EL FUEGO DEL INSTINTO
MARIANO VALVERDE
Por doble vocación,
filosófica y poética, al afrontar un poemario tiendo a fijarme fundamentalmente
en dos cosas: en su marco teórico-conceptual, por un lado, y en su forma
particular de conmoverme, por otro. Así que valoro de él la capacidad con la
que me induce a la reflexión, pues cuanto más me ayuda a pensar lo considero
más rico; y lo mismo puedo decir acerca del entusiasmo que me produce, pues
cuánto más me conmueve, lo considero más profundo. Es cierto que estas dos
líneas de penetración quedan matizadas por la propia subjetividad. Aun así son
las que considero más válidas para suministrar círculos de comprensión cada vez
más concéntricos, más concretos, y, consiguientemente, más objetivos de la
obra.
Vengo a convenir con
Raymond Abellió que solo hay tres temas dignos de interés, y los demás, o son
superfluos o vienen a confluir en estos. No son otros que los del sexo, el arte
y la muerte. Son temas nucleares en cuanto antropológicamente hacen referencia
a la triplicidad esencial del ser humano: el sexo, el plexo y el cerebro. Dicho
lo cual, la propia verticalización de la figura humana parece que viene a
marcar un itinerario, natural a la vez que lógico: aquel que atiende a la conversión
de unos centros en otros según el orden de sucesivas integraciones cada vez más
abarcadoras e intensas. Así, la sexualidad, como impulso originario y motor de
la vida, se ha de reconvertir en arte, y este, finalmente, como propio
desenlace, nos ha de enfrentar con la muerte. El ser aislado, por el sexo, se
abre a un tú; por el arte, a un nosotros; por la muerte, a un ello o a un
todos, a un Otro diferente, a una radical alteridad. Crece el ser, se forma y
amplía, y crece de igual manera su apertura; se engrosa el ser cuando como la
flor se abre y se aroma, y del mismo modo se intensifica y se instala,
espacioso, en el mundo. El sexo supone la comunicación entre dos seres, íntima,
básica, prístina, sobre la cual se generan las posibles aperturas e intensificaciones
de la consciencia. El arte, por ser expansión y juego de posibilidades, promete
la intercomunicación; como tal, es posibilitador de comunidad en cuanto la
estética revierte en ética y fundamenta la misma emergencia de la civitas. La muerte, finalmente, al
convocar la trascendencia, nos enfrenta con la nostalgia del retorno hacia la
unidad perdida del Ser, hacia la experiencia de la totalidad, hacia Dios.
Los temas apuntados
(sexualidad, plesexualidad, cerebralidad) son dignos de la reflexión
filosófica, pero también suscitan el interés del poeta. No atañen, por su
propia índole, a lo que se constituye en objeto de una razón instrumental,
calculante y calculadora, que supedita todo a razones de interés; procuran más
bien visiones globales de lo real en cuanto estas pueden ser portadoras de
sentido, atienden a lo solo concebido como acontecimiento. La filosofía, con su
voluntad de sistema, oferta cosmovisiones; la poesía, en cuanto situada en el
límite del mundo (permítaseme una velada mención a Wittgenstein), al igual que
lo místico, provee de sentido, ese que, por definición, al mostrar pero no
decir, está más allá de las posibilidades de la lógica. Tengo para mí sin
entrar en tortuosas disquisiciones, por convicción interna y por la razón aludida,
que el discurso poético es más radical que el filosófico, y de ahí su
superioridad.
Mariano Valverde es un
poeta básico del amor; un poeta que acomete el amor en sus fundamentos más
prístinos y salvajes. Así en El fuego del
instinto, tal y como hacía en una anterior entrega poética, El Deseo o la Luz, canta al amor-sexo, al
amor de pareja, edificado bajo la forma arquetípica de la pareja originaria
Adán/Eva. A mi modo de ver tiende un arco en el cual, según una dialéctica de
tres momentos, acomete los misterios del tálamo; y este juego tríadico puede
tener parangón con las fases del fuego. La llamarada inicial, el deseo/sexo,
fuerza vital o la luz/amor, irrumpe de repente y produce su primera estación:
la del amor compartido, el de un hombre y una mujer, alter uno del otro; amor, por tanto, heterosexual, monógamo, básico
e irreflexivo. El poema Me miras
puede ser un buen reflejo de lo que digo: Me
miras, Quiero ver más allá de tus ojos… La mirada se incendia y arde y
prende ajena a cualquier juicio o consideración:
Cercana está la brasa,
segura de su fuego,
libre de cualquier juicio,
y me contempla.
Ese fuego inicial, muta en
majestad de llama, en fuego del instinto,
arde y quema su propio combustible pero no lo consume; así que, ardiendo,
intensifica y alimenta su propio arder: esta es la segunda estación. Un poema
paradigmático de esta etapa, sería el que lleva por título Incendio (el cual especialmente se presta para ser cantado); cito
su última estrofa:
Hierven los ojos.
Hasta el aire se incendia.
Somos luz blanca.
Así llegamos a una mayor
conscienciación del amor, esto es, a su cerebración; la que, oportunamente cambiando
una “r” por una “l”, no es otra cosa que celebración: No hay más mundo que éste que celebra/ que estás en nuestra casa,
afirma el autor en el poema Reflejo.
Consumada la pasión en la hoguera de la carne, queda el rescoldo íntimo de la
brasa, la espiritualización o sublimación del mismo amor: la tercera estación. Cito
el bellísimo endecasílabo con que se inicia el poema Médanos, donde la amada es convertida en homóloga de la muerte:
Escucho, amor, la muerte y te desnudo…
¿Cómo se puede escuchar la
muerte? ¿Y cómo, al escucharla, se puede desnudar a la amada? Muerte/Amor, Eros/Thánatos,
los dos fuertes impulsos que convergen para apurar la copa del instante: el
amor-sexo se trasciende a sí mismo para alumbrar el nuevo día, la plenitud de
la sorpresa, una vez que se han consumado las fases del fuego:
Ven. Apúrate. Habrá nueva ternura
tras la huraña caricia del espino
que la mañana aleja de tus ojos.
Todo lo dicho viene a
confluir en algo muy concreto, y que cabe resaltar, hasta el punto que se
convierte en uno de sus ejes fundamentales de sentido del poemario, sino el
fundamental: es el aspecto de comunión,
esto es, de con-unión o intento de
fusión de los amantes. En la ceremonia del sexo, los cuerpos tienden a la
fusión y la transparencia del uno en el otro y por el otro, y lo pretenden en
el intento de alumbrar una suerte de andrógino: los dos seres que se aman, por
el amor, que es fuego, quedan transmutados en uno, se funden, consecuencia de
la alquimia del sexo. Esta idea queda apuntada en el poema Confluencia, así como en Ilógica
y en otros tantos, pero se expresa vigorosamente en el que lleva por título Ésa es la cuestión, el cual termina con
doble interrogación retórica, ya que el lector conoce su respuesta:
¿Qué más podría darte?
¿Qué serte para que los dos seamos?
Debo mencionar, para
terminar con esta breve nota sobre El
fuego del instinto, las dos apuestas estéticas que realiza Mariano
Valverde, las cuales ya aparecían en otros de sus poemarios anteriores. Una,
que podríamos considerar como la búsqueda del equilibrio entre clasicismo y actualidad;
otra, que supone el riesgo de jugar con campos semánticos divergentes, los que
se cruzan o entrechocan, produciendo así una suerte de relampagueo muy curioso.
Por la primera, el tiempo vital del poeta adquiere un referente implícito a los
clásicos. Sean estos versos del poema Alegría:
Es la verdad serena de la vida
la que acude purísima a tus ojos.
Sobre ti la luz nunca se dispersa
y la paz es un alma concentrada.
La apuesta por el cruce y
entrechocar de campos semánticos supone un fuerte
contraste de ideas y emociones, pero gracias a la pericia del poeta no produce
ninguna distonía, sino que, justamente, viene a servir de complemento a la
primera apuesta mencionada. Por eso los poemas dan una sensación de cercanía
con la calle y de distancia con la misma, tan cerca de la cotidianeidad pero tan
lejos de la experiencia del común, pues la intención de su léxico y formas
expresivas corre en consonancia al universo simbólico del momento del poeta.
Aparecen así títulos curiosos como: Tú,
yo y Baudelaire, Airbag, Página virtual… Y, espigando, podemos
asistir a la convivencia de Bach, Vivaldi, Rilke o Rimabaud, con Bod Dylan,
Alejandro Sanz o Sabina.
Propongo el siguiente ejemplo de Vivace:
La música de Bach hace ganchillo
con el aire y el plumaje de tus alas,
rompe el himen de un tiempo de
silencio
que se lleva el centauro de la noche.
Véase este otro de Tú, yo y Baudelaire:
Mis párpados se vuelven almidón
en el rostro desnudo de tu pubis
y luego son escamas de un pez
caprichoso…
El amor humano quizá haya
que entenderlo como extensión de la territorialidad del cuerpo; no queda ahí,
lógicamente, pero empieza ahí. Después, por su propia carga inercial, tenderá
hacia el azul, que es luz, y hacia la blancura, que es totalidad. En cualquier
caso, entre las cuatro filiaciones poéticas que Mariano propone al inicio de El fuego del instinto, me quedo con la
de Jorge Guillén, magnífica: Y por la
carne acude y cesa/ la soledad del mundo en su lamento. Y añado nueva cita
sobre la que cabe profusa meditación y que bien podría servir de lema a todo el
poemario, la de Ibn al-Faradih, recogida en uno de los libros de Juan-Eduardo
Cirlot (Cuarto canto de la vida muerta y
otros fragmentos), poetas estos que no merecen el olvido: No ha vivido aquí abajo el que ha vivido sin
embriaguez y no tiene razón quien no ha muerto por su embriaguez.
Todos
los derechos reservados.
Jesús
Cánovas Martínez©
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