APUNTE SOBRE LA CEGUERA
No quiero remedar a Borges o Saramago al
proponer este breve apunte sobre la ceguera. Son pretensiones bien simples las
que me mueven, y pese a ello sé que me puede ocurrir lo que a aquel
especialista del aparato reproductor femenino (ginecólogos los llaman) que
aconsejó a la gitana un poco de higiene, en fin, que se lavara sus partes, y
pasados unos días fue el gitano a buscar al pobre hombre con la navaja cachicuerna
en ristre, porque su mujer había perdido el olor a hembra. Aun así, a pesar del
peligro que supone, debo decir lo que considero no contrario a la verdad por un
mínimo de honestidad conmigo mismo, sobre todo si intento fundamentarlo.
Una de las ceguedades, por no decir
perversiones, y no de las menos importantes, en que incurre el ser humano
consiste en la tendencia a absolutizar su propia existencia: lo que él es, lo
que piensa, lo que siente. Es el caso de algunas personas que, llegadas a la
adolescencia, suelen pensar: «¡Vaya, qué importante y poderoso soy! Resulta que
todo estaba dispuesto para que yo naciera, y, al nacer yo, adquiere sentido el
mundo. La totalidad de las personas y las cosas existen como una prolongación
mía».
En el proceso de madurez, de una u otra
forma, la mayoría de los seres humanos hemos pasado por esta fase. El problema,
sin embargo, no consiste en pasar por la fase, sino en quedarse en ella. Van
siendo cada vez menos los que quieren afrontar la madurez con ánimo
ciceroniano, menos aún la vejez. Casi todo el mundo desea mantenerse
eternamente joven y, a ser posible, adolescente. Tal actitud, en principio, no
es ni buena ni mala, sino sencillamente patética, porque por más que se
disimulen las arrugas o las canas, es un hecho que estas siguen estando ahí.
Dicho lo cual, si nos atenemos al adagio latino mens sana in corpore sano, sería correcto intentar mantener la
salud del cuerpo el mayor número posible de años, y también la de la mente;
ahora bien, si el deterioro, tanto físico como mental, es ineludible, la
actitud saludable consistirá en aceptarlo sin más. Y de ahí se derivaría un
saber estar en el mundo, un ahondamiento de la mirada, una aceptación de la
propia circunstancia que conllevaría, considerados los propios límites, a una
relativización del propio ser, a la ponderación de un equilibrio entre el yo
que somos y los otros, a una sincera apertura a los demás, al verdadero diálogo
con el tú, en definitiva.
En los actuales tiempos de terror, y basta
mirar a uno u otro lado para comprobar lo que digo, abundan este tipo de
personas inmaduras, por no decir enceguecidas; ya adultas, mantienen ideas y
comportamientos que no resisten el más mínimo contraste con el sentido común, y
no obstante, se empeñan en mantenerlos sin un criterio suficientemente fundado.
Si se les da un toque, y se les hace ver otros puntos de vista, se revuelven
con opiniones tan cargadas de emoción
que resulta imposible cualquier discusión o diálogo con vistas a establecer
algún acuerdo de orden racional; las ideas dejan de existir para estas
personas, pues sus emociones las obnubilan y ocultan. No sé si esto ocurre como
consecuencia del efecto rejuvenecimiento, con el que tanto nos bombardean los
anuncios de la tele, o por otro tipo de razón, pero el caso es que ocurre.
La ceguedad permanece ahí. Se creería que tal
actitud es propia de la gente banal, aquella que no ha cultivado de manera
suficiente el intelecto, pero no es así. No importa que la persona en cuestión
esté pulida en mayor o menor grado para caer en algún tipo de ceguera. Vicente
Gaos, sin ir más lejos, al hablar del complejo
de Jehová, que aqueja fundamentalmente a los filósofos, refiere, como
ejemplo, a Hegel, quien, huyendo de las tropas de Napoleón cuando invadían
Jena, subido precipitadamente al carruaje que le pondría a salvo (y, con la
chistera roída, debemos suponer), se creía la encarnación del Espíritu Absoluto.
Sí, hay que hacerlo notar, el Viernes
Santo Filosófico tuvo que huir con lo puesto para salvar la vida; años más
tarde, luego de haber explicado fehacientemente el decurso del Espíritu según
el proceso dialéctico, moriría de cólera. Requiescat
in pacem.
Ejemplos de tal actitud en la historia de la
filosofía no escasean. El mismo Nietzsche, tan radical e impostado de martillo,
al combatir el sistema, conforma su manera asistemática de pensar como sistema.
Antes de que su vida naufragara en esa extraña tiniebla que llamamos locura,
qué poco le faltó para proclamar: ¡Yo,
Nietzsche, soy la verdad! Después vendrían las interpretaciones sesgadas de
su filosofía, sean las de los nazis o las de los burgueses diletantes; estos
desembocaron en un huero esteticismo, aquellos… aquellos… ¡bien!, a estas
alturas todos sabemos lo que ocurrió.
Porque es absurdo que un ser mortal pueda
erigirse en absoluto, se hace necesario protegerse contra cualquier intento de
absolutizarlo. Popper recomendaba, al contrastarse con la realidad, desarrollar
un sano escepticismo; antes que él,
Husserl había hablado de la epojé,
que no solo implicaba la suspensión del juicio sobre las cosas, sino la puesta
entre paréntesis de las mismas; mantener el sentido común, el término medio
entre los extremos, ponderar la aurea
mediocritas, que no es algo diferente a la realización de la propia
excelencia, mucho antes lo dijo Aristóteles. Y Kant, alarmado por los abusos de
su tiempo, por los desbarajustes entre ética y política, entre bien y justicia;
alarmado por la disociación de perspectivas suministrada por una moral
condicionada por el interés o la coacción, daba una receta: proceder de tal
modo que la máxima de la actuación individual se pueda convertir en norma
universal, esto es, actuar conforme a justicia, acomodar la forma particular de
actuación de tal manera que sea posible el acuerdo racional entre todos los
seres humanos. Es el imperativo categórico, y la máxima que concita realmente
se puede escribir con letras de oro: No
quieras para los demás lo que no quieras para ti mismo. Si no se actuara
así, si este acuerdo entre los seres humanos no se realizara, el último Kant, a
finales del siglo XVIII, ya alerta de que quizá la única paz posible sea la de
los cementerios. Andamos bien entrado el siglo XXI, y desde que Kant vivió
hasta nuestros días la amenaza de tan funesto vaticinio sigue pendiendo sobre
el conjunto de la humanidad como espada de Damocles.
No han cesado los males, y es para admirarse,
porque quizá tengamos la receta para que estos cesasen. Se plantean teorías,
idealidades, pero quedan desmentidas continuamente por una mala praxis. Esto sucede porque en el ámbito
de la ética estamos en el ámbito del deber, no en el del ser; por lo tanto, en
el ámbito de la posibilidad donde el mismo deber puede ser contradicho por la
libertad humana. Dicho con otras palabras: una ortodoxia, en el sentido
etimológico de la palabra, debería conducir a una ortopraxis, pero casi nunca
es así, porque la libertad humana puede malversar los mejores fines. Una
manipulación más o menos velada, una distracción sobre lo fundamental, un
encubrimiento de prácticas ilegales, qué se yo, no son ajenos a que esto
ocurra. En cualquier caso, para poner soluciones, o, al menos, indagarlas,
habría que empezar por ordenar las ideas, ya que solo de esta forma se podrían
acometer las buenas prácticas. A lo que vengo a añadir, y no como paréntesis,
que en nuestra querida España el sistema de enseñanza, cuyo punto crítico fue
la LOGSE y sus secuelas hasta la LOMCE, se está ocupando fehacientemente de que
un pensar correcto sea relegado al ámbito del realismo fantástico.
Debido a sus consecuencias no hay inocencia
en pensar de un modo u otro. Algo que, si no fuera por sus posibles efectos
devastadores, en principio podría mover a una ligera condescendencia, a una disculpa
incluso, cuando se infla y convierte en masa
crítica resulta intolerable. Ocurre muy a menudo que las ideas se cargan de
emoción, tanto a nivel colectivo como individual, y dejan de ser ideas para
convertirse en meros ciclones sin orden ni concierto al tocar el ámbito de la
acción.
De este modo, las ideas de los filósofos se
impregnan de emoción, y la emoción las absolutiza, hasta el punto de que el
mismo filósofo que las ha generado muchas veces parece un pelele en manos de
ellas (se podrían entender algunas muertes filosóficas según esta perspectiva).
Luego llegarán los epígonos, los epígonos de los epígonos, la pléyade de
divulgadores, las simplificaciones y las secuelas de las simplificaciones; al
final, todo el mundo opina y nadie sabe de lo que opina. Si así es en
filosofía, no digamos en política, donde las prácticas marrulleras de los que
ostentan el poder lo trastocan todo. Entran los políticos de por medio, y con
la demagogia que les es propia, desgracian las cosas con la sola intención de
ganar cuotas de poder. Habría que decirles a estos: «Ocúpense, señores, de la
justicia, y legislen en concordancia con la misma sobre las cuestiones
económicas o políticas, pero no hagan bandera de temas que, en principio, no
pertenecen a ninguna ideología, porque sencillamente son anteriores a las
mismas», pues sorprende cómo el debate político, tantas veces entre
impresentables, tuerce sin sonrojos lo que desde un punto de vista ético
debería estar suficientemente claro. El común tampoco escapa; ha oído hablar de
algo, le suena, cree que es correcto, se imposta de razones emocionadas y, a la
postre, viene a defender, más que ideas, las fuertes pasiones que le suscitan
esas ideas no comprendidas o no dialectizadas de modo suficiente.
Lo mejor sería no tener que enfrentarse a
dilemas o disyuntivas vitales, pero eso desgraciadamente es imposible, porque
siempre estarán ahí, a la vuelta de cualquier esquina. Para afrontarlos
debidamente, habrá que tener un criterio suficientemente fundado sobre los
temas de que se trata, pues, vuelvo a insistir, solo teniendo una claridad de
principios habrá una oportunidad de solución. O, lo que es lo mismo, con un
criterio suficientemente formado se puede bajar a la casuística concreta que
ofrece la realidad y actuar en consecuencia; nunca al albur del capricho o a la
emoción del momento, o, lo que es peor, sometidos a esa ceguedad que algunos
tienen de creerse seres absolutos alrededor de los cuales el mundo en su
conjunto gira.
Cuestiones que, en principio, más que
políticas, son éticas, quedan tergiversadas por los nuevos sofistas y sus
tejemanejes. Cuando se trata del tema del aborto, por poner un ejemplo con el
que aterrizar, a mí me resulta curioso que personas probadas en cuanto a su
integridad moral, intelectualmente formadas y con una sensibilidad exquisita en
lo concerniente no sólo a la defensa de los derechos humanos sino también de
los animales, vengan a patinar ahí. Vienen a discutir no sobre el tema, sino
sobre un mal planteamiento del tema. Así proponen discusiones absurdas, sea:
«¿A partir de qué día de gestación podemos considerar al feto un ser humano?»,
como si antes de cruzar una determinada raya fuera permisible el asesinato. A
estos habría que responderles: «Desde la misma concepción, pues si lo dejaras
desarrollarse lo verías». En nuestra malversada España, lo penoso que resultaba
oír a algunas ministras de la época de Zapatero (¿de dónde las habría sacado el
ínclito?) hablar sobre la cuestión. Así hay personas que para defender lo
indefendible hacen alegato a cuestiones morales tergiversadas, o apelan a las
emociones, o buscan un enemigo y se impostan de derechos, incluso de forma barriobajera,
como si el insulto o la grosería constituyeran razones inamovibles; en
conclusión, la razón para el que más alto chilla. Sea lo que sea, y en contra
de lo que piensan ciertas personas, o de lo que no piensan, legitimizar el
aborto como un medio anticonceptivo, desde cualquier perspectiva que pretenda
sentido común o justicia, no deja de ser un disparate.
Porque no solo hay que reclamar derechos para
uno mismo, lo cual está bien, sino también para los demás, aunque estos demás sean los débiles, como los
nonatos, los disminuidos (físicos o psíquicos) o los ancianos. Y las razones
emocionadas hay que considerarlas debidamente para que no lleguen a
distorsionar las ideas; en consecuencia, hay que saber utilizar esa emoción
para impulsar lo que realmente merece la pena: la vida. Porque la vida es el
derecho inalienable de todo ser humano por el hecho de ser humano, y a ese
derecho quedan supeditados, y relativizados, cualesquiera otros derechos.
Insisto: porque hay una jerarquización de los valores, también existe la
jerarquización de los derechos, y el primero de todos ellos, casi como un
axioma ético, es la vida, su defensa y dignificación, alrededor del cual giran
(ya que si no hay vida no hay nada) todos los demás.
André Gluksman, en una constelación de ideas
no muy diferente a la que pondero, en la mayoría de sus obras deja caer una
pregunta, más o menos explícita: ¿Hay algo peor que la guerra? Sí: el
genocidio.
Si no se respeta el derecho fundamental a la
vida, y la dignificación que le va pareja, se abre la puerta al genocidio. Y si
de los nazis hablaba un poco más arriba, hay que convenir que se tomaron a sí
mismos como absolutos… ¿Cuánto cuesta un
disminuido al Estado?, preguntaban en las escuelas, y hacían cálculos. Primero
empezaron con los disminuidos psíquicos (esquizofrénicos, epilépticos, personas
con el síndrome de Down...), siguieron con los inválidos. Se trataba de
abaratar costes y recortar gastos superfluos. Luego pasaron a los que mantenían
otras ideologías diferentes a la suya: los socialdemócratas, los comunistas;
les llegó el turno a los judíos; en el ínterin, a los homosexuales, a los
gitanos; continuaron con los testigos de Jehová; los católicos estaban en
lista… En fin, solución final a favor de la eugenesia: una buena raza (la bestia
rubia) e ideas en consecuencia (las del partido nazi: Yo, Hitler, soy la verdad, o, una vez puestos, ¿por qué no?: yo,
Hitler, soy Dios). Este es el hecho, tan crudo como real. A las voces
disonantes o a los que se decretaba que sobraban en aquella sociedad de
superhombres, se les conducía a una disyuntiva difícil: o el exilio o el campo
de concentración. Resulta curioso, y sorprendente, que los cabecillas de
aquella limpieza étnica fueran un lisiado como Goebles, un drogadicto como
Goering, un acomplejado como Himmler, un alucinado como Hess, un individuo de
equívoca sexualidad como Hitler... No sigo con la nómina ni hago más
comentarios, porque este no es el tema, y el verdadero problema no consiste en
que estos individuos tuvieran o no tuvieran defectos de carácter, sino que, creyéndose
superhombres, pensaran que estaban más allá del bien y del mal y, en
consecuencia, actuaran como genocidas. Estos personajes perpetraron la infamia,
y la infamia tuvo efectos devastadores. La perpetraron de forma gradual,
financiada por el gran capital (Henry Ford donaba las ganancias de sus ventas
de automóviles en Alemania al partido nazi), y poco a poco fue ganando
corazones y campos de abono hasta que se convirtió en un torbellino difícil de
parar, y a qué precio. Bien, pues si esto fue así, no habrá que olvidar la
historia, y a algunos que opinan un poco a la ligera sobre ciertos temas (no
juzgo acerca de la conciencia o buena voluntad de nadie, sino sobre sus
opiniones) habrá que recordarles aquel poema de Martin Niemöller, presente en
la mente de todos:
Cuando los nazis vinieron
en busca de los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era
comunista...
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Jesús
Cánovas Martínez©
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