JUVENTUD
Y PERVERSIDAD
Hay que partir de un hecho: El ser humano es
capaz de hacer tanto el bien como el mal, pero hace más el mal que el bien, y
en los últimos tiempos esa tendencia ha sufrido un proceso de aceleración.
Por tener una experiencia directa, dada mi
profesión, puedo establecer algunas comparaciones. Comparo, por ejemplo, el
tiempo de mi adolescencia y primera juventud, con los tiempos que actualmente
corren. He visto cómo se ha ido degradando, no solo una situación, sino una
actitud. En gran parte de los jóvenes y adolescentes actuales no encuentro
aquella rebeldía, en gran medida sana, que movía a mi generación ante el
desagrado que nos producía la constatación de un mundo corrupto; por el
contrario, encuentro más bien actitudes acomodaticias con el mundo de la
perversidad. Un porcentaje elevado de los jóvenes de hoy en día no buscan el
cambio, sino que aceptan sin más el mundo perverso y tratan de adaptarse a él,
así que desarrollan los comportamientos hábiles para sobrevivir en ese mundo,
como son la mentira, la hipocresía y la traición; sin omitir el abuso con el
débil, el subjetivismo hipertrofiado e insolidario o la indiferencia ante el
sufrimiento ajeno.
Aunque los jóvenes de mi época pudiéramos estar
equivocados en cuanto a los medios con qué modificar una situación, y
posiblemente lo estábamos, el cambio lo sentíamos como urgente. Era necesario
restituir la justicia social. Tomábamos conciencia de un mundo que no era
perfecto sino perverso, y, por perverso, no lo aceptábamos; en consecuencia,
nos rebelábamos contra él.
Traigo a colación un libro que por aquella
época constituía la cabecera de muchos de nosotros: Siddhartha, de Herman Hess. Su
protagonista, el joven Siddhartha, criado en palacio entre algodones, sufre un
impacto conmovedor cuando sale al mundo y descubre las realidades terribles que
lo pueblan: la pobreza, la enfermedad, la vejez y la muerte. Este conocimiento
le supone tal revulsivo que le lleva a un cambio radical de vida; dejará la
comodidad de palacio y se embarcará en un viaje, fundamentalmente interior, en
el que cobrará especial protagonismo la búsqueda de la verdad junto con el
intento de encontrar una llave capaz de evitar el sufrimiento humano. Tras años
de búsqueda que parece infructuosa, en los que no le quedan ahorradas las
penurias, al joven Siddhartha le llegará finalmente la iluminación y se
convertirá en Budha.
Ese toque no demasiado agradable de un mundo
caído en donde campea la perversidad, la conmoción interna que le produce y el
intento de ponerle remedio, convierten a Siddhartha en paradigma de cualquier
joven, en principio, sano. Claro, no todo el mundo está hecho de la pasta
de Siddhartha, por seguir con el ejemplo, y lo normal es que sean pocos los que
lleguen a una conversión en Budhas
Gautamas. Para ello fallan muchas cosas, y no solo la pasta. Por de pronto, el joven, por su falta de experiencia o
por la arrogancia que le es propia, es más fácil de engañar que el adulto, y
las seducciones del mundo perverso son hoy, si cabe, acuciantes hasta el
extremo de la locura; ese potencial que hay en él de cambio y renovación
quedará en no poca parte frustrado, a la larga o a la corta.
Pero es aquí donde vengo a la comparación
entre la juventud de mi época y la de ahora. El joven de mi época, por lo
general, desarrollaba esa actitud que he denominado sana; quería que el mundo
fuera mejor, añoraba la justicia y, de algún modo, pedía la felicidad para todo
el mundo. La toma de conciencia de que el mundo era una mierda le llevaba a
pensar que había que hacer algo al respecto, aunque ese algo consistiera en
rebelarse sin ton ni son, o, simple y llanamente, escaparse de él. Eso ocurría,
por supuesto, en un inicio; después llegaba lo que eufemísticamente se llama la
cruda realidad, pues hay que subsistir en el día a día y, por consiguiente, hay
que establecer cierto pacto de no agresión con las potencias enemigas.
Ahora las cosas no son así.
He asistido a una degradación creciente,
paulatina y acelerada en lo que se refiere a la pasta de las nuevas generaciones. Si esto lo percibe cualquiera
que tenga un mínimo de cordura o sensibilidad, mucho más lo percibimos los que
por profesión estamos cerca de la juventud. Hay una gran diferencia cualitativa
entre los alumnos que tuve en mis primeros años de docencia y los de ahora. Y
resalto el aspecto de la cualidad porque,
aparte de mostrar una mayor receptividad a la enseñanza, aquellos de entonces eran
mejores personas. Realmente, quedo asombrado por el grado de perversidad de que
son capaces los nuevos: la mentira ha hecho plaza en una gran mayoría de ellos,
la insolidaridad, la intransigencia, las actitudes excluyentes; funcionan con
la trampa (lo que se ha convertido en norma), con la calumnia, con el
matonismo, con la crueldad; se arrogan de derechos pero son incapaces de
aceptar un mínimo de responsabilidad; lo quieren todo pero no dan nada a
cambio. Ciertamente, siempre ha habido gente así, pero en los últimos tiempos
abundan. Queda un resto, sí, los mejores, aunque es de ley reconocer que están
sitiados y cada vez son menos.
Me temo que por primera vez en la historia,
de forma inédita, estamos ante un hecho insólito: el motor del cambio no lo
constituyen ya las nuevas generaciones sino las antiguas, esas a las
que se les ha pasado el arroz pero siguen siendo depositarias de ciertos
valores; lo cual es un índice inequívoco de la lamentable degradación y
corrupción a que ha llegado nuestra sociedad.
Todos
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Jesús
Cánovas Martínez©
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