PUBIS
PÚBER
ANTONIO
SOTO
¿Es Antonio Soto un provocador? Sí. Por eso, y
porque yo también lo soy, me cae bien. Sin embargo, hay diferencias: un
servidor provoca escribiendo poesía religiosa; Antonio Soto lo hace escribiendo
poesía erótica. Y de este erotismo es del que vengo a hablar. En una entrega anterior
al libro que nos ocupa, Pubis Púber,
Antonio ya había abordado esta temática. Se trataba de una obra en cuyo título,
Lolitas, con un guiño claro a
Nobokov, se insinuaba la frescura o nubilidad del deseo, y sus páginas no
desmerecían tal insinuación. Se cantaba en él la plenitud del gozo y, en sí
mismo agotado, su posterior desencanto; la consiguiente soledad de la carne le iba a la zaga. No obstante, Lolitas, en la apreciación de su autor,
abordaba la temática desde un punto de vista
urbano; Pubis Púber lo hace desde
la misma esencia del erotismo.
Alguien que hiciera una lectura rápida de Pubis Púber podría llegar a la
conclusión de que es un libro sinvergonzón sin más, pícaro, donde el autor da
rienda a sus instintos adornándolos de clasicismo romano estilo Lucrecio,
Ovidio o Catulo, o de sensualidad árabe, tal vez a lo Al-Mutamid o Ibn Zaydun
de la Taifa de Sevilla o a lo Omar Khayyam de Persia; pero, quien pensara así,
se engañaría y sería índice de que no ha entendido el libro. No comparto en
absoluto tal tipo de lectura, ligera y simplona. Por de pronto, cabe
desentrañar en la obra más de un eje de sentido; me concentraré en dos de estos,
quizá aquellos resaltados con trazos medianamente gruesos: su incidencia en
temas de metapoética, o, si se quiere, colaterales al devenir de lo poético,
por un lado, y la belleza con que canta la celebración erótica, por otro.
Antonio Soto no tiene pelos en la lengua para
señalar una serie de pestes que asolan, y azotan, la poesía. Primera peste: La venganza del mediocre. Sean los
Demetrios, malos poetas y malas personas, que se permiten el juicio
pretendidamente gracioso sobre aquello que ni entienden ni, como es de recibo, está
a la mano de sus posibilidades; son estos los que, azuzados por la picajosa
envidia, proyectan en los demás la propia estulticia de la que son acreedores
El autor, consciente de ese tipo de adosados,
les adjudica un poema. Más parece una admonición o conjuro:
Que las musas te confundan, Demetrio,
pues eres pésimo poeta
y mala persona.
Me han contado que todos temen
tu lengua envenenada,
cosa que a mí nada me asusta.
Si has de nombrarme
cuida bien tus palabras,
no vaya a ser que te quedes sin boca.
Tras la advertencia a los Demetrios, el autor
señala otro lastre de lo poético; se trata de la segunda peste: La maricona loca. Pertenecen a este tipo
todo ese atajo de maricones (entiéndase bien lo que digo: hablo de maricones,
no de homosexuales, ponderando debidamente la distinción, ya clásica, realizada
por J.A. Goytisolo) que se acercan a este mundo, no porque hayan sentido alguna
vez la escritura como una necesidad sino para satisfacer sus perversiones.
Hacen un daño terrible, pues engañan con su labia, seducen y pervierten la
inocencia. Entre las confusiones que pululan por sus locas cabezas, les anida
la idea de que los demás poetas son como ellos, cosa que no es así. Podría
tener hasta gracejo dicha confusión. El problema es que las buenas gentes
pueden ser inducidas a error y llegar, de este modo, a emitir consideraciones
equivocadas dignas del correctivo dado a los Demetrios. Para que nadie se lleve
a engaño, ni tampoco llegue a opiniones tan injustas como lamentables, resulta
interesante señalarlos. Sean los Venusios:
Jovencitos,
guardaros de Venusio
y de
sus malas artes,
pues,
no es la poesía
lo que
le atrae y busca con esmero,
sino
vuestros hermosos culos
y
vuestras pollas duras.
Tercera peste: El plagio sin escrúpulos. Los plagiadores son legión, abundan en
cualesquiera círculos y hay tantos que no se pueden dar nombres. El plagiador,
por descontado, no es aquel que por sola mímesis (capacidad, por otro lado,
propia del buen poeta) llega a escribir al estilo de los poetas que admira,
sino aquel otro que cobra piezas cuando es llamado como jurado de premios, o ese
que pulula por los ambientillos donde se cuecen las habas y va de taller de
poesía en taller de poesía agarrando lo que no es suyo, o el que se erige en
autoridad de lo poético por su propia gracia y deliberadamente roba lo que el
inocente le lleva creyendo haber reconocido en él a un maestro. Son depredadores
de la peor calaña, pues, tras la vampirización, ningunean al copiado. Antonio
Soto los increpa:
¿Qué
derecho o razón os mueve
a robar
la voz que no es vuestra?
Si la
historia estuviera
llena
de miserables,
vosotros,
plagiadores,
seríais
los campeones de la mierda.
Y, por
si fuera poco, como coda de estas pestes, los Cornelios, los Glaucos...
aquellos que se empeñan en sacar agua de donde no hay, los malos poetas que insisten,
insisten y torturan las almas cándidas o débiles incapaces de una huida a tiempo.
Cuarta peste: El atascado insistente.
A los Cornelios, aconseja:
Cuando nada hay que
decir,
más
vale no insistas
en lo
dicho, Cornelio;
pues,
de qué te sirve
decir
siempre las mismas palabras
y los
mismos versos.
Así,
que guarda silencio
y no
nos tortures con más de lo mismo.
Con los Glaucos es más agresivo:
Hoy, he
leído tu último libro, Glauco,
y
rápido me fui al retrete.
¿Hay más pestes que asolen lo poético?
Indudablemente, sí; pero nuestro autor, generoso, no insiste. Ha trenzado en su
libro poemas que advierten al lector sobre estas desgracias; certeramente
intercalados proponen matiz y procuran deshago. Pero son intenciones más
interesantes las que llevan al centro de los motivos del libro: Hablemos ahora
de lo erótico tal y como aparece en él.
Pubis
Púber
canta la belleza de la mujer (que es lo que un hombre tiene que hacer), el
milagro de su existencia, la pasión irrefrenable con la que se la desea:
Todo en
ti es milagro:
vulva,
labios, flor...
Beso
negro de mi boca,
por ti
se cierran los mares
y se
desbordan los ríos,
por ti
y solo por ti
vivo y
muero.
Rincón
oscuro de mi alma,
llaga
roja de mi sed.
Sí, hay en el libro un deseo protervo que
cabalga al lado de una excesiva genitalidad, pues no aparecen en él cuellos de
garza, glaucos ojos, marfileñas manos, pomposos epítetos o pedanterías
tramposas que distraigan la atención de lo fundamental: se va derecho al sexo, al
pubis, a la carne. Ahora bien, dicho esto, cabe la salvedad de que con ello,
junto a ello, en nombre o en razón de ello, se ha producido una toma de
consciencia, y esta no es otra que aquella que pondera el sexo como motor de la
vida, en sí mismo inocente o grácil, y que por él se transforma la misma carne
en materia del vuelo. Aparecerán los pájaros, por tanto: Pájaros que cantáis sobre los árboles/ que mi amor despierte de su
sueño/ oyendo vuestra música dulce... Lo básico del deseo se trasciende; no
veo yo aquí un amor ciego entre cuerpos que se chocan y satisfacen una
necesidad puramente animal. Si es verdad que todo hombre o mujer llegados un
momento de sus vidas sienten en ellos una fuerza que viene de lejos y los
zarandea, de la que no son dueños y apenas comprenden o controlan, también es
verdad que esa fuerza pronto se reviste de una corporeidad concreta, y por tal
cuerpo en singular, adquiere nombre. No me sorprende, por tanto, que los poemas
de Pubis Púber, incluso los que el
autor pretende más procaces, otorguen un nombre a la amada.
Hablaba C.S. Lewis en el capítulo que dedica
a Eros de su libro Los cuatro amores de la nudez. La nudez es eso, lo que queda
después de desprendido el envoltorio; los cuerpos desnudos se parecen unos a
otros, hasta el punto de que pueden ser indistintos si la luz es difusa; esos
cuerpos propiamente se individualizan cuando están vestidos. Ahora bien, la
primera vestimenta que podemos darle a un cuerpo, y vestimenta esencial por
cuanto definitoria, es un nombre; por ese nombre el cuerpo deviene distinto
incluso en la oscuridad. Antonio Soto da nombres, y muchos: Laura, Fídula,
Lucrecia, Claudia, Lucia, Lumila, Herminia, Clodis... Todos ellos invisten a la
hembra, la convierten en mujer, la individualizan; por ellos la mecánica del
deseo se convierte propiamente en Eros. El sexo, Venus Afrodita, común a todos
los hombres en cuanto deseo animal, ciego y mecánico, por el nombre revierte,
repito, en Eros: en deseo concreto, singular, definido; por tanto, ya no es
deseo sin más, sino que es deseo humano, preludio del amor.
Pero
hay más: por esta multiplicación indefinida de nombres, Antonio Soto consigue
celebrar a la mujer en sí misma, como pura femeneidad; las mujeres a las que
canta son todas las posibles, y siendo todas, lo femenino ancestral se eleva en
su canto: todas ellas se individualizan, pero todas ellas son una, vasto el
amor y potente.
Mi
corazón palidece al verte, Fídula.
¿Qué
veneno pusiste en mi copa
que a
todas horas te deseo?
Si miro
a unos ojos, son tus ojos los que siento;
si me
hablan, es tu voz
la que
suena en mis oídos;
incluso,
cuando miro la Luna,
es tu rostro, Fídula,
el que estoy mirando.
La pasión es olvido de sí, y lleva a un
hombre y a una mujer a devorarse mutuamente, a trascenderse, trasparenciando
sus cuerpos, el uno en el otro. Comunión profunda, profundo amor; profundo
deseo que no se satisface sino ardiendo en su propia hoguera. Sí, esto es
cuestión de hormonas, pero hay un plus: el plus de la libertad debida, el
encuentro en el amor. Entonces, verdaderamente es maravilloso. Sexo con pasión,
sexo con amor, sexo en que un hombre reconoce a su mujer y la llama Eva, carne
de mi carne y huesos de mis huesos. ¿Habrá algo más maravilloso que esto? El
amor con sus penas, con su melancolía, con su plenitud. El sexo-amor de la
pareja, el amante penando ante la ausencia de la amada porque todo lo llena
ella, porque la amada se convierte en la totalidad del mundo.
Pájaros
que atravesáis las distancias,
id a
decirle a mi amor
que mi
corazón está triste
como
aquellos árboles bajo la niebla.
El sexo puede existir sin amor, pero no el
amor, si de pareja hablamos, sin sexo (lo que lleva a ponderar como algo
implícito el hecho de que, entre los dos seres que se aman, junto a la
atracción sexual, tienen que existir más atracciones, sean estas emocionales,
intelectuales o espirituales). Si antes he ponderado una reflexión de C. S. Lewis,
vengo ahora a traer otra. Señala este autor que frente al deseo de la carne
caben tres actitudes. Las dos primeras son antitéticas y se caracterizan porque
ambas absolutizan el cuerpo; la tercera, en cuanto equilibra y supera a las dos
anteriores, lo relativiza. La primera actitud es la del asceta, y consiste en
la negación del cuerpo; muchos abusos se han hecho por quienes la han adoptado.
La segunda es la que convierte el cuerpo en religión, religión fálica, orgía de
los sentidos, bacanal, desbarajuste, y no menos abusos se han realizado en su
nombre. La primera actitud supone la esclavitud del cuerpo ejercida por el
espíritu; la segunda, la esclavitud sin más del cuerpo por el instinto, pues se
niega el espíritu por el cuerpo. Podíamos seguir reflexionando y llamar a la
primera actitud luciferina, propia de ciertas élites; mientras que, a la
segunda, la llamaremos satánica, propia de las masas: son insanas las dos,
inhumanas, destructivas. Al respecto, podemos traer la conocida reflexión de
Pascal: «L’homme n’est ni ange ni bête; et le malheur veut que qui veut faire
l’ange faite le bête». (El hombre no es
ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien quiere hacer el ángel hace
la bestia.) Es una frase tan cierta como lapidaria; por lo tanto,
conformémonos con lo que somos: hombres. Por eso vengo a ponderar la tercera
actitud de la que habla C.G. Lewis frente al cuerpo. Es aquella que
simpáticamente expresa san Francisco de Asís cuando llama al cuerpo hermano Asno.
Están aquellos que piensan que domar el sexo
es domar y, en consecuencia, cabalgar el tigre, y cuanto antes se realice, más
pronto se escapa de la esclavitud a que nos someten los sentidos; se asciende,
de este modo, al reino de la libertad. La emasculación de Orígenes, la soberbia
de ciertas sectas, religiosas o gnósticas, son ejemplos claros de aquello a lo
que puede llevar tal actitud. Pero el cuerpo dejado a su antojo no es menos
peligroso, porque si cierto es que nadie puede hacer el ángel sin hacer la
bestia (y no hablemos del efecto de rebote), tampoco se puede hacer la bestia
sin que se induzca una degradación, con el permiso de la bestia, de la misma bestia;
no es cosa baladí que cualquier perversión que se pueda imaginar en materia
sexual, el hombre ya la haya realizado. Un ser de fuertes extremos este que
llamamos humano... ¿Entonces? Pues dar al César lo que es del César y a Dios lo
que es de Dios; por eso yo me inclino por las opiniones de Lewis o san
Francisco: Al enfocar debidamente el sexo, esto es, de manera equilibrada,
resulta todo tan sencillo como cabalgar un tranquilo, renuente, patético,
sufrido, tozudo, risible asno. Dicho lo precedente, no sé por qué, detrás del
ritmo al trotecillo de las páginas de Pubis
Púber, la ironía que a veces destilan, y contemplando los delicados, y casi etéreos, dibujos de la propia mano
del autor que lo ilustran, veo a un Antonio Soto un tanto juguetón.
Pubis
Púber
es un libro fuerte, espeso como el vino, donde no se da cabida al remilgo. Un
mojigato se puede asustar ante él; un degenerado, lo puede malinterpretar; pero
una persona normal lo ve como lo que es: una expresión poética del amor en su
acepción básica de genitalidad o Venus Pandemia, y aun así, genitalidad que
pugna por trascenderse, alcanzar la ternura, la perfecta emoción y la belleza
ardiente del espíritu; y, de este modo, remontando sobre el mismo Eros, llegar a
convertirse, en definitiva, en Venus Urania, según la vieja distinción
platónica.
Veamos, para terminar, un delicioso poema,
donde el suave encabalgamiento de sus versos aproxima de forma exquisita esa
tersura entre las flores ceñida, el leve roce del recuerdo de la lluvia y de
las manos de Lumila:
Hoy ha llovido,
Lumila,
y todo
ha recobrado su esplendor.
El
alegre canto de un pájaro
sobre
las ramas del ciprés,
me ha
recordado la belleza
de tus
manos, acariciando
la
levedad de los jazmines
y de
las rosas.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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