, de una persona para decir y hacer lo que quiere. Cuando se manifiesta,
el poseso entra en trance y pierde la consciencia de sí, dando paso a la
actuación del espíritu malvado, que utiliza su cuerpo para hablar, agitarse,
blasfemar, vomitar clavos, vidrios u otros objetos, a veces también para
manifestar una fuerza hercúlea.
Una persona puede ser poseída por un demonio
o por una multiplicidad de demonios; así, no resulta extraño el caso de que, a
lo largo de un exorcismo, preguntado por su nombre, el demonio responda que se
llama Legión —en el evangelio de san
Marcos, p. ej., Jesús se enfrenta con un endemoniado poseído por una legión de
demonios (Mc 5, 1-20)—; tal nombre se debe a que entre los demonios existe una
jerarquía según el poder que ostentan. Al aplicarle el exorcismo a una persona,
los primeros que comienzan a salir son los más débiles.
Aunque son raros los casos de verdadera
posesión, como dice el padre Amorth, el
demonio no tiene en cuenta la cara de nadie, por lo que, en principio,
cualquier persona puede ser víctima de ella. ¿Cómo descubrir entonces que una
persona está poseída? En primerísimo lugar por la aversión que siente hacia lo
sagrado, sean santuarios, procesiones, celebraciones eucarísticas, etcétera; si
el demonio ha estado larvado en la persona durante un tiempo, ante el poder de
Dios, suele irrumpir de forma espasmódica. Otras veces lo que hace saltar las
alarmas son las perturbaciones físicas que los médicos no logran explicar; de
modo especial el demonio produce dolores de estómago, de garganta o de cabeza,
y la persona poseída desarrolla una aspereza de carácter que no puede dominar,
un odio que le asalta en los momentos más inapropiados y sin razón aparente,
hasta el punto de que se hace muy difícil la convivencia con ella.

La vejación diabólica es la agresión, física
o psíquica, que el demonio lanza contra una persona. En el mundo espiritual no
hay ningún caso igual a otro, por lo que la casuística suele ser muy variada.
Las agresiones físicas pueden ser leves, como rasguños, quemaduras o
contusiones, pero en los casos graves pueden llegar a fracturas óseas o al
desarrollo de patologías que producen dolor sin signos que se hagan evidentes
en una exploración profunda. No pocas veces, incide el padre Amorth, la
vejación se asocia con la posesión y la obsesión; esta es la razón por la cual,
si se obtiene la curación espiritual de un mal
maléfico, repercute en el restablecimiento de la salud física. El evangelio
proporciona ejemplos de tales curaciones cuando Jesús sana a un endemoniado (Mt
9, 32-34) o cuando sana al ciego y mudo, también endemoniado (Mt 12, 22-24).
Interesante sería resaltar que las vejaciones también pueden afectar al ámbito
onírico. Sucede entonces que la persona es presa de terribles pesadillas, en
las que se cometen actos malvados y se blasfema y maldice a Dios. En los casos
de las vejaciones oníricas se encuentra la frontera con la obsesión.
La obsesión diabólica es la agresión espiritual por la cual el
demonio produce en la mente de la víctima pensamientos o alucinaciones
fortísimas, a menudo insuperables. En estos casos, la persona está sometida a
una fuerza mental poderosa que crea en ella pensamientos repetitivos,
obsesivos, superiores a su capacidad de resistirlos. Los objetos de las
alucinaciones suelen ser visiones de figuras monstruosas, de animales
horribles, de diablos, o voces o susurros de personajes oscuros. Pueden
consistir en un impulso a hacer el mal a los demás, a cometer profanaciones o,
en el extremo, incitar al suicidio; en las personas jóvenes pueden inspirar
confusiones acerca de la propia identidad de género.
La obsesión diabólica no suele desactivar por
completo la mente y la voluntad de la persona —algo que sí ocurre en los casos
de posesión—; aun así, produce una inmensa tristeza y desesperación en la
víctima.
Interesante resulta destacar que las
perturbaciones que produce la obsesión diabólica son muy parecidas a las
patologías de tipo mental. El discernimiento, por tanto, se hace especialmente
necesario. El padre Amorth es partidario de recabar la ayuda de un psiquiatra
dado que el morbo puede ser debido en muchas ocasiones a causas naturales; sin
embargo, considerado lo precedente, también señala que no pocas veces una
patología demoníaca tiene repercusiones psiquiátricas. Ante el dilema, el padre
Amorth aboga por una cooperación entre exorcista y psiquiatra.

La infestación diabólica es un tipo de
perturbación en la cual la acción diabólica no influye tanto en las personas
como en los objetos o animales; dicho lo cual, no producen menos sufrimiento que
los anteriores males maléficos, pues
las personas son las verdaderas destinatarias del mal. Concreta el padre Amorth
que la infestación de la casa en particular, comúnmente llamada poltergeist, provoca grandes
sufrimientos y a veces daños económicos ingentes a quien la sufre. En estos
casos la casuística es muy variada: pueden romperse aparatos eléctricos,
automóviles, calderas; se encienden o apagan luces, aparatos de televisión,
ordenadores; golpean puertas o ventanas, de día o de noche; se oyen pasos,
voces, gritos misteriosos, golpes en las paredes; aparecen intensos olores
desagradables, o invasiones de insectos del tipo de los saltamontes o de las
hormigas.
Hay que valorar, piensa el padre Amorth, si
estos fenómenos pueden atribuirse a causas naturales concretas y verificables o
no. Si en el pasado se realizaron sesiones espiritistas, ritos mágicos,
reuniones de sectas satánicas o cosas similares es posible que la casa quedara
contaminada. Es recomendable, si no se detecta causa natural que produzca estos
fenómenos, bendecir la casa o ciertos objetos, también realizar exorcismos
locales. En los peores casos, refiere el autor, ha tenido que aconsejar a las
personas afectadas que se mudaran de casa. Si estos fenómenos han proseguido en
la nueva vivienda, lo más probable es que fueran debidos a una vejación
personal.
¿Cómo se contraen los males espirituales?
Dice el padre Amorth que de dos maneras: 1) por voluntad de la persona, y en
este caso hay culpabilidad en ella; 2) de forma involuntaria, y en este caso no
existe culpabilidad alguna en la persona. Apoyado en su experiencia, el autor
calcula que sólo un 10% de los males
maléficos son de alguna manera imputables a la persona que los sufre; el
otro 90% se deben generalmente a maleficios que caen sobre la persona sin que
ella sea consciente de que los sufre.
De forma inocente, o no tan inocente, ciertas
personas se han acercado a las prácticas satánicas sin ponderar suficientemente
el peligro que corrían; otras, han jugado con el espiritismo; otras, para
resolver un problema personal, laboral o afectivo, han buscado la consulta de
los magos; otras, por el contrario, han perseverado en el pecado y en el vicio
de forma pertinaz y con la convicción de vivir una vida contraria al amor.
Estos motivos de exposición al mal pueden desencadenar los males de tipo
espiritual, aunque, precisa el padre Amorth, no necesariamente. Dicho lo cual,
lanza una pregunta interesante: ¿qué necesidad hay de exponerse al mal?

Constatado que la atmósfera actual del
Occidente civilizado no es tan diferente a la de ciertas zonas de África o
Sudamérica en lo que se refiere a la existencia de una mentalidad mágica
—azuzada por el poder de la técnica que acostumbra a pensar que la resolución
de cualquier problema se consigue de forma rápida pulsando un determinado
botón—, viene a convenir el padre Amorth que la mayoría de los males
espirituales que actualmente asolan a Europa se deben a los maleficios. Los
maleficios derivados de las prácticas mágicas
son muy variados —encantamientos, hechizos, mal de ojo, maldiciones,
ataduras, sortilegios, todos ellos ya condenados en el Antiguo Testamento—, y,
según la pericia del mago que los realiza, pueden tener un mayor o menor efecto;
con ellos se trata de dañar a alguien mediante la acción oculta de las fuerzas
demoníacas sirviéndose de un ritual apropiado.
Para que el maleficio se lleve a cabo, hacen
falta tres imprescindibles: un mago, una persona que lo encargue y un objeto
sobre el que se realiza el rito. El mago puede actuar sobre el objeto según los
prenotandos de la magia homeopática o simpatética (J. G. Frazer estudiaba estos
tipos de magia en su obra La rama dorada),
pero siempre sirviéndose de un conjuro por el que coacciona al espíritu inmundo
a hacer el mal a la persona indicada.
Aunque por fortuna no siempre los maleficios
consiguen su objetivo, otras veces dan en el blanco y producen los diferentes males maléficos. Se pueden lanzar para
que afecten a una persona en cualquier momento de su vida, y no es raro que sobrevengan
cuando esa persona ha ingerido cierto tipo de comidas o bebidas preparadas ad hoc para inferirle el mal. Es
importante, para que la persona que los sufre pueda liberarse de ellos, conocer
la fecha y el lugar en que fueron realizados, quién mandó realizarlos, dónde se
encuentra el objeto por mediación del cual se hicieron y, si el posible, el
mago que los llevo a cabo. Generalmente es durante un exorcismo, tras conminar
al diablo a responder por el poder de Dios, cuando se obtienen las respuestas a
las cuestiones anteriores. Una vez que se ha encontrado el objeto por el cual
se ha mediatizado el mal, es necesario quemarlo para desactivar su influencia;
eso sí, hay que hacerlo con la precaución oportuna, en estado de oración y
encomendándose a Jesucristo, para evitar un efecto rebote.
El mejor antídoto contra los males maléficos, sea para prevenirlos, o,
si ya están actuando, para procurar su cura, son la oración, una vida de fe y
la frecuentación de los sacramentos. No siempre es necesaria la presencia de un
exorcista, aunque sí en los casos más graves cuando fallan otros medios de
lucha espiritual. Para que el exorcismo sea eficaz hace falta que la persona
que sufre el mal voluntariamente quiera ser exorcistada, haya perdonado a quien
le infligió el mal —ciertamente, reconoce el padre Amorth, que otorgar tal
perdón es muy difícil pero absolutamente necesario— y esté en gracia de Dios,
esto es, haya confesado y comulgado debidamente. La curación, sin embargo,
puede sobrevenir en pocas sesiones o durar años; en este sentido, el padre
Amorth hace un alegato, por un lado, a la humildad que siempre se ha de
mantener, por otro, al desconocimiento de los designios de Dios. En última
instancia quien libera es el Espíritu Santo.

Jesús otorgó el poder de expulsar demonios en
su nombre primeramente a los doce apóstoles (Lc 9, 1) y después a los setenta y
dos discípulos (Lc 10, 1). Razona el padre Amorth que este hecho indica que
quiso extenderlo a todo aquel que cree en él.
Entendido que el ministerio del exorcistado,
por ser una oración oficial y pública de la Iglesia para liberar de las
influencias del maligno, implica directamente a la autoridad eclesiástica en
cuanto que corresponde al obispo de una diócesis otorgar la licencia
correspondiente para ejercerlo, el padre Amorth, antes de su fallecimiento,
elevó tres ruegos al papa Francisco. En síntesis son:
Primero, que cada diócesis tenga obligatoriamente
por lo menos un exorcista.
Segundo, que en los seminarios se vuelva a
estudiar angelología y demonología, y que los candidatos al sacerdocio asistan,
en la proximidad de su ordenación, por lo menos a un exorcismo.
Tercero, que se extienda el ministerio del
exorcistado a todos los sacerdotes sin autorización particular ninguna, dejando
a cada uno la libertad de ejercerlo.
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Jesús
Cánovas Martínez©