He manifestado en más de
una ocasión que, al igual que Raymond Abellió, pienso que sólo existen tres
temas dignos de atención, a los cuales se puede reducir cualquier otro: el
sexo, el arte y la muerte. El tema de la felicidad, sin lugar a dudas, por su
ultimidad, cae del lado de la muerte. Años más tarde de la publicación de las
dos partes del artículito “Sobre la felicidad” en la revista “Fluido”, dirigida
por Nelson Moraga. Ricardo Cáceres, Inspector Jefe de policía por aquel entonces,
que supervisaba una revista del cuerpo con tirada de 25.000 ejemplares, si mal
no recuerdo, me invitó a participar en la misma. Tuve el honor de colaborar en
varios de sus números. En uno de ellos publiqué el siguiente artículo que podía
ser, perfectamente, continuación de los anteriores:
APUNTE EN TORNO AL TEMA DE
LA FELICIDAD
Siendo joven, o no tan
mayorcito como parece que me estoy convirtiendo, recuerdo que asistí a una
conferencia que impartía Fernando Savater precisamente sobre el tema de la
felicidad. Después de varios circunloquios, citas, derivaciones; después de una
palabra envolvente y un verbo fluido, de subidas y bajadas incesantes por los
cerros de Úbeda, aproximaciones y distanciamientos, el eximio profesor vino a
concluir que la felicidad no consistía en otra cosa sino en tener algo
importante de lo que ocuparse. En estar entretenidos, en definitiva. Pero a ese
entretenimiento le añadía la coletilla de que debía ser algo que nos
arrastrara, un objetivo firme y claro en nuestra vida; algo a conseguir, algo a
lo que dedicarse con pasión. Y no le faltaba razón al profesor. Cuando nos
entregamos de corazón a una tarea que literalmente nos absorbe el tiempo y la
vida, parece que pasan a segundo plano el sentir rutinario al que se acomodan
los días, el tributo a una naturaleza asaz agobiante o la servidumbre a que nos
incita el pacto con lo social. Sin embargo, a pesar de coincidir con Savater en
lo básico salí insatisfecho de las conclusiones de aquella conferencia, ya que,
a mi modo de ver, sin dejar de ser cierta su definición de la felicidad, se
quedaba un tanto a ras de suelo, pedestre, corta. Por de pronto, pensé,
adolecía de dos rasgos que no podían faltar en un hombre feliz: la paz interior
y la sensación de plenitud.
Que la medida de la
felicidad la da el hombre feliz, como paradigma, no ofrece la menor duda al
sentido común, pero si echamos una mirada por nuestro entorno comprobamos qué
pocos son los felices, y esta circunstancia supone algo que hasta cierto punto
puede descorazonarnos. Quizá sea debido a una incapacidad implícita de nuestra
naturaleza, una suerte de adolencia básica, aunque tal vez pudiera ser que no
nos han enseñado a ser felices. Los sistemas educativos tienden a delinear
correctamente el orden de nuestras ideas en cuanto a que estas sean
funcionales, esto es, obedezcan, utilizando cierta terminología, a intereses puramente
instrumentales; pero tales sistemas, hoy por hoy, inciden poco y malamente en
el mundo de nuestros afectos y emociones o en cómo se ha de realizar la
corrección de nuestra conducta en aras de la consecución de la felicidad.
Preciso que cuando hablo de educación, o sistemas educativos, lo hago en un
sentido amplio y no me refiero únicamente a las mescolanzas que se imparten en
nuestros centros de enseñanza, sino a los ejemplos o modelos que nos ofrece la
calle o la televisión, a esa atmósfera insoslayable y malversada que impregna
nuestro mundo. El caso es que no se nos enseña a ser felices y, a lo que se
deduce, ocurre justamente lo contrario: parece que nos han deformado para no
serlo. Nadie, repito, parece ser feliz del todo, por lo que este tema adquiere
carácter de urgencia.
¿Cómo abordarlo? Vayamos
por partes, lo primero que habría que precisar es que —coincidiendo con
Savater— difícilmente la felicidad puede consistir en la abulia, la pereza, el
abandono, el no querer nada, algo que sólo puede abocar al relativismo en torno
a los valores como antesala de lo que vendrá después: el nihilismo, el vacío
interior, y sus concomitantes psicológicos, la angustia y la desesperación. En
el mejor de los casos tal actitud nos llevaría a una mineralización de nuestro
ser o a una consciencia gris extendida sobre la superficie de las cosas. El
elemento pasión, pues, no contradice lo consustancial de la felicidad. Pero,
¿de qué pasión se trata? Ya Buda alertó sobre el hecho de que el deseo engendra
dolor. El deseo no satisfecho produce frustración y ésta es tanto más dolorosa
cuanto intenso es aquél. Pero aún si se satisface el deseo, éste no se
extingue; así que engendra nuevos deseos con más celeridad, los que tratan de satisfacerse
a toda costa envolviéndonos en un círculo de locura. En la tradición occidental
este carácter proteico del deseo es comparado con la Hidra , aquella con la que
luchó Hércules —hijo del cielo y de la tierra quien busca su morada celeste, es
decir, trabaja en su realización—, el prototipo del héroe. Cuando, Hércules, en
lucha denodada le cortaba una cabeza a la Hidra , a ésta le brotaban dos nuevas, lo que
simboliza que el deseo satisfecho no se extingue sino que rebrota con más
fuerza e intensidad. El héroe sólo pudo derrotar a la Hidra alzándola del
suelo; de esta forma, al no tocar tierra, perdió su fuerza.
Sublimar el deseo, por
tanto, trascenderlo, trasponerlo de plano o reconvertirlo, sería la única forma
sana de mantener un trato con el mismo; no se trata de anularlo, sino de
fijarlo en realidades no terrestres; así es cómo se puede acabar con la tortura
y esclavitud a las que nos somete. Y si volvemos a las consideraciones del
budismo —un cuerpo extraño a nuestra tradición occidental y, consecuentemente,
proclive a deformaciones o a ser torcidamente interpretado—, difícilmente
podríamos entender la disciplina a la que se somete el monje que busca su
liberación si por lo menos no lo animara un deseo: el deseo de anular todo
deseo. Propiamente lo único que tiene el monje en su haber es este deseo de
escapar a la rueda del samsara, la
rueda de la desdicha y de los sucesivos nacimientos y muertes a la que quedamos
atados por el Karma, la ley de
Cusa-Efecto, la misma que anima el deseo mundano. Dentro de la tradición
occidental diríamos que quien busca su realización lo mueve el deseo de salir
de la jungla del mundo. Para ello lo ha de transmutar y referirlo a otro plano,
y, de esta forma, convertirlo en fuerza ejecutora de la propia realización; lo
ha de convertir en deseo de búsqueda, en deseo de equilibrio, en deseo de paz,
en deseo de felicidad, en definitiva.
Aunque transitivos, todos
nosotros hemos sentido alguna vez estados de gozo y paz; incluso el hombre de
existencia más desgraciada puede mirar con nostalgia hacia su infancia en la
que el dolor no existía o se amortiguaba con facilidad. En aquel tiempo remoto
de nuestra niñez —me refiero a la primera niñez— vivíamos en un trato inocente
con las cosas y no sabíamos de la constricción a la que someten los límites; no
experimentábamos la culpa ni esa especie de rotura que nos aísla del todo y nos
hace sentirnos solos en un mundo cruel donde campea la voracidad: la ley de la
selva de la lucha de todos contra todos. La memoria nos trae a ráfagas aquel
recuerdo, y el recuerdo nos transporta a la esperanza de que quizá pudiera ser
recuperable; por tanto, según su recuerdo, a todo hombre se le ofrece una tarea
de magna importancia que implica al conjunto de su vida: reencontrar y hacer
efectivo un estado felicitario permanente, de armonía, de equilibrio, de paz
interior, de plenitud. Esta tarea la debe cumplir apasionadamente, pues si no
posee el deseo de escapar de su desgracia y querer ser feliz, difícilmente
podrá llegar a conseguirlo. En este sentido, sometida a la ponderación de cada
cual, se podría aventurar una máxima que podría constituir una primera
conclusión sobre este tema: “Si quieres ser feliz, trabaja para ser feliz.”
Nadie nos va a regalar
nada en tema tan trascendente; gratuitamente no llueven los alimentos, ni los
árboles dan electrodomésticos al alcance de nuestra mano. Sería un error pensar
que el futuro nos deparará algo mejor a nuestro presente; esto no es así, pues
muchos futuros son los que se han convertido en pasado y seguimos
experimentando la infelicidad, o tal vez nos encontramos peor que antes.
Tampoco cabe mirar hacia atrás y decirnos que ya ha pasado la mala racha que nos
atenazaba y compungía y ahora la vida nos sonríe; puede que esto sea cierto,
pero no sabemos por cuánto tiempo. No podemos estar supeditados a lo que nos
ocurra; nada externo a nosotros mismos puede hacernos felices, aunque sí
desgraciados. Un acontecimiento agradable nos ilusiona durante un momento, pero
no es garantía de nada, y menos de su permanencia. Las olas de la vida nos
ofrecen sin cesar tanto lo agradable como lo desagradable, por lo que no
deberíamos estar expuestos a tanto vaivén sin sentido; el tiempo pasa y la
muerte se aproxima. Dejar que la vida nos viva sin hacer algo al respecto
supone una grave irresponsabilidad que niega nuestra propia condición de
humanos y nos asemeja a los animales o las plantas; es ahí donde radica la
auténtica pereza, la sumisión servil a un destino siempre incierto que anonada nuestro
ser y lo anega en la grisura. Sin embargo, cuando se toma consciencia de un
problema, y si este es grave, nadie está tan loco como para no intentar ponerle
remedio. Ahora, concienciados de un desastre y una pérdida, experimentando la
infelicidad, ya tenemos algo importante en qué ocuparnos, algo que dé sentido a
nuestra vida y la realice: la búsqueda de nuestra propia felicidad.
Bien, ¿y en qué consiste
la felicidad? ¿Y cómo llegar a ella? Estas dos preguntas están en estrecha
correspondencia una con otra y la respuesta que demos a una concomitantemente
nos servirá para la otra. Aristóteles trata de responder a estas cuestiones en
la Ética
Nicomáquea, y lo hace, a mi modo de ver, de manera “filosóficamente” insuperable. Para el filósofo griego el fin del
hombre consiste en alcanzar su perfección, que no es otra cosa que la
felicidad; ahora bien, esta felicidad está supeditada al trabajo sobre uno
mismo, o, lo que es lo mismo, al cultivo de la virtud —del termino griego areté, excelencia, que los latinos
traducen por vir, fuerza—. La virtud,
para Aristóteles, es consecuencia de un hábito, y como tal consecuencia se
adquiere por repetición de actos, los que conforman nuestra manera de estar en
el mundo, esto es, nuestro carácter. Las virtudes así conformadas suponen las
excelencias a las que podemos llegar, ya sean de nuestro cuerpo, de nuestro ser
emocional o de la propia inteligencia. Lo propio de su consecución o no estriba,
por tanto, en nuestro propio trabajo y esfuerzo; por eso todas ellas vienen
formuladas en condicional, que podríamos resumir de esta manera:
1) En cuanto al cuerpo:
“Si quieres tener un cuerpo sano, desarrolla hábitos saludables, dietéticos,
gimnásticos, observa convenientemente los períodos de actividad y descanso,
etcétera.”
2) En cuanto al psiquismo:
“Si, por otra parte, deseas un carácter saludable, armónico, que te permita ser
dueño de tus pasiones o tendencias y de este modo dirigir tu vida, busca el
equilibrio entre tus pulsiones y potencias; haz que tu razón penetre y modere
según un justo medio toda la carga de visceralidad que posee tu ser.”
3) En cuanto a la
inteligencia: “Si, finalmente, quieres llegar a la comprensión de lo que es el
mundo y de ti mismo, cultiva las virtudes de la inteligencia que te harán estar
en posesión de la verdad según su diferente modo de enfoque.”
De entre todas las
virtudes, Aristóteles presta especial atención a la que él denomina prudencia —phrónesis, en griego—, la virtud del
equilibrio, que, en cuanto posee un carácter mixto, pues lo es tanto del
carácter como de la inteligencia, por lo mismo es la virtud reguladora del
resto de las virtudes del carácter y, por consiguiente, de toda la parte
tendencial del psiquismo. Alcanzar la prudencia, supone haber llegado a una
madurez en la vida, lo que se traduce en una suerte de sabiduría práctica —en
el sentido auténtico de esta expresión—, como, por ejemplo, pudiera ser la del
médico que, debido a su experiencia, conoce el remedio para la enfermedad, o la
del ecónomo que sabe lo que hay que hacer para optimizar una hacienda. Al igual
que ocurre en estos ejemplos, por la prudencia nuestra vida queda sometida a un
cálculo de medios para alcanzar fines, a una administración eficaz de nuestras
posibilidades en la tarea del vivir; a saber esperar la circunstancia o el
tiempo oportuno —Kayrós— para una
acción determinada, o a prever el futuro en la medida de nuestras
posibilidades. En definitiva, la prudencia supone la administración eficaz y
conveniente de nuestra vida. Hay en la literatura una figura que ilustra al
hombre prudente, y no es otra que la del Caballero del Verde Gabán, don Diego
de Miranda, que aparece en el capítulo dieciséis de la segunda parte del
Quijote, a quien Sancho, al conocer su modo de vida, en un arrebato besa los
pies al tiempo que exclama: “Déjeme
besar; porque me parece vuesa merced el primer santo a la jineta que he visto
en todos los días de mi vida”, y en cuya casa, después de algunas pláticas
sin desperdicio, el hidalgo de la Mancha se hospeda por una noche. Al idear
esta figura, Cervantes, impregnado de ese senequismo de herencia aristotélica
que recorre nuestro siglo de Oro, se sirve para exponer su punto de vista sobre
cómo debe ser nuestra correcta conducción en la vida. Dejo la sugerencia al
lector y le invito a que acuda al texto referido y lo saboreé por sí mismo.
Ahora bien, dicho lo
anterior, dos preguntas nos salen al paso: ¿Todos los hombres tenemos las
mismas posibilidades de alcanzar la prudencia, esa maestría de vida?; por otra
parte, y viniendo a nuestro tema, ¿podemos considerar feliz al hombre prudente?
Un no como respuesta para la primera
y otro no para la segunda. No
partimos de las mismas circunstancias en nuestras vidas; desde el mismo momento
del nacimiento existen las disimilitudes. Sea por la diferente condición
corporal, la inteligencia, el status social, la simpatía o antipatía del
temperamento, el momento, tanto histórico como geográfico del nacimiento, o
cualquier otra circunstancia que podamos pensar, cada hombre es diferente. Sin
embargo, esto dicho, también habría que añadir que las condiciones de salida no
invalidan la responsabilidad que cada ser humano tiene ante sí mismo, la tarea
que cada uno en particular tiene de optimizar su vida en la medida permitida
por sus límites; pues es cierto que hay quien lo tuvo todo a su favor y lo
perdió todo porque tontamente malgastó su crédito, como también quien no tuvo
nada y lo obtuvo todo porque cada obstáculo lo tomó como un acicate de
superación. En cualquier caso, debemos considerar que las circunstancias de las
que partimos son las mejores para cada uno de nosotros, sencillamente porque
son las únicas que tenemos; son el único suelo desde donde poder elevarnos.
Con respecto a la segunda
pregunta, Aristóteles tiene claro que regirse por la prudencia no significa alcanzar
la felicidad, aunque si sólo la prudencia consiguiéramos, ya habríamos
conseguido bastante. Instalados en ella, si no rozándolos, no estaríamos tan
lejos de poseer esos rasgos del estado felicitario enunciados más arriba: la
paz interior y el sentimiento de plenitud. Y es así, con la entereza de
carácter que da la phrónesis, que se
es capaz de resistir los embates del dolor y de afrontar con serenidad las
pruebas cotidianas a las que nos somete la vida. Cuando hemos conseguido un
grado de entereza suficiente, no nos perturba la banalidad ni las veleidades
del mundo; así, el dolor físico sólo nos puede afectar en lo físico, no más
allá, teniendo en nuestra mano la posibilidad de poder conjurar todo otro tipo
de dolor.
No obstante, la felicidad
como tal supone la emancipación de cualquier tipo de servidumbre, por lo que
propiamente, dice Aristóteles, no corresponde a los hombres —a no ser los muy
excepcionales—, sino a los dioses. La felicidad, al no contrastarse con lo
cotidiano —los intereses y menesteres de la cotidianeidad—, cuando se ha
conseguido, se ha conseguido para siempre, ya que una felicidad pasajera no es
felicidad sino distracción y huida hacia adelante. La felicidad, propiamente,
pertenece al sabio, y no al prudente. Podríamos considerar sabio a aquél hombre
que se eleva hacia lo divino, pues se ocupa de asuntos que no son propiamente
humanos a la vez que conoce la razón del ser de las cosas; la fruición con que
vive su vida, al no estar supeditada a los embates de lo cotidiano, es duradera,
y en cuanto duradera, de índole diferente al común de los mortales, incluso al
más prudente. El hombre sabio es, por consiguiente, el hombre verdaderamente libre.
Y esta libertad, y no otra cosa, corona su estado felicitario.
Yo no sé hasta qué punto
Aristóteles era heredero de una tradición esotérica —su maestro Platón sí lo
era—, y al distinguir entre prudencia (phrónesis)
y sabiduría (Sofía) estaba
estableciendo con nitidez una diferencia; a saber, lo que en nuestra tradición
hermética se conoce como los “pequeños
misterios” y los “grandes misterios”.
Los “pequeños misterios” son aquellas
acciones o prácticas que nos centran en nuestro ser, esto es, reducen la
horizontalidad y dispersión en la que vivimos a un centro; los “grandes misterios” son aquellas acciones
o prácticas, avaladas por el conocimiento, por las que a partir de este centro
conseguido, nos podemos elevar a estados superiores de ser. Los “pequeños misterios” nos centran como
seres humanos; los “grandes misterios”
nos catapultan hacia los dioses. Si, desde nuestra tradición occidental, damos
un salto a la tradición extremo oriental quizá podríamos iluminar este tema.
Así, el Taoísmo distingue entre el “tchenn-jen”,
el hombre que ha realizado la integralidad del estado humano y se convierte en
“Hombre Verdadero”, y el “cheun-jen”,
el hombre que partiendo del punto de realización anterior se eleva a los
estados superiores de ser y realiza la totalización perfecta de sus
posibilidades, deviniendo de esta manera “Verdadero Hombre” u “Hombre Divino”.
Si abundamos más en esta idea y comparamos el carácter emancipado que el sabio
ha de tener para Aristóteles, conditio
sine qua non de su felicidad, con las doctrinas taoístas, observaremos que
lo propio del “Hombre Divino” es la “extinción” que opera ante sí y ante el
mundo; esto no es otra cosa que la plenitud del ser alcanzada correlativa a su
“no actuar” —wou-wei—, el que,
paradójicamente, se convierte en plenitud de actividad, pues desde ahí dimanan
cualesquiera actividades particulares. Paralelamente, para Aristóteles, la
visión teorética o contemplativa del sabio constituye la forma más alta de
actividad.
Ciertamente, el hombre es
una paradoja situada a mitad de camino entre dos extremos. Utilizando el
simbolismo espacial anteriormente indicado, tanto por arriba como por abajo
roza con el misterio: por abajo, con la bestialidad; por arriba, con lo divino.
La felicidad cae del lado de lo divino y depende en cierta medida de nosotros.
La otra parte de la medida la aporta el toque del cielo.
Todos los derechos reservados.
Jesús Cánovas Martínez©
No hay comentarios:
Publicar un comentario