ALMENDRICOS - GUADIX
¡UNIDOS POR FERROCARRIL!
AVISO
IMPORTANTE: El texto que sigue a continuación lo escribí de una tacada en el
otoño de 1989, y con él pretendía dar cuenta de la marcha realizada a través de
la vía férrea que comunicaba las localidades de Almendricos con Guadix,
clausurada hacía poco por una nefasta decisión política. A los que realizamos
tal marcha nos movía, ciertamente, la protesta explícita por el cierre de la
línea y la consecuente reivindicación de su apertura. Dicho lo cual, al
escribirlo, no pude dejar de darle un sesgo subjetivo y poner de relieve
sentimientos que me transportaban a mi infancia. Manifestando que, sin faltar a
la verdad de los hechos, lo he retocado infiriéndole pequeñas modificaciones
para darlo a los caminos ubicuos de Internet, me hago responsable de las
opiniones que en él se vierten. Sin embargo, y a lo que vengo, no puedo asumir
responsabilidad alguna acerca de las diversas instrumentalizaciones del mismo
que, ajenas a mi voluntad, se hayan hecho o se pudieran hacer en aras de ideologías
que escapan —y escapaban— al momento y a las motivaciones iniciales por las que
fue escrito, las que ni acepto ni comparto.
Escuela parroquial de Medrano. Pedro y Lorenzo. |
TRAMO SEGUNDO
Con
la conversación del anciano resonando aún en nuestros oídos, a los pocos
kilómetros, pasado un primer túnel, Pedro y Lorenzo tienen un encuentro emotivo
con la vieja escuela de Medrano, donde infantes cursaron parte de su primera
enseñanza.
Ruinas para el recuerdo:
—Aquí
estaba el pupitre donde me sentaba yo...
—Y
aquí el mío.
—Aquí
se sentaba Fulano.
—...Y
Mengano allí.
—...Y Rafaé, El Tonto, ¡ qué tonto
era!, acá...
—...Y
la niña de la que estábamos todos enamorados, allá...
Pedro
y Lorenzo son hombres de frontera. Pedro nació en Almendricos, y su infancia la
pasó subiendo y bajando la ladera oeste de la Sierra de Enmedio, a pocos centenares de metros de la línea
divisoria que separa la provincia de Murcia con la de Almería; Lorenzo nació en
Las Norias, pedanía de Huércal, a dos kilómetros de esa misma línea fronteriza,
pero al otro lado, donde los críos de un bando y otro iban a apedrearse. Sin
embargo, ellos son amigos desde chicos; fueron juntos a esta escuela de Medrano
—¿adónde iban a ir si no había otra?—, y la recuerdan del modo como deben
recordarse las cosas o las personas que un día significaron algo en nuestras
vidas: con cariño y nostalgia. En una época donde las cortijadas de la zona
eran ajenas a la luz eléctrica y donde, para beber, se esperaba con ansia la
poca lluvia que el cielo dejaba en los aljibes, por necesidad, los habitantes
de estos eriales estilaban a manos llenas, aun sin saber precisar su nombre,
lo que los políticos llamaban con una sonora palabra, “solidaridad”. Era ésta, en la recién inaugurada etapa democrática, palabra estilada (hoy en día, al filo de una segunda transición, ya no se les oye) y los políticos no paraban de tirársela de bancada a
bancada.
Hay
desconchones, grietas en las paredes, el techo amenaza derrumbe... Escuela
parroquial de Medrano, el tiempo te sepulta también a ti en el olvido.
Viendo
la nostalgia en los ojos de sus compañeros de viaje, contemplando los nopales y
pitas que bordean los restos de la antigua escuela, encaramada en un monte, la
línea de ferrocarril abajo, por donde ya no pasan los trenes, el que esto
escribe recuerda un poemilla del “Cancionero
y romancero de ausencias” de Miguel Hernández, poemilla que siempre le
llega y golpea cuando ve pitas y chumberas y el sol cayendo sobre ellas y se
siente un poco triste:
El
cementerio está cerca
de
donde tú y yo dormimos,
entre
nopales azules,
pitas
azules y niños
que
gritan vivídamente
si
un muerto nubla el camino...
Como
todavía vamos frescos, sin balón, jugamos un partido de fútbol en la antigua
era de Medrano, invadida ahora por los matorrales. Es un derroche de energía
que después nos pasará factura. Momentos felices de asueto, y vistas
interesantes para el archivo de la memoria... Hacemos “adioses” a trenes imaginarios y terminamos por hacerle una visita
al “navajo”, donde mora una deidad
lacustre. Finalmente, como no hay nada en esta vida que no mude, tras las
respectivas fotos, seguimos camino, aunque un poquitín más cansados.
A
la altura de la estación de Las Norias —ya en territorio andaluz— cae un sol de
rigor. El sudor nos empapa y agradecemos la poca sombra que a veces se nos
ofrece en el paisaje desierto. Hay en esta hora de la tarde un silencio que
hace brillar con luz propia las piedras y los terrizales, los pocos olivos en
lontananza, los algarrobos, los escuálidos almendros. No corre el viento. Unos
tragos de agua se agradecen; al agitarlas, las cantimploras suenan ominosas,
como si regurgitaran extraños rumores. El agua que bebemos está caliente, pero
reconforta, se agradece: es válida para humedecer las secas gargantas.
El
suelo de la estación nos ofrece un tapiz de palominas y cagarrutias, mechones de
mierda chorreados y alegría —la que produce contemplar ciertos excrementos de
mamíferos bípedos e implumes—, una vez más. La estación está saqueada, rota por
dentro; enormes desconchones tiene la cal de las paredes, y pintadas, no
siempre de buen gusto o tono... Desolación y descontento pueblan la atmósfera de
las estaciones de esta línea a las que pronto nos acostumbraremos.
—¿Recuerdas?...
Aquí estaba la máquina donde se expedían los billetes.
—¿Te
acuerdas del jefe de estación?
Sin
darnos cuenta establecemos un diálogo silencioso con estas paredes, y con la
atmósfera adormecida de un pasado que se impone lentamente, como un eco que aún
suena, aunque se dilata sucesivamente, onda en las aguas pronta a diluirse y
desaparecer.
Dicen
que la jornada primera de las marchas es la más dura; podemos testificar que
efectivamente es así. Entre Las Norias y Huércal-Overa hay una recta larguísima,
la más larga de todo el tramo de línea que pretendemos recorrer; se nos antoja
interminable, eterna. El sol cae a plomo, inmisericorde, y a no ser por el
socorro que nos dan en un cortijo, seguro que morimos de sed, quién sabe.
A
la altura de la rambla de Úrcal, hacemos un descubrimiento. Las últimas lluvias
torrenciales caídas a principios de mes han producido en la línea destrozos de
antología, que dirían los comentaristas deportivos. Tomamos fotos de estos
desperfectos. Resulta impresionante ver los raíles, en donde existía una
potenta, colgados en el aire... Transit
gloria mundi: Todo lo destruye el tiempo irreversible.
Reflexionamos
sobre el tiempo ido, pero el curso de nuestras reflexiones, al igual que el de
los raíles, corre paralelo al curso del camino. ¿Cómo es posible que pasados
tan pocos meses desde la electrificación de las señales de la línea, de la
supresión de pasos a niveles, de la modernización de las instalaciones en aras
de un mejor servicio, de arriba venga la orden del cierre? ¿En qué gastan el
dinero que tan fácilmente recaudan?... Enigmas, enigmas que apenas
comprendemos... Cabe la estación de Huércal-Overa —adecentada, ¿cómo no?, por
las ilustres pintadas de las que ya he hablado— se sitúa un bloque de pisos
abandonado, testimonio erigido al gasto inútil, otro ejemplo.
Pero
constatamos algo más. Para ayudar al desmantelamiento, junto a la planificación
de lo alto corre pareja la de abajo. Hasta cerca de la estación de Almajalejo no
sólo han robado el tendido telefónico —alguien que necesitaba cuerda para
ahorcarse, suponemos—, sino que también los postes que lo sostenían han sido
aserrados hasta la raíz; los inviernos son tan fríos, la leña tan necesaria...
Por esta razón a nosotros tan sólo nos queda congratularnos por tan eficaz
trabajo. Y nos sentimos más felices. Casi realizados por ver una obra de
desmantelamiento bien cumplida.
Afortunadamente
estas alegres reflexiones pronto dejan paso a la vivencia del feraz paisaje. La
marcha sigue adelante. Nos movemos ahora entre tierras láguenas donde la
erosión ocasionada por el agua, el aire y el fuego han conformado paisajes
oníricos. Sepultados entre trincheras calcáreas o entre los pequeños abismos
que conforman las ramblas, parece que nuestro viaje nos adentra en un tiempo
remoto. Desde el impresionante puente sobre la rambla de Huércal divisamos
lejanías y sentimos la acometida de un sorprendente vértigo. En un momento el
servidor tiene la fugaz impresión de que los tres viajeros conformamos una
especie de Comunidad, parecida a la
que acompañaba a Frodo en busca de un monte mágico, el del Destino, para
destruir el Anillo Único. ¡Quién sabe! Nuestros pies siguen enfilando los
infinitos raíles que se adentran en la cereza del crepúsculo.
(continuará...)
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
Pedro
Díaz Martínez©
Lorenzo
López Asensio©
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