HABLA
UN EXORCISTA
GABRIELE
AMORTH
Unos cuantos son los libros publicados hasta
la fecha por el padre Gabriele Amorth sobre el tema del exorcismo. Habla un exorcista fue el primero, y en él quedó diseñado una especie de programa que de forma
paulatina se fue cumpliendo con posterioridad. Su primera edición data de 1990,
Roma (primera edición en español en enero de 1998, por Planeta), y a partir de
ese año se fueron sucediendo ininterrumpidamente sus reediciones. El padre Cándido Amantini, mentor y maestro del padre Gabriele
Amorth, abre el pórtico de su lectura con una Presentación, a la que le sigue una Introducción del propio autor en la cual expone los motivos que le llevaron a escribir la obra.
Habla
un exorcista
no es un libro doctrinal o teórico sobre la figura del diablo, se atiene más
bien a la experiencia de exorcista del propio autor; por eso vendrá salpicado
con multitud de casos dirigidos, por un lado, a ilustrar el poder
que Satanás ejerce sobre las personas, manifestado mediante las posesiones
físicas, por otro, a poner de relieve el poder de Cristo sobre Satanás,
ejercido con potestad durante su paso por la tierra y transmitido a sus
apóstoles y sucesores —«Llamó a sus doce discípulos y les dio autoridad para
expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia» (Mt. 10, 1); «A
los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre» (Mc
16, 17)—. Ese poder de Cristo muestra que Él es el centro de la creación, hasta
el punto de que solo con la invocación de su Santo Nombre, como dice el apóstol san
Pablo, «toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el abismo» (Filipenses
2, 10).
La obra tiene un claro sentido pedagógico y supone
una especie de vademécum puesto al servicio de exorcistas y sacerdotes, pues
según el padre Amorth «todo sacerdote debe poseer ese mínimo de conocimientos
para comprender si una persona necesita o no dirigirse a un exorcista». Dicho
lo cual, adquirir este tipo de saber, y el discernimiento que lleva parejo, no
hará mal a nadie; al contrario, le puede servir para ponerlo sobre la pista de
aquello que, rayano en lo extraordinario, y, más todavía, en lo preternatural, aparece como carente de explicación
para una mirada poco atenta.
Las víctimas del maligno comienzan por
experimentar un hado funesto alrededor de sus vidas; la mala suerte les
persigue y van cosechando un sartal de desgracias. En los casos menos graves
cabe hablar de obsesiones o vejaciones diabólicas. Las obsesiones son
acometidas de pensamientos obsesivos, muchas veces absurdos, que llevan a la
persona que las sufre a estados de postración, de desesperación y acunan en
ella deseos de suicidio. Las vejaciones consisten en trastornos de la salud que
pueden adquirir diversos grados; por lo general, el demonio suele atacar al
estómago o la cabeza, y las víctimas pueden llegar a perder el conocimiento,
cometer acciones impropias o pronunciar palabras blasfematorias de las que no
son responsables.
La acción del demonio contra sus víctimas es
radical y gradualmente se va generalizando, hasta el punto que afecta a todos
los ámbitos de sus vidas. Las suele atacar en cinco aspectos:
1)
En la salud, produciendo
trastornos físicos y psíquicos. Como queda indicado ataca generalmente a la cabeza
y estómago. Pero de forma pasajera, y en especial durante el exorcismo,
ocasiona en el cuerpo bubones, grietas, cardenales… Desaparecen haciendo la
señal de la cruz sobre ellos y rociándolos con agua bendita; igualmente, poner
la estola encima de ellos, los hace desaparecer.
2)
En los afectos el maligno pretende
romper matrimonios, deshacer noviazgos, enfrentar a los miembros de una familia.
Suscita disputas por motivos fútiles y confiere a su víctima la impresión de
que no es grata en ningún ambiente, de que se la evita y se la aísla; esta poco
a poco se sume en un vacío afectivo.
3)
En los negocios, los
bienes o el trabajo.
Imposibilita a la víctima para encontrar trabajo o a permanecer en él. No hay
motivos razonables, pero la víctima pasa
de la normalidad económica a la miseria, de un trabajo intenso al paro.
4)
En las ganas de vivir. La víctima adquiere
una incapacidad para el optimismo o la esperanza; la vida le parece negra y
angustiosa, sin posibilidad de salida, insoportable.
5)
En el deseo de morir. Este es el punto
final que el maligno se propone: llevar a su víctima a la desesperación y al
suicidio. Con respecto a este quinto aspecto, el padre Amorth indica algo
esperanzador. Y es que cuando la víctima se pone bajo la protección de la Iglesia,
automáticamente queda excluido. Así se señala lo que Dios respondió
al demonio respecto de Job: «Haz con él lo que quieras, pero respeta su vida».
(Jb. 2, 6).
En todo caso la acción demoníaca más grave es
la posesión; por fortuna poco frecuente, aunque según el autor por
diversas causas (prácticas espiritistas, maleficios, pactos con el diablo,
acción de las sectas, pérdida de la fe, reincidencia en pecados graves) sus
casos van en aumento. En la posesión el diablo se apodera del cuerpo de sus
víctimas (nunca de sus almas si estas no quieren ofrecérsela libremente) y lo
tortura hasta lo indecible; habla o actúa mediante sus poseídos y con
frecuencia se acompaña de manifestaciones paranormales.
Si es verdad que Dios permite que ciertas personas
experimenten esta acción diabólica, y no es extraño el caso de los santos que
fueron golpeados, flagelados o apaleados por los demonios, por otro lado las ha
provisto de ayudas de todas clases. La iglesia tiene sacramentales («signos
sagrados con los que, por una cierta imitación de los sacramentos, se
simbolizan y obtienen efectos sobre todo espirituales, por la impetración de la
Iglesia», conforme a la definición del Concilio Vaticano II) para este menester, y,
sobre todo, está dotada de un antídoto permanente contra el diablo y su acción:
la Santísima Virgen María. La enemistad de la Virgen con Satanás es patente
desde que en el Génesis, después de maldecirla, Dios le dijo a la serpiente: «Enemistad
pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la
cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Génesis, 3, 15). El padre Amorth
confiesa que cuando fue nombrado exorcista de la diócesis de Roma en 1985 por el
vicario del Papa, el cardenal Ugo Poleti, se encomendó a la Virgen María, le
pidió que lo rodeara con su santo manto y salvaguardara del demonio; ese amparo
siempre le ha acompañado. Especial fuerza de protección posee la imprecación
escrita por León XIII, de su puño y letra, al príncipe de las milicias
celestiales, San Miguel Arcángel, y que antes del Concilio Vaticano II se
rezaba, junto a una oración a la Virgen María, al finalizar la misa:
San
Miguel arcángel, defiéndenos en la batalla; sé nuestro protector contra las
maldades y asechanzas del demonio. Que Dios lo reprima humildemente te lo
pedimos. Y tú, príncipe de la milicia celestial, con el poder de Dios, arroja a
Satanás al infierno y a todos los espíritus malignos que vagan por el mundo
buscando la perdición de las almas.
El padre Amorth se concentra en el exorcismo.
El exorcismo es un sacramental instituido por la Iglesia que solo puede ser
administrado por los obispos o sacerdotes (nunca por los laicos) que han
recibido del obispo licencia específica y expresa. Se administra observando
cuidadosamente los ritos y las fórmulas aprobadas por la Iglesia, y tiene un
doble objetivo: en primer lugar, posee un fin de diagnóstico, en segundo, se
propone liberar a los poseídos.
Con respecto al primer objetivo, señala el
autor, que solo mediante el exorcismo se adquiere la certeza de encontrarse
ante una intervención diabólica; de este modo el exorcista puede valorar
correctamente los signos a los que
debe atenerse: antes, durante, después y en el transcurso del exorcismo. Y
esto, tanto para que no le sea fácil creer en una presencia demoníaca, como
para ponerlo en guardia contra los distintos trucos con que el demonio intenta
disimular su presencia. Insiste el padre Amorth en este punto, que considera
importante: El demonio siempre quiere pasar desapercibido y hace lo indecible
para ocultar su presencia; cosa contraria ocurre con ciertas formas de
enfermedades psíquicas en las cuales el paciente hace cuanto puede para
convertirse en centro de atención. Al hilo, hay que decir que las demonopatías
son refractarias a los tratamientos meramente psicológicos o psiquiátricos; como consecuencia se necesita un buen discernimiento que excluya una etiología
meramente natural de este tipo de sintomatología. Por de pronto, contra los
síntomas que manifiestan las personas poseídas nada pueden los fármacos comunes,
mientras que llegan a desaparecer con la aplicación de un socorro de orden
religioso. La duda, sin embargo, puede planear sobre una multitud de casos,
pero el padre Amorth es contundente a este respecto: se debería aplicar un
exorcismo breve, pronunciado en voz baja, que pueda ser confundido con una
bendición, pues «nunca un exorcismo innecesario ha hecho daño.» No hay que
esperar, pues, a que haya signos seguros, porque lo realmente grave sería que
por no haber sabido reconocer la presencia del demonio se hubiera omitido el
exorcismo, apareciendo después esta presencia de forma más arraigada y
virulenta.
¿De qué signos hablamos? No hay una casuística estándar, pero se
pueden reducir a los tres indicados por el Ritual como síntomas efectivos de posesión:
1) hablar lenguas desconocidas,
2) poseer una fuerza sobrehumana y
3) conocer cosas ocultas.
Ahora bien, señala el autor, que estos signos
se han manifestado siempre durante los exorcismos, pero nunca antes.
Con respecto al segundo objetivo,
la liberación de la víctima, el autor indica que es necesaria su colaboración, ya sea rezando, frecuentando los sacramentos o
simplemente yendo al exorcista. Como el afectado muchas veces está incapacitado para
darla, se inicia un camino difícil y largo, y no siempre, por desgracia, se
llega a la liberación. En cualquier caso, ayudan las oraciones de otros,
familiares, monjas de clausura, comunidades parroquiales o grupos de oración. Señala
el padre Amorth el poder del rosario y el recurso a la Virgen María, y la
intercesión de los ángeles y santos. También ayudan los correspondientes
sacramentales: agua, aceite y sal exorcizada. No poca importancia tienen en
este cometido las frases de la Biblia o las plegarias de alabanza, sean los
Salmos o los diversos cánticos. Las peregrinaciones a lugares santos obran en
favor de las víctimas. Las imágenes sagradas protegen, puestas sobre la persona
o en diversos lugares de la casa: puerta de entrada, dormitorios, comedor o
lugar donde se suele reunir la familia. No hay que descuidar ciertas medallas:
la medalla milagrosa, la de san Bernardino de Siena o la de san Benito. Dicho
lo precedente, el exorcista debe mantener una actitud humilde, sabiendo en todo
momento que quien obra es Dios y no él.
Advierte el padre Amorth la importancia de
atenerse a las reglas del Ritual de
exorcismos. Cuando se ha detectado la presencia y se procede a los
exorcismos, no se deben hacer preguntas inútiles o de curiosidad, sino, por el
contrario, solo se debe preguntar lo que es útil para la liberación. Lo primero
que se ha de preguntar es el nombre del demonio, si hay otros demonios y
cuántos, cuándo y cómo el maligno entró en ese cuerpo y cuándo saldrá de él.
Hacer que el espíritu maligno revele su nombre supone inferirle una derrota, pues esto
implica que ha confesado su rango y, por consiguiente, el exorcista sabe cómo
actuar contra él. Si la presencia del demonio
obedece a un maleficio, se interroga de qué modo ha sido hecho tal maleficio.
Si la persona ha comido o bebido cosas maléficas, debe vomitarlas; si se ha
escondido algún hechizo, hay que llevarle a decir dónde se encuentra para
quemarlo con las debidas precauciones.
La pericia del exorcista consiste en
encontrar los puntos débiles de los demonios. Unos, no resisten la cruz hecha
con la estola sobre las partes doloridas; otros, se oponen con todas sus
fuerzas a la aspersión con agua bendita. Hay frases, en las oraciones de
exorcismo u otras plegarias, ante las cuales el demonio reacciona violentamente
o perdiendo fuerzas; entonces, como sugiere el Ritual, se deben repetir
aquellas palabras.
Antes de que se produzca la liberación, ocurre
lo contrario que cuando se sana de las enfermedades: en estas, el enfermo
mejora progresivamente; en las posesiones, la persona afectada está cada vez
peor, y precisamente cuando ya no puede más, se produce la liberación. Hay un
momento delicado y difícil, pues, que
puede prolongarse mucho, en que el espíritu maligno muestra en parte una gran debilidad
y en parte intenta asestar sus últimos golpes. El ente demoníaco se resiste a
abandonar la persona, y manifiesta su estado de desesperación con expresiones
como estas: «Me muero, me muero», «Ya no puedo más», «Basta, me estáis matando»,
«Sois unos asesinos, unos verdugos; todos los curas son asesinos».
El demonio sufre mucho, pero también procura
dolor y cansancio a su víctima. Así, les trata de comunicar sus mismos
sentimientos: Él ya no puede más y les provoca un estado de cansancio
intolerable; él está desesperado e intenta transmitir su
propia desesperación; él está acabado, y transfiere a la persona la impresión
de que todo está acabado, que su vida ha llegado al final. A los poseídos se
les hacen cada vez más fatigosos los exorcismos y necesitan de
ayuda externa para no faltar a la cita con el exorcista, para rezar, para ir a
la iglesia o para acercarse a los sacramentos, porque solos no lo consiguen.
Para evitar recaídas, una vez producida la
liberación tras penosa sucesión de exorcismos, la persona no debe dejar de
practicar los sacramentos ni abandonar la vida cristiana, porque tampoco es
extraño el caso de que el espíritu maligno, como relata el Evangelio de San Mateo (12,
43-45), cansado de vagar por los páramos baldíos, regrese con otros siete
espíritus peores que él.
Yo sé que muchas personas cuando oyen hablar
de demonios, exorcismos y cosas por el estilo, estas les suenan, no diré a
música celestial sino a música infernal. En los últimos tiempos el nihilismo ha
hecho tales estragos en las psiques que lo serio se toma por baladí; lo que hay
que temer, a risa; y lo que son comportamientos francamente anormales, como lo
más normal del mundo. No debería ser así, por lo que a algunos habrá que
decirles que las cosas no son como las piensan, menos como las hacen, y que tal
vez ignoran bastante más de lo que creen. Les remito a que analicen las cuotas
de felicidad de que disponen; es un buen test a condición de mantener una sinceridad
impecable. Ojalá que en sus vidas no se vean contrastados con cierto tipo de
experiencias (la ignorancia, al fin y al cabo, de alguna manera protege), pero
por si alguna vez ocurriera lo que nadie desea y lo innominable les tendiera
ese lazo del que difícilmente se escapa, no podrán decir que no se les puso sobre
aviso.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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