Son
múltiples las crucifixiones a que nos va sometiendo la vida, pero todas ellas
palidecen, por graves o dolorosas que sean, ante la Crucifixión por
antonomasia.
Mi
querida amiga, Ana María Alcaraz Roca, hace algunos años me presentó a José
Luis García Bas, director de La Voz del
Resucitado, revista procesional de Cartagena (España). Se inició de este
modo una colaboración mía en una serie de números de dicha revista. Reproduzco
a continuación uno de aquellos trabajos con los que participé.
Jesucristo,
el Hijo de Dios Vivo, acepta morir en la cruz para remisión de los pecados del
género humano. Junto a Él, a sus flancos, son crucificados dos malhechores:
Gestas y Dimas.
A PROPÓSITO DE GESTAS Y DIMAS: LA DISCRIMINACIÓN
DE LOS ESPÍRITUS.
Tal como relatan los evangelistas,
Jesús fue crucificado entre dos malhechores, y mientras uno de ellos lo
injuriaba, el otro lo defendía. El relato de Lucas dice así: «Uno de los
malhechores crucificados lo insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a
ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo reprendió, diciendo: “¿Ni siquiera tú
temes a Dios, tú que estás padeciendo el mismo suplicio? Nosotros con justicia,
pues estamos recibiendo lo merecido por nuestras fechorías. Pero éste nada malo
ha hecho.” Y añadía: “¡Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino!”. Él le
contestó: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso”.» (Lc 23,
39-43). La tradición nos ha trasmitido el nombre de estos dos malhechores, el
malvado, Gestas, y el buen ladrón, Dimas, el primer hombre en entrar al
paraíso, haciendo honor a la sentencia evangélica de que los últimos serán los
primeros. Dimas, de esta manera, es también el primer santo, y la iglesia
católica lo refleja en el santoral el día 25 de marzo.
Son muchas las reflexiones que este
episodio nos suscita. Por de pronto: ¿Qué ocurrió en el alma de san Dimas para
defender al Señor del ataque del otro ajusticiado e implorar seguidamente su
misericordia? Tal vez algo más que el sufrimiento y la cercanía de la muerte:
La profunda conmoción que le produjo el encuentro con Jesús. Esa misma
conmoción lleva a Dimas al reconocimiento que de Él hizo como verdadero Dios.
El inocente es crucificado, sí, pero el inocente es Dios; el Único inocente. Y
si, por otra parte, solo Dios puede salvar, pues es dueño de la vida y de la
muerte, Dimas, desde su corazón roto —y, debemos pensar, sinceramente
arrepentido de sus pecados— emite un poderoso grito de fe: “¡Jesús acuérdate de
mí cuando llegues a tu reino!”. El Único
inocente, el Único en el cual no hay mal y muere crucificado por nosotros es
quien nos puede salvar de la verdadera muerte. La respuesta que le dio el
Señor, la conocemos, es categórica y no da lugar a equívoco: “Yo te aseguro que
hoy estarás conmigo en el paraíso”. Jesús, aparte de la salvación de Dimas,
proclama la existencia de la vida eterna.
Ahora bien, del otro malhechor,
Gestas, nada se nos dice, sino que desde su propia miseria eleva una mofa
tristemente patética, a la par que ridícula, contra Jesús; no encontramos en él
indicio alguno de la profunda conversión al Señor operada en san Dimas, ¿por
qué? Al que esto escribe, hacer esta pregunta le produce sobrecogimiento,
estupor y temor. ¿Se puede insistir tanto en el mal hasta el desprecio de la
propia salvación? Dice el evangelista que Jesús se hallaba crucificado entre
ambos malhechores. Gestas, no lo reconoce como Dios salvífico; Dimas, sí.
Jesús, Jesús crucificado, es piedra de escándalo, y sobre Él se produce la
discriminación de los espíritus. Vivir y morir no es un juego, y la libertad se
nos aparece como un tremendo misterio.
En el intento de comprender estas dos
actitudes recurrimos a Ana Caterina Emmerich. Cuando relata la pasión de
Cristo, nos dice al efecto de los dos ladrones, que Gestas era mucho mayor que
Dimas y había seducido a este último involucrándolo en una vida fuera de la
ley; Dimas fue arrastrado por su carácter débil, pero en el fondo de su corazón
no estaba de acuerdo con esta forma de vivir. Le faltaba únicamente el
encuentro con Jesús, quizá su mirada, para arrepentirse de cómo se había
conducido. Esto último ocurre en el monte Calvario. Dimas, conmovido
íntimamente, defiende al Señor y le pide que se acuerde de él. “Un corazón
quebrantado, Tú nunca desprecias”, dice el Salmo.
Dicho lo precedente, lo cierto es que
en el relato evangélico podemos detectar una especie de itinerario en el alma
de Dimas hacia el Señor, según cuatro pasos que se acompañan de otras tantas
confesiones: 1) Dimas, a pesar de haber llevado una vida reprobable, cree en
Jesús, lo respeta y teme; así confiesa su soberanía. 2) Dimas defiende a Jesús
—no toma su Nombre en vano— a la misma vez que confiesa su divinidad. 3) Dimas
asume su castigo como justo; esto no puede ser posible sino por un
arrepentimiento sincero; la confesión de su propia culpa lleva a la expiación
de la misma. 4) Dimas pide el perdón, se abandona a las manos misericordiosas
del Señor; confiesa la vida eterna.
No significa que estos momentos del
itinerario del alma de san Dimas hacia el Señor se sucedan en el orden
propuesto; salvo el primero, pueden ser simultáneos. En cualquier caso, denotan
una profunda conversión, y, por sí mismos, nos ofrecen cuatro puntos de
meditación en los que cada uno de nosotros debería detenerse.
¿Se salvó Gestas? Nos gustaría
responder que sí, como también nos gustaría afirmar que lo fueron Judas —en
principio, el hombre más deleznable— o los grandes azotes de la humanidad,
Hitler o Stalin, por ejemplo: sería maravilloso que el infierno existiera pero
estuviera vacío. Pensamos que si ciertos monstruos han podido salvarse, ¿por
qué no nosotros que, sin dejar de ser monstruos, lo somos menos que aquellos?
Si aquellos otros se han salvado, ¿no nos será más fácil obtener la
misericordia divina? Pero si discurrimos así, necio no sería pensar que el
juicio de Dios, al querer hacer estas pequeñas trampas, no contemplara nuestra
propia mezquindad. Ahora bien, una vida de maldad desemboca en la reprobación,
pero ¿quién conoce el corazón del hombre? ¿Y quiénes somos nosotros para juzgar
cuando el verdadero juicio solo lo puede realizar Uno, Aquél que conoce el
mismo filo donde se separa el alma del espíritu?
¿Dónde se sitúa el momento de nuestra
vida a partir del cual es imposible el retorno? Si hablamos de una posibilidad
de salvación allende la muerte física, deberíamos considerar, por un lado, que
Cristo, en los tres días que su cuerpo estuvo en el sepulcro, bajó a los
infiernos para liberar a los justos que allí se encontraban; ciertamente, estos
infiernos (de infieri, lo que está
debajo) no son la Gehenna ,
esas tinieblas exteriores en donde son expulsados los réprobos una vez emitido
el último juicio; el sheol —concepto
hebreo de infierno— recluye a justos e injustos, pero ni es lugar ni estado
definitivo del alma. Por otro lado, san Pedro, en su primera Epístola, recuerda
que Jesús, «entregado a la muerte según la carne, fue vivificado según el
espíritu, y por este espíritu fue a predicar a los espíritus encarcelados» (1 P
3, 19-20), y más adelante dice: «Porque se ha anunciado el evangelio aun a los
muertos, precisamente para que, condenados en carne según hombres, vivan en
espíritu según Dios» (1 P 4, 6). Por lo que tampoco debemos suponer sin más que
estos muertos (¿qué necesidad tenían
de predicación?), aun no perteneciendo al grupo de aquellos otros justos en
espera de la liberación, se hallan en un estado en el cual fuera imposible su
conversión, y, por consiguiente, su salvación. Nos adentramos, una vez más, por
los territorios del misterio: ¿Cómo es la existencia en los estados
intermedios?; entre la muerte física y la posibilidad de esa otra muerte, la
segunda, de la que Jesús habla en su encuentro con Nicodemo, ¿qué ocurre? En
cualquier caso, aun en el supuesto de que nuestra vida futura se decidiera en
esos estados, ciertos ajustes en la actual no deberíamos dejarlos para el
último momento, no vaya a ser que entonces ni podamos ni recibamos ayuda, tal y
como les ocurrió a las vírgenes necias o al rico epulón; al fin y al cabo,
quien en esta vida ha rechazado a Dios (máxime si lo ha hecho con saña), ¿cómo en
estados de existencia no ejecutivos pudiera ser que se convirtiera? El día del
Señor vendrá como ladrón en la noche.
Al margen de la discusión teológica
sobre si es posible la redención en los estados post-mortem, podemos relegar el
tema de la salvación o condenación de Gestas a la esfera del enigma. Solo Dios
puede juzgar, y a Él solo compete el último juicio. Nosotros podemos tener
indicios sobre la condenación o salvación de alguien, según la vida que ha
llevado o las obras que ha realizado, pero no podríamos predecir con exactitud
sino a riesgo de equivocarnos cuál es el destino último de las almas; la fe se
otorga por la gracia y, como tal, es el último milagro que Dios puede operar en
nosotros, así en el caso de san Dimas, quien, por su fe en Jesús, pudo
convertir su sufrimiento en martirio; y, no lo olvidemos, el martirio es la
mayor obra que un hombre puede ofrecer a Dios. Ahora bien, ¿es necesario algún
tipo de preparación por nuestra parte para recibir la fe? Por supuesto que sí:
las obras de misericordia, la limosna y la oración.
Las consideraciones mencionadas
deberían promover en nosotros una actitud de extrema humildad. Por un lado,
hasta el último momento, no queda decidida la suerte de nadie, pero este último
momento solo Dios lo conoce; por otro, cierto temor debe embargar nuestro
corazón hasta el punto de darle dos fuertes aldabonazos: Primero, suministrar
el impulso hacia una vida responsable y de verdadera conversión, y, segundo,
provocar un sincero ofrecimiento de nuestro ser al amor de Dios, al abandono a
su misericordia, pues Dios no es otra cosa sino Amor.
Otra reflexión que podemos realizar
acerca de este episodio hace referencia a la parábola del trigo y la cizaña. Al
final de los tiempos, habrá un juicio en el que el trigo y la cizaña serán
discernidos. Pero, al margen del gran campo de la historia universal al que
directamente se refiere la parábola, también podemos considerar su alusión al
campo de nuestra alma, donde crecen juntos el trigo y la cizaña: en nuestro
último día, a la caída de la tarde, como dice san Juan de la Cruz , nos examinarán de amor,
y seremos trasformados, para el bien, sufriendo la quema de lo malo, en aras de
una purificación, para que lo bueno brille más, o, quizá, para la locura y la
muerte, y sufrir de este modo la mordedura de ese otro fuego que jamás se
consume; Dios quiera que seamos discriminados según el trigo. Por nuestra
parte, una actitud de alerta, de precaución, de lucha, parece que es la
salvaguarda contra la posibilidad de la condenación. En la terminología de san
Pablo, el hombre viejo ha de ser crucificado para que surja el nuevo, es decir,
la tendencia hacia la concupiscencia debe ser contrarrestada por el cultivo de
la virtud.
Y, sin embargo, nuestra lucha, dice
san Pablo, no es contra la carne ni la sangre, sino contra las potestades de
los aires. Podemos establecer, pues, una nueva analogía y ver en san Dimas a la
humanidad doliente, seducida, secuestrada y aherrojada al fondo de la
humillación por las potencias del mal; una humanidad, ciertamente, culpable de
su desgracia, pero no del todo, pues fue un factor externo, el diablo y su
envidia, quien la sedujo y precipitó a tal estado; vulnerada, corrompida por
esa herida inferida, se dejó arrastrar y así enraizó el mal y se multiplicaron
las desgracias que padecemos. Este mal tiene las raíces profundas, hasta el
punto que cuando tomamos consciencia de nuestro estado caído, tenemos la
impresión de hallarnos en una cárcel y no poder hacer nada por nuestras
fuerzas; más aún, tomamos consciencia de que, conocido el pecado, nadie es
digno del rescate, nadie merece el amor de Dios.
Afortunadamente para nosotros Dios
escapa a toda medida humana; Dios, por su misericordia infinita, quiere salvar
al hombre a toda costa. El drama de la pasión de Jesús, en la lógica del amor
de Dios, cobra de esta manera un sentido sorprendente, hasta el punto de
conmover el corazón de cualquier hombre de buena voluntad. Dios, por su amor,
se desborda. Si Dios no hizo la muerte, Dios, en Jesús, muere por nosotros; si
Dios no es responsable del pecado, Dios sufre las consecuencias del pecado. Y
no es circunstancial que Cristo muera crucificado junto a malhechores, sino que
es todo un signo, pues señala de manera inequívoca que se ha encarnado para
estar con nosotros hasta las últimas
consecuencias; en medio de la humanidad doliente campa su cruz y muere por
nosotros —por nuestras manos y, sin embargo, para nuestra salvación— y con nosotros, así que ni nos traiciona
ni nos abandona. Sin embargo, un hombre puede ser destruido por el mal y el
pecado, Dios nunca. La muerte de Cristo se convierte de esta forma en
paradójica, pues, muriendo, vence a la muerte; venciéndola, nos libera de la
tenaza del mal. Él, por eso, es la roca firme de la que hablan los Salmos,
nuestro seguro y fortaleza, nuestro sostén y guía, el garante de nuestra
libertad y la posibilidad de nuestra salvación: el Camino, la Verdad y la Vida.
Despierta arrobamiento la magnanimidad
de Dios. Inducida por Satanás, la humanidad patibularia crucificó al Señor,
pero quien por ella fue crucificado, le dio la vida eterna. Dios incesantemente
se nos dona sin merecimiento por nuestra parte, como recuerda Benedicto XVI en
sus dos Encíclicas publicadas hasta la fecha. Lo crucificamos, y nos salva:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). San Dimas no
podía caer de rodillas ante el Señor crucificado. ¿Qué impide nuestra profunda
conversión?
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Jesús
Cánovas Martínez©
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