UNA
REFLEXIÓN DE SEMANA SANTA
En principio, la culpa humana no es infinita,
pero si es debida a una ofensa inferida a Dios, sí es infinita. Quiero decir
que si el objeto de una ofensa, por grave que ésta sea, es un ser humano, por
ser éste una criatura y, en este sentido, portador de una finitud
constitucional, aun habiendo sido creado a imagen y semejanza de Dios, la
culpabilidad que podría engendrar aquel que la infiere tendería a extinguirse
metafísicamente, o, por hablar de una forma que se me entienda, tendería a
diluirse en la mar del olvido y desaparecer con el tiempo. Pero Dios es
infinito; por tanto, la ofensa que se le hace toma el cariz de infinito, esto
es, adquiere el carácter de permanencia. Y, dicho esto último, habría que
matizar el primer aserto, ya que el hombre finito, en cuanto hijo de Dios,
adquiere la dignidad de la infinitud. La conclusión es clara: la ofensa, no
sólo a Dios sino al hombre mismo, toma el sesgo de la infinitud; la culpa
derivada de ella también.
Ponderar la cuestión planteada creo que es
importante, especialmente para un cristiano, porque si éste no lo hiciera tal
vez pudiera caer, utilizando una expresión de Hannah Arendt, aunque dándole
cierto sesgo, en una banalización del mal. Y esto sencillamente porque si para
su actuación se apoya en una mera ética de intenciones olvidando la de las
consecuencias, podría caer en errores de bulto, posiblemente irremediables, al
derivar su acción de contextos ideológicos en sí mismos deformados. En ciertas
ocasiones, incluso desde lugares desde los que no se debería oír, se oye cómo
la cuestión del mal se reduce a motivos meramente psicológicos; se obvia la
existencia del demonio, del tentador, y ese demonio se reduce a desajustes
psíquicos, con lo cual, a la larga y a la corta, se termina negando cualquier
tipo de sobrenaturaleza. Conclusión: el hombre pasa a ser el ombligo del mundo,
y ese hombre, sin ninguna otra referencia, se considera único dueño de su
destino, tanto de su felicidad como de su desgracia.
Desde mi inteligencia lega, no puedo estar
menos de acuerdo con ese tipo de planteamientos; primero, porque teóricamente
los considero erróneos, y segundo, porque pueden llevar, y de hecho llevan, a
la actuación banal, esto es, a la actuación tontamente grave. El mal, fruto de
un acto libre de la voluntad que opta por apartarse del designio divino,
produce siempre consecuencias desastrosas. Debido a él cayeron los ángeles
rebeldes, debido a él cayeron nuestros primeros padres, y debido a él crecen de
forma entrópica las desgracias que sufre la humanidad. No me voy a detener en
mostrar cómo los textos sagrados inciden en este pormenor, y cómo el diablo, entidad pervertida y pervertidora,
azuza el desconcierto, porque tal eventualidad viene escrita en mayúscula, en
negrita y, por si fuera poco, en subrayado.
Saldrá el teólogo
de turno a decirme que debería callar sobre las cosas que no entiendo y que
él, en razón de sus sesudos estudios, sí entiende, hasta el punto de que es depositario
de la verdad. No lo contradeciré, sino tan sólo vendré a señalarle en estas
fechas de Semana Santa el misterio del cristianismo. Dios, en un pequeño
planeta del extrarradio de una galaxia entre millones de galaxias, se encarna
en un ser inteligente y con voluntad: se hace hombre. Dios, infinito, asume la
finitud humana, y lo hace para rescatar al hombre de la miseria y abrirle las
puertas del cielo, en última instancia, para deificarlo. Pero la cosa no es
fácil, puesto que su vida terrestre, tal y como la muestran los evangelios, se
revela como una constante lucha contra el mal, en la que no sobran zancadillas,
lazadas y profunda animadversión. De
poco vale que expulse demonios o resucite muertos como signo de su divinidad,
porque al final, en el juicio más injusto de la historia, será condenado a
muerte de cruz. Vir dolorum, así lo
describen tanto Isaías como el salmo 22. Sin entrar en otras consideraciones, la
paradoja divina sobrecoge; esa muerte, la sangre derramada de Jesús en la cruz,
opera el rescate: la salvación de la humanidad.
Sería fruto de la ignorancia, quizá de la
vanidad, pensar que ese tipo de seres, inteligentes y libres, capaces de la
acción moral, entre tantos miles de millones de galaxias, por no hablar de la
multiplicidad de los estados de existencia o de los mundos paralelos, tan sólo
existen en un minúsculo planeta rocoso perdido en cualquier rincón del cosmos. Si
es así, ¿qué necesidad tenía Dios de encarnarse y morir patéticamente en ese
triste rinconcillo del multiuniverso?
Realmente sabemos tan poco, y aun con lo poco
que sabemos, cabe la sospecha de un drama de dimensiones cósmicas. Hay aquí, en
el gesto divino, algo más de lo que unos ojos miopes podrían ver. En mis
entendederas, para que de tal manera Dios realizara el ajuste del desajuste, el
desajuste no podía ser el meramente psíquico de algunos pequeños seres perdidos
por ahí, sino más bien uno de raíces espirituales que afectaba de la totalidad
del cosmos y también involucraba a esos pequeños seres; de lo contrario no
hubiera hecho falta ni la encarnación ni la posterior muerte de la Segunda
Persona de la Trinidad. La derrota de los demonios y del mal por ellos
instigado exigía su sacrificio, la expiación de la culpa humana no era posible
sin el concurso de Dios mismo… ¡casi nada!
A lo sumo, el infierno existe pero está
vacío… ¡Ojalá!
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Jesús
Cánovas Martínez©
Ad
astra per aspera
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