Este articulito
sobre la felicidad apareció en una revista de tirada muy reducida, y de la cual
salieron pocos números, que se llamaba “Fluido”. La dirigía un personaje harto
curioso, Nelson Moraga, un chileno que vino a arribar a las costas de Águilas
con una mochila al hombro y desde allí pretendió irradiar cultura. No sé qué
habrá sido de este personaje tan singular (quizá ande por ahí trotando mundos),
pero hubo un tiempo en que tuve el placer de colaborar con él en la difusión de
eso, de la cultura, en su sentido original de cultivar el campo.
SOBRE LA FELICIDAD
"Nulla est homini causa philosophandi;
nisi ut beatus sit" ("El hombre no tiene ninguna razón para filosofar, si no es para
ser feliz")
San Agustín de
Hipona
Quizá, como piensa San Agustín,
no haya motivo más grande para filosofar que la búsqueda de la felicidad. Sin
embargo, sólo se busca lo que no se tiene, y si la felicidad es plenitud,
concluiremos que buscamos nuestra plenitud. Así que, no somos felices porque no
somos plenos. Y no somos plenos porque carecemos. El límite de nuestra carencia
lo marca el miedo, la ignorancia, la emoción incontrolada. Por eso, en el
límite de nuestra carencia aparece el límite de la libertad. Ahora bien, puesto
que no somos libres (ya que si lo fuéramos seríamos felices), buscamos, en
consecuencia, la libertad.
¿Y qué es ser libre? Ser libre
es no ser esclavo; pero es algo más. La libertad es el estado felicitario de
plenitud al que quedan supeditados todo bien, toda verdad, toda belleza. Pero
hemos dicho que no poseemos la plenitud. La plenitud es anulación de distancias
entre nuestro pensamiento, nuestro sentimiento y nuestra acción: es la
actuación correcta que dimana de la interioridad correcta. Somos plenos cuando
sabemos y sentimos que nada nos falta. A veces, en nuestra vida, nos asalta el
sentimiento de plenitud y quisiéramos prolongarlo indefinidamente; deseamos que
no pase ese momento en el cual nos sentimos felices. Es triste comprobar
entonces cuán poco dura: sólo proyectamos el propio fracaso en tal intento o
deseo, pues otros sentimientos nos sobrevienen en seguida, como el de la
inanidad de las cosas o el del propio vacío interior; ahí radica su falsedad.
La felicidad, por consiguiente, no puede ser traslaticia; no es transitiva. En
la felicidad se está; es un estado; se alcanza y no pasa: es. De ahí su
plenitud. El paso, cualquier tipo de tránsito en lo que concierne a la plenitud
es el producto de un fracaso, la proyección de un error.
Y, sin embargo, somos tiempo…
Parece que nuestra vida es un deseo continuamente insatisfecho de plenitud,
pues ¿quién puede detener el tiempo de su consciencia y decir “aquí me quedo: soy feliz”? La temporalidad
que nos traspasa nos contrafronta con lo que somos y no somos, con la
percepción inequívoca de que todo pasa y se diluye y somos tránsito nosotros
mismos hacia la muerte, y el deseo, por otro lado incontestable, de querer que
esto no sea así; nos debatimos entre el sentimiento de la fugacidad y el deseo
de la eternidad, entre el no sernos y el sernos, asumiendo una consciencia
paradójica en la que luchan hic et nunc la
experiencia de la finitud con el anhelo de lo infinito. Nos escindimos de esta
manera; la escisión nos parte y divide. Según la intensidad de nuestra mirada
de sueño aparece la brecha, la distancia, el abismo; y en la dimensión que abre
esta mirada, según su intensidad, se instala el dolor, el sufrimiento, la
infelicidad. Por tanto: la distancia es la ausencia de la inmediatez con la
plenitud, el reconocimiento de nuestra escisión aumenta el dolor, y nuestra
nada, finalmente, se anula en la nada.
¿Qué hacer? Todo pasa por una
toma de consciencia de nuestra miseria. Puesto que ignorar un límite es no
saberse, y no saberse impide cualquier tipo de realización (y, por derivación,
la plenitud), el conocimiento de nosotros mismos en cuanto conocimiento de
nuestros límites supone el primer paso como remedio; luego llegará el orden. “¡Conócete a ti mismo!", prescribe
la máxima socrática y San Agustín marca un camino: “Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiori homine habitat
veritas” ("No quieras ir fuera, entra en ti mismo; en el interior del
hombre habita la verdad"). Si el centro de nuestro ser está descentrado y
baila en la periferia, hay que reencontrar su centro, recentrar lo disperso,
develar el corazón, religar la escisión. Hay que recoger, pues, los trozos
rotos; limpiar y asear la casa.
Recentrar, buscar algo perdido,
un ojo de aguja por el que poder pasar, una puerta estrecha; reconvertir, hacer
converger, aunar... Puesto que imaginar todavía no cuesta dinero, imaginemos:
Instalados en nuestro centro, ¿qué podría suceder? Vengamos a jugar: Cesa el
ruido, se desvanece el murmullo; nuestra esencia no rebota puesto que ya nada
importa, y entonces es cuando comprendemos que el centro de uno mismo es la
comprensión de que no hay centro de uno mismo. O tal vez sí… ¿Dios o el vacío?
¿Cuál de los dos?... En cualquier caso, desvincularnos de nosotros mismos
supone liberarnos, pues nadie se salva a sí mismo sino perdiéndose; un yo
falseado sólo es obstáculo (y lo es siempre) para la realización. Vengamos, en
consecuencia, a un acto de perdón con nosotros que sea capaz de desrealizar nuestra irrealización. La
pérdida de sí es una renuncia de sí consciente; una anulación de uno mismo y un
darse... esto es: plenitud y felicidad. ¿Es posible la paradoja? Si la paradoja
es posible, también es posible el milagro. La maravilla.
2
Los estados de ansiedad o
angustia son incompatibles con los de relajación y paz. O un estado o el otro:
lo pleno excluye lo vacío; la felicidad excluye la infelicidad. La debida
consideración de este postulado proporcionará una clave valiosa a la hora de
establecer estrategias que nos restituyan lo perdido.
En nuestra interacción con el
medio social estamos continuamente agredidos por estímulos perturbadores que
nos recuerdan los límites de nuestra carencia. Es cierto que no seríamos
agredidos si fuésemos plenos; pero, a falta de plenitud, por la agresión
tomamos consciencia del límite, y se desencadena el sufrimiento. Hay estímulos
especialmente aversivos, ya sea por su intensidad o por su frecuencia, que se
convierten en traumáticos. Siempre existe aquello que nos parece insalvable y,
al parecernos insalvable, lo reforzamos con ideas circulares negativas, lo
impregnamos de una inquietante emoción; entramos así en círculos de los que no
podemos salir sino difícilmente o con ayuda exterior, llámense estos estrés,
depresión, o, en sus formas más graves, sociopatías o psicopatías.
El niño es inocente cuando
nace; ahora bien, su naturaleza posee fisuras, brechas que tenderán a abrirse,
de tal modo que su sometimiento incesante al bombardeo de unas estructuras
sociales defectuosas y corruptas, desencadenarán en él un proceso de perversión
paulatina. Así, con el proceso mismo de socialización comienzan los
comportamientos circulares y erróneos, las conductas equivocadas. Se establece,
para el resto de su vida, una retroalimentación mecánica que será imparable:
las ideas equivocadas propician acciones equivocadas, y viceversa. Si
cualquiera de nosotros asume el lugar de este niño, nos daremos cuenta que el
gradual enrarecimiento de nuestro interior enmaraña el exterior, y que las
sucesivas proyecciones lanzadas nos serán devueltas en una acumulación
acelerada de distorsiones, de manera que no hará falta llegar al borde del
hastío o a episodios espasmódicos o paroxísticos para sentir que algo anda mal.
Por otra parte, se hace patente que, aunque no somos del todo plenamente
conscientes de tal adolencia de nuestro ser y de que la mayoría de las veces
nuestro juicio excluye la responsabilidad adquirida ante nuestro estado, la
certidumbre del propio desequilibrio deja paso poco a poco a la sospecha de una
seducción.
Si no podemos cambiar el orden
de los acontecimientos exteriores, sin embargo sí podemos cambiar nuestra
actitud hacia ellos, nuestra manera de resonar en el mundo. Este cambio actitudinal
no es imposible. No se trata de avocar a posturas estoicas en las que, frente
al sufrimiento, propio o del otro, el corazón se esclerotiza mediante una
desensibilización sistemática; ni tampoco se trata de desembocar en un
hedonismo, bajo el presupuesto del cultivo de actividades meramente
gratificantes, pensando que ahí va todo el sentido de la vida. Canjear por
ideas neutras las ideas emocionales negativas que producen los estados
alterados, podría suponer tal gasto energético que suscite tan sólo un trueque
en los estilos atributivos de amargarse la vida. Con todo ello, no habríamos
rozado siquiera lo esencial y, seguramente, no evitaríamos un extraño
desasosiego, una angustia, índice de la zozobra, relativamente intensa según la
sensibilidad de cada cual, del vacío interior. Por supuesto, no digo que estos
enfoques por sí solos carezcan de operatividad, salvando distancias y matices,
y no ayuden a la supervivencia del día a día, pero la sustitución de unas
cadenas por otras, aunque fuesen quizá más tenues o menos dolorosas, no
supondría superar ese parangón mórbido con las comadrejas, por ejemplo, o con
ciertos múridos o mustélidos.
El despertar a nuestra propia integralidad consiste en el cambio
radical de las estrategias vitales en aras del corazón; un cambio que colme y
transmute lo más profundo de nuestro ser. Por eso, si en la excesiva angustia,
llegáramos a un impasse de
indefensión, sería un grito elemental y atávico o la conmoción de una
violencia, el elemento catártico que, tras la parada del pensamiento y la
emoción erróneos, involucrara la totalidad de nuestro ser hacia su
transformación.
Como remontando una corriente,
la inversión de las inversiones conductuales es posible recuperando los
elementos lúdicos de la vida. Tras la aceptación por el conocimiento de
nosotros mismos y de nuestra circunstancia, que supone la aceptación del otro y
de su circunstancia, esta intención superadora de nuestro desequilibrio se
expresa en la anulación de cualquier sentimiento de culpabilidad, de cualquier
remordimiento o reproche. Ahora bien, la culpa sólo se destruye por el perdón.
Bajo el presupuesto de la dialéctica del "Me perdono/Te perdono”
deberíamos construir nuestra vida, porque, no lo olvidemos, cualquier acto de
perdón es generador de Amor. ¿Y no es sino Amor la felicidad, expansivo y total
Amor? Y aun así, quizá haya algo que sea imperdonable…
Que la paz y la felicidad os
toquen.
Todos los derechos
reservados
Jesús Cánovas Martínez©
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