LEOPOLDO HÉRCULES DE SOLÁS
Enmarcan La
casa de la noche de Leopoldo Hércules de Solás dos citas iluminativas y un
prólogo cargado de emoción e intensidad poética de la mano de Antonio Marín
Albalate. Al proponer las citas, el autor declara las intenciones que lo animan; el lector, por tanto, teniéndolas presentes, conforme discurra por
las páginas del libro, irá desmadejando sus implícitos significados, y llegará
a exclamar al final de su lectura: ¡Ah, era
esto mismo lo que yo pensaba! La primera cita tiene un sentido
programático, y es de Pedro Mateo: Fugaz
es la vida, un soplo de viento/ sobre las arenas del desierto; la segunda,
posee un sentido conclusivo, y es de Eugenio de Andrade: El cuerpo nunca es triste;/ el cuerpo es el lugar/ más cercano donde la
luz canta. Sólo en el alma la muerte hace su casa; en medio de ellas, los
treinta y tres poemas que componen La
casa de la noche. Quiéralo el azar o la necesidad, como tal vez diría Borges, ese manojo de poemas en número de 33, muestra antológica del hacer
poético del autor, convoca especial vibración; es esta la de los altos ideales,
sean artísticos, intelectuales o espirituales, y la persona que danza en esta
vibración puede llegar al olvido de sí, ofreciéndose ella misma en holocausto
por su ideal. Así era Leopoldo, pura entrega; no he conocido persona que estimara la amistad
en más alto grado que él, tanto, que podría decir sin equivocarme que le rendía
culto, y a ese su fervor por la amicitia añadía otra nota de su carácter no menos significativa: su grandísima
generosidad.
Daba gusto estar con Leopoldo, y hasta a Mª
José, renuente por principio para estas cosas de la poesía, le gustaba ir a
Cartagena a los recitales de mengano o perengano, porque allí se encontraba él. Whisky, palabra y paisaje (título de una
de sus plaquettes), a los que se
añadían cigarrillos en abundancia y sobrado paisanaje. Después costaba trabajo
regresarlo a casa. El último bar cerrado, lo subíamos al coche (por aquella
época ya con las dos piernas amputadas), y lo llevábamos a aquella Villa
Lolita, su casa, a la que no quería entrar; la mujer pernoctaba, sus hijas, y
los gatos hacían la ronda por el jardín. Aun así, teníamos que quedarnos un
rato, que se convertía en una hora o dos o... Hablábamos de cualquier cosa, de
cualquiera de sus amigos, de pintores o poetas, de sus ancestros, aquellos
hidalgos gascones... Leopoldo era esencialmente comunicativo, y el tiempo
pasaba, sutil y entretenido, en su compañía grata, y nos reíamos porque de vez
en cuando hacia saltar la chispa del humor y la ironía, siempre inteligente,
nunca con ánimo de ofensa. Incluso si comentábamos algún claro ejemplo de desgracia
literaria, tenía la disculpa en la boca, una afortunada palabra de comprensión
para el interfecto.
«Perdone, señora, que no me levante, pero
arrastro la capa.» Fue la cortés frase, un poco a lo Groucho en su epitafio, que
dedicó a una amable y simpática señorona cuando, en busca de lugar donde
apaciguar la sed íbamos un día por la calle Mayor de Cartagena, esta se
acercó a saludarlo. Positivo, afrontando con valor aquella situación que le
privó de las piernas, mantuvo con una entereza encomiable la dignidad. Leopoldo
fue un hombre tremendamente vital, quería vivir intensamente, aspirar la vida a
grandes tragos.
La casa
de la noche
es un libro de lucha interior; su autor lucha contra las sombras de la vejez que
sobre él se ciernen ominosas y trata de conjurarlas. Supone el esfuerzo
titánico por elevarse desde la noche que le puebla el alma hacia la luz; se
trata aquí de abrir ventanas a la vida y conjurar la muerte certera, la que
siente tras sus pasos, detrás de sí. Mueven los poemas una intención de lucha,
de rebeldía, ante ese fatal destino, ante la anhilación que pronta se presiente. Su primer poema, Pisando tierra, ya declara esa lucha,
tremenda, agónica, que el autor nos irá desvelando a lo largo del resto de
poemas de la obra:
Era
ayer cuando soñaba
que por
fin podría recorrer
la
tierra en toda su anchura
sembrando
la huella de mis pisadas,
ahora,
monótonos ruedan los días
al
tiempo que ennegrecen
las
hojas de mis sueños...
Insiste el poeta: Pescador de lunas y estrellas fui,/ perro pastor en libertad/ como lobo
en delirio... Recuerda el pasado, la vida en libertad, el himno y la
celebración de la vida. Leopoldo habla de los dioses, que es como hablar de la
nada, porque al final los dioses y los sueños le han abandonado: ¡Oh, dioses!/ ¿Qué habéis hecho con mis
sueños? Y frente a esa imprecación y grito, el deseo ferviente con el que
pide vida a la vida: Quisiera con brío
poner término/ a este tiempo de cansancio,/ cerrar la roja llaga,/ de esta
ansiedad que me cierne. Aun así, ese cansancio vuelve una y otra vez, se
derrama extenso sobre el poeta y da cabida al miedo, aboscado entre sus
sombras: Por los años, olvidadas/ las
calles de la suerte,/ tengo miedo,/ miedo a esa noche/ que esconderá para mí/
toda la ternura de las imágenes. Esta tensión dramática traspasa todo el
poemario; la muerte se presiente próxima, y el poeta la ve como el cierre
definitivo de los días luminosos, de la alegría. En principio, Leopoldo no
postula ninguna trascendencia, pero hay un poema en que abre la puerta a la
esperanza, a un futuro de juventud inmarcesible donde, convertido en estrella,
le será posible caminar entre las estrellas. Aquí va el poema, ceñido de tenue
nostalgia, en francés, según el original:
Je
regarde le ciel
depuis
lontemps
en
pensant
que
très vite je serai
pèlegrin
de son azur,
voyageur
sans arrèt
à la
recherche inévitable
de
cette éclatante étoile
qui, un
jour non lontain
brillera
pour moi.
Pero mientras tanto, mientras que eso suceda
y la esperanza se pueble de estrellas como el cielo nocturno y límpido, el
autor reivindica su ser de tierra, la vida que late a su alrededor, la amistad,
el whisky, unos cigarrillos, un paisaje ameno en el que descansar la mirada
ante tanta desolación interna. La noche solo habita en el alma, pero no en el
cuerpo; y es aquella casa de la noche
si se deja poblar por la noche, si las sombras del miedo o la incertidumbre la
arrastran a la tristeza y la melancolía. El esfuerzo para vencer ese desasosiego que amenaza con inundar el alma será imponente, pues tomará la forma de una batalla que se sabe perdida; la
consciencia de que la vida en gran parte ya ha pasado, que se han deshecho
muchas ilusiones y no habrá posibilidad para el retorno a un tiempo más feliz o
ilusionado, que no habrá lugar a la reparación o enderezamiento de los errores
cometidos, sumen al poeta en hondas cavilaciones, en la atmósfera de una gran
devastación. El viento se ha llevado los gratos espejismos, los sueños yacen en
las antiguas almohadas y hoy los desvanes los puebla el polvo. Ante esta
desolación, el poeta se siente inerme bajo
el sórdido dintel de la noche/ acechado por esta jauría de fantasmas/ sin
remisión, naúfrago.
Recuerdos cargados de emoción me llevan a
realizar este breve apunte sobre La casa
de la noche. Conocía yo a Leopoldo de haberlo visto por La Puerta Falsa , pero
propiamente no llegué a entablar amistad con él hasta que los dos asistimos a
uno de aquellos Rincones de Poesía
que Paqui Sánchez Merinos organizaba en Las Palas. Él iba con Antonio Hernández
y Paquita, su mujer; yo, con mi inseparable Mª José. Terminadas las lecturas se
acercaron y nos propusieron salir con ellos a la noche, donde las fogatas
espabilaban las migas y el suave olor de las sardinas asadas venía a
confundirse con el de las sorpresivas carretillas y tracas. A la
caza del bocado, en aquella tibia noche de finales de junio, tuvimos ocasión de que
nos visitara la empatía y la naciente amistad, la que mantuvimos hasta que lo
quiso la muerte.
Agradecer a Ana Escarabajal su mecenazgo sería
poco, porque gracias a ella hoy tenemos esta pequeña joya, La casa de la noche, donde aparece recopilado lo más granado de una
obra dispersa en pequeños pliegos, plaquettes,
antologías o revistas de poca tirada. Pero la producción poética de Leopoldo Hércules
de Solás sigue esperando a alguien que se atreva a compilar tantos poemas
sueltos como dejó. Los que tuvimos la suerte de disfrutar de su amistad, en
orden a las leyes que esa misma amistad concita y al honor, nos cabe rendir un
homenaje a su memoria.
De momento quiero cumplir, no con una lágrima, sino con un titilante gladiolo de luz cuajada por el sol del estío, con tu penúltimo deseo, querido amigo:
De momento quiero cumplir, no con una lágrima, sino con un titilante gladiolo de luz cuajada por el sol del estío, con tu penúltimo deseo, querido amigo:
Los
sueños se han ido
entre
las sombras del tiempo.
Ellos
muriendo
han
abierto mi camino
hacia
el silencio.
¿Y
ahora? ¡Callad!
Que
nadie me diga
lo que
sé desde hace tiempo,
eso
sí,
llevadme
un gladiolo.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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