DE
NOVIEMBRE
ELVIRA VICENTE BERNABEU
Cada mes tiene su luz propia y, por tanto, su
belleza. La luz de noviembre es nítida y diáfana, aterciopelada; en ella, los
seres, los objetos, las cosas, bailan rotundos, adquieren nuevo peso o medida y
suenan con una extraña y honda densidad. Cuando esa luz es sesgada por la
tarde, oros límpidos se derraman o sangran, fúlgidos como heridas, traspasando
la tenue dulzura del aire; los montes, a lo lejos, azulean, y, desde ese azul,
se trasmutan poco a poco y cambian hacia los tonos del malva o el añil. ¡Cuánta
belleza asoma de repente! En un momento la luz se hiere de melancolía y una
grácil nostalgia se mece sobre el algodón de los cúmulos del cielo. Tintinean,
a lo lejos, las campanas de una vieja iglesia, el viento arranca leve gemido de
los álamos y los cañares del río susurran al paso de las mansas aguas que
caminan hacia el olvido. Es conveniente contemplar esa belleza sencilla que
pronto ocultará la noche. Se serena el alma y se recrea, se tranquiliza con el
leve sosiego que la invade. La luz se escarcha entonces y en roja cereza
fulgura; se riza el cielo. Unos pájaros remotos se elevan, acarician el último
resplandor de la tarde con su vuelo. Sopla un viento frío, oscilan las hojas
viejas de los árboles y de los tejados de las lejanas casas sube un humo lento
con olor de hogar. La noche comienza a cuajarse de estrellas.
Una extraña melancolía se nos adentra durante
este mes, nos invade a grandes pasos los espacios íntimos del alma. Llueve
entonces dentro de esta, porque presentimos la caducidad del mundo. Los días se
van acortando con vértigo y la noche se gana a sí misma en una batalla sin
tregua. Como al mundo, como a la noche, como al día, así sucede con todo. Los
ciclos de la naturaleza se suceden imparables; si pronto fue el renuevo de la
primavera, pronto pasó, y ahora, cernido el otoño a su ala de frío, se
contrasta inerme con la muerte. Fuerte es la luz que se abrasa en sí misma
entre sus oros cuando el poniente gira. Pero si el amor es más fuerte que la
muerte, más allá de esa luz deshecha, el amor será sello en el corazón, y donde
esté el corazón estará el amor. Y el corazón no muere, porque el corazón es
centro. Tal verdad expresa el Cantar de
los Cantares del rey Salomón.
De
Noviembre,
al igual que el mes del que toma su nombre, es un poemario que desprende una
intensa melancolía, un intenso pesar que aploma el alma, y aun así es dulce y
tenue porque en él viene a anidar el amor. Elvira Vicente, llegada a la
madurez, con voz serena y fluidez en su verbo, canta a un mes bello y trágico,
porque entre la caducidad de las cosas que la rodean, la anchura de las ilusiones
rotas o los sueños caídos sin remisión, viene a contrastarse con el amor.
Vida/amor, desolación/muerte, fuerte claroscuro en danza de sombras y
esperanzas que nos traerá este libro con el ligero soplo del viento; cárcel de
amor, en definitiva, pero cárcel bella y sublime, de frío aterida también,
porque el alma de la poeta queda ilusionada de una ternura que recuerda el
último canto de los cisnes.
Déjame
entrar en ti amor-noviembre,
en tu reino de sombras
y
traducir el regalo que me diste.
Crear una red de palabras o de belleza parece
ser que intenta la poeta, donde a esa sensación lánguida de la muerte venga a
acoplarse la del amor como si fuera nueva primavera florecida en noviembre. La
atmósfera que el libro crea es sombría y esperanzada, el lento sesgo que la
autora da a las palabras imprime desolación y esperanza. Los recuerdos de la
muerte irán parejos al despertar del amor. Encontramos poemas traspasados por
una intensa nostalgia, una melancolía que suave se desborda: Elvira nos va
dibujando, casi con un dedo que escribe en el vaho de los cristales, una
impresión, una sensación, en frases fatigadas de tristeza, acunadas de sueño
último, de intensísima emoción:
Primero de noviembre:
Monótona
presencia de la lluvia.
Acueductos lacrados con cemento.
Parcelas
aliadas con la muerte.
Sentencias en latín, llanto de incienso.
Todo un jardín me
aguarda
trasnochado y doliente.
Primero de noviembre:
Réquiem por un puñado de promesas.
Epitafio
olvidado entre cipreses.
Un pincel frágil y
efímero, un ritmo sereno y lento, teñirá el caer de las hojas amarillas.
Noviembre avanza y ya la niebla y la
noche/ conspiran por las calles del otoño. La poeta toma consciencia de tal
verdad irrebatible; sus acuarelas se convierten en versos, rotos y
fragmentarios, donde la brevedad del poema agranda sobremanera las
posibilidades de la evocación: Se han
dividido en mil todos los versos/ como gotas de hambre. Y los fragmentos
rezuman preguntas que trazan un mapa donde es difícil la orientación, pues
también cae la niebla en el alma perpleja y la mente confunde los sentidos: Mi mente se entretiene en pequeñeces/ y me
atrapa la duda/ desde el ser-o-no-ser
al no-sé-dónde. Pero sigue avanzando noviembre, centro del otoño; se
difuminan más y más los contornos de las cosas, las formas pierden sus lindes,
el pasado se confunde con el futuro y el mismo presente queda abolido: la
sensación de muerte y caducidad es patente y preludia el ingreso en la nada.
Entonces sucede el milagro, la rebeldía de la poeta a aceptar sin más un
protervo acontecimiento, un destino irreverente o irrebatible: He de encontrar un sitio en el escombro/
donde reconstruir mi primavera. La idea de un viaje sin retorno, de un
andén perdido entre esas antiguas estaciones por donde pasan los trenes y
silvan, ronda por el poemario; pero hay un último vagón de ilusiones que aún es
posible tomar, cuando han escapado tantos abriles y mayos, días otrora luminosos:
Por el puente de abril/otros mayos,
octubres o diciembres/ escalan presurosos/ el último vagón. Florecerá el
amor entre la niebla y su mariposa aleteará libre, sin trabas o condiciones;
entre los difuminados límites o recuerdos grises del ayer, aparecerá la luz;
desde los tardíos ocres surgirá el esbelto azul: el núcleo irremediable donde
la vida conforma su sentido:
Se han disuelto en la nada
del tiempo
casi todos los contornos.
Sin embargo,
persigo
mariposas azules todavía.
Bésame ahora
y diseña sin
núcleo
la escena irremediable.
En la consideración
de la poeta, el amor detiene el tiempo y produce locura, enarbola una
inconsciencia que desborda la memoria: Vértices
de locura/ que apuntáis siempre/ al centro de su boca. Es una locura triste
y alegre, locura de amor, trágica, apasionada, en sombras: Desde el inmenso incendio de tu boca/ te susurro palomas de tristeza.
Esa locura-amor imprimirá sentido a los nuevos días. Sí, llegó noviembre con
sus nieblas, con sus incertidumbres, con el presentimiento de una inerme
blancura, con su pábilo ardiente entre las sombras… pero para dar fin a sus
propias sombras, locuras inconclusas o promesas quebrantadas, para dar fin a la
indefensa pureza sospechada y concluir con un ciclo de tiniebla y miedo, para
abrir el alma a un nuevo renacer:
Frente
al desvelo gris
donde llegó noviembre
después de tantos
miedos recorridos,
quiero brindar por todas las promesas
y todas las
locuras inconclusas.
Elvira Vicente se
desborda, danza con el otoño, arrolla con su canto: Entretuvo mi noche/ con un diluvio de margaritas lentas. Aun así
sabe de la gratuidad del amor; este es un don, y por eso la noche —su noche—
gime hambrienta de otra luz, cegada
por tanto olvido acumulado, por los conclusos años que en un momento mágico se
incendian de la maravilla presentida: En
mitad de la noche/ gime, gime la luz./ Ciega de tanto olvido. De noviembre está agitado por alas de
belleza y emoción, por la sinceridad con que se celebra la llegada del amor y
el intento de convertirlo en la flor del instante de ese otoño amarillo, quizá
inmarcesible, eje y sentido de la vida:
Nada
puedo ofrecerte,
salvo este leve brote de armonía.
Nada debo pedirte,
quizá un espacio
corto de tu ritmo.
Nada está calculado,
vivamos este instante
y sus esencias.
Sin romper el silencio.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez ©
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