Queridos amigos: Hasta la fecha he
tenido cuatro accidentes de automóvil, y ninguno de ellos ha constituido una
experiencia agradable; en dos de ellos sorprendentemente salí con vida, lo que
me lleva a pensar que en las alturas alguien vela por nosotros aunque no seamos
merecedores de ello. Se afianza mi fe en Dios cuando considero que
perfectamente podía haber muerto y, sin embargo, no ocurrió aquel percance.
¿Qué me queda por vivir? ¿Qué me queda aún por dar?
En tres accidentes, los automóviles
quedaron destrozados, hasta el punto de que la grúa los transportó directamente
a un desguace. El primer automóvil que destrocé no quise verlo; el segundo, sí
lo vi, pero no por mi gusto. Verlo destrozado me causó una gran tristeza, tanta
que tuve que componer un poema para superarla. Por supuesto, ese dolor, junto a
tantos, perdura aún a modo de cicatriz. Es el que sigue:
DESGUACE
En el desguace
la hierba es rala y crece
furtiva entre los hierros oxidados.
Raídas estructuras de metal
se amontonan al sol que las calcina;
tuercas, ruedas, asientos, faros,
bidones con aceite y manchas
de grasa pueblan el desahucio,
salpican este viejo cementerio.
Se pudren bajo el sol las amapolas
y en el hastío vuelan sucios pájaros.
Mi viejo coche se amontona allí,
en la chatarra y el abandono,
sin sombra y sin pinar
bajo el sol calcinado,
su descarnada herrumbre al cielo.
Todos los míos, los que ya se fueron,
yacen también amontonados.
Del libro “Otra
vez la luz, palomas”
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©
Ad astra per
aspera.
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